VIAJES EN TERCERA PERSONA. MADRID (I)

   Siempre se ha resistido el viajero a escribir sobre Madrid por estar seguro de no hacer justicia a la enormidad del arte, de dichos y hechos que la capital de España encierra. Es tanto lo que se ha dicho de ella, y el viajero va a decir tan poco, que se siente incapaz casi de abarcar en pocas líneas lo que otros en grandes tomos no han podido contar del todo.

   Al hablar de ella lo primero que le viene al pensamiento al viajero es lo grande que todo le parece: grandes avenidas, grandes palacios, grandes museos y enorme su historia. Grandeza en todos los sentidos, y no es que lo fuera en tiempos de Lope de Vega, pero ya El Fénix de los Ingenios dijo y dejó escrito que:

                                Ya sabéis que Madrid
                                excede como en el celo
                                a muchas grandes ciudades
                                en riquezas y deseos…
                                                                         
   Pero Madrid no siempre fue grande. Hasta el siglo XVI, el viajero puede decir que fue población castellana que pasa más o menos inadvertida; pero en tiempos del emperador Carlos y más aun de su hijo Felipe, Madrid entra en la historia por la puerta grande. Pie para ello le había dado a Felipe II su padre cuando desde Yuste le dijo: Si quieres conservar tus dominios deja la Corte en Toledo, si deseas aumentarlos llévala a Lisboa, si no te importa perderlos ponla en Madrid”. Eligió Madrid el rey Prudente, y no se atreve a juzgar el viajero si ello tiene que ver con que al paulatino engrandecimiento de la Villa y Corte siguiera una lenta, pero acompasada mengua del imperio en el que nunca se ponía el Sol. Si acaso, piensa que tuvieron mucho que ver los incapaces reyes que le siguieron, algunos de sus validos y aun más el agotamiento de una nación que entregaba su ser, por su sangre en los campos de batalla y por su genialidad con novelas ejemplares, recitando poemas, representando comedias y cubriendo las paredes de lienzos y las iglesias de oro.  De ese metal se acabará llamando ese siglo por el que España ha sido admiración del mundo. Pero no quiere el viajero divagar en cosas que le pierdan de su paseo y para acabar de hablar de grandezas y pequeñeces vuelve a Lope para contar algo sobre otras de las cosas de las que hoy Madrid empieza a presumir, aunque antes no lo hiciera: su río. Y es que durante la inauguración de un puente sobre el Manzanares fue invitado Lope de Vega. Llamó la atención que se distanciara algo de las autoridades y demás invitados, razón por la cual el corregidor se acercó al Fénix de los Ingenios y le preguntó qué le parecía el puente que iban a inaugurar. Ingenioso como era, y malicioso como correspondía al caso, contestó: Señor corregidor, no os daré una opinión sino un consejo: “Una de dos, que la villa de Madrid, o se compre un río o que venda el puente”. Y se pregunta el viajero recordando lo dicho por don Lope si los males de ahora vienen, pues, de tiempo atrás.

   El viajero, puesto que se aloja cerca, lo primero que hace es poner los pies, si no en el centro geográfico de España, sí en el lugar desde donde se empiezan a contar las distancias de las carreteras radiales españolas. El viajero está en la Puerta del Sol. Podría quedarse aquí varias horas si tuviera que contar todo lo que de importancia para la historia de España ha sucedido en ella. Desde que existe como plaza, es decir desde, más o menos, mediados del siglo XVI, aunque en su forma actual no llega a cumplir los dos siglos, ha sufrido varias transformaciones y allí los madrileños y los españoles han visto pasar de todo, y hasta hace bien poco.



   Callejeando, el viajero halla cosas que no esperaba encontrar. Si visitar los sitios que busca le gusta, descubrir lo que ni sabe que existe le causa mucha emoción, no tanto por lo descubierto, como por la sorpresa de hacerlo; como cuando al pasar ante la puerta de la iglesia de San Ildefonso, a punto de pasar de largo, se asoma un instante y descubre en el atrio una placa que le advierte que en aquel templo contrajo matrimonio doña Rosalía de Castro un 10 de octubre de 1858.

