UN REY CASI MAGO

   En estos tiempos en los que en los buenos deseos afloran, bien como expresión de solidaridad entre los hombres, bien como verdadera manifestación del espíritu navideño hacia el prójimo, viajaremos hoy por la historia hasta el siglo XVIII para contar una anécdota propia del espíritu de estos días.

   Y es que hoy hablaremos de un rey, que había nacido en España, pero llegó de Nápoles para ser rey de los españoles, y trajo de Italia ministros, artistas de todos los ramos y los preciosos belenes napolitanos con la representación del nacimiento del Niño Dios y en los que los Reyes Magos van ganando protagonismo, hasta ser en la fiesta de la Epifanía personajes muy principales.

   No fue Carlos III un Rey Mago, pero en la siguiente historia, con la que quiero felicitar en estas señaladas fechas a los lectores de este blog, actuó como si lo fuera.

   Caminaba Carlos III por palacio cuando descubrió a uno de sus pajes dormido en un sillón. Al acercarse a él, descubrió en el suelo un papel que resultó ser una carta. Al parecer había caído de alguno de los bolsillos del paje dormido, pues a él iba dirigida. Era de su madre. Si hubo dudas en el monarca entre devolverla a su dueño o leerla, venció la curiosidad por conocer su contenido. Decía la madre a su hijo cómo gracias a él, desde que estaba en palacio, con el dinero que enviaba, ella y sus hermanos habían dejado de pasar hambre y penalidades, alabando su actitud de buen hijo.
   El rey conmovido, deslizó unas monedas de oro en el bolsillo del sirviente y apartándose, al momento, llamándole a voces, lo despertó.
   Cuando el paje llegó ante su señor, el rey le dijo:
   ─Te has quedado dormido, muchacho.
  ─Perdón, majestad. No he podido resistir y el sueño me ha vencido─ contestó el paje.
   ─Bueno, no te preocupes. Dime: ¿qué llevas en los bolsillos?─, le preguntó el rey.
   El joven al hurgar en ellos y descubrir las monedas palideció de miedo, y contestó:
  ─Majestad,  estas monedas no son mías. No sé como han llegado hasta aquí, pero soy inocente.
   El rey tratando de tranquilizarle, le dijo:
   ─No te preocupes muchacho. ¿Qué te hace pensar que no ha sido Dios, quien las haya puesto en tus bolsillos? Tú tienes una madre, unos hermanos, que necesitan de tu ayuda; y Dios se sirve tanto de la mano de un rey como de la de un jornalero, para sus fines. Anda, envía el dinero a tu madre y dile que yo cuido de ti y de ella.

Adoración de los Reyes Magos. Placa de esmalte pintado.
Siglos XV-XVI. Colección Ayuntamiento de Valencia.

    Desde este espacio siempre ocupado del pasado, les deseo en las presentes fiestas y futuro año los mejores deseos de bien y prosperidad.

    Y muy particularmente a una persona especialmente querida por mí, a la que espero sirva de alegría, siquiera un instante, la presente dedicatoria.
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DINERO, BALAS Y SANGRE. EL COLONIALISMO EN EL SIGLO XIX

   Si algún siglo ha sido paradigma de la prepotencia de unos pueblos sobre otros de manera generalizada, ese no ha sido otro que el siglo XIX. El ánimo imperialista de las grandes potencias tuvieron trágicas consecuencias para muchos pueblos, que atrasados en su desarrollo cultural y tecnológico, nada pudieron hacer frente a esos otros humanos que, como fieras, sin sentido integrador  o evangelizador los aplastaron, en ocasiones, hasta su exterminio.

                                                         *

   Descubierta en el siglo XVII, no fue hasta 1803 cuando Tasmania, una isla del tamaño de Ceilán o Irlanda, fue colonizada por los ingleses: ocho soldados, varios voluntarios, entre las que se encontraban varias mujeres, y veinticuatro convictos llegaron aquel año a la isla. Escaso número de invasores si se considera que Tasmania se hallaba poblada por unos 7.000 aborígenes. Sin embargo, la brutalidad de aquellos visitantes, que cazaban indiscriminadamente canguros y hombres, pronto puso a la población autóctona en trance de desaparecer. En 1820 la población blanca había aumentado considerablemente y paralelamente disminuido la población aborigen. Era la conocida “Guerra Negra”. En grandes extensiones los canguros fueron exterminados para dedicar los pastos a la cría de ganado ovino y la mano del hombre blanco cambiaba el modo de vivir de una población marginada. Los aborígenes que quedaban comenzaron a robar a colonos solitarios. Era la justificación para masacrarlos. Se les perseguía como animales y se les mataba sin contemplaciones y sin el menor remordimiento. La muerte de un colono multiplicó las persecuciones. Comenzaron las batidas y, aunque se pagaban cinco libras por cada tasmano capturado, apenas uno de cada diez era presentado con vida a las autoridades.

   En 1830 se enviaron a la isla cinco mil soldados. Era la continuación de la Guerra Negra. El propósito del contingente enviado era confinar a la población tasmana, cada vez menor, en un extremo de la isla. Como en una cacería, separados los cazadores unos de otros por 45 metros, una larga fila de soldados avanzaba implacable. Los tasmanos retrocedían o morían. Tras varias semanas, la operación se dio por finalizada. Toda la población aborigen estaba cercada con el mar a sus espaldas. Quedaban tan sólo 300.

   Fue entonces cuando un metodista de nombre Robinson, aun a riesgo de su vida, se acercó a hasta los acorralados tasmanos, protegido por una mujer aborigen de nombre Truganina, y convenció a 200 de aquellos hombres arrinconados para emprender una nueva vida en la pequeña isla de Flinders, lugar protegido y libre de depredadores humanos. Allí fueron convertidos al cristianismo, vistieron ropas, aprendieron a utilizar cubiertos  para comer y a comportarse como “civilizados hombres blancos”, pero seguían muriendo a causa de las enfermedades. Diezmados, los últimos 45 tasmanos abandonaron la isla Flinders y se asentaron en Hobart, la capital, donde sin trabajo, marginados, siempre borrachos, fueron muriendo también.

   En 1859 tan sólo quedaban nueve mujeres, ninguna fértil. El último tasmano varón falleció en 1869. Se llamaba William Ianney y su cráneo y luego su esqueleto fueron robados. Truganina, la aborigen que protegió al metodista Robinson, murió en 1876, su cuerpo fue conservado en el museo de los tasmanos de Hobart, exhibido al principio, hasta que fue retirado y guardado en los sótanos del museo. En 1976 los restos fueron finalmente incinerados.



   Así durante todo el siglo XIX continuaron las cosas para muchos pueblos indígenas, especialmente de Africa, Oceanía, América, y tanto peor siguieron las cosas, cuanto mejores eran las armas, especialmente la fusilería, que empleaban los nuevos dominadores.

   Al terminar el siglo XIX los países europeos ya se habían repartido el mundo no civilizado, aquél que según ellos estaba habitado por pueblos inferiores, sobre todo en África, pero también en otras latitudes, donde sus poblaciones casi infrahumanas apenas contaban para las pocas naciones ─las naciones vivas─, convencidas de su supremacía no sólo militar, industrial, sino moral sobre aquéllas.

   En 1898 dos personajes siniestros destacan por la brutalidad de la que hicieron gala durante su periplo conquistador por el centro de África. El caso no es en exceso conocido, pero merece la pena hablar aquí de él, pues puede considerarse ejemplo del desprecio y la hipocresía de la naciones dominadoras en aquellos tiempos: eran Paul Voulet y Charles Chanoine, dos oficiales franceses de sanguinario historial nombrados para dirigir una campaña en Niger y las regiones próximas al lago Chad, y ponerlas bajo el dominio francés. Su carácter y la imprecisión de las órdenes recibidas parecían dar a aquella especie de horda carta blanca para todo tipo de desmanes si aprovechaban para sus propósitos. No se trataba de un gran ejército, apenas una partida formada por nueve oficiales, setenta soldados senegaleses y personal auxiliar. El grupo estaba bien aprovisionado, por lo que fue necesario contratar 400 porteadores negros, a los que nada se les pagaba y que pronto comenzaron a dar muestras de debilidad. La disentería comenzó a causar estragos entre los porteadores. Asustados y enfermos, sin paga, sin atención médica, los que no morían trataban de huir sin éxito. Las balas detenían a los que trataban de escapar y paralizaban a los que pensaban hacerlo, que eran encadenados con argollas sujetas a sus cuellos. Todo esto lo sabemos por la carta que uno de los oficiales, el teniente Peteau, escribió a su novia contando las brutalidades en las que se vio obligado a participar antes de ser expulsado de la misión por falta de interés y dedicación.

   Para conseguir nuevos porteadores los feroces Voulet y Chanoine imponían el terror para vencer cualquier resistencia. Penetraban en las aldeas, incendiaban las chozas y asesinaban a cuantos se les resistían. De éstos tomaban sus cabezas separadas del cuerpo, las sujetaban en el extremo de unas picas y así conseguían el sometimiento de los que habían dejado con vida.

   Mientras todo esto sucedía la novia de Peteau envío la carta a un diputado. Enterado el gobierno, éste se vio obligado a intervenir. Ordenó al teniente coronel Klobb se dirigiera al encuentro de Voulet y le sustituyera en el mando. La búsqueda no resultó difícil para Klobb. El rastro de muerte y destrucción dejado al paso de la sanguinaria partida de Voulet señalaba el camino sin pérdida: aldeas quemadas, cuerpos de nativos colgando de los árboles, cadáveres por doquier. El 10 de julio de 1899, Klobb alcanza la posición de Voulet. Le envía unos mensajeros que le entregan una nota en la que le insta a entregarle el mando. La respuesta de Voulet es retadora: tiene seiscientos fusileros, número muy superior a los de Klobb, y le advierte que no se acerque a su campamento. Los excesos de Voulet continúan. En el ataque a una aldea cercana mueren dos de sus soldados. La respuesta es inmediata: ciento cincuenta mujeres y niños cuelgan de los árboles como castigo y escarmiento. Convencido Klobb, de superior rango, de que el rebelde y sus oficiales blancos no le dispararían, ordenó a los suyos que no dispararan y se aproximó al campamento de Voulet; pero en el campamento rebelde sólo estaba él. Voulet había enviado a sus oficiales con parte de la tropa fuera del campamento. Escaramuzas ordenadas por Voulet, para mantener alejados a sus oficiales. Cuando Klobb estuvo tan cerca que pudo hacerse oír, insistió en la rendición del rebelde. Voulet ordenó a sus fusileros que hicieran dos disparos de salvas. Klobb continuó avanzando. Fuera de sí, Voulet ordenó disparar de nuevo, ahora con fuego real. El coronel fue alcanzado y rodó por el suelo. Klobb se incorporó, pero un nuevo disparo acabó con su vida. Era el 14 julio de 1899. Ajenos a la tragedia, en la metrópoli los franceses celebraban su fiesta nacional.

   Cuando de regreso los oficiales franceses de Voulet supieron lo sucedido, recibieron la propuesta del rebelde: se dirigirían hacia el lago Chad y fundarían un reino bajo su soberanía. No pareció bien la propuesta a los sargentos senegaleses que se amotinaron. En las refriegas, Chanoine el más próximo oficial a Voulet perdió la vida y al día siguiente el propio Voulet.

   Los oficiales y resto de aquella partida, tratando de lograr méritos con los que eludir su responsabilidad, se encaminaron hacía la ciudad de Zinder, tomándola antes de la llegada de tropas regulares a las que entregaron la plaza. Redimidos, pues, con aquella conquista, las autoridades, olvidaron el asunto. ¿Qué importaba lo sucedido? Y la vida y la muerte continuaron en África.
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LA HISTORIA EN LOS CUADROS. LA PRISIÓN DE FERNANDO VALENZUELA

   No procedía de una familia ilustre, pero estaba decidido a entrar en el mundo de los poderosos a toda costa; y se empleó bien en ello. Había nacido en Nápoles un 17 de enero de 1636, hijo de Francisco Antonio Valenzuela, rondeño, y de Leonor Enciso Dávila, madrileña. Así constaba en el folio 68 del libro octavo de bautismo de la parroquia de Santa Ana de Palacio de Nápoles, donde fue bautizado con los nombres de Fernando, Feliz, Domingo, Antonio.

   Cuanto el joven Fernando tuvo la edad, quiso prestar servicio de armas, como su padre, que era capitán al servicio del rey de España en tierras italianas, pero poco después, cumplidos los 18 años, se convierte en paje en la casa del duque de Infantado, el virrey, y puesto que si posee o carece de algo, esto es de escrúpulos y aquello de una ambición desmedida, a falta de inteligencia, se apoya en su juventud, apostura y viveza, quizás sus únicos valores, para comenzar a medrar.

   Su ascenso social comienza cuando, ya en España, logra meter cabeza en el alcázar, en los postreros años del reinado de Felipe IV, al conocer a doña María Ambrosia de Ucedo y Prado, una doncella venida a menos, al servicio de la reina como moza de retrete primero y de cámara después, con la que contrae matrimonio. Premio a sus nupcias con la servidora real es su nombramiento como caballerizo del rey Carlos II.

   A partir de ahí su ascenso es imparable. La reina que le estima mucho, le ayuda multiplicando los favores hacia el obsequioso Valenzuela, que a falta de otros méritos, sabe agradar a la reina. También el padre Nithard, el valido, le aprecia y ayuda.

   Cuando en 1669 don Juan José de Austria, aquel hijo querido por Felipe IV al principio y aborrecido al fin, hermanastro del rey Carlos aún menor de edad, arroja del poder al jesuita Everaldo Nithard, confesor y valido de doña Mariana de Austria, Valenzuela ve su oportunidad. No llegará enseguida, aún tres años habrá de esperar hasta que la reina le entregue el poder. Para conseguirlo el vivaz Valenzuela se emplea a fondo.

   Como una de sus habilidades más notables es la de espiar, informa a su señora, la reina, de todo tipo de chismes, incluso los más escabrosos, ocurridos en aquella corte corrupta. La reina desvalida en aquel ambiente lleno de intrigas, rumores, dimes y diretes, queda atrapada por su informador, maestro de maestros en esos mismos asuntos. Se le empieza a conocer como “El duende de Palacio”, y su ascenso, el de un advenedizo, y su cercanía a la reina no es bien visto por muchos.

   Valenzuela asciende peldaño a peldaño, acumula cargos, sabe como atraer voluntades. Es nombrado introductor de embajadores, primer caballerizo, también recibe el hábito de Santiago. Se convierte en secretario de la reina viuda y del rey Carlos, también encantado con él. Parece que está listo para el gran salto, y la reina doña Mariana, entregada, dispuesta a darle el empujón definitivo.

   Dueño de la privanza el marqués de Villasierra, título que con otros de menor rango también se hizo premiar Valenzuela, su empeño es consolidar su poder y llenar sus bolsillos. Lejos de plantear un programa que intente solucionar los problemas del reino, se afana en atraer las voluntades de sus enemigos hacia su persona, también la del pueblo, y para ello no duda en darle a éste lo que quiere, que es lo que el adusto y rígido jesuita había restringido o prohibido: las corridas de toros, las serenatas, las representaciones en las corralas; en fin todo lo que al pueblo divierte y, como no, reduciendo el precio de muchos artículos de consumo;  y a aquellos, en la corte, lo que también anhelan. El comercio de cargos, el cohecho, incluso la simonía, cualquier favor que comporte el agradecimiento y la lealtad es distribuido sin pudor. Y mientras la corrupción reina en el alcázar madrileño, los nobles se rebelan, pues ven en Valenzuela al advenedizo arribista que, en la cima de su ambición, consigue la grandeza, más que por sus méritos por la flaqueza del rey: cazaban monarca y valido juntos cuando una perdigonada arrojada por la real arma abre las carnes de Valenzuela. En desagravio, Valenzuela es beneficiado con la grandeza. Y casi sin espera llega la protesta. Muchos de los Grandes de España: Uceda, Alba, Medina Sidonia, Osuna, Hijar…, hasta dieciocho, elevan un manifiesto contra el favorito. Exigen acabar con el estado de podredumbre moral instalada en el gobierno. Piden a don Juan José que de nuevo regrese, y que como hizo con el padre Nithard, aparte a Valenzuela del gobierno. Y aún más, a la misma reina Mariana, de la corte.

   Avisado y requerido, pues, don Juan José de Austria, en su retiro aragonés, se pone en marcha camino de Madrid, al tiempo que se constituye una junta formada por el condestable de Castilla, duque de Frías; el almirante, duque de Medina de Rioseco; el duque de Medinaceli y el arzobispo de Toledo, Pascual de Aragón, crítico siempre con Valenzuela y sus desmanes, y desairado por la reina cuando ésta salía en defensa de su favorito; mientras Valenzuela huye de Madrid.


La prisión de don Fernando Valenzuela por Manuel Blas Rodríguez Castellano
y de la Parra. Museo de Bellas Artes de Valencia


   El viernes 28 de diciembre de 1676 Valenzuela llega con su familia al monasterio de El Escorial. Ha dispuesto el rey Carlos que se refugie allí y a fray Marcos de Herrera, el prior, se encargue de su protección, pero cuando el 12 enero de 1677 el duque de Medina Sidonia y el primogénito de la casa de Alba, con quinientos soldados, se adentran en el monasterio, nada podrá hacer el prior para llevar a cabo el mandato real.

   De lo sucedido en aquellas infames horas existe crónica que por su detalle afean mucho la memoria de los participantes, pues tras entrar como una horda en el convento, fray Marcos es requerido a la entrega del perseguido, mas como el prior exigiese a Medina Sidonia y Alba el mandato real por el que ejercían su autoridad, a fin de confrontarlo con el suyo, y diciendo los profanadores de recinto sagrado que dicho mandato era verbal, fray Marcos opuso a las palabras la orden a su cargo con la firma del rey Carlos, negándose a la entrega de don Fernando.

   Mas decididos a todo trance a lograr su propósito, comienza la tropa, transformada en turba de bandidos, a buscar a Valenzuela, primero en el convento, luego en la Iglesia, atosigando a frailes y cometiendo daños sin cuento. La infructuosa búsqueda indujo a don Pedro Álvarez de Toledo a negociar la entrega con el prior. Dijo Alba, pues, a fray Marcos, que tenía cosas de interés que hablar con don Fernando, y se avino el prior a condición de que fuera en la iglesia; que sólo él y Medina Sidonia por un lado y Valenzuela por otro estarían en la conversación, y él mismo y su monjes de testigos sin ningún soldado presente en sagrado recinto. Así se hizo ante el altar mayor lo que de antemano era inútil para Valenzuela, pero no para sus perseguidores, que tras intensa búsqueda no habían hallado a don Fernando, y ahora confirmaban su presencia en el Monasterio.

