EL PRIMER BELÉN

   Tan acostumbrados estamos a verlos en nuestras casas, en los escaparates de muchos comercios, templos y en las plazas de algunas ciudades, en el tiempo de Navidad, que no reparamos en la antigüedad de esta tradición.

   Fue San Francisco de Asís, fundador de la orden franciscana y de las clarisas, amigo de los animales –es el patrono de los veterinarios-, quien en Greccio, y según nos cuenta Tomás de Celano, concibió la primera representación del nacimiento del Niño Jesús. Y así, en una gruta, se puso el correspondiente heno y situando un burro y un buey, en lo que se había convertido en pesebre, convocó a las gentes del lugar, que como los pastores se acercaron al lugar, y leyendo el Evangelio, predicó la Buena Nueva.

   Las nuevas órdenes religiosas comenzaron a realizar figuras de diversos materiales con las que componer la representación del nacimiento de Jesús. Era una forma de predicación que se fue extendiendo.

   Aunque sabemos que llegaron a la corte española traídos por Carlos III, que antes que rey de España lo fue de Nápoles, donde las representaciones del nacimiento del Niño Jesús adquirieron el rango de obras de arte, el belén más antiguo de los que se conservan en España data del finales del siglo XV. Se conserva en Palma de Mallorca, adonde llegó de modo un tanto accidental, según la leyenda.

   Realizado por los Alamanno, familia de artistas napolitanos, a finales del siglo XV, es posible que su destino fuera Valencia, pues los Alamanno ya habían recibido encargos del duque de Calabria y Virrey de Valencia, pero fue el caso que durante el viaje, una tormenta puso en riesgo de naufragio la nave. El capitán, ante la difícil situación, se encomendó a los cielos y prometió ofrecer una de las piezas transportadas como exvoto, si salían ilesos del trance. La luz del convento de Nuestra Señora de las Nieves de Palma de Mallorca, a modo de faro, guió hasta buen puerto la nave. Pero sucedió que el capitán se negó a cumplir su promesa y zarpó rumbo a su destino, mas la borrasca zarandeó de nuevo el barco de tal modo que otra vez en peligro, tuvo que volver a puerto y entregar el nacimiento transportado.

   Sirvan estas pocas letras para felicitar a todos los visitantes de este espacio dedicado a la historia y el arte estas fiestas, tan distintas en la forma en la que nos vamos a relacionar, pero con el mismo sentimiento de bondad con el que recibimos la Navidad, sea cual sea el pensamiento que tengamos o la doctrina que profesemos.

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COLUMNAS HUMANAS

    Vivió hace quince siglos. Había nacido en Sisan, ciudad de Cilicia, en aquellos primeros tiempos del cristianismo en los que las comunidades monásticas carecían de reglas rígidas que regularan la convivencia de sus miembros. En una de estas comunidades ingresó Simeón cuando tenía 17 años. Había decidido entregar su cuerpo a las prácticas ascéticas más mortificadoras como forma de entrega a Dios. Simeón destacaba entre sus compañeros por la extrema dureza de las penitencias que se imponía. Se aplicaba un cilicio, del que se dice fue inventor, y guardaba silencio durante largos periodos de tiempo. Su aislamiento provocó que el resto de los monjes le propusieran abandonar el cenobio. No resultaba todo lo sociable que deseaban y, además, daba mayores muestras de sacrificio que ningún otro monje, lo que era causa de envidia.
   
    Se instaló en diversos lugares: un pozo y una cueva donde permanecía de pie la mayor parte del tiempo. Su fama se fue extendiendo. La gente comenzó a visitarlo. Le pedían consejo. Se acercaban a él para tocarlo. Simeón necesitaba aislarse. Primero se instaló sobre un montículo de piedras, pero la gente seguía acudiendo a verle. Después se hizo construir una columna sobre la que colocarse. Al principio tenía una altura de tres metros, pero no resultó suficientemente alta para sus propósitos. Hizo elevarla, sucesivamente, hasta los 18 metros. Allí, sobre una pequeña plataforma de apenas cuatro metros cuadrados vivió los siguientes 37 años. La tarima carecía de techumbre. Simeón estaba expuesto al castigo constante de la intemperie. Un poste situado en el centro de la plataforma y una pequeña balaustrada eran las únicas instalaciones del tablado. El poste era utilizado para atarse y poder mantenerse erguido durante la cuaresma, en la que tenía el propósito de mantenerse en pie los cuarenta días de su celebración. Desde lo alto, Simeón predicaba a quienes abajo aguardaban pacientemente que se asomara. El resto del tiempo permanecía en oración. Un día de 459 al ver que no se asomaba para su predicación diaria, Antonio, un discípulo suyo, subió a la plataforma. Encontró al asceta postrado en el suelo, en la posición en la que acostumbraba a orar, muerto.

El ascetismo y el aislamiento era la forma en que
ermitaños, eremitas y estilitas buscaban la huida
 del mundo como modo de acercamiento a Dios. 

    Fue Teodoreto, Obispo de Ciro, población cercana al lugar donde Simeón elevó la columna quién dejó escrita la biografía del Santo, dando fe de lo sucedido con detalle de lugares y fechas.

    Simeón el estilita fue imitado por muchos otros: Daniel y Simeón el joven, casi un siglo después, también construyeron sus moradas en lo alto de pilastras en las que vivieron casi toda su vida: ambos tuvieron también reconocimiento de Santidad por la Iglesia.

    Había lugares en los que se erigían columnas unas al lado de otras hasta formar auténticos bosques de columnas, cada una de ellas coronada por un ser humano.

    La moda perduró durante siglos. Sobre todo hasta el siglo X fue muy frecuente la existencia de estilitas; pero llegó a haber casos hasta el siglo XIX, como Serafín de Sarov, un santo ortodoxo georgiano, que habitó durante tres años en lo alto de una columna. Del último estilita se desconoce el nombre, pero se sabe que fue un monje del monasterio rumano de Tizmana. Él como todos sus antecesores se encaramó en lo alto de una pilastra, alejándose drásticamente de lo terrenal en busca de la “fuga mundi”.
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El EXPEDIENTE PICASSO

   Cuando en agosto de 1921 don Juan Picasso recibió el encargo de instruir la causa sobre las luctuosas jornadas rifeñas, desconocía el general que terminada la misma el expediente sería conocido por el apellido de su instructor. Había ordenado la investigación don Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, a la sazón, ministro de Defensa en el gobierno de don Manuel Allendesalazar, un liberal que había sustituido al presidente asesinado Eduardo Dato el marzo anterior. Y aquel informe, encargado por orden de 4 de agosto, cuando el desastre de Annual había conmovido el corazón de los españoles, ni Eza ni el propio Picasso sabían que tendría también que recoger la hecatombe del Monte Arruit.

   La popularidad de don Juan Picasso no era tan notoria como la de algunos de los jefes actores de los hechos que tuvo que instruir, ni desde luego como llegaría a serlo su sobrino Pablo Ruiz. Don Juan aunque era un héroe de guerra, que había recibido la Laureada por una memorable galopada en Melilla en 1893, para la que se ofreció voluntario, y alcanzó el grado de general, era un hombre discreto y sobre todo honesto. A diferencia del general Berenguer, Picasso no quiso ser ministro de la Guerra.

   En 1919 es presidente del Consejo de Ministros el conde de Romanones.  En el mes de febrero Romanones ofrece el ministerio de la Guerra a Picasso. Éste, que no lo esperaba, responde al conde: “Pues se lo agradezco mucho, pero mire, prefiero seguir trabajando en lo mío y ser lo que soy, un militar honrado”.

   Y como militar honrado se comporta Picasso ante la tragedia en el Rif. Apenas ha tenido tiempo de comenzar la instrucción cuando recibe indicaciones para dejar al margen de su investigación las actuaciones del Alto Mando. Las recibe del recién nombrado ministro de la Guerra La Cierva primero, por dos veces, y por Berenguer, el propio jefe del Alto Mando después. Picasso, incorruptible, quiere saber la verdad, para eso se le ha nombrado, y se expresa con claridad. Con sutileza advierte al ministro de su voluntad de dimitir si se trata de doblar su voluntad:
     ─Sabrá que, por mi cargo de representante de España en la Sociedad de Naciones, he sido citado por la Comisión Consultiva para el próximo día 4 de septiembre. Si considera que mi servicio a España será de mayor provecho en Ginebra, me someteré a su criterio.
   Pero La Cierva no quiere que Picasso dimita. El general estará en Melilla preparando su informe los siguientes cinco meses.

