Disponer para después de la muerte de los
bienes y derechos que se poseen en vida es un acto muy frecuente. Muchas
personas de toda condición lo han realizado, pero la voluntad del testador no
siempre ha satisfecho las expectativas de los herederos, y algunas veces
pretensiones defraudadas han provocado violentas reacciones en quienes se
creyeron perjudicados.
Puede que de los testamentos más discutidos y
cuyo cumplimiento ha provocado mayores conflictos han sido los otorgados por
los reyes.
No por discutido, pero sí por sorprendente en
algunas de sus disposiciones, el testamento de doña Bárbara de Braganza,
otorgado el 24 de marzo de 1756, disponía qué hacer con sus restos, cómo
amortajarlo y la asignación de una manda para el pago de veinte mil misas, que
tal fue el número de eucaristías que dejo dicho se cantaran por la salvación
de su alma. Pero fue en la distribución de sus bienes y la institución de sus
herederos donde la voluntad de la reina causó sorpresa en la corte y enojo en
el pueblo. Éste, siempre ingenioso y sincero, decía:
La estéril reina
murió
sólo
preciosa en metales;
España
engendró caudales
para la que no engendró.
Bárbara
desheredó
a quien
la herencia le ha dado
y si la Parca no ha entrado
a suspenderle la uña
todo lo
que el rey acuña,
se
trasladará al cuñado.
Porque a su amado esposo Fernando, que tanto
le lloró, dejó en legado la imagen de una Virgen, unas joyas y la libertad de
tomar de sus enseres aquello que por su voluntad eligiese; pero en el resto
instituyó por su único y universal heredero a su hermano don Pedro, infante de
Portugal. Y no fue poco. Tras la entrega de los legados, al infante don Pedro
se le adjudicaron unos siete millones de reales, cantidad nada despreciable que
salió de España, camino de Portugal.
En ocasiones no son el dinero y los bienes
materiales lo único importante para los testadores a la hora de disponer su
voluntad para cuando ya no estén. En Francia Jeanne Antoniette Poisson, la
archifamosa marquesa de Pompadour, que tal título le regaló su regio amante y
compañero, al morir no se olvidó de nadie. Generosa en vida, de gran
liberalidad, al dejar lo terrenal dejó en legado, aunque quién sabe si más bien
fue una carga, su loro, su perro y su mono, con el ruego de ser cuidados. No
pudo elegir mejor la marquesa, pues fue el conde de Buffon, el famoso
naturalista, quien los llevó a su palacio en Montbad donde las criaturas consumaron
su existencia, es de suponer que a cuerpo de conde.
También en Francia, pero mucho antes, el
Cardenal Richelieu, que era un gran amante de los gatos, no tuvo reparos en
nombrar a alguno de ellos con el nombre del príncipe de las tinieblas, y ello
siendo él príncipe de la Iglesia. En su testamento el Cardenal dejó una manda a
favor de Lucifer y sus compañeros felinos suficiente para su sustento durante
el resto de sus gatunas vidas.
Otras disposiciones,
generalmente hechas por testadores carentes de patrimonio, se centran en lo
emotivo. El 12 de junio de 1824 testaba en la casa nº 13 de la plaza de Samour, en el pueblo de Little Chelsea cerca
de la ciudad de Londres doña María Teresa del Riego. A sus 24 años, vivía
exiliada y pobre con las 25
libras asignadas por el gobierno ingles a los refugiados
y la ayuda de don Miguel del Riego, canónigo de la catedral de Oviedo y cuñado
suyo, que no mucho más solvente que ella, comerciaba con libros antiguos
españoles, muy apreciados entonces por los ingleses. María Teresa, que había
nacido en Tineo, contrajo matrimonio por poderes con su tío Rafael en 1821.
Aplastado el régimen liberal por los Cien Mil Hijos de San Luis, María Teresa
se exilió, como tantos otros, en Londres. Allí conoció la captura y ejecución
de su marido, y allí, viendo, en plena juventud, como la enfermedad le iba
arrebatando la vida, dispuso que a su muerte su cuñado exhumara sus restos “como y cuando lo crea más conveniente con el
objeto de mandarlos a España y unirlos a los de mi esposo, si es que pueden ser
hallados luego que brille el Sol de la libertad en aquel país”. Seis días
después, el 19 de junio, tras larga y penosa enfermedad moría Teresa.
¿Y quién no ha oído
hablar del testamento ológrafo?, aquél que, bajo determinadas condiciones, es
redactado de puño y letra por el testador. Es éste el caso del que hizo valer
como tal José Pazos.
En 1873 José Pazos
y Matilde Corcho eran novios y manifestaban su amor, como entonces era costumbre
─y en algunos casos aun hoy─ mediante notas y cartas de amor. La primera de esas
cartas la envió Matilde a su novio José el 8 de marzo de aquel año. Pasó el
tiempo, y dos años después la pareja contrajo matrimonio. En 1915, tras
cuarenta de matrimonio, Matilde, en el reverso de aquella primera carta de amor
guardada como un tesoro escribió: "Peñafiel, 24 de octubre de 1915.
Pacicos de mi vida, en esta mi primera carta de novios, va mi
testamento, todo para ti, todo, para que me quieras siempre y no dudes del
cariño de tu Matilde.”