   Contento con su pequeño hallazgo, no tarda el viajero en llegar al lugar, este sí, buscado. Al entrar en la iglesia de San Antonio de los Alemanes sólo ve en su interior tres personas. Se trata de una pareja que escucha las explicaciones del tercero sobre los milagros representados en los retablos laterales del templo. El viajero, que no es la primera vez que visita esta iglesia, toma asiento durante un rato y observa los frescos de la enorme bóveda ovalada pintada hacia 1662 por los pintores de la corte Carreño de Miranda y Francisco Rizzi y restaurada en buena parte unos años después por Lucas Jordán. La iglesia fue llamada al principio de los portugueses, pero cambió su nombre por el actual de los alemanes tras la pérdida definitiva de Portugal en 1668, en tiempos de la reina regente doña Mariana de Austria. Tiene suerte el viajero, pues ya de pie, correteando cerca del altar mayor, ve como Joaquín, que así se llama la persona que antes hablaba con los visitantes, que ya se fueron, le pregunta si quiere que le explique algo sobre la iglesia, y sin darle tiempo a responder se ve escuchando que es de Trujillo y que por no dejar aquello solo mientras se realizan los trabajos de restauración de la capilla mayor, explica a quien quiere oírle lo poco que dice saber de la iglesia, pero que al viajero le parece que así dice por modestia. Le habla de los milagros representados en las capillas, de los reyes santos pintados en los frescos del contorno de la iglesia, y de los que figuran, los Austrias menores y algún Borbón, en los medallones que coronan los arcos de los altares.  Luego le invita a pasar a la sacristía. El viajero no cabe de contento.

   Al salir, cerca de la calle de Alcalá, muy cerca de la Fuente de Cibeles, el viajero pasa por delante de la casa de las Siete Chimeneas. No llama mucho la atención hoy, pero hace unos doscientos cincuenta años fue objeto de mucha por los madrileños. Allí vivía un ministro de Carlos III, famoso por el motín que contra él hubo en la Villa. No es lugar éste para entrar en detalles sobre las auténticas causas del motín o si fue promovido por algunas de las casas nobiliarias descontentas o incluso por los frailes de la Compañía de Jesús, siempre en el ojo del huracán de cuantos males ocurrían, pero sí para contar lo que empezó a pasar el Domingo de Ramos de 1766. Aquel día se presentó en el cuartel de los Inválidos, que entonces había en la plazuela de Antón Martín, un hombre cubierta su cabeza con sombrero de ala ancha, oculto el rostro y envuelto todo con una capa. Incrédulo, el vigilante increpa su proceder, advierte al osado individuo que por disposición real está prohibido usar aquellas prendas y ocultar el rostro, preguntando al audaz si acaso no conoce dicha orden, conminándolo al tiempo a descubrirse. Pero el embozado, resuelto a todo, lejos de observar lo que el oficial le manda, responde con provocadora insolencia que sí, que conoce bien la disposición del rey, que no la cumple ni la piensa cumplir y que si de ese modo viste es por su voluntad de hacerlo así, vamos, porque le da la gana. Llama el oficial, ante tal descaro a la guardia, para detener al atrevido, mas cuando llegan los soldados aparecen tras el embozado provocador un pequeño ejército de iguales e irreconocibles sujetos cubiertas sus testas con chambergos, sus cuerpos con capas, y espadas al cinto, que desenvainan con rapidez,  enfrentándose a la guardia y poniéndola en fuga. Montado el follón, ya motín, embozado, compinches y muchos otros ya prosiguen sus tropelías por las calles de Madrid hasta llegar frente a la casa ante la que el viajero ahora está. Ni Esquilache ni su mujer estaban allí entonces, y lo pagaron sus sirvientes, uno de los cuales, que se opuso al allanamiento, resultó muerto. Finalmente obligado el rey por las circunstancia, quedaron sin efectos las prohibiciones, y el ministro Italiano fuera de España.

   El viajero va viendo edificios, monumentos, fuentes, y comprueba en muchos de ellos un denominador común, que el autor de muchas de esas obras se llama Ventura Rodríguez. Repetirá el viajero varias veces este nombre para reconocimiento de quién tanto hizo: la primera, al llegar a la plaza de Cibeles, pues la fuente que la adorna es obra de Rodríguez. El viajero admira el Banco de España. Por esas cosas del destino, al viajero le resulta irónico que el Banco, inmensa caja fuerte, entre otras cosas, de las reservas de oro y divisas españolas, esté precisamente en la esquina en la que estuvo el palacio de Alcañices, del duque de Sesto, ─construido a su vez sobre el solar donde antes tuvo otro el valido de Felipe IV, don Luis de Haro─, que vendió por la necesidad de dinero que tenía para mantener en el destierro a la reina Isabel II y costear en parte la educación del futuro Alfonso XII. Porque Pepe, así le llamaba con familiaridad la irreflexiva reina, fue el paradigma de cortesano fiel. Acompañaba a la reina en San Sebastián cuando ésta eligió irse de España, antes que permanecer en ella, como Alcañices le recomendó cuando ante la duda real, el marqués, que también esto era, le dijo: “¿Renunciará su Majestad, regresando a Madrid, al laurel de la gloria?", respondiendo la indolente reina con la no menos famosa frase: “Mira Alcañices, el laurel para la pepitoria y la gloria para los niños que mueren". Y se marcho tan fresca para Francia.