   Retiradas las partes, don Fernando en su escondite de nuevo, entran las tropas sin contemplaciones. A la búsqueda del antiguo valido, suman aquellos feroces armados la codicia: en el convento se roba cuanto de valor encuentran, incluso en las habitaciones de doña María, la esposa de don Fernando. La impudicia de los asaltantes avergüenza. Le roban sus ropas, hasta las camisas, y buscando mayores bienes, dinero o alhajas, destripan los colchones; en el templo los incidentes aún son de mayor gravedad, al hurto de bienes se une la profanación de capillas, la blasfemia. Y quienes pueden detener aquello, antes al contrario, sino complacidos, lo consienten.

   Hay sospechas de hallarse Valenzuela escondido en lugar próximo al camarín del tabernáculo del Sagrario. Eso y que un fraile acertara a pasar por allí, confundió a algunos de aquellos brutos saqueadores, que comenzaron a gritar: ¡Valenzuela, Valenzuela!, disparando sus armas. Pero el trueno de aquellos disparos en la casa de Dios obraron en el prior el terror que domeñó su deber, redujo su voluntad y poco después don Fernando Valenzuela fue entregado a don Antonio.

   La suerte estaba echada para el favorito corrupto, desleal y ambicioso, que fue trasladado a Madrid, y luego a Consuegra. Era el comienzo de un tortuoso peregrinaje que le llevaría a Filipinas y más tarde a Méjico, donde terminaría sus días. Pero esa es otra historia.
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LEONOR TELES. LA PASIÓN DE UN REY

   Hija de Martín Alfonso Teles de Meneses y Aldonza de Vasconcelos, era sobrina del conde de Barcelos y podía presumir de linaje pues estaba emparentada por parte de padre con los reyes de León y con los de Castilla por parte de madre; así que si Juan Lorenzo da Cunha, señór de Pombeiro, contrajo matrimonio con ella por su estirpe o por amor es difícil de saber, aunque quizás por ambas cosas fuera, pues Leonor era mujer bellísima,  aunque fría y ambiciosa, que sin ceder a pasiones desaforadas, era capaz hacer enloquecer de deseo a cualquier hombre, como pronto veremos.

   Tenía Leonor una hermana, María, que era aya de la infanta Beatriz de Portugal, una de las hijas tenidas por Pedro I con Inés de Castro, aquella noble gallega, protagonista de una de las más célebres historias de amor, cantada por poetas de todos los tiempos, primero amante del rey Pedro, luego su esposa, aunque algunos lo dudaron, y más tarde arrebatada de su lado por viles asesinos y sus cómplices; siempre llorada por su esposo y vengada su muerte al fin con la crueldad que hizo ganar al rey el apelativo de justiciero y cruel.

   Y visitando en Lisboa a su hermana María fue cuando conoció Leonor al rey Fernando I. Rey sin grandes prendas, de corto conocimiento y escasa perspicacia, guerreó contra Castilla una y otra vez, apoyó al Trastámara don Enrique, el fratricida asesino de su hermanastro Pedro e hizo y deshizo luego pactos con Aragón y con el moro de Granada en contra de aquél. Si su intención, como nieto de don Sancho, era aspirar a ser dueño de Castilla y Portugal, todo uno, no pudo elegir peor forma de hacerlo.

                                                        *

   Leonor está en Lisboa para consolar a su hermana en la pérdida de su esposo, el señor de Mafra. Piensa pasar una buena temporada allí, pues el señor de Pombeiro, ocupado en cacerías y batallas, se halla ausente de Beita, su residencia; pero el tiempo pasa, su estancia en Lisboa se prolonga en demasía y el señor de Pombeiro, ya en Beita, insta a su mujer a la vuelta. Es tarde para ello. Fernando de Portugal ya está rendido ante el enigmático poder de seducción de la bella ambiciosa, y ella dispuesta a ser reina de Portugal en cuanto el papa anule su matrimonio con el señor de Pombeiro, cosa segura si el rey lo pide.


Muralla fernandina de Oporto. Pese a la desafortunada política respecto a
Castilla, Fernando I dotó de defensas las ciudades de su reino  e impulsó la marina, paso necesario para las posteriores empresas marítimas.

   Las hermanas Teles no sólo tienen en común su sangre, comparten imaginación y astucia para lograr sus fines. Con la ayuda de María, mucho mejor tratada por la historia que su hermana menor, Leonor hace caer en la trampa a Fernando, incauto y presa de una incontenible pasión por su amada. Así lo piensa Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, que no debió ir muy desencaminado en sus apreciaciones cuando otro insigne, Alexandre Herculano,  al hablar de Leonor, aunque con cierto anacronismo, decía de ella ser la Lucrecia Borgia portuguesa. Prepara, pues, María una entrevista entre su hermana y el rey, por la noche, en sus aposentos, en lo que promete ser para el rey una noche de felicidad. Al abrirse las puertas de la alcoba,  Fernando se encuentra junto al lecho con un altar. Ante él un sacerdote. Incapaz Fernando de cualquier oposición, sucumbe ante el requerimiento de la amada: “Casémonos primero y amémonos después”. Enardecido Fernando, esa noche, ama a Leonor con pasión. Simulacro que daría paso, libre Leonor del Señor de Pombeiro,  a las nupcias reales, lejos de Lisboa, donde a Leonor no se le quiere, en Leça de Bailio, cerca de Oporto, en 1371. Al poco le nace un hijo, Alfonso, segundo intento, tras el malogrado Pedro, de dar un heredero a Portugal. Tampoco Alfonso vive mucho, sí lo hará Beatriz, infanta a la que casarán con Juan I de Castilla.

   Marido y mujer Fernando y Leonor, él enamorado y entregado a ella, hermosa, seductora, arrogante, infiel, aquél no se da cuenta de nada. Leonor siempre tiene cerca al conde Andeiro. Cuando el rey se va, Andeiro llega. Era el conde Andeiro, noble gallego y fiel servidor del rey Fernando desde los tiempos en que éste, con aires de grandeza o añoranzas atávicas, había invadido Galicia, como en efímero sueño, pues debió abandonarla en cuanto el rey castellano se plantó con sus huestes para restablecer el orden, igual que Andeiro, pero éste es desterrado a Inglaterra, de donde volverá con la promesa de los Lancaster de ayudar a su señor.  Una vez más Portugal y Castilla están en guerra, pero los aliados ingleses, más parecen rivales que amigos. Saquean y avanzan, antes parecen buscar un botín que ayudar al portugués. Al fin la paz entre ambos reinos se acuerda con el casamiento de la infanta Beatriz, la única hija de Leonor y Fernando, con Juan I de Castilla, que como otras veces sucedió y muchas más se verá en la historia, sustituye a un hijo suyo en las bodas del infante castellano don Fernando con Beatriz, su prometida. ¿Un paso hacía la unidad de ambos reinos? Podría haberlo sido, pero el 22 de octubre de 1381, un aún joven, pero enfermo Fernando I de Portugal muere. Como si se abriera la caja de los truenos, las intrigas por obtener la corona de Portugal se suceden. Ya había sido muerta con violencia, tres años antes, María Telez por secuaces de su propio esposo don Juan, señor de Eza, hijo de Pedro I e Inés de Castro, infante con aspiraciones al trono. Fue aquel asesinato preludio de las maquinaciones de Leonor en su pérfida ambición: había despertado la intrigante en el señor de Eza los celos en contra de su hermana. El esposo le cree, ordena la muerte de la esposa y consuma su propia perdición. Más tarde sería preso en Castilla, quedando apartado de la lucha por la sucesión. No ocurre lo mismo con otro Juan, maestre de la orden de Avis, hijo ilegítimo de Pedro I, tenido con Teresa Lorenzo, en torno al cual se forma un partido en defensa del Portugal que creen no defiende la regente, que sólo vela por sí y su hija, sea con las armas lusas, sea con las castellanas del esposo de su hija.

Con la Ley das Sesmarias, Fernando I de Portugal dio impulso a la agricultura,
convirtiendo en tierras de labor grandes extensiones de terrenos yermos hasta entonces.