Pocos meses
después fallecía Matilde, y José presentó ante el juez el texto de aquella
nota como testamento de Matilde a su favor. Al no tener el matrimonio hijos, se
creyeron los sobrinos de Matilde herederos suyos, pues las leyes civiles
entonces no concedían prevalencia al esposo en la sucesión intestada, y
trataron de impugnar aquel testamento. El 8 de junio de 1918 el Tribunal
Supremo falló a favor de José, confirmando a José Pazos, como heredero de
Matilde gracias a una última declaración de amor que era un testamento.
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Billete conmemorativo del centenario de la sentencia del Tribunal
Supremo, que dio validez al testamento ológrafo de Matilde Corcho. |
En ocasiones, el otorgamiento de las últimas voluntades adquiere
caracteres de folletín. Tal es el caso de las formalizadas por el Conde-Duque
de Olivares, y las curiosas disposiciones otorgadas.
Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, el todopoderoso valido de Felipe IV, se
sabe que testó en Madrid pocos meses antes de su marcha a Loeches, al dejar la
privanza(1). Fueron testigos, entre otros, Antonio Carnero,
su secretario, y el conde de Grajal, y por tanto conocedores de la existencia de
ese testamento. Debía andar el Conde-Duque sospechando, a sus 55 años, que por
su estado de salud, muy mermada ya, era tiempo de dejar constancia de su
voluntad antes de que las fuerzas le faltaran o aquélla fuera incapaz de
manifestarse, y así lo hizo el 16 de mayo de 1642. Mas como el testamento es acto personalísimo,
sucedió que de aquel otorgamiento nada supo la esposa de don Gaspar.
Y afligía mucho a doña Inés que el Conde pudiera fallecer sin testar.
No era corriente que persona de su calidad no lo hubiera hecho, más teniendo en
cuenta que no había descendencia legítima del matrimonio, pues María, la hija
que habían tenido había muerto en 1626, y podrían abrirse disputas entre los
candidatos a heredar los bienes del Conde-Duque: un hijo ilegítimo, Enrique
Felípez de Guzmán, al que algunos ni siquiera estaban dispuestos a reconocer
como bastardo, y don Luis de Haro, sobrino
del Conde-Duque, sustituto de su esposo en la privanza, y que ya se había
interesado por los bienes de su tío, ante el previsible próximo fin del Conde.
Parece claro, pues, que doña Inés desconocía la existencia de aquel
testamento firmado por su esposo en 1642. Sabemos por una de las doncellas más
próximas a la condesa, ya en el destierro en Toro, que ésta se quejaba de que
su marido, visto el galopante deterioro de su salud, no hubiera testado; y por
ello, ante las pretensiones de don Luis
de Haro, al poco doña Ana obtuvo un poder de su esposo, ya muy mermada su
condición física y deteriorado el intelecto, para otorgar testamento en su
nombre. Igualmente resulta obvio que, efectivamente, la capacidad de don Gaspar
estaba notoriamente limitada, pues o no sabía lo que firmaba o sabiéndolo no
recordaba haber testado con anterioridad. Así las cosas doña Inés de Zúñiga y
Velasco haciendo uso de dicho poder testó en nombre de su esposo en noviembre
de 1645, poco antes de morir don Gaspar.
Siendo dos testamentos los existentes y sin tener descendencia legítima
don Gaspar, la herencia del Conde-Duque fue objeto de pleitos durante largos
años. La discusión sobre cuál de ambos testamentos era el válido, teniendo en
cuenta las condiciones en las que se encontraba el Conde cuando otorgó el poder
a favor de su esposa, fueron argumentos determinantes en las pretensiones de
los deudos de don Gaspar.
La validez de uno u otro era la cuestión
principal. Parece claro que el válido debía ser el de 1642, por más que en él
se apreciara el discurso de un hombre con signos de perturbación. Véase, sino,
como entre los legados dispuestos constan algunos tan disparatados por su
prodigalidad, que son redactados después de rogar al rey que pagase todas sus
deudas. Así por ejemplo dispuso desde dejar al Presidente de Consejo de
Castilla un aguinaldo perpetuo de 40 ducados el día de Navidad; hasta disponer una
renta de 50.000 ducados para fundar diversos Monte de Piedad en Sanlucar,
Coria, Salamanca, Tomares, Loeches, Sevilla, Córdoba y Granada y 100.000 para
poblar Algeciras y mantener una escuadra que vigilase el Estrecho de Gibraltar,
destinando lo obtenido por las capturas que dicha escuadra realice a redimir
cautivos. Serían éstas unas excentricidades de menor tono, si no fuera porque
hasta para las más pequeñas mandas usaba el ordeno y mando, más propio de un
edicto que de un testamento, refiriéndose, además, respecto a los legados dispuestos
que los mismos quedaran subordinados a los hijos legítimos que le pudieran
nacer en el futuro, cuando “él y doña
Inés estaban fuera ya de toda previsión fecundante que no perteneciera a la
esfera del milagro”, como muy acertadamente dijo don Gregorio Marañón, si
tenemos en cuenta que doña Inés había nacido en 1584,
y tenía, pues, al momento de testar don Gaspar 58 años.