Aunque hacía tiempo que España había
dejado de ser una gran potencia, a finales del siglo XIX la Nación se aferraba
aún a su glorioso pasado con la posesión de Cuba, Puerto Rico, las islas
Filipinas y algunos archipiélagos en el Pacífico. Vino la guerra con los
Estados Unidos y el tratado de París a convencer, aunque a medias, de la
evidente realidad. A España, borrada como potencia colonial, sólo quedaba la
pequeña porción del África negra que los demás países le habían dejado mantener
en el Golfo de Guinea y otros pedazos de tierra arenosa al sur del Sultanato
Alauí, que ni siquiera habían sido ocupados. Fue por ello en parte, y también
por una resistencia a dejar ser alguien en el concierto de la naciones, tras la
derrota sufrida, por lo que al poco vio España la posibilidad de incorporarse
de nuevo, si bien precariamente, casi como mera comparsa, al grupo de países
colonizadores. Una cuestión de dignidad nacional, mal entendida hoy, pero quizá
no tanto entonces.
Tras el desastre del noventa y ocho,
España contaba en el norte africano con las ciudades de Ceuta y Melilla. Eran
estas ciudades territorio de España desde muy antiguo. La primera porque bajo
bandera portuguesa quiso permanecer con España cuando, en el siglo XVII,
Portugal rompió la unidad peninsular; y la segunda desde que tras estar durante
siglos dominada sucesivamente por fenicios, bizantinos, almorávides, almohades
o benimerines, con autorización de los Reyes Católicos, Pedro de Estopiñán, al
servicio de la Casa de Medina Sidonia, ocupó sin resistencia Melilla, una
ciudad prácticamente abandonada disputada por los sultanatos de Tremecén y de
Fez.
Hasta entonces, España no había
mostrado interés alguno por las tierras africanas de Marruecos. Su proceder
allí se había limitado a determinadas escaramuzas con las cabilas en una región
de habitantes indómitos e insumisos, incluso al Sultán. Hasta la guerra de
Marruecos de 1859, enmarcada en la política de prestigio concebida por O’Donnell que, además de suponer un título de duque para él
y otro de marqués para Prim, dejó nueve mil muertos, o la de 1893, en la que una mítica cabalgada
hizo famoso a un joven oficial de apellido Picasso, fueron ejemplo de ello;
pero al comenzar el siglo XX, sin colonias en América ni en Asia, España pone
sus ojos en África, donde también los ha puesto Francia y Alemania. El
descubrimiento de diversos yacimientos minerales despierta el apetito por
aquellas peligrosas tierras.
Sentadas las bases del
protectorado marroquí durante la Conferencia de Algeciras de 1906, cuyo reparto
entre Francia y España, con claro beneficio para aquélla, se materializaría en
1912, varios magnates españoles compraron los derechos sobre tierras mineras
próximas a Melilla. El oro y el moro ofrecían franceses y españoles al caudillo
local por los yacimientos, constituyendo, finalmente los españoles, en 1908, la
Compañía Española de Minas del Rif.
Poco sospechaban aquellos
inversores y las autoridades españolas el infierno en el que habían puesto sus
ojos, y que en los años siguientes causarían enorme número de bajas y el más
hondo pesar en la España de primeros de siglo XX.