LAW Y LA BURBUJA DEL PASADO

   El 1 de septiembre de 1715 la luz del Rey Sol se apaga. Es Luis, su bisnieto, a quien corresponde sucederle, con el ordinal decimoquinto, en el trono de Francia, pero por su edad, cinco años, es el duque de Orleans quien se ocupa, al menos al principio, de la regencia del Reino.

   Heredaba el joven rey una nación empobrecida, y el nuevo regente unas finanzas próximas a la bancarrota. A causa de las guerras mantenidas por el Rey Sol, los gastos suntuarios y despilfarros reales, la deuda del Estado, que era como decir la del Rey, había alcanzado cifras insoportables.

   Para tratar de atenuar la desesperada situación, entre otras medidas, se decide devaluar la divisa, retirando todas las monedas de oro para reacuñarlas con el mismo valor facial, pero con un ochenta por ciento del oro contenido en las antiguas. Sin embargo, la situación es tan difícil que nada es suficiente para enderezar el quebranto de la hacienda.

   Fue entonces cuando, como ángel caído del cielo, llegó ante el Duque un antiguo conocido, compañero, a veces, de juegos y juergas. Se llamaba John Law y había nacido en Edimburgo en 1671. Hijo de un orfebre, que ejercía como banquero, el joven Law había estudiado matemáticas y economía, siendo iniciado en el negocio familiar. A sus diecisiete años murió su padre y Law quedó dueño de una fortunita más que considerable. Como era de carácter inquieto, vivo el genio y espíritu aventurero, al poco viajó a Londres. Además de los ejercicios físicos, se aficionó a los juegos de azar y a los galantes. La primera de esas aficiones trajo como consecuencia la pérdida de casi todo su peculio; la segunda, que incluía devaneos amorosos de cierto peligro, la de un duelo que costó la vida a su oponente. La dama causa de aquella calamidad se llamaba Elizabeth Villiers, reconocida amante del rey, que cuando dejó de serlo tiempo después contrajo matrimonio con Lord Hamilton, al que Guillermo III haría conde de Orkney, vizconde de Kirkwall y barón Dechmont, en agradecimiento a los servicios prestados. El caso es que  Elizabeth, catorce años mayor que Law,  siendo aún amante del rey, despertaba vehementes pasiones y comentarios entre sus admiradores. De alguno de estos resultó manchado el buen nombre de la dama, y que un tal Edward Wilson, pretencioso rival de Law en las mesas de juego, y éste, nada dispuesto a consentir afrentas sobre la honra de la dama, vieran enfrentados sus aceros.  Law, joven y buen espadachín, resolvió el lance con presteza, y con un rápido pinchazo dobló a Wilson, que quedó tendido y sin vida en el suelo de la Plaza Bloomsbury de Londres.

   Detenido, juzgado y condenado a muerte, con ayuda de amigos y abogados, se recurrió la sentencia y se le conmutó la pena por una multa, mas enterado el hermano de Wilson, apeló éste, y Law permaneció preso. Viendo difícil su absolución, con la discretísima ayuda de importantes personajes logró huir. La fuga de Law provocó la indignación de los Wilson y el 7 de enero de 1695 la Gaceta de Londres publicaba el siguiente aviso: “Capitan John Law, escocés, 26 años; muy alto, moreno, delgado; bien parecido, más de seis pies de estatura, con grandes marcas de viruela en su cara; nariz grande, habla mucho y muy alto. Quien dé información sobre su paradero será recompensado con cincuenta libras esterlinas”.

   En el continente visita varios países. Durante su estancia en Holanda, Francia o Italia estudia y aprende, y juega. No era Law un jugador dominado por la pasión. Como buen conocedor de las ciencias exactas, de la economía y de las prácticas bancarias, con una memoria asombrosa y una inteligencia viva, Law estudiaba las probabilidades de éxito en sus apuestas. Así siguió hasta que hacia 1715 se instala en París, un año antes de la muerte de Luis XIV, donde cultivó importantes amistades, incluida la del duque de Orleans.

La vida aventurera de John Law estuvo marcada
desde su juventud por el juego y la banca.
                                                       
   En París, eclipsada la luz de Luis XIV, Law divulga sus ideas sobre el papel moneda. Cree que con ese sistema el control monetario sería más fácil y las transacciones realizadas con papel más cómodas e igualmente seguras, pues los billetes de papel moneda estarían respaldados por oro, y cualquiera podría canjear sus billetes por el metal correspondiente. Propone la creación de un banco central que desarrolle sus ideas, pero aunque se desecha el proyecto, se le permite la fundación de la Banque Generale, un banco privado, que comenzó a emitir papel moneda con el respaldo de las monedas de oro o plata depositadas. La gente empezó a confiar en el sistema, y comenzaron a realizarse transacciones comerciales con papel moneda. Además, las acciones del Banco, visto la buena marcha del negocio, mantenían su valor firmemente. La bondad del sistema animaba a muchos a querer participar del éxito. Todo eran parabienes. El banco abría nuevas sucursales. También el Estado se rindió ante la evidencia, máxime cuando la confianza en el banco de Law era mayor que en la del propio Estado, pues un acreedor del Estado por un título de Deuda Publica, un billet d’etat, al tratar de cobrarlo podía haber perdido buena parte de su valor y los billetes de papel moneda del banco de Law aseguraban y conseguían mantener su valor en el metal precioso que lo respaldaba.