   Pese al inmediato comienzo de la “reconquista” del Protectorado, la herida causada no cicatriza. Junto al expediente Picasso, en las Cortes se forman las comisiones de los Diecinueve y de los Veintiuno, así conocidas por el número de diputados que las componían, para determinar las responsabilidades de lo ocurrido. Pero en la calle, el pistolerismo envenena el clima social: víctimas de los atentados eran tanto los obreros, como los patronos. En Zaragoza el arzobispo Soldevilla muere asesinado; en las instituciones, la sensación de impunismo en la depuración de las responsabilidades por el desastre en el protectorado marroquí crispa las relaciones entre militares y civiles y, en general, la intransigencia envilece el clima político. En el verano de 1923, a cuenta del suplicatorio solicitado para procesar al general Berenguer, senador vitalicio por designación real, se produce un incidente en el Senado. Son protagonistas del mismo el general Aguilera y el jefe del partido conservador, señor Sánchez Guerra. Ya venía el ambiente caldeándose desde que el día 30 de junio, por otro incidente, el general había enviado una nota al señor Sánchez de Toca en términos rayanos en la impertinencia, cuando no claramente ofensivos, pero de los que no pensaba retractarse, que así fue escrita: “Muy Sr. Mío: En el diario de sesiones del Senado del jueves 28 de este mes de junio, he leído su discurso, en el que falta a la verdad; en él se dice que el suplicatorio del Sr. Berenguer, no se había mandado a usted, en aquella época Presidente del Senado, con arreglo a las costumbres establecidas y por conducto del Ministro de la Guerra, empleando adjetivos muy suyos. Como esta maldad de usted va dirigida contra mi persona, como Presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, maldad muy en armonía con su moral depravada, he de manifestarle que la repetición de este caso u otro análogo, me obligará a proceder contra usted con el rigor y energía que se merecen los hombres de su calaña”.

   Trata el conde de Romanones, Presidente del Senado, de convencer al señor Sánchez de Toca para que desista de su intención de leer la carta en la Cámara, pero el señor Sánchez, inconmovible a los ruegos del Conde, no cede. La carta más que un ataque a él, es una afrenta a toda la Cámara, dice; y ésta debe conocerla. En la sesión del día 3 de julio, a la que no acude el general Aguilera, toma la palabra el señor Sánchez. Explica cómo un ayudante del general lleva a su domicilio la carta, que a continuación lee a los senadores presentes. La impresión causada en la Cámara es colosal. Los rumores iniciales dan paso a voces de protesta en contra del ofensor. Bien lo supo otro senador, el general don José Villalba, que alzando su voz en defensa del ausente Aguilera, recibió tan sonora oposición que debió sentarse sin pronunciar palabra.

   El día 5 de julio hay nueva sesión en el Senado. Momentos antes de comenzar están en el despacho del Presidente de la Cámara el presidente del Consejo de Ministros, señor García Prieto, y el general Aguilera. Ha sido llamado éste por el conde de Romanones para conocer la verdad sobre unas declaraciones de la que se ha quejado el jefe del partido conservador, el señor Sánchez Guerra, que espera en la antesala del despacho del Conde. Al terminar la reunión, se encuentran Aguilera y Sánchez Guerra. Dice el primero al segundo:
    ─Los militares estamos hartos del gobierno y de los civiles, tan responsables como nosotros en el asunto de Marruecos, con la diferencia de ser nuestro honor virtud incomparable.
    ─Tenga cuidado, general, con lo que dice ─replica Sánchez Guerra─, el honor no es patrimonio privativo de los militares. Pertenece al hombre sin distinción de clase, sea militar o civil.
    Alterado, Aguilera reacciona con violencia y alarga un manotazo sobre el rostro de Sánchez, que responde de igual modo. Varios senadores presentes los separan y, al momento, el conde de Romanones hace pasar a los contendientes a su despacho, donde bajo la autoridad del Presidente se disculpan.

Don José Sánchez Guerra pintado por Julio Romero de Torres.

   Mas, como responder al airado luego, es echar leña en el fuego, al poco, comenzada la sesión, el general Aguilera, recordando la carta al señor Sánchez Toca trata de defender al Consejo Supremo de Guerra y Marina que él Preside. De nuevo se oyen rumores, el Presidente trata de acallarlos con la campanilla. De pronto, se percibe un gran alboroto proveniente del fondo de la sala. Dos señores la emprenden a bastonazos entre sí. Algunos ujieres y varios senadores que abandonan sus escaños acuden para separarlos. Incluso se informa al Presidente que uno de los contendientes porta un arma. El Presidente agita la campanilla pidiendo orden, pero el escándalo es monumental y apenas se le escucha. Si no fuera porque los hechos pueden ser dramáticos, parecerían grotescos, viendo desde el fondo de la sala al Conde agitar la campanilla como si no tuviera badajo y mover sus labios como si careciera de voz. Por fin, aquietada la situación y calmados los ánimos, habla el Presidente: “Señores senadores, es lamentable el espectáculo que se está dando, y yo ruego a todos que guarden orden. Los debates los dirige la Presidencia y en ningún caso las imposiciones de la fuerza material. Yo ruego a los señores Senadores que se sienten…”
     Dos meses después, el Capitán General de Cataluña, general Primo de Rivera declaraba el estado de Guerra y se trasladaba a Madrid para formar un Directorio Militar.

                                                      *

   Tuvo tiempo Picasso, pues falleció en 1935, de ver como su informe sería buscado por aquellos que querían ocultar su verdad o apoderarse de ella. El expediente fue registrado y protegido por quienes quisieron que la justicia prevaleciese. El director de la Escuela Especial de Ingenieros Agrónomos, y diputado liberal en las Cortes, don Bernando Sagasta, sospechando que Primo de Rivera, en cuanto llegase a Madrid, buscaría el expediente, acude al archivo de las Cortes. Como presidente de la Comisión de los Veintiuno, retira el expediente(1), en realidad parte de él, y lo entrega a Enrique Jiménez Girón, un compañero suyo de la Escuela de Ingenieros, para que lo esconda y guarde. No tarda mucho el general Primo en averiguar que es cosa de Sagasta no encontrar el informe donde debía estar, y a él acude don Miguel para tener lo que desea. Pero Sagasta nada dice, salvo que él ya no lo tiene y que no sabe donde está. Mas nada hizo el general contra Sagasta, y Primo de Rivera, empeñado, no sólo en buscar responsabilidades de lo ocurrido en Annual y jornadas posteriores, sino en establecer un juicio histórico de lo hecho por España desde 1909 en Marruecos desde los tiempos de la Semana Trágica y El barranco del Lobo, que depure responsabilidades, civiles y militares, y regenere la Nación del marasmo en el que se halla, buscará otros caminos.

   Una nueva comisión, ésta de los once, se forma para investigarlo todo. Parte de algunos de los papeles de Picasso de los que Sagasta no dispuso, de informes a los ministerios, que se solicitan, pero que considerados como reservados, no se encuentran o su solicitud se pierde en un lento y tortuoso camino burocrático, o de documentación de otros archivos militares. Se solicita, pues, mucho material, pero poco se aporta al fin. El asunto languidece y en 1929, la comisión se disuelve.  Abandonado Primo de Rivera por el rey, en enero 1930 presentó su dimisión al monarca y se retiró a París. Allí moriría pocas semanas después.

   Pero no era tiempo aún de volver el expediente a su archivo. Sustituía a la dictadura del general Primo, la “dictablanda” del general Berenguer, precisamente uno de los protagonistas del expediente Picasso, y después el gobierno del Almirante Aznar, hasta que con el nuevo régimen republicano, vio Sagasta el momento de restituir el expediente al archivo de las Cortes.

   Había pasado el tiempo y las penas, si no olvidadas, iban a ser eclipsadas por otras aún peores que llegaron años después. Y aquello que tanto revuelo causó, ya no parecía ser si no una más de las desgracias que la historia depara a los pueblos.

(1) Así quedó recogido, con independencia de cualquier otro registro, en uno de los legajos, una anotación del funcionario, a lápiz de color rojo, indicando: “Se los llevó el señor Sagasta”.
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INGENIO Y GRACIA

   Felipe IV, el rey planeta, era un gran cazador y rijoso inagotable que mantuvo una corte divertida en la que los cortesanos, contagiados del entusiasmo real, corrían por los pasillos del viejo alcázar de alcoba en alcoba, en lances que estimulaban la inspiración de poetas. Uno de aquellos poetas más queridos del rey Felipe era don Francisco de Quevedo, quien dotado de ingenio sin igual, hacía con sus versos amigos y lo contrario en proporciones parejas.

