LAS FRAGUAS

   Hoy el viajero no empieza por contar lo primero que ve, sino que pasados unos días en Santander toma rumbo al sur. Antes de llegar a Reinosa, se desvía. Muy cerca de la autopista hay un pequeño pueblo. Se llama Las Fraguas. No es municipio, sino pedanía de población más importante con ayuntamiento: Arenas de Iruña. Tiene Las Fraguas dos joyas que casi nadie mira o, al menos, eso le parece al viajero. No hay turistas, apenas algún visitante. En realidad el viajero sólo ve un coche que se detiene, del que bajan dos personas y miran con prisa lo que el viajero contempla con pausa.





   Tranquilo, el viajero ve a un lado del camino el palacio de Hornillos, versión pequeña e inspiración del santanderino de la Magdalena, pero que al viajero gusta más. Está rodeado de bosques, excepto por su lado sur, hacia donde encara la fachada principal y una de sus alas, que tienen delante una inmensa pradera. Es la hora del mediodía y tenues nubes difuminan los rayos del sol. La fachada del palacio recibe la suave luz del sol. El viajero toma su cámara, encuadra y dispara varias veces. Del palacio sabe el viajero que fue construido por Selden Wornum a caballo entre los siglos XIX y XX, y un siglo después de construido le ha llegado la notoriedad por haber sido el escenario de la película de Alejandro Amenábar “Los otros”, en la que se nos hace creer que se encuentra en la isla de Jersey, en el canal de la Mancha. El palacio es de propiedad privada y el viajero no puede acercarse, pero aún así da la visita por buena.




     Sin moverse del sitio, el viajero se da la vuelta. Justo detrás ve la otra pequeña maravilla de Las Fraguas: la iglesia de San Jorge. De estilo neoclásico, se le conoce como “El Partenón”. Tiene más o menos la misma edad que el palacio vecino. Esta situada en lo alto de un pequeñísimo cerro desde el que se domina el cementerio de la población, y mandó levantarla el duque de San Mauro como capilla y panteón familiar, donándola después al pueblo para cumplir funciones parroquiales. El viajero se acerca, rodea la iglesia, camina entre sus columnas y toma algunas fotografías. Santander, de la que viene, le espera otra vez.
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EL ESPEJO MÁGICO DE SCOTTO

   Casi todo en Scotto es un misterio. De nombre Jerónimo, muchos le llamaban Alessandro. De apellido Scotto, otros le decían Scota. Aunque no es seguro que naciera en Parma, parece claro que era italiano. Tampoco se sabe con precisión la fecha de su llegada a Praga, pero está comprobado que hacia 1590 ya se encontraba en la ciudad. Atraído por la ciudad que Rodolfo II, emperador, había convertido en capital del Sacro Imperio Romano Germánico, y en capital de las artes, la astrología,  la magia y la alquimia, llegó haciéndose notar.

   A Scotto le precede su fama, que cree será suficiente para abrirle de par en par las puertas del Castillo de Praga, que Rodolfo ha convertido en galería de arte, pero también en laboratorio de magos y alquimistas.

   Rodolfo está trastornado. Desea vivir siempre. Desea tener oro para poder pagar el tributo a los otomanos que acechan. También para seguir acumulando obras de arte(1). No se casa, no tiene hijos legítimos. Los astrólogos han predicho que sus hijos le arrebatarían el poder. Rodolfo lo cree a pies juntillas.  

