EL PASO HONROSO

    Realizados más como divertimentos y ejercicios de destreza que como forma de desagravio para restituir honores maltrechos se celebraron durante toda la Edad Media innumerables torneos entre caballeros y señores. Eran diversas las pruebas en las que competían los contendientes: el juego del estaferno, en el que el jinete lanza en ristre golpeaba un muñeco giratorio era uno de los más inofensivos; otros suponían un grave riesgo para los participantes.

    Enrique II de Francia participó en un torneo en el que perdió la vida. Con motivo de la boda de su hermana Margarita con Filiberto de Saboya se organizó una gran fiesta con la celebración, en la calle Saint Antoine de París, de un torneo de jinetes. El rey participaba en el concurso. Todo transcurría con normalidad. Por fin se anunció el último lance, con el rey como protagonista. El rey y su rival, el conde de Montgomery comenzaron la cabalgadura a lomos de sus caballos engualdrapados. Sujetaban sus lanzas firmemente para derribar al contrincante cuando se produjo el choque, que fue brutal. Una astilla de la lanza del conde penetró por la visera del casco del rey. La astilla se clavó en la cara del soberano, entre sus cejas. Mal herido, se recurrió a los mejores médicos para tratar de salvarle la vida. Felipe II, envió a Vesalio, el más afamado médico de la época que estaba al servicio del rey de España. Nada pudo hacer por el francés. Tras una agonía que duró varios días Enrique II de Francia falleció.

    En ocasiones los torneos se celebraban como demostración de gallardía y entrega a una dama. Así sucedió en Puente de Órbigo, en el camino de Santiago, junto a un puente, de paso obligado en el camino de los peregrinos, que durante un mes permaneció bloqueado a los caballeros que, para realizar su “paso honroso”, debían enfrentarse al caballero retador: don Suero de Quiñones.

    Era don Suero de Quiñones un caballero leonés con entronque en la familia de los Luna. Ya no eran tiempos galantes los que le tocaron vivir, pero en Puente de Órbigo don Suero quedó prendado de una dama, doña Leonor de Tovar. Don Suero cortejaba a la señora, mas ésta rechazó a su pretendiente. Don Suero, inasequible al desaliento, todos los jueves se colgaba del cuello una argolla en señal de atadura a su amada. Decidido a dar muestras de su devoción por ella solicitó del rey, que se encontraba en Medina del Campo, permiso para la celebración de un torneo. Le fue dado, y don Suero regresó a Puente de Órbigo dispuesto al reto.

Puente de Órbigo

   Anunció que nadie, en el plazo de treinta días, podría cruzar el puente que cruza el río Órbigo y separa la población del Hospital de Órbigo sin batirse con él. Ayudado por nueve caballeros se dispuso todo lo necesario para el festival. También la presencia del personal necesario para el realce del torneo y la del Notario Real don Pedro Rodríguez de Lena. Durante un mes se sucedieron los combates. Nadie logró cruzar el puente, realizar un “paso honroso” entre las dos orillas, hasta que se rompieron 166 lanzas en combates victoriosos de don Suero y los suyos. Alemanes, valencianos, franceses, portugueses y caballeros de otros lugares pretendieron el paso; ninguno lo consiguió. Cuentan las crónicas que sólo un caballero quedó muerto tras un lance. Un catalán al que la lanza rival atravesó un ojo, penetrando en el cerebro, fue la única víctima. Pasado un mes de aquel año Santo Compostelano de 1434, don Suero y sus amigos abrieron el paso, y se dirigieron en peregrinación a Compostela. Allí el caballero leonés depositó ante el apóstol una réplica de la argolla, en realidad una gargantilla, símbolo de su amor por doña Leonor. Un año después don Suero llevaba al altar a su amada, y veinticuatro años más tarde, moría por la mano de uno de los caballeros vencidos en el “paso honroso”.

    Tratando de defender la honra de una mujer, cuatrocientos años después, se produjo un combate sorprendente, casi increíble. No fue un duelo. Se trató de una simple pelea, pero fue una de las luchas más novelescas, por la forma en la que se desarrolló, de las sucedidas durante el siglo XIX. Sucedió en la antecámara de los dormitorios de la reina Isabel II de España.

    Como se sabe, