Francisco
Jerónimo Simó Villafranca no tuvo una vida larga, apenas 33 años, que fueron
dedicados a la caridad, en el sentido más místico y sobre todo a la oración y
al estudio, no en vano, se le considera un prequietista al que el propio
Miguel de Molinos, máximo exponente de esta corriente religiosa, defendió en la
causa de su santidad. Hijo de José, un carpintero francés, al que todos
llamaban el Justo por su honradez profesional y de Esperanza, muy pronto Francisco Jerónimo quedó
huérfano; pero recogido por un clérigo, su vida quedó consagrada a los asuntos
del cielo. En 1603 fue instituido beneficiario de la iglesia de San Andrés de
Valencia y dos años después ordenado sacerdote.
Mas
siendo admirado y querido en vida por su entregada existencia al misticismo y
sacrificio a Dios y al prójimo, es al morir cuando comienza a extenderse la
veneración por el presbítero de San Andrés. Mucho contribuye a ello su proceder
en vida: acompañaba a reos y enfermos en sus penurias, confortándolos en lo que
podía; de sus escasas rentas como beneficiario daba casi todo a quienes lo
necesitaban más que él, hasta el punto de ser él mismo quien en mayor estado de
necesidad se hallaba, viéndose obligado a pedir para él un poco de pan en un
convento próximo; y sin tener nada suyo,
ni su cuerpo se libraba de las mortificaciones que se aplicaba para penitencia
de sus faltas. Su muerte ocurrida hacia el mediodía del miércoles 25 de abril
de 1612, a
decir de quienes le acompañaban, fue de serena quietud. Sin quejarse de los atroces
dolores que padecía, expiró en mitad de la salve con la que se encomendaba a la
Virgen María de la que era vivísimo devoto.
*
La noticia del óbito corre de boca en boca con la velocidad del rayo. En contra de lo que hubiera deseado el padre Simó, discreto y humilde siempre, sonrojado cuando se le hacía honor por pequeño que fuese, se instala un gran túmulo en el centro de la iglesia de la que era beneficiario y se ofician las honras fúnebres con la asistencia del cabildo y de numeroso público. Pugnan las gentes por tocar al difunto, al que ya hacen santo; por besar sus manos, sus pies y aun desgarrar un jirón de sus ropas. Tan gran fervor popular por el clérigo fallecido produce de inmediato que se comience a hablar de milagros que, debido a la intercesión del difunto cura, se suceden: al de una mujer leprosa curada, tenido por el primero de sus más de 260 milagros ocurrido en aquellos días, se une el de un sordomudo de nacimiento que comienza a hablar y el de la resurrección de un niño que había resultado muerto en la próxima plaza de San Francisco: le había caído en la cabeza un madero, abriéndosela por muchas partes, pero llevado hasta la iglesia de San Andrés, colocaron el menudo cuerpo sobre la caja de venerado, momento en el que se le cerraron los huesos, abrió los ojos y pidió pan. Todos estos milagros no hacen sino aumentar la exaltación de los fieles, que comienzan a proclamar la santidad del padre Simó.
La noticia del óbito corre de boca en boca con la velocidad del rayo. En contra de lo que hubiera deseado el padre Simó, discreto y humilde siempre, sonrojado cuando se le hacía honor por pequeño que fuese, se instala un gran túmulo en el centro de la iglesia de la que era beneficiario y se ofician las honras fúnebres con la asistencia del cabildo y de numeroso público. Pugnan las gentes por tocar al difunto, al que ya hacen santo; por besar sus manos, sus pies y aun desgarrar un jirón de sus ropas. Tan gran fervor popular por el clérigo fallecido produce de inmediato que se comience a hablar de milagros que, debido a la intercesión del difunto cura, se suceden: al de una mujer leprosa curada, tenido por el primero de sus más de 260 milagros ocurrido en aquellos días, se une el de un sordomudo de nacimiento que comienza a hablar y el de la resurrección de un niño que había resultado muerto en la próxima plaza de San Francisco: le había caído en la cabeza un madero, abriéndosela por muchas partes, pero llevado hasta la iglesia de San Andrés, colocaron el menudo cuerpo sobre la caja de venerado, momento en el que se le cerraron los huesos, abrió los ojos y pidió pan. Todos estos milagros no hacen sino aumentar la exaltación de los fieles, que comienzan a proclamar la santidad del padre Simó.
Y
sin que cese el entusiasmo, días después del entierro, también en la catedral,
con el virrey y los jurados de la ciudad presentes, se realizan oficios por su
alma. Durante las siguientes semanas el fervor persiste incesante. Son muchos
los honores hacia el venerable y en Valencia y aún en lugares lejos de ella se
imprimen estampas y pintan cuadros del difunto.