  Scotto había aprendido las artes diabólicas en Alemania y aplicaba todos esos conocimientos en su propio beneficio. Mago, espía, mujeriego, aventurero en definitiva, se decía que poseía un espejo mágico. Su ambición le llevó, en su afán de llegar a lo más alto de la escala social,  a codearse con políticos y diplomáticos. Uno de éstos fue un embajador de España. Le enseñó el espejo, y le hizo ver en él al rey Felipe escribiendo una carta. Scotto tentó al embajador: “Si lo deseas puedes leer el texto”. El diplomático, prudente,  rehusó la oferta. Scotto no se detiene. Visita al arzobispo de Colonia. Se llama Gebhard. Le tienta. Le enseña a la mujer más hermosa de la ciudad. El arzobispo sucumbe. Es la condesa Inés de Mansfeld. El arzobispo olvida su condición, queda enamorado de la condesa, afamada seductora. Gebhard es católico. Inés, salida del espejo, protestante. El arzobispo la oculta, la esconde. Inés, ofendida, protesta. Gebhard, al fin, la presenta en público. La conmoción es grande. El escándalo está servido.  A Gebhard se le exige una boda. Ello supondría la conversión del  arzobispo de Colonia, príncipe elector. El imperio podría dejar de ser católico en la próxima elección. Los católicos no aceptarían. Tomarían quizás las armas. El Papa condescendiente hasta entonces interviene. Insta al arzobispo a la vuelta al redil. El emperador, por su parte, le ofrece dinero por lo mismo. Gebhard responde casándose con la condesa. El Papa lo excomulga. Gebhard huye de Colonia. Otro obispo, Ernesto, hermano del duque de Baviera, católico, ocupa la vacante.
  

   Scotto también huye. Ha sido el causante de todo. Se dirige a Praga. Allí, el emperador busca la eterna juventud, la transmutación de los metales. La competencia es feroz. Scotto encuentra oposición. Los mejores puestos ya están ocupados y sus dueños los defienden con uñas y dientes. Edward Kelley es el alquimista oficial del emperador. No consentirá intrusos. Otros muchos tampoco. Tres años después Scotto ocupa una humilde casa en la parte vieja de Praga. No logrará levantar cabeza. Su espejo, roto, no le salvará. Sobrevivirá elaborando ungüentos y otros potingues en una ciudad dominada por la magia. Varios siglos después, escritores románticos del siglo XIX hablarán de él en varias novelas y contarán sus trucos, como si fueran vistos en un espejo que nunca existió. ¿O sí?

(1) A lo largo de su mandato, Rodolfo II acumulará grandísimas colecciones de arte. Se verá ayudado por Arcimboldo, pintor oficial del emperador, que ya lo había sido de su padre Maximiliano y de su abuelo Fernando. Esa ingente cantidad de obras de arte de las más variadas disciplinas:  tres mil cuadros, dos mil quinientas esculturas, varios millares de objetos diversos, acumuladas en los sótanos del castillo de Praga, sin inventariar hasta algunos años después de la muerte de Rodolfo, se dispersó durante los siglos siguientes debido a continuos saqueos del castillo, subastas y expolios. Hoy, la mayor parte de dichas obras se encuentran en diversos museos de Europa, especialmente en Viena, y en colecciones particulares.
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ANTES DE QUE SE PONGA EL SOL

    Hace dos días que los españoles varones y mayores de 25 años han votado(1)La mayor parte de los concejales electos en España han sido monárquicos, y por ello piensan algunos miembros del gobierno que las elecciones municipales del domingo 12 de abril no son causa para un cambio de régimen. Lo cierto es que el triunfo de los monárquicos ha sido sobre todo en las pequeñas ciudades y núcleos rurales, en algunos de los cuales, de modo legal, según la ley electoral, ni siquiera se han celebrado elecciones por haber un único candidato, monárquico casi siempre.

  Pero los republicanos y su gobierno en la sombra, ahora provisional, miembros del Pacto de San Sebastián, a cuya cabeza está don Niceto Alcalá Zamora, jefe de la Derecha Liberal Republicana, vencedores en las grandes ciudades, no son del mismo parecer. Los republicanos han hecho suya la victoria obtenida en casi todas las capitales de provincia. Las votaciones de esa parte de España, adulta, muy adulta, y masculina, a la que se le dejó votar, son, a su juicio, un plebiscito cuyo resultado indica el descontento con el régimen monárquico. 