     Aunque cabe la duda de si realmente ocurrió o es fruto de la fama bien ganada por Quevedo de atrevido cortesano y poeta insolente, se atribuye a don Francisco haber ganado una apuesta en la que a la reina Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, se atrevió a decirle lo que nadie más osó. Al parecer padecía la reina un defecto físico que la obligaba a caminar con cierto balanceo del cuerpo, y que era sabido molestaba a la reina cualquier cosa que se lo recordara. Pendenciero, bravucón, deslenguado y con el mismo defecto que la reina sufría, pero ingenioso y audaz, compinches de taberna apostaron con el poeta una comilona a que no sería capaz de decirle a la reina que cojeaba de un pie. No era don Francisco persona que se amilanase con facilidad y aceptando el reto, hízose con un ramo de claveles y otro de rosas, y presentándose ante la reina al paso de su carruaje, le mostró los ramos diciendo, en un ejemplo ya clásico de calambur: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad  escoja".

    Tampoco el rey Felipe se libró de su descaro. En cierta ocasión estaba don Francisco con el rey planeta, cuando éste le pidió le improvisara unos versos. Don Francisco solicitó a su Majestad le diera pie para la composición y no tuvo el monarca mejor ocurrencia que alargar una pierna para que Quevedo la tomase. Lo hizo el poeta que recitó en el acto:

          ¡Buen pie! ¡Mejor coyuntura!
Paréceme, gran señor, 
 que yo soy el herrador 
y vos la cabalgadura. 

   Se discute si tal episodio tuvo como protagonistas al rey y a Quevedo, o si don Francisco dedicó los versos a un cortesano que con la misma audacia que pudo haber tenido el rey, se dirigió así al poeta. Sí es seguro que don Francisco, fuera quien fuese el requirente, tenía valor sobrado para contestar con el descaro del que andaba sobrado.

    Todo lo contrario, en la misma época, sucedió en Francia, cuando Luis XIV preguntó cierto día a Nicolás Boileau su edad. En el colmo del ingenio y la coba, el poeta e historiógrafo del rey contestó adulador: “Señor, yo nací una hora antes que Vuestra Majestad, para narrar la grandeza de vuestro reinado”.

    Otra apuesta dio lugar a una respuesta ingeniosa, pero que seguramente no hizo ninguna gracia a la apostante. Era trigésimo presidente de los Estados Unidos el republicano Calvin Collidge. Conocido por ser hombre de pocas palabras, siendo motivo de retos relacionados con su falta de locuacidad. Su mandato transcurrió durante parte de los locos años veinte del siglo XX, y quizás por ello presa de alguna chifladura, en cierta ocasión se le acercó una señora y le dijo:
   ─Señor Presidente, he apostado con mis amigas que si hablaba con usted, me dirigiría al menos tres palabras. 
     ─Ha perdido─ fue la respuesta.

   Otro político, éste español, coetáneo de Collidge, también conservador, diputado, senador vitalicio y ministro, don Saturnino Esteban Collantes, se hallaba en la tribuna durante una sesión parlamentaria. De pronto las pinzas de sus tirantes se rompieron y los pantalones de don Saturnino se deslizaron hacia donde las leyes de la inercia de Newton indican que discurren los objetos cuando no hay fuerzas que actúen sobre ellos. Imperturbable don Saturnino, se inclinó un instante, subió la prenda y sin mostrar azoramiento alguno exclamó: “Puestas las cosas en su sitio”, y prosiguió su discurso.

    Y si los políticos han sido ingeniosos en sus expresiones, a veces, los religiosos no han querido ser menos. No consta el nombre del prelado. Tampoco el de la señora que causó la observación, pero fue el caso que durante una cena de gala frente al prelado ocupó el asiento una hermosa dama provista de amplio escote sobre el que, sujeta por una cadenita de oro, resplandecía una cruz de diamantes. Notó la dama la fijeza del prelado sobre sí, preguntándole la dama al obispo: 
   ─¿Se fija usted en el crucifijo que llevo colgado del cuello, eminencia? 
   ─Señora, no me fijo en la cruz, sino en el calvario que la sostiene.

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EL PRERROMÁNICO ASTURIANO

   El viajero al llegar a Santa María del Naranco se siente conmovido por una inexplicable emoción. Lo que ve es tan antiguo, tiene casi mil doscientos años, está tan bien conservado y es de tan gran belleza, que se alegra, una vez más, de romper sus prejuicios acerca de la tosquedad de las gentes, incluida la nobleza, de la alta Edad Media, como si la dura vida de supervivencia o las sucesivas guerras, o el atraso material, visto desde el siglo XXI, fuera incompatible con el aprecio de lo bello y el deseo del refinamiento.

   Y le cuesta comprender cómo hasta 1985 esta iglesia, que nació como palacio, y la de San Miguel de Lillo, apenas cien metros carretera arriba, no hayan sido consideradas patrimonio de la humanidad mucho antes.

   Estas dos joyas son, quizás, las más preciosas del arte prerrománico asturiano, a las que con justicia se les da también el adjetivo de ramirense, por ser este rey quien hiciera levantar un conjunto de edificios  en la ladera del monte Naranco en las cercanías de Oviedo.

Santa María del Naranco

San Miguel de Lillo
















   Poco es lo que se sabe de los orígenes de estos edificios. Se supone que no estuvieron solos y que, a decir de Sánchez Albornoz,  fueran más los edificios construidos, y que estos dos que el viajero admira sean los únicos supervivientes de otros erigidos en tiempos de Ramiro I, rey de corto reinado, pero de gran importancia para el reino asturiano.

   Sin descendencia Alfonso II el Casto, que había recibido la corona de Bermudo, eligió al hijo de éste, Ramiro, vástago de la estirpe cántabra, para sucederle. Pero ocurrió que estando Ramiro, viudo de su primera esposa, en tierras castellanas para contraer segundas nupcias, falleció el rey Alfonso. Debió ser dicha muerte repentina, pues Ramiro, que no había asegurado su elección, vio como Nepociano trató de apoderarse de la corona. Como tenía este Nepociano algún parentesco con el rey muerto, se creyó con algún derecho, y partidarios de Ramiro y Nepociano se enfrentaron en Cornellana, junto al Narcea. Victorioso Ramiro, fue elegido y entronizado, y Nepociano, tras su captura, privado de la vista y enclaustrado hasta el ocaso de sus días.

   El viajero lee en “El reino de Asturias” de don Claudio Sánchez Albornoz la idea de ser el maestro de la Cámara Santa de Oviedo el autor de estos dos edificios ramirenses: el palacio real, que pasando el tiempo, dejaría de prestar usos palaciegos para consagrarse como capilla y la iglesia de San Miguel de Lillo. Sea la hipótesis de don Claudio acertada o no, el viajero sólo puede alabar el buen gusto del maestro y lo acertado del rey Ramiro en su elección.

   Poco más dirá el viajero de estas maravillas erigidas en tiempos tan lejanos, de las que puede ofrecer el recuerdo que de ellas pudo retener con su cámara, pero no la emoción que su contemplación produce en el visitante.
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ENANOS

    En un tiempo en el que la medicina apenas servía para aliviar males aplicando ungüentos, preparando infusiones o sometiendo al paciente a sangrías, la acondroplasia no figuraba entre las preocupaciones de los médicos de la época. Más bien se consideraba el enanismo como una anomalía de la que se aprovechaban los monarcas para su propia diversión.
  
    En todas las cortes europeas, los enanos eran buscados como bufones. Muchos de ellos gozaban de una inteligencia clara, que supieron utilizar en beneficio propio. En el siglo XVI, el primero de los Carlos que tuvo España como rey, y más tarde su hijo Felipe usaron de los servicios de estos personajes. Luego, Felipe III prescindiría de ellos casi por completo. Aquello duro poco. Felipe III tuvo un reinado breve. No llegó a cumplir los cuarenta años. Anciano en plena juventud fue sentado junto a una estufa en un frío día de invierno. La rigidez del protocolo le mató. Sólo el ayudante del Rey, el duque de Uceda, tenía atribuciones en los menesteres personales del monarca. El rey, sufrido, no se quejaba del calor que le subía hasta la cabeza, pero el marqués de Tovar sí advirtió las molestias del soberano, comunicándoselo al duque de Alba. Ninguno de los dos se atrevió a retirar el brasero. El duque de Uceda se encontraba fuera de Madrid. Se le hizo llamar y regresó precipitadamente. El rey, con los sudores producidos por el exceso del calor estaba consumido. Tenía fiebre alta. Contrajo una erisipela y al poco murió. Su hijo, Felipe IV, tuvo un reinado largo. Reanudó la presencia, en palacio, de los enanos y bufones. Velázquez, el pintor del rey, los reprodujo profusamente en sus cuadros. Eran pintados a menudo junto a perros para dejar patente su brevedad física. Sin embargo muchos de ellos, inteligentes, alcanzaron prebendas y distinciones.