   El viajero bien se merece un descanso y pasea sin prisa por el Retiro. Es este parque parte de lo que fue Real Sitio, y en uno de sus lados tuvo propiedad la condesa de Olivares de una pajarera, por lo que el jardín fue conocido por “El gallinero”. Después de corretear un poco por el parque, por lo que fue, cuando aún no era moderno hablar de parques zoológicos, la Casa de las Fieras, haber visto el paseo de las estatuas, el gran estanque presidido por Alfonso XII, y un poco más allá el monumento al Ángel Caído, cuya altitud sobre el nivel del mar, posiblemente casual, es de 666 metros, el viajero sale del parque y baja por la cuesta de Moyano.

   Es famoso este paseo entre los paseantes aficionados a la lectura porque allí están los puestos de libros, que pronto hará un siglo llevan instalados en dicha calle, homenaje justo al político zamorano, alma de la Ley de Instrucción Pública que impuso en 1857 la enseñanza obligatoria y gratuita entre los 6 y los 12 años y que, a diferencia de otros tiempos más recientes, se mantuvo vigente más de cien años.  El Viajero se para en alguno de los puestos y después sigue su camino, y sin que le quede tiempo en dejar de pensar en los libros, cruza el Paseo del Prado y entra en el Barrio de las Letras.

   Anda por la calle Lope de Vega, en cuyo convento de las Trinitarias se asegura reposan los restos de Cervantes, aunque no es en eso en lo que piensa el viajero, cuando también por allí ve calle en recuerdo de Quevedo. No es gran cosa, y desde luego juzga el viajero que es corta para quien tan larga lengua tuvo, pero aun así tiene más de lo que don Luis de Góngora, su rival, tiene en ese barrio, que es nada.

   Cuando le nació a Felipe IV su último hijo, aquél que dibujó una sonrisa de alivio en quienes por fin veían un heredero de la corona, y poco después, en los mismos, una mueca de preocupación al comprobar la invalidez del infante, su padre, el rey, quiso dar las gracias al cielo por ese fruto tan deseado. Como prueba de las muchas gracias que deseaba dar, Felipe mandó construir un convento que estuviera bajo la advocación de Nuestra Señora de la Concepción. Esto sucedía en 1663 y el encargado de su fundación fue el ministro del Consejo de Castilla don Juan Jiménez de Góngora. El paso del tiempo, que todo lo cambia, hizo que el convento  se conociera como “el de las Góngoras”; y pasando más tiempo aún, tanto como trescientos años después de su fundación, que la calle en la que se ubica cambiase también su nombre por el de calle de Góngora, creyendo que el convento debía su apelativo al escritor monje y que sería el justo desagravio al dueño del distinguido representante del culteranismo, que no tenía calle en el barrio de las letras donde Lope de Vega, Cervantes, Quevedo y otros sí la tienen.

   El viajero que no quiere agotar sus fuerzas en un solo día, se toma un descanso y deja para el día siguiente la visita del Palacio Real, que es mucho palacio y requiere tener cuerpo y mente descansados.

   En la Plaza de Oriente, antes de entrar en la mansión real, el viajero mira la estatua ecuestre de Felipe IV. Fue este rey con el que de modo más patente contempló España el comienzo de su declinar como potencia en el mundo y, sin embargo, el reinado en el que dio su genio a ese mundo en el que empezaba de dejar de mandar. Y es que la estatua que el viajero admira fue diseñada por Velazquez,  modelado el rostro del rey por Martínez Montañés,  fundido el bronce por Piero Tacca y todo hecho porque Galileo Galilei consiguió que la cabalgadura, apoyada únicamente sobre sus cuartos traseros, se mantuviera así dejando hueca la parte delantera de la escultura y maciza trasera.



   El palacio del que dijo Napoleón a su hermano José cuando lo hizo rey de España: “Estarás mejor alojado que yo en Versalles”, comenzó a erigirse, tras consumir las llamas el antiguo alcázar de los Austrias, en el siglo XVIII, Primero Filipo Juvara y Sachetti después, al morir el primero, fueron los principales artífices de la obra, pero no puede olvidar el viajero, como prometió, nombrar de nuevo a Ventura Rodríguez, pues alumno adelantado de Juvara, intervino en la obra como ayudante, y más tarde superando al maestro se ocupó de realizar la capilla real.

