El
viajero al llegar a Santa María del Naranco se siente conmovido por una
inexplicable emoción. Lo que ve es tan antiguo, tiene casi mil doscientos años,
está tan bien conservado y es de tan gran belleza, que se alegra, una vez más,
de romper sus prejuicios acerca de la tosquedad de las gentes, incluida la
nobleza, de la alta Edad Media, como si la dura vida de supervivencia o las
sucesivas guerras, o el atraso material, visto desde el siglo XXI, fuera
incompatible con el aprecio de lo bello y el deseo del refinamiento.
Y
le cuesta comprender cómo hasta 1985 esta iglesia, que nació como palacio, y la
de San Miguel de Lillo, apenas cien metros carretera arriba, no hayan sido
consideradas patrimonio de la humanidad mucho antes.
Estas dos joyas son, quizás, las más preciosas del
arte prerrománico asturiano, a las que con justicia se les da también el
adjetivo de ramirense, por ser este rey quien hiciera levantar un conjunto de
edificios en la ladera del monte Naranco
en las cercanías de Oviedo.
Santa María del Naranco |
San Miguel de Lillo |
Poco es lo que se sabe de los orígenes de estos edificios. Se supone que no estuvieron solos y que, a decir de Sánchez Albornoz, fueran más los edificios construidos, y que estos dos que el viajero admira sean los únicos supervivientes de otros erigidos en tiempos de Ramiro I, rey de corto reinado, pero de gran importancia para el reino asturiano.
Sin
descendencia Alfonso II el Casto, que había recibido la corona de Bermudo,
eligió al hijo de éste, Ramiro, vástago de la estirpe cántabra, para sucederle.
Pero ocurrió que estando Ramiro, viudo de su primera esposa, en tierras
castellanas para contraer segundas nupcias, falleció el rey Alfonso. Debió ser
dicha muerte repentina, pues Ramiro, que no había asegurado su elección, vio
como Nepociano trató de apoderarse de la corona. Como tenía este Nepociano
algún parentesco con el rey muerto, se creyó con algún derecho, y partidarios
de Ramiro y Nepociano se enfrentaron en Cornellana, junto al Narcea. Victorioso
Ramiro, fue elegido y entronizado, y Nepociano, tras su captura, privado de la
vista y enclaustrado hasta el ocaso de sus días.
El viajero lee en “El reino de Asturias” de don Claudio Sánchez Albornoz la idea
de ser el maestro de la Cámara Santa de Oviedo el autor de estos dos edificios
ramirenses: el palacio real, que pasando el tiempo, dejaría de prestar usos
palaciegos para consagrarse como capilla y la iglesia de San Miguel de Lillo.
Sea la hipótesis de don Claudio acertada o no, el viajero sólo puede alabar el
buen gusto del maestro y lo acertado del rey Ramiro en su elección.
Poco
más dirá el viajero de estas maravillas erigidas en tiempos tan lejanos, de las que puede
ofrecer el recuerdo que de ellas pudo retener con su cámara, pero no la emoción
que su contemplación produce en el visitante.