Autorretrato de Velázquez. Museo de Bellas Artes de Valencia
   
   Mari Bárbola era de origen alemán. Fea, gordinflona y de rostro achatado, estaba al servicio de la reina. Recibía muchos regalos y amasó una nada despreciable fortunita. Velázquez la pintó en el cuadro de Las Meninas contrastando su fealdad con la delicadeza de la infanta Margarita María. Al lado de Mari Bárbola, con un pie sobre el mastín “León”, Velázquez retrató a Nicolasito Pertusato. Más listo que el hambre, también estuvo al servicio de la reina. Intrigante, pero cauto y discreto, logró que la reina lo nombrase ayudante de cámara. Desde entonces fue don Nicolás. Se hizo rico dejando como herencia tres casas en Madrid y más de quince mil ducados.

   Hubo más personajes, muchos de ellos pintados por Velázquez, que los retrata con toda crudeza: el Niño de Vallecas llamado el Vizcaíno, don Diego de Acedo, el Primo, personaje inteligente, prestó servicios en dependencias administrativas. Era mordaz en sus juicios, cualidad que se permitía explotar como bufón amparado en su aspecto.

    El resto de cortes europeas también se divertían con estos personajes. A Flandes fueron algunos y de allí vinieron otros: don Antonio, el Inglés, un enano distinguido, que llegó a tener criado, había llegado a España desde Flandes, enviado por la Infanta Isabel Clara Eugenia para divertir a Felipe IV cuando aún era un niño. La mayor parte de ellos lograron tener una vida mucho más acomodada de la que hubieran tenido que padecer de haber vivido fuera del Alcázar, en las sucias y pobres calles del Madrid de los Austrias. Calles de hidalgos famélicos, curas necesitados, pícaros desnutridos y mendigos harapientos.
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MILAGRO

    Sucedió en Guadalajara el 11 de enero de 1495… Así, o de forma parecida, pudo comenzar el expediente que se dice abrió la Iglesia a causa de lo sucedido al morir don Pedro González de Mendoza en su palacio de Guadalajara.
   
    En la misma ciudad había nacido don Pedro sesenta y siete años antes en casa del marqués de Santillana, su padre, con el que estuvo muy unido. De los nueve hermanos que tuvo cuatro eran mayores y el primero de ellos, don Diego Hurtado de Mendoza, llegaría a ser el primer duque del Infantado por gracia concedida por los reyes Católicos.

 Guadalajara. Palacio del Infantado
   
    Pero si el primogénito inauguró un ducado cuyo titular lograría ser Grande de España, el quinto retoño del marqués fue considerado como el tercer rey de España. Dedicado a la carrera eclesiástica, pasó como obispo por distintas diócesis hasta ser creado cardenal, despertando la envidia del arzobispo de la sede Primada don Alonso Carrillo de Acuña. Éste fue importante personaje, intrigante y conspirador desde los tiempos de Enrique IV, que quedó con las ganas de poner sobre su cabeza el solideo rojo y que sin querer, al morir, dejó la plaza a su rival de toda la vida: don Pedro González de Mendoza.

    Don Pedro, según sus biógrafos, también fue influyente, muchísimo, pero sin doblez. No olvidó su papel pastoral, pero dedicó sus esfuerzos a la política, aconsejando a los Reyes Católicos, que lo tenían en mucha consideración, en especial doña Isabel.

    Tal fue su ascendencia sobre la reina que cuando ésta quedó sin confesor por el traslado, como arzobispo, del que tenía hasta entonces, don Fernando de Talavera, a la diócesis de Granada, influyó decisivamente en el nombramiento para dicho cargo en la persona de un fraile franciscano, apenas conocido, humilde, dedicado a la vida monástica, al que había conocido en Sigüenza: Gonzalo Ximénez.

    Gonzalo Ximénez había sido capellán mayor de Sigüenza por orden del cardenal don Pedro, en esos momentos obispo de la ciudad, pero Gonzalo, más dado al misticismo que a los asuntos del siglo, ingreso en la orden franciscana. De allí lo sacó don Pedro para presentárselo a la reina, que logró convencer al fraile, que aceptó, dócil, los deseos de su Católica majestad. Si grande llegó a ser el cardenal Mendoza, no menos lo sería su protegido, el nuevo confesor de la reina: la Historia le conocería como cardenal Cisneros.

    En su lecho de muerte el cardenal Mendoza estuvo rodeado de familiares y amigos. Entre estos Isabel y Fernando, que se trasladaron a Guadalajara al conocer el inmediato final de quien les sirvió leal siempre. Aquel undécimo día del mes de enero de 1454 apareció en el cielo, en la vertical de la casa del Cardenal, una cruz. Llamó la atención sobre ella el conde de Coruña, hermano del moribundo, pero fueron muchos los que la vieron. Allí, sobre la última morada terrenal de don Pedro estuvo largas horas de aquel día. Tanta seguridad tuvieron en la realidad de la cruz que se veía que hasta fue estimada su altura en unos cuarenta codos. Los reyes comunicaron el hecho milagroso a Roma, pero del expediente que se abrió para investigar lo sucedido no hay rastro conocido. Por qué y cómo desapareció se desconoce, pero de que existió parece no haber duda. Varias fuentes lo aseguran y dan cuenta de ello: una Historia de Toledo, obra de don Francisco de Pisa es una de ellas; otra los escritos de don Esteban de Garibay, cronista de Felipe II. Y no son las únicas.

    ¿Hubo quien quiso promover su canonización? ¿Tuvo enemigos que quisieron impedirlo? ¿Pesó en ello el hecho de haber engendrado dos hijos en su juventud? Son incógnitas difíciles de despejar en una ecuación, todavía sin respuesta.
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PALABRAS

    Usadas como medio para expresar conceptos e ideas, todos las usamos al hablar, también para escribir, pero a veces su uso correcto no resulta fácil. Unas veces por la dificultad que supone disponerlas en el orden correcto para formar frases que expresen ideas, otras por resultar complicado elegir el vocablo adecuado para decir lo que queremos.

    Aunque, a veces el problema no esta en saber usarlas, sino en tener ideas con las que utilizarlas. Al menos eso han pensado algunos sesudos hombres del pasado. El príncipe Carlos José de Ligne, general al servicio de Austria, aunque nacido en Bélgica, decía que a los hombres se les puede dividir en dos categorías: los que hablan para decir algo y los que dicen algo por hablar. Y no debía ir desencaminado del todo porque Manuel Azaña, en cierta ocasión, dijo: “No me preocupa que un parlamentario no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla”.

    De los parlamentarios, como el nombre de su oficio indica, siempre se han esperado buenos discursos, y aunque algunos los han pronunciado sobresalientes, otros han permanecido silentes. A estos mudos del parlamentarismo se les llamó “culiparlantes”. Su misión era votar levantándose de su escaño para hacerlo y, realizado el sufragio, volver a apoyar sus posaderas sobre la banqueta asignada. Sin embargo hubo uno que, indómito, rebelde, rompió la regla. Sucedió en Cádiz. Allí estaban formadas las Cortes que darían como resultado la Constitución de 1812, la famosa y liberal “Pepa”. Cierto día de mal tiempo se celebró un pleno, y durante el mismo una ráfaga de viento recorrió la sala turbando el confort de sus señorías. Fue el momento del desquite. Un senador, poniéndose en pie, pronunció su discurso magno. Gritó: ¡Esa puerta! Un ujier entendió aquello como una moción de carácter urgente y, solícito y abnegado la aceptó. El senador, con su propuesta aprobada volvió a su apacible ocupación.
 
    En ocasiones hay palabras de largo recorrido, de ida y vuelta. Hacer volver una palabra de donde salió no es cosa fácil. Es preciso disponer de ingenio para ello. Sir Winston Churchill lo tuvo y supo hacerlo. En cierta ocasión, Sir Winston recibió una nota. En ella figuraba la palabra “imbécil”. El formidable político tras leerla se dirigió al estrado desde el que iba a dirigirse a su auditorio y tras los saludos comenzó diciendo:
    ─ He recibido muchos anónimos en mi vida, pero jamás una firma sin texto.
    No cuesta mucho imaginar la cara de… pasmo, que se le quedaría al autor de la nota.
   