   En el palacio han sucedido tantos acontecimientos de la historia de España que el viajero se conformará con poner dos ejemplos: uno es el ocurrido en la escalera real, cuando don Domingo Dulce, al mando de la guardia de palacio, logra mantener a raya a los asaltantes que intentan apoderarse del edificio. Están estos inspirados por doña Cristina, que poco antes ha dejado España y a sus hijas, y son contrarios a Espartero, el regente. Tratan de secuestrar a la reina Isabel, aún niña, y a su hermana la infanta Luisa Fernanda. Los asaltantes han alcanzado el rellano de los leones. Desde lo alto los alabarderos del entonces comandante Dulce resisten. Hay cristales rotos, pánico. La condesa de Espoz y Mina, al cuidado de las niñas, las traslada de una a otra estancia, buscando la mayor seguridad. Tras once horas de tiroteos, sobre las seis de la mañana del 8 de octubre de 1841 los asaltantes son reducidos y los detenidos ajusticiados. No ocurre lo mismo con los jefes militares del complot,  los generales Concha y Pezuela, que huyen. También el general Diego de León lo hace, pero a la altura de la Puerta de Hierro pierde su caballo. Prosigue a pie el general, pero es alcanzado por un escuadrón de húsares. Al mando del mismo está el capitán Laviña, que había sido ayudante del general. Le propone huir, como ha hecho el resto. Nada dirá si lo hace. Rehúsa el general. "Espartero no me fusilará", dice Diego de León. El 15 de octubre en las inmediaciones de la Puerta de Toledo el general Diego de León cae bajo las balas del pelotón de fusilamiento.

   Y puestos en pendencias, en el mismo siglo, y pocos años después, también con la reina Isabel como pretexto, una nueva escena sucede en palacio. Despacha el presidente Narváez  con su ayudante Joaquín Osorio y Silva, cuando oyen voces provenientes de la antecámara de la reina. Isabel, en su nido de amor ha recibido a Enrique Puigmoltó, cuando se presenta con pretensiones de ver a la reina el rey Francisco de Asís, acompañado del general Urbiztondo, ministro de la Guerra. La situación puede resultar muy comprometida. Los alabarderos que custodian el recinto le niegan el paso y el alboroto producido atrae a Narváez.
   ─Quiero ver a la reina, es mi esposa y tengo derecho, insiste Francisco de Asís, al ver llegar a don Ramón.
   ─Eso no es posible sin el permiso de la reina. No insista, majestad.
   Es absurdo, tercia Urbiztondo, ministro de Narváez, pero de parte de rey en esta ocasión. Es inadmisible negar el paso al rey, repite dando un paso al frente.
   Para contrarrestar ese gesto, Osorio hace lo propio y con otro intimidatorio pone su mano sobre la empuñadura de su sable, momento en el que Urbiztondo desenfunda y atraviesa de una estocada al oponente. Se entabla, entonces, un duelo entre el presidente y su ministro en presencia del rey, que aterrado contempla la escena. Heridos ambos combatientes, es Narváez quien finalmente hunde mortalmente su acero entre las carnes del ministro. El nombre de la reina ha quedado a salvo, y la muertes producidas convertidas en accidentes.

   Tanta acción ha despertado el apetito del viajero que, tras reponer fuerzas, acude, porque no hay más remedio que hacerlo así, casi con el estómago lleno, al Monasterio de las Descalzas Reales, que lo es para las monjas clarisas que lo habitan, pero museo para los visitantes que lo admiran. A este monasterio se va si se está avisado, pues está un tanto escondido; y se ve si se tiene paciencia, pues las sores lo abren durante pocas horas y a grupos limitados. El viajero, que sí que está avisado y es de natural paciente para estas cosas ya está dentro, y maravillado. No contará mucho de lo que ve en el interior, pues es tanto y tan magnífico que sólo puede recomendarlo a quien le quiera hacer caso, pero no puede callar que nada más comenzar a subir las escaleras y ver a don Felipe IV y su familia asomada al balcón real en un trampantojo pintado en uno de los tramos de la escalera, le parece haber entrado en un túnel del tiempo del que ya no saldrá hasta que vuelva a la calle. Y es que este monasterio fundado por doña Juana de Austria, que no pudo ser reina, pero fue hija de un emperador y hermana de un rey, esposa de un príncipe y madre de un rey es una de las joyas más delicadas de Madrid.

   No se alargará el viajero demasiado en este paseo, y dejará para el futuro contar más historias de los sitios vistos y de los que verá en próximas visitas. Y si comenzó el viajero recordando unos versos de Lope de Vega, termina evocando otros de José Bergamín hablando de Madrid:

                          A la luz que tus aires aposenta
                          Cervantes le dio voz, Velázquez brío,
                          Quevedo sombras, Calderón afrenta
                          Rodeando las llamas de su vacío.
                          Y Goya con sutil mano violenta
                          Máscara de garboso señorío.

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