Pero
la llegada de un nuevo arzobispo, fray Isidoro Aliaga, hermano del confesor del
rey Felipe III, sustituto del difunto Juan de Ribera, no hace más que complicar
las cosas. Es Aliaga dominico, orden junto a la de los franciscanos y los
agustinos contraria a que se abriera proceso de beatificación de Simó. Ello era
así en parte para no perjudicar los procesos que estas órdenes mendicantes
tenían abiertos para la beatificación o canonización de los suyos. Era los casos
del beato Luis Beltrán, de Nicolás Factor y Tomás de Villanueva; y en parte
para mantener la exclusividad del clero regular en estos procesos. Simó era un
cura del siglo, el beneficiario de una parroquia y no es visto su precipitado
proceso de elevación a los altares con agrado por quienes se creen con el
monopolio del cielo.
Es
Aliaga además baturro, difícil de mudar de opinión y obstinado en sus
determinaciones, aunque con una terquedad que sabe disimular cuando conviene.
Alojado fuera de la ciudad, no se decide el nuevo arzobispo a entrar en
Valencia, pues ve cómo su oposición levanta ampollas entre los fanáticos
seguidores de Simó y el cabildo metropolitano que, sin su arzobispo aún
presente, es partidario e impulsor de elevar la causa de Simó a Roma. Pareciendo
condescendiente Aliaga revoca un edicto publicado por él mismo en el que se
prohíbe cualquier honor a favor de Simó. Envalentonados los partidarios de Simó
construyen una capillita anexa a la catedral, y se da misa en ella venerando al
padre Simó.
Los
esfuerzos realizados parecen dar su fruto y el 7 de septiembre de 1613 se abre
en Roma la causa de beatificación del padre Simó. Muchos son los argumentos a
favor y las personas que la apoyan, el archiduque Alberto de Austria,
beneficiado, dijo, por la curación de una enfermedad por intercesión de Simó es
uno de ellos y también el todopoderoso, si al hablar de asuntos espirituales así
se puede calificar a quien tanto manda en España, duque de Lerma; y muchos
también los que con opiniones bien razonadas son contrarios al proceso.
La
alegría entre los seguidores de Simó por la apertura de su causa en Roma es, no
obstante, como luz efímera, pues pronto se ve cubierta por los nubarrones que
desde Valencia el arzobispo Aliaga, con potentes soplidos esparce sobre Roma y
Madrid, por lo que en Valencia, los ánimos, lejos de calmarse, se encrespan peligrosamente.
El
19 de octubre, los dominicos celebran una misa en la fiesta del beato Luis
Beltrán. Anuncian los frailes que Su Santidad, el papa Paulo V, no autorizará
más canonización que la del beato Beltrán; que la causa de Simó no hace más que
entorpecer la de aquél. Un sentimiento de rabia inunda a los asistentes
partidarios de Simó, pero contenidos en su ira entonces, no podrán dar ejemplo
de mayor moderación cuando al salir la procesión por el beato un fraile rompe
en pedazos, ante todos, una estampa de Simó. La algarada es tan grande y
vehemente el proceder de los simonistas que, al suceder fuera de recinto
sagrado, comienzan a desenvainarse las espadas
y tiene la guardia que intervenir, pues no hay hábito con su fraile dentro
a salvo de la ira de los partidarios de Simó.
Mientras
esto sucede en Valencia, otra batalla se libra en Roma, y en ésta la propaganda
es factor decisivo. El enviado para defender la causa de Simó enseña al papa un
retrato del venerado valenciano. No es, ya se ha dicho, Paulo V inclinado al
otorgamiento de canonizaciones, pero al ver el cuadro no puede reprimir un “veramente efigie di santo”. Enterados de lo dicho por el papa varios
cardenales, cuatro de ellos quieren tener la obra, encargando al doctor
Balaguer, que tal es el nombre del defensor de la causa de Simó en Roma, se
hicieran cuatro copias que serán entregadas a sus eminencias, mientras al papa
se le entregará otro pintado por la mano de Ribera. También de Ribera son los
cuadros que el cabildo, en el tercer frente abierto para lograr la santidad de
Simó, entrega al rey Felipe y al duque de Lerma, en la corte de Madrid.
Pero
el arzobispo Aliaga y con él la Inquisición promulga en 1619 un edicto. Se
prohíbe por él, como había intentado Aliaga años atrás, el culto a Simó, ordenándose
la retirada de todas sus imágenes, estampas y dibujos, se hallen en los
templos, tanto en las capillas como en las paredes o columnas, y también en la
calle y en las casas particulares. La reacción de los simonistas, como otras
veces, no se hace esperar y se encaminan al asalto del convento de los dominicos
con un retrato del padre Simó. Lo quieren colocar en el altar mayor. Pero la
guerra está perdida. La Inquisición se hace obedecer y el cabildo cede.
