UCLÉS

   El viajero que cruza tierras castellanas, ve a lo lejos el Monasterio de Uclés y decide verlo de cerca. Cuántas veces, de paso por la antigua carretera general entre Valencia y Madrid, atisbó el viajero, en la lejanía, la negra torre de pizarra del monasterio que anunciaba una imponente construcción. Y como imán atrayendo virutas metálicas, así se vio el viajero rodando en su automóvil, camino del conocido como Escorial Chico.

   Lo que hoy hay es obra de la Orden de Santiago, que construyó sobre lo que en tiempos de reconquista fue castillo de frontera erigido por sarracenos. El viajero ha ido sabiendo que allí hubo batalla grande, la de los Siete Condes, en la que perdió la vida, a cambio de nada, un infante de Castilla. Tuvo que ser el octavo de los Alfonso, el héroe de las Navas de Tolosa, quien liberara Uclés del yugo almorávide.

   La orden de Santiago estableció allí su “caput ordinis” encargando a reputados arquitectos y artistas la edificación que el viajero ve. La Iglesia, sobria como corresponde a la obra de Francisco de Mora, el aventajado discípulo de Juan de Herrera, y de proporciones más que medianas, como debe ser habiéndola hecho quién fue epígono del hacedor de la que dicen es octava maravilla de mundo. 


   De la iglesia quiere contar el viajero que, además de sus puras líneas renacentistas, de los elementos arquitectónicos que la embellecen o de algunos pocos, de los muchos que hubo, objetos suntuarios, están en ella los restos de Jorge Manrique, noble de la casa de Lara, y poeta que compuso las famosas Coplas a la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo Manrique. Fue don Rodrigo muy influyente personaje que participó en la Farsa de Ávila, aquella pantomima en la que se entronizó al joven infante don Alfonso, medio hermano del rey Enrique y hermano completo de la futura Isabel la Católica. Fue también Gran Maestre de la Orden de Santiago. Y aunque se sabe que las cenizas de don Rodrigo, como las de su hijo, están en la iglesia del monasterio, nada se sabe del lugar exacto en el que se encuentran.

   El viajero, aunque mediterráneo de carácter, admira por igual las sobriedades herrerianas de la renacentista iglesia, con sus líneas puras, y las del exuberante barroco del brocal del aljibe, obra pequeña, esencia de la filigrana pétrea, en el centro del patio porticado, en cuya panda Sur se abre una monumental escalera, tipo imperial, donde ¿cómo no?, un cuadro del apóstol Santiago el Mayor en la Batalla de Clavijo, a lomos de su montura blanca, blandiendo su espada, adorna uno de sus rellanos. Pintado por la mano de Antonio González Ruiz, que fue pintor de cámara de Fernando VI, no es el único lugar en el que Santiago Matamoros exhibe su icónica figura. Quizás el viajero debiera haber comenzado a contar que en la fachada principal, lugar de entrada al monasterio, remata su churrigueresca traza la efigie del santo patrón de España, anunciando que el lugar, es o fue la cabeza de la Orden de Santiago. Pero tampoco es mal momento contarlo al salir y abandonar el lugar, en una última mirada, antes de deslizarse por las rampas que discurren desde la explanada hasta la villa.

                                                     *

   Pensaba el viajero guardar para sí, por considerar que despertaría poco interés en el lector, lo visto en el pequeño pueblo de Uclés, que hoy alcanza poco más de 200 habitantes, y cuyo devenir en la historia no es posible separar del seguido por el monasterio que le da sombra. Pero caminando por la villa y conocidos algunos de los acontecimientos ocurridos y la existencia de alguno de sus hijos, se ha visto impulsado a contar algo de lo que ha ido aprendiendo durante su paseo. 

   Poco dirá de los lejanos tiempos en los que la población pasó por el gobierno de distintos señores sarracenos, fue conquistada por reyes cristianos y recuperada por los agarenos, hasta que de nuevo cristiana, se comenzó a construir el monasterio, del que el viajero ya ha dicho algunas cosas.

   Pero sí hablará de hechos más recientes. Porque si en algún momento el infortunio castigó a los habitantes de Uclés, fue cuando durante la guerra contra el francés, las tropas invasoras exhibieron la crueldad que nadie podía esperar de los hijos de una nación culta.