   La víspera, el lunes siguiente a las votaciones, conocido su resultado, ha sido frenético para el gobierno de la monarquía. En el Consejo de Ministros celebrado a la cinco de la tarde, cada ministro ha tomado postura sobre lo que debe hacerse, o mejor dicho, sobre lo que debe hacer el Rey. Sólo La Cierva es partidario de resistir, los demás,  el conde de Romanones el primero,  saben que la monarquía a llegado a su fin. El Rey también lo sabe.

   A las once de la mañana del 14 de abril de 1931, en el Palacio Real, de vuelta Alfonso XIII de El Escorial, donde ha estado orando ante la tumba de su madre la reina María Cristina, está recibiendo de nuevo a sus ministros. Se ha entrevistado ya con el ministro de Estado, don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, y la decisión tomada la víspera se hace firme. El rey encarga a Romanones, que conoce bien a Alcalá Zamora desde hace años, que negocie…, que negocie cómo dejar el trono.
   
Palacio Real de Madrid















   Apenas una hora después, pasadas las doce del mediodía, aún está el rey Alfonso recibiendo a algunos de sus ministros, cuando en el número 43 de la calle Serrano se reúnen Alcalá Zamora y el conde de Romanones. Están en el domicilio de don Gregorio Marañón. El doctor, aunque monárquico, ahora las circunstancias y los votos mandan, ha tomado partido por la República. Es amigo del conde y también de don Niceto. Su casa, ha pensado Romanones, es un buen lugar para negociar un cambio de régimen y sobre todo una salida, la del rey. Alcalá Zamora se muestra firme: el rey debe emprender la marcha cuanto antes, desde luego antes de que se ponga el Sol, de lo contrario la seguridad del rey podría verse en peligro. Romanones resiste, pero don Niceto no cede y se mantiene terco: el sol describe su arco, el tiempo se acaba. Repite una y otra vez don Niceto: “Antes de que se ponga el Sol”.

   Cuando Romanones sale del domicilio del doctor Marañón vuelve a Palacio. Casi al mismo tiempo, sobre las tres de la tarde, mientras don Álvaro da cuenta al rey de las novedades de su reunión con Alcalá Zamora, éste llega al domicilio de don Miguel Maura, compañero de partido, que le espera con varios miembros del Gobierno Provisional.

   A las tres y media de la tarde, en la plaza de La Cibeles de Madrid, una bandera republicana es izada hasta lo alto de un mástil del Palacio de Comunicaciones. La gente comienza a concentrarse allí, el gentío es cada vez mayor.

   Pocos minutos después, grandes riadas humanas se dirigen hacia el corazón madrileño: la Puerta del Sol. Cada vez son más las banderas con su franja inferior morada que se ven en la calle. En la Carrera de San Jerónimo hay un hotel. Su nombre es “Hotel Príncipe de Asturias”, pero una bandera igual a las muchas que por allí ondean esa tarde cubre las palabras “Príncipe de”. Parecería una premonición sino fuera porque está sucediendo lo que todo el mundo sabe que va a pasar.
  
Madrid. Puerta del Sol














 
 Los minutos siguientes, en los que la deriva de los acontecimientos puede cambiar el destino de España y los españoles, son de gran nerviosismo. Son momentos de mucha tensión. Las calles están llenas, los manifestantes ondean las banderas republicanas y gritan vivas a la República y mueras al Rey. Nadie apoya ya al monarca.  El general Sanjurjo, al mando de la Guardia Civil, se niega a disolver las manifestaciones que inundan Madrid. En cuanto conoce la renuncia del Rey se pone a las órdenes del nuevo gobierno.


    A las seis de la tarde don Miguel Maura, en su domicilio, con los nervios a flor de piel, decide pasar a la acción. Maura es un hombre decidido y está cansado de esperar. Dice que se va a la Puerta del Sol, a Gobernación. Largo Caballero, uno de los ministros que está con él, dice que le acompaña. En el automóvil de don Miguel toman el camino de la Puerta del Sol. Cuando llegan la plaza está poblada por miles de manifestantes. El enorme gentío hace difícil avanzar. Las puertas del ministerio de Gobernación están cerradas. Enseguida se abren, les han visto llegar desde un balcón. A duras penas entran en el ministerio. Maura se ha anunciado como ministro de Gobernación del Gobierno provisional de la República. En el zaguán del ministerio el piquete de la Guardia Civil se cuadra y Maura, imparable, hace suyo el Ministerio.
   
    Don Miguel, ya en sus funciones, descuelga el teléfono una vez tras otra, hasta cincuenta veces repite la operación. Incansable, ha hablado con todos los gobernadores civiles de España. Y lo ha hecho como Ministro de Gobernación de la República. El poder civil le obedece y el militar, consultado la víspera por el rey y el Gobierno, y conocedor por tanto de la situación, permanece inmóvil. España que amaneció monárquica, se acostará republicana.

   
   Lo reconocerán el rey Alfonso XIII al decir, ya en Cartagena, a la que ha llegado, ya en la madrugada del día 15, con el ministro de Marina, don José Rivera y Álvarez Canedo para embarcar en el “Príncipe Alfonso” rumbo a Marsella: “Las elecciones del domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo”; y el propio Miguel Maura que escribió: “Nos regalaron el Poder, suavemente, alegremente, cuidadosamente: había nacido la Segunda República Española”.

(1) Así estaba regulado por la Ley Electoral del 1907. La Constitución aprobada por la Republica concedió el sufragio universal para todos los mayores de 23 años de ambos géneros.
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SOBRE LOS ANIMALES, ACTORES INVOLUNTARIOS DE LA HISTORIA

   Famosos por haberlo sido sus dueños, han ganado un puesto en las enciclopedias. Unos vivieron apaciblemente, sin intervenir en suceso alguno, pero se les recuerda por lo que sus amos fueron. Otros intervinieron activamente junto a sus dueños en hechos relevantes.
    
  Lucifer y sus compañeros no hicieron nada notable salvo pertenecer al personaje al que sirvieron de compañía. Porque Lucifer fue uno de los gatos negros, de cara redonda y ojos brillantes, que mantenía en su regazo, acariciándole el lomo Jean Armand du Plessis, Cardenal de Richelieu. El cardenal, valido de Luis XIII, rival feroz del Conde-Duque de Olivares, también valido de otro rey, Felipe IV, era muy aficionado a los gatos. Tuvo muchos. A siete de ellos, oscuros de pelaje, les puso por nombre Lucifer. El cardenal, a su muerte, trató de asegurar la subsistencia de sus animales dejando una asignación para su sustento. De poco les sirvió el legado de su amo. Algunos mosqueteros, resentidos con el cardenal, los mataron y los entregaron en un restaurante en el que acabaron siendo cocinados, como si de conejos se tratara, en gibelotte.


   Ha habido algunos animales a los que, aunque no participaron en ningún hecho relevante de la historia, les cupo el honor de haber sido objeto de la atención de los más geniales pintores: León, el  jefe de la jauría de mastines del Rey Felipe IV, posó a los pies del enano Nicolasito Pertusato en Las Meninas de Velázquez;  Guzmanillo, el caballo del Conde-Duque de Olivares, también fue pintado por Velázquez. Cuando don Diego lo pintó, con su dueño a la grupa, ya tenía sus años. Estaba gordo y grasoso, como su jinete.

  Y otros que compartieron el destino de quienes les mantuvieron. Es el caso de Blondi,  una perra de pastor alsaciano, que sin culpa alguna, murió envenenada con una cápsula de cianuro administrada por el doctor Haase la víspera del día en el que Hitler se suicidó en Berlín descerrajándose un tiro en la sien en el bunquer de la Cancillería. 
      
   Y por fin unos pocos han sido protagonistas ellos mismos de algún episodio de la Historia, al colaborar con sus dueños en los hechos.