    Hay palabras que dejan huella en la Historia por la trascendencia de su contenido, otras al menos en la biografía de los personajes que las pronunciaron.

Universidad de Salamanca. Detalle de su fachada.

    Fray Luis de León nació en Belmonte. Filósofo, teólogo, poeta, estudioso de la Biblia, obtuvo varias cátedras en la Universidad de Salamanca. Realizó una traducción al castellano del Cantar de los Cantares, que habla del amor humano. Una traducción tan literal como pudo, según él mismo dijo, llevó a Fray Luis ante un tribunal inquisitorial. Había ingresado en la orden de los Agustinos. La pugna con los Dominicos sería inevitable. Eran los tiempos de Felipe II, y la Santa Inquisición imponía sus criterios. Una interpretación distinta de la Biblia y un ambiente de intrigas fue suficiente para iniciar un proceso ante el Santo Oficio del que, al fin, resultaría absuelto. Gran escritor y poeta, sin embargo sus más celebres palabras fueron las que pronunció al reiniciar las clases en su cátedra salmantina, como si todo hubiera sido un sueño, una irrealidad: “Decíamos ayer…”
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LOCURAS DE... AMOR

    Conocido más como escritor que como militar, el coronel Cadalso murió en acto de servicio cuando España trataba, una vez más, de recuperar el Gibraltar perdido en el tratado de Utrech. Durante toda su vida José Cadalso había tratado de compaginar milicia, a la espera de honores que nunca llegaron, y literatura. Nacido en 1741, recibió una educación esmerada. Su padre era un acaudalado comerciante con intereses ultramarinos, lo que permitió que su hijo José estudiara en los mejores colegios europeos. Ello le permitió introducirse en los círculos más selectos, en los que brilló gracias a su labor literaria. Hacia 1771 coincidiendo con el estreno de una de sus obras teatrales conoció a María Ignacia Ibáñez. Era ésta una famosa actriz de teatro de la que Cadalso se enamoró perdidamente. El destino quiso que la muerte se llevara a su joven amada. Cadalso queda desconsolado. Comienza entonces la confusión entre realidad y leyenda. Cadalso escribe las “Noches lúgubres”. Allí escribe lo que se dice ha hecho en realidad: que presentándose en la madrileña iglesia de San Sebastián habla con su párroco del amor que sentía por su amada allí enterrada; que necesita verla por última vez, tenerla en sus brazos; que lo convence para desenterrarla, y que al momento de llevar a cabo su locura, avisada la guardia, ésta hace acto de presencia en el templo e impide la profanación.


    Cadalso vuelve a la milicia, a sus letras: tratará de publicar sus famosas “Cartas marruecas”, que no verán la luz hasta después de morir, se dice que desengañado, por no alejarse de la granada que cayó a su lado y al estallar le quitó la vida.

    Poco más de medio siglo después murió otro escritor. Sus desengaños amorosos fueron constantes en su vida. De muy joven Mariano José de Larra se enamoró de una mujer mucho mayor que él. Seducido por su madura amante llega el primer desengaño: también es la amante de su padre.

    Algún tiempo después se casó, sin amor, con Josefa Wetoret, pero el matrimonio no duraría mucho. Eran tal para cual, infieles los dos. Mariano encontró el amor en Dolores Armijo, también casada, también sin amor, como Larra. Al principio todo pasión. Después, ella, racional, que huye de la incertidumbre, y Larra que la persigue, se obsesiona. Al fin se ven. Ella le dice que vuelve con su marido, que no puede ser, que le devuelva las cartas en las que le prometía amor. Él se resiste, pero al fin cede, aunque no comprende. Dolores se va. Acaba de cerrarse la puerta de la casa de la calle Santa Clara, en Madrid, donde vive el escritor. Suena un disparo. Larra se ha descerrajado un tiro en la sien. Es el año 1837. Larra tenía veintisiete años.

    También las mujeres se han visto arrastradas hacia un trágico final. En 1889 el heredero al trono del imperio austro-húngaro está en Viena. Se llama Rodolfo y es hijo de los emperadores Francisco José y la popular Sisí.

    Ambicioso en lo político, tenía sus propias ideas sobre el Imperio, que eran bien distintas a las de su padre. Próximo a los disidentes húngaros, parecía decidido a adelantar las cosas, y se había convertido en un conspirador en contra del emperador, que… lo sabía, y había tomado medidas para impedirlo.

    Ahora, apartado del gobierno, presa de una humillación insoportable, no quiere vivir. Su amante desde hace poco, la baronesa húngara María Vetsera, esta con él en Viena, en el pabellón de caza de Mayerling. Ésta, más enamorada de Rodolfo que él de María, decide unir su destino al de su amado. En la mañana del 30 de enero dos cuerpos sin vida yacen sobre una cama. Son los cadáveres de Rodolfo y María. Sus sienes rotas por los disparos de una pistola ponen fin a la historia de quien murió por amor por quien se quitó la vida por no amar.
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1921. MONTE ARRUIT

   El mismo día 29 de julio, en el que caía el último hombre en la posición Intermedia A, era cercado el ejército del general Navarro. Su llegada a Monte Arruit, a la desesperada, ha ido dejando un reguero de cadáveres. Aun así han logrado refugio más de tres mil hombres, que tienen que compartir apenas cien litros de aceite, 23 sacos de arroz, 228 de cebada, 10 de garbanzos y 16 de alubias. Eso y los caballos y mulos que puedan y cuya carne no se haya podrido con el sofocante calor norteafricano.

   Pero si la comida es poca, el agua aún escasea más. Con la aguada lejos del fuerte, en zona batida por los rifeños, que en número de cinco mil rodean Monte Arruit, el panorama es desolador. Y desde España el ministro Eza y el general Berenguer, con miedo a perder Melilla, no saben y si lo saben no se atreven a socorrer a los sitiados, que mueren a razón de veinticinco por día. La situación se torna insostenible. Ya que no se recibe ayuda, hay que buscar una solución desde dentro. Don Eduardo Pérez Ortiz, uno de los jefes que como el general Navarro, como prisionero, lograría salvar su vida escribiría tiempo después: ¿Qué organización era la nuestra que en diez y nueve días -del 21 de Julio al 9 de Agosto- y sin poder estorbar el enemigo el desembarco, no pudo saltar a la Restinga una columna y recorrer 25 kilómetros de terreno llano para auxiliar a los sitiados de Monte-Arruit? 

Don Fernando Primo de Ribera y Orbaneja.
El teniente coronel Primo de Ribera asumió el mando del
14º Regimiento de Caballería de Alcántara tras la muerte del
coronel Manella en la evacuación de Annual. Agotados todos
sus recursos defendiendo la  retirada del general Navarro en la
heroica lid del río Igan, moriría en Monte Arruit.

   El día 6 de agosto, con ánimo de parlamentar, enarbolando una bandera blanca, sale el teniente Nicolás Suárez Cantón. Es recibido a tiros y cae abatido sobre el seco terreno. El día 8, quien sale es el comandante Villar, que logra alcanzar las posiciones enemigas. Nada se sabe de él durante ese día. El día 9 Monte Arruit queda sin reservas de agua. Muchos soldados fuera de sí saltan al exterior camino de la aguada que, batida por el enemigo, es convertida en cementerio de españoles. Poco después aparece Villar. Parece haber llegado a un arreglo: entregar las armas y partir con los heridos sin que se les cause daño alguno. Navarro, sin otra alternativa acepta. Ante el portalón del fuerte el general, algunos oficiales y soldados están con parte de los jefes rifeños con los que se ha acordado la rendición, y parten camino de la estación. De pronto la harka, como una fiera enloquecida, se dirige hasta el fuerte a tomar el botín y se produce la masacre, indiscriminada y brutal, de los indefensos. Tampoco Navarro está a salvo. Hacia él y los oficiales que le acompañan se dirige la turba asesina. Es uno de los jefes rifeños que está con ellos, Ben Che-lal, quien a punta de fusil los defiende y a la grupa de sus propios caballos los salva de una muerte segura, para conducirlos a un cautiverio, en condiciones tan duras que de los 534 cautivos en poder de Abd-el-Krim, en Axdir, sobrevivirán 326, al ser liberados dieciocho meses después. Había exigido Abd-el-Krim un rescate de cuatro millones de pesetas por los prisioneros, pero la herida había sido tan grande que hasta la liberación de los prisioneros fue motivo de discrepancias. Finalmente, con intervención del banquero Horacio Echevarrieta con antiguos vínculos con los cabecillas rifeños, el rescate fue pagado y los prisioneros liberados.
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1921. ANNUAL

   Tras el asesinato del presidente Dato el 8 de marzo, sucedió en la presidencia del Consejo quien le había precedido al frente del gobierno, el conservador Manuel Allendesalazar. Durante su mandato y el del vizconde de Eza, ministro de Guerra con Dato, confirmado en el cargo, quedaría escrita una de las páginas más luctuosas de la historia de España.