   En el verano de 1717 Law fue autorizado a constituir una sociedad. La llamó Compañía de Occidente, por estar su ámbito geográfico orientado a las colonias norteamericanas bajo dominio francés. Era esta sociedad heredera, entre otras, de la importante Compañía del Mississippí, y recibió privilegios comerciales tales que prácticamente era un monopolio. El capital de la nueva compañía fue aportado mediante billets d’etat, pero estos valorados por su valor nominal, no por el real, muy inferior, lo que de entrada ya suponía un quebranto para la nueva compañía. Un buen negocio para el Estado francés, que recibía acciones que valían más que lo que entregaba por ellas; y no tan bueno para la nueva compañía, que recibía títulos que valían menos que las acciones que entregaba a cambio. Sin embargo esto no parecía importar. Para eso estaba el Banco de Law, para financiar a la compañía. Mientras el banco de Law fuese sólido, y todo el mundo confiaba en ello, porque creía en sus palabras ─había dicho al fundar su banco que todo banquero debería morir si no era capaz de emitir dinero que no pudiera ser reintegrado en el metal que lo respaldaba─, no había por qué preocuparse. Hasta ahora así estaba siendo, y casi todos querían creer que seguiría siéndolo siempre. Algunos de los que no estaban convencidos del todo, y se opusieron tenazmente, eran miembros del parlamento y trataron de impedir las pretensiones de Law,  pero el Regente, incluso mediante una lit de justice(1), exoneró al duque de Arkansas, título con el que había sido premiado Law.

   A finales de 1718 Law convence al Regente para que el Estado adquiera la totalidad de su Banca Privada, que cambia su nombre por el de Banco Royal, pero manteniéndole a él como director. Los negocios de la Compañía del Mississippi no iban todo lo bien que Law deseaba y los accionistas esperaban. Además el nuevo Banco Royal ya no tenía impuesta la obligación de mantener en sus reservas el mismo porcentaje de oro para responder del papel moneda emitido que el antiguo banco privado de Law. Éste abandonando toda prudencia, quizás las circunstancias le obligaban a ello, consintió que el banco emitiera más dinero en papel del correspondiente al oro que ingresaba para respaldarlo, y que la Compañía del Mississippi, cambiado su nombre por el de Compañía de Indias realizara varias ampliaciones de capital.  La gente era confiada y codiciosa, la Compañía del Mississippí gozaba del dinero que emitía el Banco Royal, el público otro tanto y la confianza en Law incuestionable. El papel moneda era abundantísimo, las acciones subían como la espuma. Todos querían tenerlas y como había dinero en forma de papel moneda suficiente y en manos de todos, la multitud se concentraba en la calle Quincampoix de París para comprarlas.  Porque allí, ante las oficinas de Law, todos  los días concurren personajes de toda clase y condición para comprar o vender acciones de la Compañía de Indias, o pugnan por suscribir acciones en las ampliaciones de capital. Eufóricos por las ganancias, ebrios de codicia, los ricos se hacen más ricos y ven con desagrado cómo muchos pobres, a los que ven como “parvenus” o advenedizos, dejan de serlo para codearse con ellos. En sólo nueve meses, entre agosto de 1719 y mayo de 1720 las acciones de la compañía habían subido desde las 2.500 libras hasta las más de 10.000. El cochero de Law, que compró acciones se hizo millonario, dejó de ser cochero y ocupó desde entonces como señor la cabina de su propio carruaje.  Una dama, para llamar la atención de Law, hizo que su carruaje volcase delante de él y así conseguir un trato preferente. Daniel Defoe, amigo de Law, que había sido en Londres su padrino en el duelo con Williams, nos habla de un especulador que ganó tal cantidad que quiso comprar la isla de Cerdeña.

   Mientras la burbuja crecía, Law era nombrado Inspector General de Finanzas, hasta que con una inflación galopante y la caída en el precio de las acciones los ojos de algunos se abrieron y comenzaron a reclamar al Banco Royal, en oro, el valor de sus billetes de papel moneda.

   Uno de los primeros fue el príncipe de Conti. Enojado con Law por no poder suscribir las acciones que deseaba, se presentó en el Banco Royal con la intención de cambiar cuatro millones y medio de libras por su correspondiente oro.  El príncipe recesitó tres carretas para llevarse el precioso metal. Otros, alertados por los hechos, siguieron el ejemplo del príncipe, con lo que el problema que como bola de nieve había empujado el príncipe de Conti comenzó a rodar, sin que las maniobras de Law por detenerla lo lograran.