   Se sabe que Lupo fue uno de los caballos del Gran Capitán. En plena campaña italiana, en Sessa, Lupo realizó un movimiento brusco e hizo caer al suelo a su jinete. Don Gonzalo, hincada la rodilla en tierra, dijo: “Ya que la tierra me abraza, es que mía quiere ser”, como así fue.
      
  Otro caballo que estuvo a punto de hacer historia fue Incitatus, el caballo del emperador romano Calígula. Poco faltó para que se cumplieran los deseos del césar, cuando ya demente, endiosado, trató de obligar a los senadores a que nombraran cónsul al cuadrúpedo.
     
   Atalún fue otro de los caballos que han pasado a la historia por su participación en sucesos importantes: En 1913 desfilaba el rey Alfonso XIII a la cabeza de su Estado Mayor, por el Paseo de la Castellana de Madrid a lomos de su caballo. De pronto un individuo se acercó pistola en mano. El rey hizo girar a la bestia, que se avalanzó sobre el agresor. El disparo rozó al equino y se perdió por encima de la cabeza del rey. Don Alfonso, después de comprobar que las heridas de Atalún carecían de importancia, continuó su marcha. El magnicida era un carpintero de nombre Rafael Sancho Alegre. Se declaró anarquista, aunque la policía acabó convencida de que más bien se trataba de un perturbado. Un tribunal le condenó a la pena de muerte, pero al poco tiempo el rey le concedió el indulto.
      
   Ya mucho más recientemente, debemos recordar a la perrita Laika. Fue la primera astronauta de la Historia. Inició un viaje que debía durar más de 160 días. Solo logró sobrevivir siete. Probablemente fue la falta de oxígeno la  causa de su muerte. De su sacrificio procede su inmortal fama.
     
   Estos animales, otros muchos también famosos, y muchos más desconocidos y anónimos han destacado por sus acciones: cabalgaduras llevando generales victoriosos, perros sin los que hubiera sido imposible alcanzar los polos terrestres o palomas mensajeras de vuelos decisivos han sido también protagonistas silenciosos de la historia. Sirvan estas pocas letras para reconocerles la importancia que en algún momento tuvieron cuando los hombres los involucraron en sus asuntos.
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EL CRISTO QUE LLEGO DEL MAR

  Antiquísimo, dicen que llegó contracorriente un nueve de noviembre de 1250, y que lo hizo milagrosamente, pues el río Turia bajaba muy crecido y aun así, la fuerza del río no pudo impedir que aquel crucificado, llegado desde las lejanas tierras de la antigua Fenicia, alcanzara la ciudad de Valencia. Así lo cuenta una crónica de 1672, recogida en 1709 por Joseph Vicente Ortí.

  La figura, de enorme tamaño y peso, policromada, y en la que llama la atención la disposición de la cabeza, cuenta la tradición
que fue tallada por Nicodemo, discípulo de Cristo, y que permaneció en tierras fenicias hasta la toma por los musulmanes de la ciudad de Berito, a la que había llegado desde Tierra Santa. Cuando los musulmanes tomaron la ciudad, como si de una nueva Pasión se tratara, las imágenes cristianas fueron destrozadas y mutiladas, arrojándolas luego al mar, también la tallada por Nicodemo.


   Tras largo viaje por mar el Crucificado encalló en la ribera derecha del río Turia, de donde fue rescatado y llevado a la próxima ermita de San Jorge, desde la que, para facilitar su culto, fue trasladado a la catedral de Valencia. Hasta dos veces se hizo así, y otras tantas la imagen desapareció de la Seo y fue encontrada de nuevo en San Jorge, por lo que se decidió dejarla allí y construir la iglesia que recibe su nombre, la del Santísimo Cristo del Salvador. Por tan milagroso se le tenía y tanta devoción causaba entre los fieles que, se declaró festivo el día nueve de noviembre y, cada vez que la ciudad padecía alguna calamidad era sacado en procesión. Para recordar su llegada, la ciudad construyó, en el lugar en el que fue visto por primera vez, un monumento reconstruido hace pocos años. 