Implacable el Santo Oficio comienza a perseguir a los simonistas. Ya sin
apoyos, con informes maledicentes sobre comportamientos impuros del padre Simó en
vida, la causa languidece en Roma, y en Madrid, Lerma, uno de los defensores de
Simó, ya caído, ahora cardenal, y por tanto sometido, nada puede hacer.
En 1662, cincuenta años
después de la muerte de Simó, se trata de reactivar su causa. Es
enviado a Roma el quietista Miguel de Molinos, pero tampoco éste logra avance
alguno y, ocupado en desarrollar y defender sus tesis quietistas, una especie
de teoría de la aniquilación, de misticismo y entrega absoluta, de anulación de
las potencias del alma e inactividad intelectual, sólo logra, para sí mismo, la condena del
papa Inocencio XI en 1687. Aún hay un último intento: el 1 de julio de 1705 se
trata de avivar, una vez más, la lumbre casi apagada de la causa simonista, mas
el empeño resulta baldío y la brasa finalmente extinguida, o casi.
Pues qué cosa extraña que en todas las épocas hubiera algo o alguien que impidiera prosperar su causa. Todo parece un gran despropósito: primero los dominicos preocupados por si les quitaba el puesto a los suyos, cuando, que yo sepa, no existe un numerus clausus para subir a los altares. Me parece una disputa penosa. Y lo que menos me esperaba era que terminaría con partidarios de santos desenvainando las espadas. Menos mal que, por lo menos, al final no se decidió el asunto simplemente por ver un retrato y apreciar un Papa que tenía cara de santo. Hubiera sido un argumento un poco endeble.
ResponderEliminarPero supongo que cualquier momento es bueno para que vuelva a resurgir la causa de Simó, que por lo que usted nos cuenta parece que tenía más virtudes que otros a los que no les costó tanto.
Buenas noches
Bisous
Menudo follón armaron entre unos y otros. Parecía un cisma de los gordos. La gente sacando las espadas o los grilletes de la Inquisición para imponer sus criterios, poco piadosos muchas veces y con bastante dosis de cabezonería castiza.
ResponderEliminarUn saludo.
Parece ser que la publicidad ha sido importante siempre y hasta en Roma era necesaria la propaganda si se quería obtener una beatificación. Poco conocía yo de la vida de Francisco Jerónimo Simó, me ha resultado muy interesante. Conocía un retrato que de él hizo el pintor Francisco Ribalta pero, nada más.
ResponderEliminarSaludos dlt
Y aunque la sangre no llegó al río si que por la cabezonería de un prelado casi se mata un pueblo.
ResponderEliminarDe lo que no nos queda duda es que fue admirado y querido por su fieles seguidores.Que eso ya dice mucho a su favor.
Conocía poco de este beato.
Feliz semana un abrazo.
Estupenda entrada y para mí muy instructiva ya que no conocía la historia de Francisco Jerónimo Simó.
ResponderEliminarUn abrazo
Conocía la historia, creo que se dudó de él por ser una persona torpe y sin instrucción pero llevaba el fervor de la santidad en él, tenía una gran devoción a una virgen que él mismo rompió sin querer y conservó el busto a la que siempre rezaba y le hablaba.
ResponderEliminarUn abrfazo,
Historia totalmente desconocida para mí, incluso no sabia que San Juan de la Cruz era la antigua de san Andres. Me ha encantado lo documentado sobre ese tiempo.
ResponderEliminarEn Venezuela existe un caso similar, en este caso de un médico llamado José Gregorio Hernández. De momento solo venerable, en parte no porque haya faltado publicidad, sino por su imagen relacionada con esoterismo. Su causa languidece en el Vaticano y en Caracas.
ResponderEliminarSaludos. Que todo vaya bien. Yo de guardia :D
Ni el apoyo de los más poderosos pudo ayudar a la causa simonista cuando se tenía a un arzobispo dominico emperrado y al Santo Oficio en su contra. Custiones políticas y de "marketing" religioso que preferían elevar a unos a los altares en lugar de a otros...¿cuántos santos políticos copan nuestra santoral?
ResponderEliminarUn saludo
¡Quién sabe si quedará algún rescoldo! Una historia muy interesante que desconocía por completo. Muchas gracias por compartirla. La próxima vez que viaje a Valencia, visitaré la iglesia de San Juan de la Cruz y la miraré con ojos más sabios. Un saludo.
ResponderEliminarAdemás, justo al lado, se encuentra el palacio del Marqués de Dos Aguas, una joya del rococó, y sede del Museo Nacional de Cerámica.