   Annual es un lugar mal comunicado, con la aguada alejada del campamento y con unas tropas insuficientemente pertrechadas y moralmente debilitadas.

   Había sido ocupada su planicie a principios de año por el general Silvestre, Comandante General de Melilla, con la pretensión de alcanzar la costa de Alhucemas, pensando así vencer las cabilas rifeñas y controlar el territorio marroquí que desde 1909, cuando el desastre del Barranco del Lobo, había sido un constante quebradero de cabeza para España. Pero nada sucedería como Silvestre esperaba.

   No estaba España, ni material ni moralmente, preparara para afrontar el reto colonial en el que se había empeñado. A la habitual corrupción de ciertos mandos, como la del capitán Jordán y sus cómplices, destapada por la prensa, que terminó con el truhán en el presidio de Ceuta, se añadían las corruptelas generalizadas de todo orden. Hasta los propios soldados traficaban con los cabileños vendiéndoles armas o parte de sus balas, que acabarían siendo disparadas contra los vendedores. Las consecuencias de todo ello no se harían esperar.

   Entre la multitud de hechos desgraciados ocurridos aquel verano de 1921, durante los trágicos sucesos del Rif, algunos de los cuales fueron consecuencia de comportamientos cobardes y viles, resplandecen otros de valor, heroísmo y ternura, que por su contraste con aquellos, pero sobre todo por su propia calidad, los hacen destacar y mantenerse vivos en el recuerdo.

   En Annual, el general Silvestre acaba de suicidarse. La retirada de Annual se torna en desbandada. La tropa huye despavorida en dirección a Dar Drius, una de las cuentas en el rosario de fortificaciones construidas en el camino rifeño de Melilla. Y próximos a estos fuertes, pequeñas, y a veces no tan pequeñas, posiciones de apoyo y vigilancia.

   En lo alto de la Peña Tahuarda hay una de estas posiciones, la llamada Intermedia A. Acompañan al capitán Escribano, al mando del campamento, los tenientes Fernández, Márquez y Medina de Castro. Desde su altura, aquel 22 de julio de 1921, los ochenta y seis hombres que componen la guarnición contemplan horrorizados el reguero de soldados que, en desbocada huida, han dejado Annual a sus espaldas y corren con sus bocas resecas camino de Drius. Con el pánico instalado prácticamente en todos los puestos de mando del Rif, nadie recuerda a los defensores de Intermedia A. Es ésta, al fin y al cabo, en el mapa rifeño de las guarniciones españolas, una tachuela, y de las menos importantes, de las 144 clavadas en la demarcación mandada por el general Silvestre. Nadie da órdenes al capitán Escribano, ni contestan a los heliogramas que desde Intermedia A se envían a Drius, que lleva resistiendo los embates de la harka rifeña y lo seguirá haciendo aun cuando el general Navarro, recién llegado a Dar Drius para hacerse cargo del descompuesto ejército del desaparecido Silvestre, ordene la evacuación de este enclave.

Heliógrafo usado durante la guerra de Marruecos.

   En Intermedia A, pues, se defienden como pueden. Aguantan el día 22, resisten el 23, viendo como Navarro abandona Dar Drius; el 24 deciden evacuar, pero son descubiertos. Vuelven a resguardarse en el fortín. El teniente Medina, jefe de los artilleros cae, pero los suyos siguen cargando los dos cañones de los que disponen y el resto de la tropa disparando sin cesar. La guarnición se defiende como gato panza arriba, manteniendo la posición el día 25 y el 26, pero las municiones se agotan, también el agua. Escribano decide iniciar conversaciones con los asaltantes para una rendición honrosa. Sus negociaciones con los jefes de la cabila son lentas, y espinosas, como son los rifeños, como lo es el terreno que defienden, árido. De pronto un mal gesto, una sospecha y las conversaciones se rompen. Varios rifeños intentan cortar las alambradas. Escribano gira sobre sus talones y emprende el regreso. Ordena que se abra fuego. Desde el parapeto tratan de cubrir al oficial. Suenan los disparos. Y en el tiroteo Escribano cae antes de llegar. No se sabe si por balas propias o por disparos traidores por su espalda. La descarga es tal que la harka retrocede. Será por poco tiempo, y la guarnición de Intermedia A será muerta al poco. Tiempo después los mismos verdugos ensalzarían el valor del capitán Escribano en la defensa de la posición, lo que no hizo el ejército, que le negaría la concesión de la Laureada, pese a solicitarla el fiscal togado que, para gloria del héroe, dejó constancia en el Expediente Picasso del reconocimiento merecido: “En medio de aquella flaqueza general, a la vista de tantas otras posiciones que se incendiaban, abandonándolas después sus defensores, se destaca con trazo vigoroso, en tan triste cuadro, la actuación del capitán Escribano, viendo alejarse los restos de aquellas tropas que, en deplorable estado, se afanaban por ganar lugares más seguros sin que nadie intentase reaccionar; y lejos de imitarlas, rechaza las condiciones que el enemigo impone para la rendición y queda solo, defendiendo con su fuerza la posición, convencido seguramente, por la forma en que se retiraban las tropas, de que todo lo tenía que esperar de sus propios recursos, que no habían de tardar en agotarse”.

   Quedó don José Escribano Aguado sin condecoración, pero no sin reconocimiento, como lo tuvo también el teniente Antonio Medina de Castro, el jefe de artillería. Su novia entonces se ocupó de mantener vivo su recuerdo y hacerlo llegar a todos.

   Rosa Margarita Barceló era la novia de Antonio. Se carteaban a menudo, y sabemos de su relación porque una de las cartas de amor que el joven teniente vallisoletano le envió desde Annual, donde estuvo destinado poco antes de la debacle, ha llegado a nosotros.

   Tras la muerte de Antonio, Rosa siguió soltera. En 1937 marchó a los Estados Unidos. Desde allí siguió en contacto con los padres de Antonio, al que Rosa no olvida. En 1978, ya con setenta y siete años, volvió a España: primero a Valladolid, luego a Melilla, donde habían sido enterrados los restos rescatados e identificados años después de la muerte del teniente; y por último a las rocas donde se asentaba la posición Intermedia A, hoyo primero de su amado. Costó lo suyo a Rosa llegar al lugar, escarpado y de difícil acceso, pero la ayuda del comandante Carmona, que la acompañó, y la firme voluntad de depositar unas rosas rojas sobre las piedras que su novio defendió, lo hizo posible. Volvió Rosa Margarita a Miami, donde vivía y mantenía vivo el recuerdo de Antonio. Siempre desde entonces, todos los años, y hasta 1991, para el día de difuntos llegaba un cheque con el que el comandante Carmona compraba un ramo de flores para adornar el nicho del panteón de héroes de Melilla, donde el teniente Medina vive eternamente.
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1921. MADRID

   En enero de 1921, el general Silvestre ocupa la planicie de Annual con la opinión favorable del rey, también con la del general Berenguer, aunque con dudas y con la desfavorable de la algunos otros jefes y oficiales. Considera Silvestre que poseer Annual es el paso necesario para tomar Alhucemas. Acaban de comenzar los que más tarde serían llamados felices años veinte, sin embargo 1921 iba a resultar para España un año infeliz.

   En marzo, Eduardo Dato es presidente del Consejo. El día 8 se reúne el Senado. Cuando termina la sesión, el presidente despacha unos minutos con algunos ministros y luego, en su automóvil, pide al chófer que lo lleve a su casa. Sobre las ocho de la noche, el Marmon 34 del presidente inicia la marcha. El camino desde el Senado hasta el domicilio del presidente en el número 4 de la calle Lagasca recorre la calle del Arenal hasta llegar a la calle de Alcalá, y siguiendo ésta alcanza la Plaza de la Independencia, ya cerca del domicilio de Dato. Es precisamente en esa plaza, al rodear la Puerta de Alcalá, cuando una motocicleta Indian con sidecar alcanza el coche del presidente. Sobre la motocicleta van un tal Casadellas, llevando de paquete a su compinche Nicolau, yendo sentado en el sidecar Pedro Mateu, el jefe la banda. Para conocer qué asiento ocupa el presidente Dato, según declaró un testigo que viajaba en un tranvía por la Plaza de la Independencia en aquel momento, la motocicleta adelanta al vehículo presidencial, para inmediatamente después retroceder y situarse tras el coche, y descargar en la parte posterior derecha del vehículo la munición de sus armas. Hasta catorce disparos dejan su huella en la carrocería del automóvil.