   Aunque sin el amor del pueblo y con la animosidad de la corte, sólo porque la ley lo manda, Leonor, en nombre de su hija Beatriz, asume la regencia. Aún no se ha enfriado el cuerpo del rey, cuando Leonor y el conde Andeiro conviven maritalmente. Juntos están cuando Juan, maestre de Avis, se presenta en palacio. Lo ha designado la regente para defender las fronteras frente a los ataques castellanos, quizás con la idea de apartarlo de la corte y, con su derrota, quedar desacreditado sino muerto, pero don Juan, menos ingenuo que otros y con partidarios, quiere ver con sus propios ojos lo que sucede en la corte. La reina regente y don Juan hablan, Andeiro está presente, desconfiado y precavido, mas todo discurre con normalidad, sin fricciones. Al salir de la estancia Andeiro acompaña a don Juan. Hablan los dos hombres en una sala contigua. Nadie sabe de qué. El maestre de Avis, saca un puñal y lo hunde en las carnes del conde. Andeiro yace moribundo. Y tras el favorito, sus partidarios. No se tarda mucho en saber fuera de palacio lo que en él sucede, se habla del peligro en el que se halla don Juan y como uno solo, acuden  gentes del pueblo a defenderlo. Si la regente, tan odiada, salva su vida es gracias al propio don Juan. y si lo es por debilidad o por nobleza, poco importa. Pero Leonor es de carácter vengativo, y ahora, en momento tan crucial, valora mal sus opciones. Llama al rey castellano, requiriéndole a conquistar Portugal. Error que pagará caro. Proclamado rey don Juan, debe defender Portugal frente al poderío castellano, que vela por los derechos de la reina Beatriz.  Apoyado por muchos, aún parte de la nobleza piensa en Juan de Eza, que prisionero en Castilla purga el asesinato de María Teles y resulta maniatado en sus pretensiones. Pero nada de esto importará. Tras casi dos años de batallas, en Aljubarrota, Juan I de Portugal dirá su última palabra, ya incontestable. Una nueva dinastía regirá los destinos lusos y ni Leonor Teles, prisionera en el convento de Santa Clara de Tordesillas, ni su hija Beatriz formarán parte de ese nuevo Portugal. 
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LA DESTRUCCIÓN DE UN IMPERIO

   Creso era rey de los lidios. Gobernó su pueblo, en la península de Anatolia, unos cinco siglos antes de Cristo. Nada más llegar al poder inició una serie de campañas para someter a los pueblos griegos de Asia. No tardo mucho en conseguirlo. Efesios, dorios, licios, frigios, bitinios y otros muchos pueblos cayeron bajo su férula. Sometidos también los jonios, pensó entonces extender sus conquistas a las islas que éstos habitaban. Preparaba una escuadra con la que invadir las islas jónicas, cuando llegó a Sardes, la próspera capital de su reino, un griego que le anunció que aquellos isleños a los que trataba de invadir estaban preparando a su vez un gran ejército de diez mil jinetes dispuestos a lo mismo sobre su reino. Creso creyó al griego y ordenó paralizar la construcción de las naves y concertar una alianza con los isleños.

   Tiempo después Creso, viendo el creciente poder de los persas, puso su mirada en el Oriente. Para asegurarse el éxito quiso conocer la opinión de los oráculos. Despachó enviados a muchos de ellos con instrucciones de traer informes por escrito de lo que él mismo estaba haciendo el centésimo día tras su partida. Al regreso de todos los comisionados, resolvió Creso que sólo el oráculo de Delfos era capaz de vaticinar su futuro con garantías, pues sólo este oráculo había logrado saber que Creso, pasados los cien días desde que marchasen los delegados, había partido por la mitad una tortuga, un cordero y puestos en un caldero los había puesto a cocer.

   Mandó entonces Creso nuevos enviados a Delfos. Debían preguntar si su reino emprendería una expedición sobre Persia y si contaría con el apoyo de algún ejército aliado. La respuesta no pudo complacer más a Creso: le decía el oráculo que si procedía a la invasión de Persia destruiría un gran imperio y le aconsejaba buscar el mejor y más fuerte aliado de entre los griegos para ello. Así lo hizo y firmó alianza con los lacedemonios.


Delfos

   Para asegurarse aún más, envío unos nuevos comisionados. Cuando llegaron a Delfos, interrogaron a la pitonisa si sería duradero el imperio de su señor sobre la Persia del vencido Ciro. Otra vez fue grande la satisfacción de Creso al conocer la respuesta, pues le advertía que cuando un mulo fuese rey de los medos, abandonase aquel reino, cosa que juzgaba imposible pudiera suceder.

   Decidido, pues, Creso a conquistar la Capadocia, llegó al río Halis, la frontera de sus reinos. La dificultad para cruzar aquel río de caudalosa corriente y sin puentes con los que ganar la otra orilla era grande, pero la solución la dio Tales de Mileto, presente en aquella marcha, quien ordenó que río arriba del campamento lidio se cavara un canal que discurriera por la retaguardia de las tropas lidias y que más abajo, se uniera de nuevo al cauce del río. Quedó así dividido en dos ramas el río con su caudal igualmente dividido y vadeable en ambas ramas.

   Ya en Capadocia, los lidios de Creso sometieron la región de Pteria, mientras Ciro, reuniendo su ejército, salió a su encuentro. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuando cayó la noche sin que ninguno de los dos bandos hubiera vencido, se retiraron y Creso, en inferioridad numérica, decidió regresar a Sardes. Con ayuda de los espartanos y los egipcios, con los que había llegado a una alianza también, volvería en la primavera para hacer cumplir los vaticinios del oráculo.

   Más no contaba el lidio que Ciro, al que llamarán el Grande, cruzase el río Halis, y ante Creso en su propia capital, se dispuso a la lucha. A la temible caballería lidia de Creso, Ciro opuso los camellos, usados para el transporte de vituallas, que dispuso en primera línea, delante de la infantería, y tras ésta la caballería. Cuando se produjo el choque entre ambos ejércitos, los caballos lidios, al sentir la presencia de los camellos, de los que temen hasta su olor, se encabritaron, descabalgando a sus jinetes. La lucha, que fue feroz, se entabló entre las fuerzas de a pie, y los lidios acabaron retrocediendo y  refugiándose tras las murallas de Sardes, que fue finalmente tomada y Creso cautivo. Se había cumplido el oráculo: había sido destruido un gran  imperio, el suyo.

Nota: No supo entender Creso que aquel mulo al que se refería el oráculo no era otro que Ciro, hijo de una meda y de un persa.
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EL NACIMIENTO DE UN REINO

   Cuando el conde de Portucal, Enrique de Borgoña, falleció, se inició la regencia de su viuda doña Teresa, hija del rey leonés Alfonso VI. De la otra hija, Urraca, había logrado el conde borgoñón engrandecer su condado portucalense con tierras gallegas por el Norte y alcanzar grandes extensiones en las tierras del Duero por el Este. Doña Teresa, hermosa y de naturaleza sensual, pronto encontró el afecto del conde gallego Fernando Peres. Tampoco tardó mucho en ser armado caballero el infante Alfonso Henriques, que enseguida exigió a su madre el abandono de la regencia y reclamó sus derechos, pero doña Teresa se negó a ello,  pues contaba con el fuerte brazo del conde Peres; mas al morir la reina doña Urraca, el nuevo rey Alfonso VII volvió su vista hace el Oeste, recuperando Galicia y las regiones del Duero ganadas por el viejo conde.  Allanada doña Teresa a la nueva situación, reducido el condado a sus límites primeros, muchos caballeros se pusieron del lado del infante Alfonso Henriques, que decidido se enfrento a su madre.

   Se rebeló, pues, Alfonso Alfonso Henriques, y en la disputa, ocurrida en Guimaraes, salió mal parada doña Teresa. La leyenda insiste en que doña Teresa fue hecha prisionera por su hijo, que fue emplazado por aquélla a un juicio de Dios: “Alfonso Henriques, hijo mío, me has encarcelado, encadenado y arrebatado las tierras que me dejó mi padre y me has separado de mi marido; ruego a Dios te pase como a mí, y puesto que has sujetado con hierros mis pies, te sean rotas las piernas mediante hierros. ¡Haga Dios que esto suceda!”; pero la realidad parece ser menos fantástica, pues los derrotados huyeron a las tierras gallegas del conde Peres.

   Durante el reinado de Alfonso VII, el emperador, varios intentos de Alfonso Henriques por unificar la Galicia del norte del Miño con la del sur fracasan. Al fin, los reveses militares y la amenaza almorávide, deciden al portugués a dirigirse hacia el Sur. El triunfo en los campos de Ourique hincha de moral, pero también de sentimiento nacional a los nobles portugueses, que allí mismo declaran a Alfonso Henriques rey. Su nueva condición agudiza el ingenio del astuto Alfonso Henriques que aún es vasallo del rey leonés como señor de Astorga, y piensa que le conviene sacudirse ese yugo para sustituirlo por otro con la misma o mayor autoridad, pero más suave, lejano y exigente con él, y a la vez protector. Con el sibilino proceder del cardenal Guido, presente como legado del papa Lucio II en Zamora, Alfonso VII reconoce a Alfonso Henriques como rey de Portugal, y confía en su vuelta al redil leonés más tarde. Alfonso Henriques se reconoce entonces vasallo del papa, resulta así intocable para cualquier otro rey cristiano y libre ya, dedica sus energías a consolidar su situación y reino.


   Tras renunciar a las tierras al Norte del Miño y demás tierras fuera del primitivo condado portucalense, la lucha del primer rey portugués, se obstina en el Sur, por donde el peligro acrece por el empuje de tropas sarracenas. En 1146 en una operación por sorpresa, digna de la mejor novela de aventuras,  toma Santarem: así en plena noche, se presenta el rey con sus hombrea ante sus murallas. Tres de sus mesnaderos se acercan al muro. Uno lanza la escala, ligero, pero cauteloso, alcanza el adarve, dando cuenta del vigilante más próximo. Cuando otro vigilante, guardián del portal, oye pasos cercanos, llama al que cree su compañero. El portugués, en el habla del enemigo, pide que se acerque. Sin darle tiempo, siega su cuello y arroja su cabeza al exterior. Es el aviso. Los otros dos portugueses que aguardan al pie del muro, lanzan sus escalas y ascienden con celeridad meteórica. Ya juntos los tres, abren las puertas de la ciudad. Santarem cae.