   Y la gente empezó a perder dinero. Los que habían comprado acciones caras quedaban arruinados, los que acudían a cambiar su papel moneda por un oro que ya no existía, quedaban arruinados. La indignación salió a las calles. En mayo una multitud se hizo presente ante el Banco Royal. Su intención era asaltarlo. La anarquía se hizo dueña de París durante tres días. Aunque Law presentó su dimisión, el Regente no la aceptó. Nuevos apaños se intentaron sin éxito. El 17 de julio otra muchedumbre indignada se manifestaba entre irancunda e histérica. El resultado fueron dieciséis muertos y desórdenes que obligaron a Law a refugiarse en palacio. Pero Law tenía sus días contados en Francia pese a la protección que le dispensaba el Regente. En diciembre, después de haber sido el hombre más rico de Francia, la abandonó como un hombre pobre o casi. Deambuló por algunos países de Europa y terminó sus días en Venecia, donde fue marchante de arte y recurrió a sus antiguas habilidades como jugador para sobrevivir. En 1729, Venecia se vio afectada por la pandemia de la influenza de aquel año. Durante los carnavales Law contrajo la gripe, que se complicó, hasta que una neumonía puso fin a su vida.

(1) La lit de justice era una reunión del parlamento en la que se registraba un edicto real.
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DE LOS LIBROS

   Es posible que la siguiente entrada, a quienes hayan seguido habitual o intermitentemente este blog, les resulte extraño que en sentido estricto no se ocupe de la historia, como invariablemente ha sucedido en las más de trescientas entradas publicadas hasta el día de hoy.

   Pero uno de estos días pasados, al comprar un nuevo libro, gracias a que la moda del plástico como envoltorio comienza a resultar políticamente incorrecta, ecológicamente insostenible y económicamente gravosa para el usuario, he llevado mi nuevo libro envuelto en un antiguo y ya casi olvidado papel de estraza, en el que impreso en su lado brillante, además del nombre del establecimiento, con las distintas direcciones donde el propietario desarrolla su actividad de librero, vienen escritas, en una sucesión sin fin, una retahíla de frases de personajes históricos referidas a la bondad de los libros y los beneficios que su lectura nos proporciona.

   De los libros, ya antes otros lo dijeron casi todo, y de qué manera. Son tantas las frases dichas o escritas sobre ellos, desde las más poéticas hasta las más prosaicas, desde las más sublimes a las más mundanas,  que poco importa lo que este habitual comprador de libros, empedernido lector y escribidor ordinario de lo poco que ha aprendido leyendo, pueda decir de bueno sobre ellos.

   D’Amicis, diputado y escritor infantil italiano, dijo que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.  Para quienes no hayan gozado la biblioteca familiar dicha por D’Amicis, cabe el recurso de ser uno mismo quien la forme, pues sus beneficios serán muchos. Así debía pensarlo Benjamín Franklin, el científico e inventor norteamericano, cuando afirmaba que gastar dinero en los libros es una inversión que rinde buen interés.

   Y es que aunque algunos libros, como dijera Goethe, no parecen escritos para que la gente aprenda, sino para que se enteren los demás de que el autor ha aprendido algo, siempre hay uno, así lo pensaba Larra, que por grandes y profundos que sean los conocimientos de un hombre, el día menos pensado encuentra en el libro que menos valga a sus ojos, alguna frase que le enseña algo que ignora.

   También los beneficios que de los libros se obtienen llegan con la práctica habitual de la lectura. Quizás por ello dijo Napoleón que con el hábito de la lectura el intelecto alcanza lo que con la gimnasia se logra en el cuerpo; idea que cien años antes había pensado en voz alta el escritor británico Joseph Addison al decir que la lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo.


   Pero no sólo de saber están llenos los libros. Sus enseñanzas llegan a lo más hondo de alma humana. Sirven para ayudarnos a discernir, porque nos obligan a pensar. Y leer mucho obliga a pensar mucho. Decía don Miguel de Unamuno que cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee, y en la misma línea Santa Teresa de Jesús cuatrocientos años antes avisaba: lee y conducirás, no leas y serás conducido.

   No se olvida quien de estas citas sobre los libros y la literatura escribe de recordar a los disidentes. También los ha habido. Sir Arthur Help, uno de los “Apóstoles de Cambridge” dejó dicho por escrito que la lectura es a veces una estratagema para eludir pensar. Habrá que pensar si el eminente polígrafo inglés tenía razón.

   Y decía Cicerón que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Una frase que, pese a ser pronunciada hace más de dos mil años, el tiempo no ha dejado anticuada. ¿Cómo si no se entiende el afán histórico tenido por algunos a quemar libros, o el de otros por confeccionar listas negras de libros prohibidos, o aún el otros más de impulsar tan sólo la lectura de determinadas obras en un intento de conducirnos o suprimir nuestra voluntad.

  En pleno Siglo de Oro español, Lupercio Leonardo de Argensola ya decía que los libros han ganado más batallas que las armas. Creámosle, pues, y leamos, leamos mucho, para que todas las batallas se ganen como el poeta Argensola decía.
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