Sepulcro de don Eduardo Dato.
Panteón de hombres ilustres de Madrid.

   Dos de las balas que alcanzan al Presidente interesan la cabeza con orificios de entrada y salida, quedando la tercera que penetra por la espalda alojada en la cavidad torácica, sin más precisión, pues no se practicó la autopsia al cadáver. Ninguna de las balas hiere al chofer que, al comprobar la gravedad de lo ocurrido, conduce el coche hasta la casa de socorro de la calle Olózaga, pero las heridas del Presidente han sido mortales y los médicos que lo atienden no pueden sino confirmar su muerte.

   No ha digerido todavía el país la consternación por el magnicidio,  cuando nuevas tribulaciones enlutan el suelo patrio. Porque si hubo un lugar del que sólo pronunciar su nombre sacudió los cimientos de una nación ya afligida, conmovió las conciencias de los españoles y dejó huella en la historia ese es “Annual”.
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CUANDO ESPAÑA PUSO SUS REALES EN MARRUECOS

   Tras la constitución de la Compañía Española de Minas del Rif, para el transporte del mineral, la compañía se afanó en la construcción de una línea férrea que uniera el puerto de Melilla con el campo minero. Una línea de 32 kilómetros que por necesidades de la orografía bordeaba el macizo del Gurugú.

   La caída de El Roghi había dejado la región rifeña sin la precaria seguridad que su autoridad proporcionaba a los europeos frente a las insumisas cabilas.

   El 9 de julio de 1909 seis trabajadores españoles de la Compañía Española de Minas del Rif, que trabajaban en la construcción de la línea férrea fueron asesinados. La respuesta del comandante general de Melilla, el general Marina, no se hizo esperar. Cañoneada la harka enemiga, se ocuparon las posiciones desalojadas. Tampoco hubo demora por parte del Gobierno de Maura. El día 10, se publica el decreto de movilización, comenzando a concentrarse en Barcelona el contingente de la brigada mixta de Cataluña, que desde ese puerto debían embarcar con destino a Melilla. Pero la gravedad de la guerra que acababa de iniciarse exigía más tropas. A los embarques realizados en la Ciudad Condal, siguieron otros en Málaga con tropas procedentes de Madrid. En pocos días la repulsa a la intervención de España en otra guerra se hizo general en todo el país. Subsistía en la memoria el aún reciente descalabro antillano y filipino. La prensa en su mayor parte insistía en sus editoriales sobre la locura que suponía entrar en un conflicto en tierra tan áspera, en la que nada se le había perdido a España, como no fueran los intereses particulares de algunos magnates que, con cuatro perras habían pagado a los moros unas tierras llenas de riquezas. Y quienes tenían que defenderlos eran los desamparados hijos de los humildes campesinos españoles o los pobres trabajadores, esposos o padres, que con su trabajo en el tajo, no podían satisfacer la redención a metálico.

Firma de Antonio Maura. Fotografía tomada del libro "España Histórica"
 de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934

                                                        *

   Pero fue en Barcelona donde las protestas alcanzaron la mayor importancia. Con la convocatoria de una huelga general las algaradas iniciales pasaron a ser franca lucha callejera entre huelguistas armados y la guardia civil y el ejército. Ante la gravedad de los hechos, el gobierno declaró el estado de guerra, suspendiendo las garantías constitucionales. Las barricadas, los tiroteos, los incendios de iglesias y el asalto a muchos conventos se sucedían. Suspendidas las comunicaciones con el resto de España, poco se sabía de lo que ocurría en Cataluña, salvo lo que los partes del gobierno, bajo censura previa, facilitaban a la prensa del resto del país. Finalmente el 1 de agosto, tras una Semana Trágica de tintes revolucionarios, con 101 muertos, volvió la calma. Comenzarían, entonces, las consecuencias de aquellos días: las ejecuciones decretadas por consejos de guerra sumarísimos, por rebelión, asesinatos y profanación de cadáveres. Cinco ejecuciones, la última la de Francisco Ferrer Guardia, un pedagogo de ideas anarquistas, fundador de la Escuela Moderna de Barcelona,  que levantó grandes protestas tanto nacionales como extranjeras, y cuya polvareda levantada supuso la caída de Maura.

                                                     *

   Mientras la rebelión en Cataluña alcanzaba la mayor violencia, la guerra en Marruecos continuaba. Se alternan las escaramuzas entre las cabilas y los españoles, hasta que el 27 de julio, en las proximidades de Melilla, en el macizo del Gurugú, tropas españolas eran masacradas por las harkas rifeñas desde las alturas del Barranco del Lobo. Retirados los españoles y suspendidas las acciones, no se recuperaría el control de la región hasta la llegada de los contingentes enviados desde los puertos de Barcelona o Málaga.

   A partir de esta intervención la presencia militar española en el norte de Marruecos, que hasta entonces había sido escasísima, se hizo permanente. La inteligencia con algunas de las tribus bereberes mantuvo el conflicto bajo cierto control. Especialmente influyente fue la familia de los Abd el Krim, de los Beniurriagueles, uno de cuyos vástagos, Mhamed, educado en España, y resentido contra ella, acabaría siendo catalizador de la belicosa actitud de las cabilas rifeñas.
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MARRUECOS EN LA CONFERENCIA DE ALGECIRAS

   El 7 de abril de 1906 se firmaba el acta final con las decisiones tomadas en Algeciras para acordar el futuro de Marruecos. Resultaba de aquellos pactos el compromiso de ejercer, por Francia en el sur y España en el norte, la administración de sendos protectorados.

   Los años que siguieron a la Conferencia de Algeciras fueron tiempos convulsos en Marruecos. Era sultán el joven Abdelaziz, que había recibido el título al morir su padre, el Muley Hassan, en 1894, cuando el muchacho apenas contaba catorce años, pese a no ser el primogénito.  Éste, Muley Mohammed, si no por su hermanastro Albelaziz, sí por su visir, había sido encarcelado para anular cualquier intento de tomar el poder que pudiera corresponderle como primogénito. Con él, tras los barrotes, acabó también un tío del joven sultán y su secretario, un tal Yilali ben Driss Zerhouni el Youssufi. Puede que El Youssufi fuera puesto en libertad, o puede que huyera, el caso es que apareció en Argelia y con artimañas y trucos, incluso haciéndose pasar por tuerto, como lo era el Muley Mohammed, volvió a Marruecos, y usurpando la personalidad del hijo mayor de Hassan, convenció a muchos de ser él quien mayor derecho tenía al trono de Fez. Se declaró “Roghi”, es decir pretendiente, en 1902, llegando a dominar una buena parte del norte marroquí, repeliendo cualquier intento del sultán por desalojarlo del territorio ocupado. Aunque nunca consiguió la total sumisión de las cabilas rifeñas, como tampoco lo había conseguido el sultán, logró en un principio, si no el apoyo decidido, sí la condescendencia de españoles y franceses, a los que cedió los derechos mineros del Rif, con gran disgusto de los jefes de algunas tribus, en especial de los Beniurriagueles.


 

   A comienzos de 1908, otro hermano del joven sultán, el Muley Abd el-Hafid, se levantó contra él. Abdelaziz había intentado modernizar el sultanato con modos occidentales, y aunque lo hecho tenía un carácter muy superficial, sin beneficio para la gente, fue bastante para motivar la repulsa de los más tradicionales. La unificación en un solo impuesto, el tarbib, de los muchos aplicados, fue la gota que colmó el vaso de las protestas, y en poco tiempo, tras breve guerra civil, Abd el Hafid se convirtió en nuevo sultán. Heredó éste el conflicto con el Roghi, que desde su palacio rifeño de Zeluán trataba de someter a las siempre ingobernables cabilas rifeñas, que inesperadamente acataron la soberanía del nuevo sultán. Para lograrlo envió sus huestes. Las mandaba uno de sus lugartenientes, El Yilali, el general negro, antiguo esclavo ahora fiel al Roghi. El 7 de septiembre de 1908, en las cercanías del río Nekkor, en los territorios de la influyente cabila de Beni-Urriaguel las huestes de El Yilali son derrotadas, y en desbandada perseguidas por los Beniurriagueles. Huyó, pues el Roghi, abandonando su corte en Zeluán, camino de Taza y finalmente fue capturado ya por las tropas del sultán Abd el Hafid y llevado a Fez.