   Al año siguiente llega el turno de Lisboa. Ya no está solo Alfonso Henriques como en Santarem. Ahora tiene ayuda de cruzados ingleses, franceses e italianos. Se construyen catapultas, se elevan torres para el ataque. También la ciudad se apresta a la defensa. Arietes y flechas desde un lado, brea y aceite hirviendo desde el otro. Fuego por todas partes. Tras un primer intento cristiano, fracasado, se inicia el asalto definitivo. En octubre Lisboa, al límite de su resistencia, se rinde.

   Y así batalla tras batalla, ganando algunas veces para perder lo conquistado poco después; sin un reino y un ejército organizados; sin ser un buen estratega, aunque sí un aguerrido soldado, recorre tierras del Algarve empuñando su espada o con el cuchillo entre los dientes.

   En esas estaba Alfonso Henriques cuando, acaso la casualidad quiso que, aquella ordalía a la que su madre pareció condenarle cuando fue presa tuviera algo de verdad, En su osadía, Alfonso Henriques se dispone a tomar Badajoz, que queda fuera de los límites acordados al determinar qué tierras ganadas en la reconquista quedarán en poder de cada reino,  y Badajoz, cuyo valí es tributario del rey leonés Fernando II, debería quedar fuera de las pretensiones portuguesas. Como no sucediera así y Alfonso Henriques tomara la ciudad, el valí pide ayuda y Fernando acude a defender lo que cree suyo. Al llegar las tropas del leonés, Alfonso Henriques trata de huir. Torpe ya, sin los reflejos y la agilidad de sus años mozos,  sobre su montura, sufre un accidente, hiriéndose las piernas con unos hierros. Parece cumplirse así el designio, pero el rey de León, casado con Urraca de Portugal, hija de Alfonso Henriques, magnánimo, exige al suegro el abandono de todas las tierras tomadas fuera de los compromisos y lo deja  marchar a sus tierras portuguesas de Santarem, donde atacado mientras lame sus heridas, aún tuvo su yerno, con generosidad sin límites, que defenderlo de los ataques de nuevas fuerzas llegadas a la península: los almohades.

   Será Sancho I, hijo de Alfonso Henriques, quien heredará el reino portugués y comenzará a consolidar su identidad nacional.
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EL PUEBLO SE DIVIERTE

     Aunque Manuel Fernández y González no ha brillado como un gran literato, en su tiempo, su figura y sus obras animaron los ocios de las gentes que en el siglo XIX, si sabían leer, compraban la prensa para solazarse con los folletines del escritor sevillano.

   Escritor prolífico, Fernández y González abordó temáticas variadas, pero especialmente fue el género histórico el que más fama y seguidores le procuró, gracias a sus libros y sobre todo a las entregas que diariamente se publicaban en la prensa y que el público seguía con verdadera fruición. El éxito de sus folletines le hicieron rico, pero su vida desordenada y el desapego, por su carácter, de muchos de sus colegas, le condujeron a un triste final, pobre y abandonado por todos, que no olvidado, pues sus funerales, en 1888, fueron multitudinarios y presididos por un ministro. Un periodista, a modo de epitafio, escribió:

                                     En esta fosa cristiana
                                     reposa el mayor portento
                                     de inspiración, de talento
                                     y de vanidad humana.

   El éxito había cambiado su carácter. Durante la publicación en “La Discusión”, dirigido entonces por don Nicolás María Rivero, del folletín Luisa o el ángel de redención, por causas de espacio u oportunidad, cierto día no pudo publicarse la entrega correspondiente. Al enterarse el escritor, furibundo, acudió al periódico hecho un basilisco, más como se encontrara ausente el director, abandonó el local mientras despotricaba contra todos y clamaba por lo incalificable del caso.




   Su carácter beligerante le traicionaba con frecuencia: se reunía en el Ateneo de Madrid con varios contertulios. Hablaban de todo lo que en aquel siglo XIX era motivo de discusión: política, toros… En un momento dado discutió con uno de los socios del ateneo. Las cosas llegaron a mayores y el socio ofendido reto a Fernández a batirse en duelo. El escritor, muy corto de vista, incapaz de batirse en igualdad de condiciones, se negó a ello como pretendía su adversario, pero no a la lid. Propuso al rival, que puesto que el estaba medio ciego, fueran los dos, provistos de sendos cuchillos, encerrados a oscuras en una habitación y quien viviera pidiera se abriese la puerta y se hiciera la luz. El sentido común se impuso y el duelo de aceros no se celebró.

   Y es que tertulias y chismes sobre duelos, toros, sin olvidar las funciones teatrales, en un siglo de arrebatados románticos eran, al margen del afán por la supervivencia diaria del pueblo, asuntos de mucho entretenimiento en un siglo de continuos sobresaltos políticos.

   Siempre, pero en aquellos años del siglo XIX más, sin la competencia de nuevos espectáculos de masa que iban a llegar con el nuevo siglo, el mundo de los toros tenía una incuestionable presencia en la vida social de la época.

   Véase cómo a finales de 1872, la prensa anunciaba una fabulosa corrida de despedida: “Deseando despedirse dignamente del público de esta Corte, han convenido de acuerdo con la Empresa, siempre dispuesta a proporcionar al público todo género de novedades, en lidiar los días 3 y 10 de noviembre, dos corridas extraordinarias, matando en la del tres los seis toros Lagartijo, y en la del diez los seis toros Frascuelo, y presenciando la función, el que no trabaja, desde un palco de la plaza, dispuesto a reemplazar a su compañero en caso desgraciado.”

    Poco imaginaba la empresa organizadora ni el público que en la siguiente temporada ya no habría rey ni corte, aunque sí toros.




   Porque siempre, pero en estos años quizás más, el mundo taurino tenía gran presencia en la vida social de la época. No resulta extraño si atendemos a la personalidad de algunos toreros. Luis Mazzantini Eguía era uno de ellos. Nacido en Elgoibar en 1856, era hombre instruido, pues era bachiller, que ocupó importante puesto en las caballerizas reales en los tiempos de don Amadeo de Saboya; luego fue jefe de estación en varias localidades extremeñas; pero en su ser estaba marcada la ambición del éxito. Quiso ser cantante, pero carecía de facultades para el bel canto y, consciente de ello, decidió entregarse al arte de Cúchares. Frascuelo en Sevilla le dio la alternativa, confirmándolo Lagartijo en Madrid. Ya resultó imparable su éxito. Cuando no actuaba en el albero de las plazas, “el señorito loco”, como era conocido, con su levita acudía al Teatro Real, codeándose con la mejor sociedad de la época. Cuando se cortó la coleta, se dedicó a la política, siendo concejal del ayuntamiento de Madrid, y más tarde gobernador civil de Ávila y Guadalajara. Su fama de gran estoqueador le acompañó siempre. En cierta ocasión durante un debate en el ayuntamiento, retó a su oponente a duelo. Se negó el opositor y, cuando irritado, Mazzantini exigió razones de la negativa, su rival le dijo:
   No, porque si le mato, dirán que don Luis ha recibido su última cornada, y si me mata usted, dirán que don Luis ha dado su última estocada. Comprenderá que puesto que en ambos casos los cuernos me toca llevarlos a mí, no esté dispuesto.

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EL XIX. LA RESTAURACIÓN Y ALFONSO XII

   “Sire: Votre Majesté a été proclamé Roi hier soir par l’armée espagnole. Vive le Roi”. Ésta es la anónima nota recibida por el joven  don Alfonso durante su estancia en el antiguo palacete Basilewski, rebautizado como palacio de Castilla, residencia de la exiliada Isabel II, durante la visita que el futuro rey hacía a su madre para celebrar el fin del año 1874. Tiene don Alfonso diecisiete años recién cumplidos y culminan así los esfuerzos por restaurar al joven Borbón en el trono de España.

   Si el artífice económico de la Restauración es don José Isidro Osorio y Silva, duque de Sesto y marqués de Alcañices, que ha comprometido su fortuna, hasta verla muy mermada, en el mantenimiento de la corte de Isabel en el exilio, la educación del príncipe y atraer las voluntades a favor del joven Borbón, Don Antonio Cánovas del Castillo es el artífice político. El 31 de diciembre de 1874 don Antonio forma gobierno, que el nuevo rey, nada más llegar a España el 9 de enero siguiente, confirma mediante Real Decreto. Después, una vez en Madrid, don Alfonso emprende viaje al Norte. Aunque resueltos muchos de los conflictos ocurridos durante la República, persiste el problema carlista, pues su ejército se mantiene vigoroso y audaz en sus asaltos. Alfonso XII está dispuesto a cambiar ese estado de cosas, y su presencia en el frente cree Cánovas que contribuirá a cambiar el rumbo del conflicto; pero los resultados no son los esperados. En Lácar, el ejército liberal es vencido y Alfonso XII a punto de ser capturado. Durante aquellas jornadas hasta su vida corre peligro, tal es la cercanía al frente del joven rey. Convive con los soldados, come del mismo rancho que ellos y duerme en las tiendas del frente. Una mañana, al amanecer, sale de su tienda. El comandante Torrijos se acerca a él. Le está presentando la novedad. De pronto una bala alcanza al comandante. Don Alfonso se inclina para atenderle: “Animo, teniente coronel” le dice decretando así, allí mismo, su ascenso.

   Y sin embargo, a partir de entonces, durante la campaña de 1875, el ejército carlista fue cediendo terreno. El 27 de febrero del año siguiente, por el paso de Valcarlos, el pretendiente abandona España. Ya nunca volverá. Y Alfonso XII comenzará a ser conocido como el rey pacificador.