EL LIBRO

   Ésta es la historia de un libro que no se puede leer, pero que muchos han deseado poseer. Alguno de ellos pagó una fortuna por ser su dueño.

   No se sabe con certeza cuando se escribió, no se conoce su autor, y se desconoce de qué trata su contenido. Un enigma que no ha podido ser desvelado aún. Los primeros propietarios del libro quisieron creer o hacer creer que su autor era el monje franciscano Roger Bacon. Éste tuvo una larga vida. Vivió durante casi todo el siglo XIV. Fue un sabio en el sentido estricto del término: filósofo, astrónomo, óptico, dominó varias lenguas y llegó a ser conocido como “doctor admirable”, pero quizás la atribución al monje inglés de la autoría del libro no fuera más que una estratagema del verdadero autor, con el fin de dar al libro prestigio y antigüedad.

   El primer propietario conocido, y según sospechas de algunos investigadores recientes, autor del libro, fue Edward Kelley, un alquimista farsante, que logró embaucar a John Dee, un eminente científico del siglo XVII, inglés como él, al que convenció para ir a Praga, donde estaba la corte de Rodolfo II, el excéntrico emperador del Sacro Imperio. Rodolfo coleccionaba de todo: amantes, enanos, que encargaba a sus médicos buscar por toda Europa, enfermedades, y… arte.  Kelley mostró al emperador el libro. Estaba escrito con caracteres extraños, con imágenes fantásticas: plantas desconocidas, figuras geométricas de significado misterioso, también personas, que Kelley aprovechó bien para despertar la curiosidad del emperador y su necesidad de poseerlo. El libro pasó a manos de Rodolfo a cambio de seiscientos ducados de oro. El emperador mandó descifrarlo. Nadie lo consiguió. Pasó el tiempo, el derrocamiento de Rodolfo, con el cuerpo enfermo y la mente trastornada, a manos de su hermano Matías, hizo cambiar el libro de dueño. Varios propietarios en los años siguientes trataron de conocer su contenido: no se consiguió descifrarlo, y sí  que se le perdiera la pista. Hubo que esperar hasta 1912 para que un lituano, del que tampoco se sabe gran cosa, activista de la izquierda política antes que librero asimilado por los negocios capitalistas, lo comprara en un convento de jesuitas en Italia. El comprador, Wilfred Woynich, hizo el encargo a varios especialistas para que descifraran su contenido. Como había sucedido siglos atrás, nada consiguieron.


     Hoy después de pasar por las manos de varios nuevos dueños, uno de los cuales pagó en 1964 más de 20.000 dólares, el manuscrito, compuesto por varias pliegos de pergamino, algunos desplegables con dibujos extraños, recibe el nombre de su último descubridor, Woynich, y descansa en las estanterías de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.
    
   Allí ha sido objeto de varios recientes estudios: la hipótesis que se va imponiendo, después de estudios apoyados en programas informáticos desarrollados para el caso, es que seguramente no haya nada que descifrar, que todo fuera una farsa de alguien, quizá Kelley, que escribió algo sin significado, y lo mostró al mundo haciendo creer que significaba algo.

   O puede que Kelley no fuera su autor. Al fin y al cabo, los expertos no se ponen de acuerdo sobre la fecha en la que fue escrito, que muy bien pudo ser varias décadas antes a los tiempos en los que Kelley y Dee estaban en Praga al servicio del obsesivo emperador Rodolfo. Si fuese así,  quién lo escribió y a quién se quiso engañar constituyen otro misterio, o puede que lo que parece no significar nada, signifique algo, que las hipótesis actuales sean rebatidas y debamos esperar otros cuatrocientos años para saber lo que quiso ocultar el autor del manuscrito Voynich. 
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Nota: Enlace a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, con imágenes digitalizadas del libro aquí.

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