   Según un cronista occidental, de los pocos testigos europeos que presenciaron el acontecimiento, el 24 de agosto de 1909, el Roghi entró en la ciudad con las mayores incomodidades. Sacudido por el constante balanceo del camello que transportaba la jaula en la que iba encerrado el preso, la expectación fue fabulosa. El mismo sultán que presenciaba la llegada del cautivo era ignorado por sus súbditos absortos ante el magno espectáculo y el personaje que, por su fama y por su arrogancia, aun en tales circunstancias, mantenía ante sus carceleros. Tres días, se dice que fue mantenido en otra jaula, de tamaño algo mayor, ubicada sobre un pedestal, para su exhibición pública, hasta que llegado el día de la ejecución fue muerto por un disparo de revolver y no, como una leyenda aseguraba, presa en las fauces de los leones que habitaban en los jardines de palacio.

   No había sido defendido el Roghi ni por españoles ni por franceses, pero sí tolerado, y su presencia y autoridad, a veces con manifiesta crueldad sobre sus enemigos, garantizó cierta estabilidad en la región. Muy pronto la seguridad de los colonos europeos y en las minas del Rif se iba a ver comprometida.
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DESPUÉS DEL 98, ÁFRICA

   Aunque hacía tiempo que España había dejado de ser una gran potencia, a finales del siglo XIX la Nación se aferraba aún a su glorioso pasado con la posesión de Cuba, Puerto Rico, las islas Filipinas y algunos archipiélagos en el Pacífico. Vino la guerra con los Estados Unidos y el tratado de París a convencer, aunque a medias, de la evidente realidad. A España, borrada como potencia colonial, sólo quedaba la pequeña porción del África negra que los demás países le habían dejado mantener en el Golfo de Guinea y otros pedazos de tierra arenosa al sur del Sultanato Alauí, que ni siquiera habían sido ocupados. Fue por ello en parte, y también por una resistencia a dejar ser alguien en el concierto de la naciones, tras la derrota sufrida, por lo que al poco vio España la posibilidad de incorporarse de nuevo, si bien precariamente, casi como mera comparsa, al grupo de países colonizadores. Una cuestión de dignidad nacional, mal entendida hoy, pero quizá no tanto entonces.

   Tras el desastre del noventa y ocho, España contaba en el norte africano con las ciudades de Ceuta y Melilla. Eran estas ciudades territorio de España desde muy antiguo. La primera porque bajo bandera portuguesa quiso permanecer con España cuando, en el siglo XVII, Portugal rompió la unidad peninsular; y la segunda desde que tras estar durante siglos dominada sucesivamente por fenicios, bizantinos, almorávides, almohades o benimerines, con autorización de los Reyes Católicos, Pedro de Estopiñán, al servicio de la Casa de Medina Sidonia, ocupó sin resistencia Melilla, una ciudad prácticamente abandonada disputada por los sultanatos de Tremecén y de Fez.


   Hasta entonces, España no había mostrado interés alguno por las tierras africanas de Marruecos. Su proceder allí se había limitado a determinadas escaramuzas con las cabilas en una región de habitantes indómitos e insumisos, incluso al Sultán. Hasta la guerra de Marruecos de 1859, enmarcada en la política de prestigio concebida por O’Donnell que, además de suponer un título de duque para él y otro de marqués para Prim, dejó nueve mil muertos,  o la de 1893, en la que una mítica cabalgada hizo famoso a un joven oficial de apellido Picasso, fueron ejemplo de ello; pero al comenzar el siglo XX, sin colonias en América ni en Asia, España pone sus ojos en África, donde también los ha puesto Francia y Alemania. El descubrimiento de diversos yacimientos minerales despierta el apetito por aquellas peligrosas tierras.

   Sentadas las bases del protectorado marroquí durante la Conferencia de Algeciras de 1906, cuyo reparto entre Francia y España, con claro beneficio para aquélla, se materializaría en 1912, varios magnates españoles compraron los derechos sobre tierras mineras próximas a Melilla. El oro y el moro ofrecían franceses y españoles al caudillo local por los yacimientos, constituyendo, finalmente los españoles, en 1908, la Compañía Española de Minas del Rif.

   Poco sospechaban aquellos inversores y las autoridades españolas el infierno en el que habían puesto sus ojos, y que en los años siguientes causarían enorme número de bajas y el más hondo pesar en la España de primeros de siglo XX.
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MIREPOIX

      Si hay un lugar al que el viajero ha llegado alguna vez y se ha visto transportado al pasado como si se hubiera sentado en una máquina del tiempo ese es esta pequeña ciudad de la Occitania.

   No indagará mucho el viajero sobre el nombre de Beli Cartha, de raíz fenicia, con el que según algunas fuentes parecía ser conocida la ciudad en sus orígenes, porque su importancia nace en el siglo XIII, en el apogeo de la herejía albigense y en su brutal extinción.

   A principios de ese siglo la nobleza de Mirepoix ya había abrazado la doctrina de los cátaros, la secta de aquellos “hombres buenos” cuyos “perfectos”, en parejas, con el Evangelio de San Juan colgado del cordón que ceñían a sus cinturas y sus hábitos negros recorrían los caminos occitanos. Y posiblemente por ello en 1206 varios cientos de “perfectos” se reunieron en Mirepoix, en un concilio que ponía a la ciudad en uno de los puntos de mira en los que la cruzada predicada por Inocencio III fijó su atención.

   Dominada la ciudad, huidos los nobles más renuentes al castillo de Montsegur, donde con otros resistirían asedio durante más de treinta años, sucumbiendo al fin, la ciudad fue entregada a Guy de Lévis,  uno de los lugartenientes de Simón de Morfort.

   En 1289 las aguas desbordadas del río Hers arrasaron la ciudad y Guy III de Lévis ordenó reconstruir la ciudad en la margen izquierda del río. Lo que hoy ve el viajero es en buena parte lo que entonces se construyó. Una bastida ─la edificación en damero de la trama urbana, rodeada de una muralla defensiva─, de la que aún queda una de las cuatro puertas que la delimitaba.


   En el centro de la población la Plaza de los Porches impresiona al viajero. Casas con entramados de madera que cruzan las fachadas, columnas también de madera que sustentan soportales y vigas esculpidas en sus extremos forman el escenario que permite imaginar al viajero una plaza abarrotada de gentes comprando frutas y verduras u hogazas de pan en los puestos del mercado, o juglares y trovadores yendo de aquí para allá en busca de las damas de su predilección a las que recitar sus poemas y demostrar su admiración. En esta plaza está el ayuntamiento y al otro lado de la misma, casi enfrente, la Casa de los Cónsules, hoy hotel. Construida en el siglo XIII, en 1664 fue pasto de las llamas y reconstruida, tal como se ve hoy, llenas sus vigas y columnas de madera de tallas.

   De la importancia de Mirepoix habla el hecho de que desde el siglo XIV tuvo catedral. Comenzó su construcción en el siglo XIII, en cuanto se empezó a erigir la bastida en la orilla izquierda del río y fue sede episcopal hasta su integración en la de Toulouse, durante la Revolución Francesa.

   Desde que el obispo Philippe de Lévis dejara de residir en Mirepoix en el siglo XV, sin que otro lo hiciera en su lugar, y especialmente desde que la ciudad perdiera su condición de sede episcopal, la catedral se fue deteriorando, hasta que en el siglo XIX Viollet-le-Duc se encargó de su restauración, reconstruyéndola y ampliando la nave hasta los actuales 22 metros, que la convierten en la segunda nave gótica más ancha de Francia.

   El viajero, aunque lego en la materia, siente una especial admiración por la obra de este arquitecto francés, que en su opinión tanto hizo por recuperar el patrimonio medieval de la Occitania. Las murallas de Carcassonne,  el Donjon de Toulouse o esta antigua catedral de Mirepoix, a la que nunca se le ha dejado de llamar lo que durante siglos fue, consagrada a San Mauricio porque fue ese día de 1209 cuando las tropas de Simón de Monfort tomaron la ciudad a los albigenses, son ejemplo de su hacer.


   El viajero se va a despedir de Mirepoix. Acude de nuevo a la Plaza Mayor, la de los porches, para dar un último paseo y tomar un café en alguno de los locales que instalan sus mesas como si fueran privilegiados miradores de la vida local, en las amplias galerías que rodean la plaza. Y como empezó la visita la termina, imaginando, casi sin esfuerzo, estar en otro mundo, en otro tiempo.
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