   No sientan bien a don Alfonso, por su débil naturaleza, las incomodidades padecidas en el frente. Un catarro, quizás algo más, aqueja al rey. La sangre de un vómito avisa de lo que nadie quiere pensar que pueda ser.



   Dominada la escena política por Cánovas  con la promulgación el 30 de junio de 1876 de una nueva Constitución, son los amores y amoríos del rey, sus venturas y desgracias, los que mantienen el interés del pueblo por su monarca: su boda por amor, como lo hacen los pobres, con María de la Mercedes, hija del duque de Montpensier; la desgraciada muerte del amor; sus escarceos con la contralto Elena Sanz, también con otras muchas; su matrimonio, ya sin amor, por razones de Estado, con María Cristina de Hasburgo, ella sí enamorada.

   Pero si el pueblo está pendiente de su rey, el rey también está pendiente de su pueblo. Durante las inundaciones ocurridas en Murcia en el otoño de 1879 el rey visita los pueblos anegados por las aguas. En un momento dado un hombre de edad, cubierto de barro se abraza al monarca. Ninguno de los hombres dice palabra; pero sus ojos vidriosos dicen más que el movimiento de los labios. Cuando se le recordaba el episodio el rey solía decir: “Ha sido el discurso más hermoso que he oído en mi vida”. Lo mismo ocurre cuando varios terremotos asuelan extensas zonas de Andalucía, sobre todo en Granada y Sevilla; y más tarde cuando la muerte acechándole ya, se presenta en Aranjuez, contra la opinión de médicos y gobierno, para asistir a los afectados por la epidemia de cólera que diezma la población. Hasta seiscientas personas fallecen diariamente en España a causa de la enfermedad. Se había introducido la epidemia por los puertos de Valencia y Murcia durante la primavera de 1885, pero pronto se extendió por otras regiones, llegando en verano de aquel año a Madrid. Durante las horas que dura su visita ofrece el Palacio del Real Sitio para alojar en él, si ello fuera necesario, a los afectados y después, se dirige al hospital Civil para agradecer en persona la labor que la madre superiora de las Hermanas de la Caridad, al servicio de aquel hospital, prestan a los enfermos; propósito que no puede cumplir, pues la Superiora de la orden, contagiada del mal, se halla al borde de la muerte.

   Durante los casi once años de reinado Alfonso XII gana el  título de rey pacificador, apelativo poco difundido. Los gobiernos de Cánovas y Sagasta, sobre todo los del primero se emplean en conseguir o conservar la paz. El fin del conflicto carlista al principio del reinado, la paz de Zanjón, en Cuba, poniendo fin a la Guerra Grande, aquélla nacida en 1868 con el  grito de Yara, paz efímera, rota por la Guerra Chiquita, a la que el general Polavieja puso fin con victoria española, fueron algunas de las paces obtenidas para dicho reconocimiento.

    Y aún tiene tiempo Alfonso XII, al final de su reinado, de ejercer como rey pacificador o al menos, contribuir a la paz. Se había celebrado en Berlín la conferencia que con el nombre de la capital alemana a pasado a la historia. Allí se habían repartido los ricos países europeos el África negra. Eran tiempos de auge colonial, y las naciones con pretensiones, muchas, y con poder, unas pocas, trataban de consolidar imperios coloniales. El océano Pacífico, poblado de millares de islas, muchas sin más dueños que los nativos que las habitaban, eran apetecidas por los voraces países europeos y los Estados Unidos.  Uno de aquellos archipiélagos es el de las islas Carolinas, descubiertas, en el siglo XVI, por navegantes españoles y bautizadas así en homenaje al rey Carlos II. Colonizadas al principio, los misioneros que las habitaron fueron asesinados por los nativos. La falta de interés y de medios las mantuvo en el olvido hasta que el ánimo expansionista alemán alerta a España. Ambas naciones envían buques a fin de izar sus banderas en el archipiélago: España en la tierra que considera propia y Alemania en la tierra en la que considera no ha tomado posesión España. El 12 de agosto de 1885 el embajador alemán en España anuncia al gobierno de España la intención de ocupar Las Carolinas, ante el abandono español. La creciente tensión en las relaciones entre los dos países se ve acompañada por muestras de indignación popular que clama contra todo lo alemán. Alfonso XII escribe una carta al emperador Guillermo, mientras Cánovas y Bismark acaban aceptando el arbitraje del papa León XIII, quien con salomónica sabiduría otorga la soberanía a España y ciertos derechos comerciales al Imperio Alemán.

   En noviembre el estado del monarca es de suma gravedad. Está en el palacio del Pardo a donde se ha trasladado con la vana esperanza de aliviar los síntomas de su enfermedad. El día 23 sufre una recaída. Postrado en su lecho, Alfonso XII agoniza. El día 25, a las nueve menos cuarto de la mañana, con la reina a su lado, rodeado de su familia, la corte y el gobierno, el rey fallece.

   Al mismo tiempo, en otro lugar de Madrid, en su domicilio del número 14 de la calle que lleva su nombre, otro hombre, importante en la historia reciente de España, agoniza también. Es don Francisco Serrano, duque de la Torre. Admirado unas veces, criticado otras, fue militar y político, presidente del gobierno, jefe de Estado, regente,  casi rey. Ahora yace enfermo del corazón. Dicen que en su agonía, animado por una fuerza desconocida, se incorporó gritando:
   ─Dadme la espada. El rey se muere y debo estar a su lado.
   El 26 de noviembre, al día siguiente del óbito real, mientras se celebraban las exequias del rey Alfonso, casi olvidado, ignorado en su postrer momento entregaba su vida a Dios el último de los espadones del siglo XIX.

   Comienza una nueva etapa para España: la regencia de María Cristina de Hasburgo, algunos la llamarán doña Virtudes, que encinta dará a luz un nuevo rey. Es el comienzo del turnismo político  ─algunos llamarían a este tiempo los años bobos─, que es en realidad un remanso de paz si pensamos en lo sufrido por España antes y lo que tendrá que sufrir tras el asesinato de Cánovas y el desastre colonial.
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EL PODER DE LOS EUNUCOS

   Casi al mismo tiempo que en España Felipe IV, a sus quince años, heredaba la corona española, a nueve mil kilómetros de distancia, en China, hacía lo propio con el trono del Dragón el joven Hsi Tung que, también a los quince años, sucedió a su padre, quien a penas tras dos meses de reinando resultó muerto, según todas las sospechas, por envenenamiento. El joven Hsi Tung, ahora el emperador Tianqi, pronto quedó bajo el dominio del eunuco Wei Zhongxian.

   Durante la dinastía Ming, más que en ninguna otra, los eunucos habían logrado adquirir una notable importancia en la administración imperial. Muchos procedían de familias pobres cuyos padres ansiaban, mutilando a sus hijos, mejorar su posición social. No parece que fuese el caso de Wei. Aunque no se conoce mucho de su vida antes de entrar en palacio, sí se sabe que fue castrado para poder entrar al servicio del palacio imperial y eludir así la condena por unas deudas de juego. Así fue como al llegar al poder Tianqi, Wei tenía una importante posición obtenida gracias a sus argucias y al decidido apoyo de Wan Li, la concubina favorita del emperador fallecido y madre del joven emperador.

   Tianqi era de naturaleza enfermiza, inculto y más dado a los placeres del sexo y  a las manualidades que a las tareas del Estado. Había sido criado por la señora K’o. Como Wei, tenía esta señora un gran ascendiente sobre el emperador y era tan perversa como aquél, por lo que no tardó mucho en conseguir el favor del eunuco jefe Wei, en sustitución de la señora Li. La juventud  y sobre todo la falta de interés por los asuntos del gobierno facilitaban a Wei el manejo de la administración del imperio en su propio provecho. Alejado de toda tarea de gobierno, dedicado a sus diversiones preferidas que le facilitaban sus malvados favoritos, cuando se cumplió el año de su reinado, sintió deseos de contraer matrimonio. Sus consejeros le presentaron a las finalistas de un concurso de belleza convocado por el Imperio en el que el premio para la ganadora era convertirse en la consorte imperial. Tianqi eligió a Perla Preciosa: una joven de quince años, con el nombre acorde con su belleza y con las cualidades que pronto exhibiría a favor de su esposo. Ese era el nombre de aquella muchacha del pueblo, huérfana y hermosísima, culta y sensata: la futura emperatriz.

   Mientras Wei hacía y deshacía a su antojo. Algunos censores presentaban sus memoriales, criticando el gobierno del Imperio. Los censores eran eruditos, disponían desde hacía más de cinco siglos de la academia Donglin, dedicada al estudio, y tenían el privilegio de poder emitir informes sobre la marcha del imperio.

   Uno de aquellos censores era Yan Lieng. Como se conserva el informe que presentó, discrepando del arbitrario gobierno de Wei, sabemos hasta qué punto el nepotismo, la corrupción y la tiranía se habían impuesto sobre China. Cuando Wei leyó de sí mismo cómo había realizado abominables purgas de funcionarios, introducido en su lugar analfabetos fieles a su dominio, infringido la ley, reclutando una guardia de eunucos para su servicio, usado las banderas imperiales en sus desplazamientos, como si fuera el propio emperador y, en el colmo del atrevimiento, logrado que los decretos firmados por el emperador comenzaran diciendo. “Nos y nuestro eunuco ministro decretamos…”, ordenó la detención del censor y su tortura hasta morir. No fue el único que corrió la misma suerte.