EliminarMuchas gracias por su visita. Un saludo.
Doblemente gracias. Saludos.
EliminarCaray, no tenia ni idea de esta historia. Con esta entrada ha resucitado el personaje y quién sabe, quizás no esté tan olvidado y alguien le confíe alguna información, un hecho relevante que inspiré otra vez el interés por la vida de Francisco Simó.
ResponderEliminarSaludos
¡Madre mía!, como estaba el patio en esa época; aunque no debiera de extrañarme, ya que puedo dar fe, porque en algunas de mis investigaciones, que me han llevado a conventos, parroquias, etc. he comprobado que siguen esas rencillas entre diferentes órdenes religiosas. Muy interesante tu artículo.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Me llama la atención esto de los santos. Es como una liga que no lograra entender, con sus reglas y colores propios. Y una liga con equipos, claro está. En fin, leyendo el artículo me he sentido buzo en otro mundo. Interesante.
ResponderEliminarCuánto follón y qué valientes los simonistas enfrentándose incluso a la Santa Inquisición que ya sabemos que de santa tenía bien poco.
ResponderEliminarUn abrazo Dlt.
Nunca había escuchada nada acerca de de este buen hombre que pasó a la posteridad casi más por lo que se montó que por sus virtudes. Pero es cierto no son santos todos los que están en los altares , ni está todos los que son. Bss
ResponderEliminarPobre hombre o pobre Sacerdote Santo, no reconocido..
ResponderEliminarGracias a ti, me entero de su existencia, con muchas coincidencias con Jesús.
Su padre carpintero llamado José, 33 años ......
manolo
Interesante historia que no conocía, este pobre señor qué por lo que cuenta lo dio todo y hay que ver lo azarosa de su historia, ni después de muerto le dejaron tranquilo ya que probablemente a él le daría igual si era santo o no, en fin, la vida es así o mejor dicho los poderes son así independientemente si son civiles o religioso ya que si nos remitimos a la historia no sé cuales me dan más miedo.
ResponderEliminarCaballero andante he visto su andadura por Google+ y permítame hacerle una sugerencia ya que deduzco que como yo lo utiliza para una mayor difusión de su trabajo. Cuando publique o comparta en la parte de arriba en ese pequeño recuadro que se abre para un comentario sí pone #viajaralahistoria, viajes, Historia o algo referente al contenido de su entrada siempre con la almohadilla delante lo compartirá en más paginas al mismo tiempo. Se dará cuenta que se hace algo así como un enlace y cambia de color. Espero no haberme extralimitado y haberle servido de ayuda al menos esa es mi intención.
Un saludo Caballero andante.
Algo había leído de la historia de este sacerdote sobre todo por la implicación iconográfica que suscitó el fervor hacia él. Creo que, como comenta Ámbar, te refieres al pintor Francisco Ribalta, que fue al que encargó el cabildo de la catedral toda la serie de cuadros que se enviaron a la Corte y al Papa.
ResponderEliminarEsta iglesia que ha estado cerrada tantos años es una auténtica maravilla y tu mágnifico relato ha provocado que me dé una vuelta por ella para mirarla con calma.
Un abrazo, vecino.
Hasta en los asuntos de la Iglesia había intereses contrapuestos y conflictos entre órdenes religiosas. En la carrera por la beatificación y la canonización había prestigio y también dinero: los santos incitan a la limosna y de ahí al enriquecimiento de órdenes religiosas u obispados va un paso. Al final todos se salieron con la suya. Unos primero y otros después.
ResponderEliminarUn saludo
Su entrada me lleva a preguntarme para qué sirve un santo.
ResponderEliminarQuizá su utilidad consista en servir de modelo de conducta, pero sobre todo, para algo que considero muy importante en tiempos de tanto dedolargo. Proporcionar un nombre digno.
Así que si el sacerdote valenciano fue tan valioso para la sociedad, merece que algún pequeño lleve el nombre de Simó.
Por favor, que espabilen y reabran el caso.
He disfrutado mucho de su artículo ¡Felicidades!
ResponderEliminarRecuerdo que uno de los milagros que el pueblo decía haber contemplado, era la aparición de las palabras "Vitor el pare Simó" en la piel de un melón.
¡Cómo somos los valencianos!
Salut!
Resulta llamativo como los que son honestos y viven la fe no se les considera santos. Se ve que para todo hay clases.
ResponderEliminarUn saludo.
Eran unas disputas muy del siglo XVII. Se desenvainaban las espadas por las diferencias más dispares. Por cierto, tengo referencias de un señor, notable cazador, creo que de Valencia, llamado Simó de apellido. Llegué a conocerlo a finales de los sesenta o inicios de los setenta. Quizás sea descendiente suyo.
ResponderEliminarSaludos.