   Se habían replegado las tropas españolas del general Venegas, pensando el general ser Uclés lugar ventajoso para la defensa. El 13 de enero de 1809, desde su atalaya en el convento santiaguista, Venegas se disponía a dirigir la lucha que sobre el llano entre el pueblo de Tribaldos y Uclés iba a enfrentarle a las superiores en número del mariscal Victor. Pronto se verían arrollados los españoles por el empuje de los franceses, y retrocediendo aquellos hacia Uclés, enseguida, con un Venegas herido, aunque levemente, iniciaron los españoles la retirada, casi en desbandada. Pocos fueron los que lograron huir, y aún estos perseguidos por el mariscal francés. Quedaba la Villa de Uclés abandonada a su suerte.

   Y si penosa fue la derrota militar, más lamentable fue el castigo infligido por los vencedores sobre los civiles. Escarnecidos los frailes del monasterio, muchos fueron ahorcados. Parecida suerte corrieron las gentes de la villa. Degollados muchos hombres, tampoco las mujeres se libraron de la indignidad de los embrutecidos saqueadores. Algunas fueron, después de ultrajadas, quemadas vivas. Todo quedó arrasado. Arruinados los edificios públicos, los archivos municipales recogieron después lo sucedido con expresiones que no dejaban duda sobre las atrocidades cometidas.

   El manuscrito R 62665 conservado en la Biblioteca Nacional  relativo a La entrada bárbara, sangrienta y abominable de las tropas francesas en Uclés no puede ser más esclarecedor de los hechos: “(…) entraron en la villa los insolentes enemigos, y apoderados de las plazas, calles, conventos y casas empezaron el mas horrible saqueo de que no habra exemplar en la historia (…). No saciada su codicia y barbarie con el robo y el fuego, cogieron 69 personas, entre ellas tres sacerdotes, tres conventuales de la Orden de Santiago, tres frayles del Carmen Calzado, tres monjas del mismo instituto y varias mugeres, y les degollaron con la mas horrorosa inhumanidad”.

   El viajero pasea por la plaza Pública, que así se llamó hasta que le cambiaron el nombre por el de Pelayo Quintero. En ella está el ayuntamiento, la iglesia de Santa María, de construcción reciente, donde estuvo la anterior iglesia del siglo XVI, y aun antes, según se dice, una mezquita. La plaza tiene, además, la escultura con el busto del insigne ucleseño que desde 1925 le da nombre. Gusta mucho al viajero comprobar cómo la villa se siente orgullosa de uno de su más distinguidos hijos y por ello, ha indagado, siquiera muy superficialmente, la justa causa de admiración por parte de sus vecinos. Ha sabido, pues, el viajero, que don Pelayo Quintero Atauri nació en 1867, que estudio Derecho y también dibujo en la Escuela Superior de Pintura y Grabado, y que gracias a un tío suyo, Román García Soria, el gusanillo por las cosas antiguas y la Arqueología, ciencia de la que llegó a ser gloria, se apoderó de él. Fue también académico de la Real Academia de la Historia, cronista oficial de Uclés, y en Cádiz, a donde se trasladó, Director del Museo Provincial de Bellas Artes y delegado de la Junta Superior de Excavaciones, además de otros muchos cargos que ahorrará el viajero enumerar para no aburrir.



   Aunque, para terminar, el viajero contará una curiosidad sobre una de las investigaciones llevadas a cabo por Quintero. Había sido descubierto en Cádiz, en 1887, un sarcófago de época fenicia, datado hacia el año 400 a.C. El sarcófago, de gran valor arqueológico, pertenecía a un varón con su cara labrada en mármol y don Pelayo, ya en la Tacita de Plata, dirigiendo excavaciones posteriores, señaló la convicción de que en algún lugar próximo al sarcófago encontrado debería encontrase otro de la misma época, pero con la efigie y los restos de una mujer, pues afirmaba era costumbre que piezas de esa calidad fueran encargadas por un matrimonio. Afanose don Pelayo en la búsqueda durante años, encontrándose en las sucesivas excavaciones multitud de enterramientos antiguos, pero ninguno pareja del descubierto en 1887. Destinado don Pelayo al protectorado marroquí, partió hacia Tetuán sin haber encontrado el ansiado sarcófago tanto tiempo buscado. Allí fundó el Museo Español de Tetuán, y en aquellas tierras  falleció en 1946.

   En 1980, durante las obras de cimentación de una obra en Cádiz, algo llamó la atención de los operarios. Desenterrado lo tapado por la tierra durante dos mil cuatrocientos años, apareció un sarcófago con rostro de mujer. Acaso fuera el tan larga como infructuosamente buscado por don Pelayo Quintero, que nunca encontró, porque nunca pensó que el lugar donde se hallaba oculto era la tierra que había bajo la casa que él mismo habitó durante su estancia en Cádiz.

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