León de Fo o Buda. Las figuras de estos seres mitológicos se situaban
en la entrada de palacios, templos y establecimientos, como protectores
de dichos lugares y custodios de la Ley, pero nada pudieron hacer ante
la perfidia del eunuco Wei y su cómplice la señora K'o.

   Mientras el infame Wei dirigía su despótica acción de gobierno, la siniestra señora K’o, su antigua aya, trataba de neutralizar los efectos beneficiosos que Perla Preciosa ejercía sobre su esposo. Le suministraba afrodisíacos para exacerbar sus pasiones o le mentía sobre los antecedentes penales de la familia de Perla Preciosa. Para anular las astucias de la dama K’o, la emperatriz tuvo que emplearse a fondo, pero cuando, al año de casados, en 1623, Perla Preciosa anunció su estado de buena esperanza, la agresividad de los tiranos para defender su posición, les llevó a cometer la mayor de las atrocidades. Wei convenció a Tianqi para que se sustituyeran a las damas que atendían a la emperatriz, bajo el pretexto de infidelidad y participación en intrigas palaciegas, y se reemplazaron por otras fieles a sus dueños. Tan bien y tan leales fueron las nuevas damas que una de ellas ocupada de dar los masajes a la emperatriz, se empleo con tanta energía que el heredero nació muerto.

   Así siguieron las cosas hasta que tres años después, en 1626, con el emperador muy enfermo ya, a las puertas de la muerte, Perla Preciosa recibió la visita de Wei Zhongxian. En el colmo de la ignominia propuso a la emperatriz asumir la regencia a la muerte de Tianqi, y aún más, para asegurarse una regencia prácticamente vitalicia, propuso  que anunciara un nuevo embarazo que, como hijo del emperador, encumbrara a un hijo de una pariente suya.

   Perla preciosa, oído esto, actuó con más rapidez de la que los tiranos podían esperar y convenció al moribundo Tianqi para que nombrara sucesor a su hermano menor Chongzhen. Éste ante el lecho de muerte de su hermano aceptó el nombramiento y se convirtió así en el que sería el último emperador de la dinastía Ming, asistido durante los primeros tiempos  por su cuñada Perla Preciosa.

   Wei Zhongxian, el jefe de los eunucos, el Duque exaltado, título con el que se había hecho nombrar, el que había ordenado erigir templos en su honor, y ser venerado casi como un dios, huyó de palacio. Sin escapatoria posible, se suicidó ahorcándose. Cuando su cuerpo fue encontrado, su cuerpo fue descuartizado y su cabeza, separada del tronco, colgada en la puerta principal, a la entrada de su ciudad natal.

   La señora K’o también fue detenida. En sus aposentos fueron descubiertas varias concubinas encintas, quién sabe si para, según los planes de los desalmados, hacer pasar, cuando nacieran, a alguno de aquellos infantes como hijo de la emperatriz y usurpar el trono. No tuvo, pues, la señora K’o un final feliz; se le condenó al lingchin, la tortura de los mil tajos. Por suerte para ella, acaudalada como era, pagó al verdugo para que el primero de aquellos mil cortes fuera el definitivo.

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FATALIDADES

   Si ciertos hechos ocurren, sea por la fuerza del destino, sea por mera casualidad, después de haberlos presentido sus protagonistas, es cosa que nos resulta difícil saber. Son sucesos fatales que nos impresionan porque, pese a ser soñados o presentidos por sus víctimas, parecen resultar inevitables.

   Así le sucedió a Catulle Mendés. Nacido en Burdeos en 1841, llegó a París en busca de gloria con apenas dieciocho años, y la consiguió. Literato polifacético, de su pluma nacieron obras de teatro, novelas, cuentos, ensayos, libretos musicales, poesías…

   En 1899 Catulle se hallaba reunido con unos amigos. Estaba inusualmente triste, meditabundo. Uno de sus amigos se lo observó y Catulle contó al grupo lo que le apesadumbraba: la noche anterior había tenido un sueño, en realidad una pesadilla, que aún le torturaba. En ella se veía sumido en la oscuridad de un túnel del ferrocarril, tumbado junto a los raíles y herido. Había perdido un pie y sangraba copiosamente. La vida se le iba, al tiempo que escuchaba una voz que insistente le susurraba: ¡Es el fin, es el fin! Y la sensación de realidad era tal, que recordaba la pesadilla como si aquella desgracia hubiera sucedido realmente.

   Los amigos de Catulle trataron de animarlo, de convencerle de que por nada debía preocuparse, pues todo había sido un mal sueño. Sin embargo, aunque Catulle recordaba a menudo aquella pesadilla, que no quería apartarse de su mente, el tiempo transcurría sin que nada ocurriera. Tenía una vida estable viviendo con su segunda esposa y dedicado a sus letras.

   Pero pese a todo, Catulle Mendés nunca dejó de coquetear con la muerte. Famosos fueron sus duelos, de los que siempre salió airoso, siempre hasta que el domingo 7 de febrero de 1909, diez años después de aquella pesadilla que siempre le atormentó, la fatalidad hizo presa en él. Esta vez no era un duelo con otro hombre, era un encuentro con un fatal destino. Había estado en París por la mañana tomando un aperitivo con varios amigos, ocupando el resto del día  en varias visitas hasta que alrededor de la media noche, se dirigió, acompañado por monsieur Hirsch, hacia la estación de Saint-Lázare. Hacía tres años que Mendés tenía alquilada una pequeña villa rodeada de jardines en el número tres de la calle Sully, en Saint Germain, para pasar los veranos, pero aquel invierno había decidido pasarlo allí también. Aquella noche, en Saint Lazare, tomó el tren camino de su domicilio.

   Como no hubo testigos, las investigaciones se limitaron a formular una hipótesis de lo sucedido. Muy probablemente las cosas sucedieron tal como se señaló en una nota redactada por la familia del escritor en la que se explicaba que de regreso monsieur Mendés a su domicilio, el tren se detuvo en el túnel existente unos metros antes de alcanzar la estación de Saint Germain,  por lo que monsieur Mendés, adormilado, creyendo haber llegado a su destino, inició el descenso del vagón, momento en el que el convoy se puso en marcha para recorrer los pocos metros que lo separaban del andén. La brusquedad del movimiento hizo perder el equilibrio a monsieur Mendés, que al caer sobre las vías y arrancar el tren fue mutilado por las ruedas de uno de los vagones, perdiendo el brazo y pie derechos, muriendo desangrado.



   La capilla ardiente se instaló en su domicilio parisino, siendo posteriormente enterrado en el cementerio de Montparnasse.

   El trágico caso de Méndes, turbador sin duda, no fue el único, porque igualmente patético, aunque las consecuencias para la víctima no fueron letales, fue el del pintor rumano Víctor Brauner.

   En los años treinta del siglo XX coincidieron en París, la meca del arte en todas sus tendencias, los españoles Esteban Francés, Oscar Domínguez y Remedios Varo con el rumano Brauner. Miembros del movimiento surrealista, a cuyo ideólogo, el escritor André Breton, admiraban y a cuyo círculo se unieron, se reunían a menudo en el estudio que Domínguez tenía en el Boulevard Montparnasse.

   Dentro de su estilo, las obras de Brauner mantuvieron durante algún tiempo una constante perturbadora. Era frecuente la presencia de ojos, ojos aislados, rostros con las cuencas de los ojos vacías, seres ciegos o tuertos. En 1931 Víctor Brauner pintó su autorretrato. Se le veía en él sin uno de sus ojos, con su cuenca vacía y sangrante. Al año siguiente pintó Paisaje mediterráneo, en el que la figura de un hombre  sujetando a una mujer se hallaba con una flecha clavada en uno de sus ojos. De la flecha pendía dibujada la letra D, ¿acaso la inicial del dueño de aquella flecha?

   Un día de 1938, como otras veces habían hecho, se reunieron en el estudio de Oscar Dominguez. Esteban Francés, que había sido amante de Varo durante sus tiempos de Barcelona, profirió algún comentario relativo a la promiscuidad de Remedios Varo, que mantenía varias relaciones simultáneamente. Remedios tenía treinta años, era una mujer atractiva y seductora. Se había separado de su marido y, liberal en su carácter y comportamiento, como sus compañeros, vivía la atmósfera desinhibida de la bohemia del París de entreguerras. El comentario deslizado por Francés, quizás movido por los celos, provocó que Domínguez saliera en defensa de su amiga. En un instante las voces se convirtieron en pelea entre los dos hombres. Algunos de los asistentes trataron de sujetar a los contendientes, pero Domínguez aún tuvo tiempo de alcanzar un vaso que arrojó contra Francés, con tan mala fortuna que impactó en el rostro de Víctor Brauner, que sujetaba a Francés. Brauner cayó al suelo y cuando, conmocionados todos por lo ocurrido, giraron a Brauner, observaron cómo el vaso había impactado en su ojo, de cuya órbita ensangrentada lo había sacado. Al levantarlo, pudo verse en un espejo y según contó después, en aquel instante vino a su mente la imagen de su autorretrato. El horror de una premonición fatal. 
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ISABEL II, AMANTE Y MADRE

   La política matrimonial del Estado Español, y de la propia reina madre, doña María Cristina de Borbón, con respecto a la joven reina Isabel II y a los intereses de España, no trajeron para aquélla más que su desgracia conyugal. Convertido el matrimonio de la reina en asunto de Estado, condicionado por las presiones que las grandes potencias europeas ejercían sobre el gobierno español, se impuso el bien de la Nación sobre la dicha y felicidad personales de doña Isabel, que se vio obligada a contraer matrimonio con don Francisco de Asís María Fernando de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, primo suyo, elegido y también obligado a ello, porque según se ha llegado a decir: “su mayor inconveniente era no tener inconvenientes”. Si la vida de Isabel, como reina, estuvo a merced de los espadones dominantes de la vida política, su vida como mujer transcurrió bajo el imperio de la pasión, en la que otros espadones sustituyeron al incompetente rey consorte. 

                                                       * 

   No tarda mucho Isabel en darse cuenta del error de esa boda, y pronto se queja. La falta de una satisfactoria vida conyugal mueve a la joven reina a la protesta. “La cuestión de Palacio” amenaza con convertirse en un sonado escándalo. Apenas acaba de casarse y ya aborrece a su esposo. Advierte a los ministros que las cosas no pueden seguir así: el divorcio sería lo más aconsejable. Más aún dice que en realidad no está casada con Francisco de Asís, pues, durante la ceremonia nupcial, cuando le preguntaron, no dio el sí a Francisco de Asís, y que si se abstuvo de decir no fue por el pellizco que su madre María Cristina le dio. 

   Tan crítica se vuelve la cuestión, que el gobierno trata de enfriar el asunto, calmando a la reina, y procurando que el rey consorte vuelva a Palacio, pues dañado su amor propio como marido –dijo-, lo había abandonado. Exige para su vuelta que el general Serrano, el paño en el que la reina seca las lágrimas de su desconsuelo y alivia las penas de su desdicha, deje Madrid. No parece dejar claro el arrebato de Francisco de Asís si su exigencia se debe a su dignidad de hombre herida o a simples celos. Todo es posible al conocer sus palabras sobre el general bonito: 
   ─¿Serrano?, Serrano es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse. Godoy al menos, para conseguir el favor de mi abuela, enamoró primero a Carlos IV. 

   Cuando Serrano marcha, Francisco de Asís vuelve a Palacio, aunque no solo, porque por otras puertas, empieza a entrar y salir un joven y atractivo marqués. Es Manuel Lorenzo de Acuña y Devite, grande de España y marqués de Bedmar quien ocupa ahora el corazón de la reina. Joven y rico, amante de la buena vida, de los teatros y los casinos, que frecuenta, estaba trabajando en París para la firma Rothschild. El marqués de Salamanca, que socio de los banqueros franceses ve la oportunidad, introduce a Bedmar en Palacio. No hace falta mucho más. La enamoradiza reina sucumbe a sus encantos y a sus propias pasiones.




   Tras Bedmar otros siguen sus pasos. Su naturaleza apasionada y su carácter inmaduro llevan a Isabel de los brazos de un amante a los de otro. Aún así, no olvida la reina sus obligaciones con el Estado. 

   A partir de 1850 y hasta 1855 Isabel II tiene un nuevo amor, José Ruiz de Arana y Saavedra del que, según se cree, queda encinta. El 19 de diciembre de 1851 nace una niña. Se le da por nombre el mismo que el de la madre, Isabel, pero como reproche a su presunta condición de hija ilegítima, siguiendo costumbres de siempre arraigadas en los españoles, se le moteja como “la Araneja”, cuya sonoridad no puede dejar de recordar la de otra insigne motejada del siglo XV, hija, dijeron entonces algunos, de Beltrán de la Cueva, quien poco después sería duque de Alburquerque, como duque es también Ruiz Arana, éste de Baena. Afortunadamente, al crecer la infanta, su respingona nariz permitió mudar el inicial mote de censura por el de “la Chata”, menos ofensivo y más cariñoso, con el que el pueblo la llamó desde entonces. 

   Casi seis años después, a las diez y cuarto de la noche del 28 de noviembre de 1857, en el palacio Real de Madrid, el tocólogo don Tomás del Corral y Oña, catedrático del hospital de San Carlos, atiende a la reina Isabel. Todo discurre conforme la naturaleza dispone. Acaba de nacer un varón, un príncipe. Es un niño aparentemente sano. La alegría de la madre es inmensa. El pueblo también manifiesta su gozo, aunque, con cierta malicia, llaman al recién nacido “el Puigmoltejo”. Y es que, aunque legalmente su padre es don Francisco de Asís, el rey consorte, casi todo el mundo cree saber que el verdadero padre de la criatura es el capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó y Mayans, el favorito de la reina entonces, y no el rey, que también había reconocido como propia a Isabel, la primera hija de la reina y hermana mayor de Alfonso. 

   Con un nuevo amante llegan nuevos hijos. Tres niñas: Pilar, Paz y Eulalia, también reconocidas por Francisco de Asís, aunque fruto según las malas lenguas de la relación con Miguel Tenorio, quien además de secretario de la reina, se ocupa de calmar los ardores de doña Isabel por aquellos años. El tiempo y los hechos parecen dar la razón al pueblo, al menos en cuanto a la paternidad de Tenorio de la infanta Paz, pues sus últimos años Tenorio los vivirá en el castillo bávaro de Luis Fernando de Baviera, esposo de la infanta, y en 1916 cuando se abra el testamento ológrafo de antiguo amante real, se comprobará cómo la infanta Paz había sido instituida heredera universal de todos sus bienes, algo si no concluyente, sí muy significativo. 

   A Marfori, quizás el último de los amantes reales, le abre el camino su tío político, el general Narváez. Carlos Marfori es el tipo de hombre que gusta a la reina Isabel. El general Narváez lo sabe y cuando presenta a su sobrino a la reina, puede comprobar como Cupido y él han acertado en el centro de la diana. No habrá descendencia de aquella relación, pero sí amor, afecto o necesidad en la reina por su favorito. Tanto, que cuando en 1868 estalla la revolución, ella de vacaciones en San Sebastián, ante la tesitura de volver a Madrid y mantener el trono, pero sin Marfori, o marchar al exilio, elige esto último con su querido Carlos. También acompañan a la reina fieles cortesanos: Pepe Alcañices, duque de Sesto y, como no, Francisco de Asís, el rey, bien acompañado por Antonio Ramos Meneses.

   La relación de Francisco de Asís y de Antonio Ramos Meneses, venía de antiguo. Sevillano, apuesto y complaciente, conoció en la capital andaluza a una señorita italiana, que se decía era sobrina del papa Pío IX. Antonio dedicó toda su atención a la damita durante una buena temporada hasta que, terminado el idilio y llenos sus bolsillos de alhajas y dinero, se presentó en Madrid con su fortunita. 

Retrato de Francisco de Asís. Museo de BB.AA. de Valencia

   En la capital de España Meneses pasea sus hechuras por el palacio Real, pero la reina, distraída con Tenorio, no se fija en él; sí lo hace, y mucho, Francisco de Asís. Cuando en el año de la revolución septembrina los reyes dejan España y se instalan definitivamente en París, en el palacio de Castilla, antiguo Hotel Basilewski, Francisco de Asís, ya sin el papel institucional que se había visto obligado a fingir, se ve liberado de toda obligación y se retira con su querido Meneses a su nido de amor en la rue du Sueur, cerca del Bois de Boulogne, por el que suele pasear llevando a Puigmoltó, Arana, Tenorio…, que así les puso de nombre a sus caniches. 

   Mientras, Isabel, en su retiro parisino, una vez proclamado rey su hijo Alfonso, va quedando sola. En los últimos años los generales, los políticos que tan frecuentemente habían acudido al palacio de Castilla, dejan de visitarla; y sus amigos van muriendo, como se pierden también, al terminar el siglo, los restos del Imperio que desde casi un siglo antes era la mínima expresión de lo que fue. Van a verla con bastante frecuencia el embajador en Paris, León y Castillo; a veces la emperatriz Eugenia que ya no lo era de los franceses como la reina tampoco lo era de los españoles, desde hacía muchos años y se ocupa de los asuntos del palacio un tal Joseph Haltmann, un húngaro de ascendencia judía, que lleva las cuentas, la administración y ejerce de secretario de Isabel. Es este Haltmann personaje bien curioso. No vive en el palacio de Castilla, pero pasa en él la mayor parte del día y de la noche, para disgusto de la duquesa de Almodovar y el conde de Parcent, que sí habitan el palacio, aunque en pabellones separados, y que cuando Haltmann aparece deben retirarse para que reina y secretario despachasen hasta altas horas de la madrugada en los aposentos de la reina.
    
   Quizás rumores sin fundamento, cotilleos del servicio, o quién sabe qué, quisieron convertir a Haltmann en sustituto de cuantos favoritos tuvo Isabel, pero lo cierto es que el secretario llevaría las cuentas y mantendría la tesorería del palacio con la diligencia de un buen comerciante.

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     En marzo de 1904 la reina Isabel viuda ya, pues dos años antes había muerto el rey Francisco de Asís con casi ochenta años, recibe la visita de la emperatriz Eugenia de Montijo. Convalece la reina de una gripe que acaba de superar, pero sale a recibir a su invitada. Se enfría, y cuando con Eugenia regresa a la caldeada sala de la que había salido, lo hace tiritando. Su estado se agrava sin remedio y el nueve de abril fallece. Con honores de reina, pronto iniciará el viaje hacia su último destino: el panteón de los reyes de El Escorial.
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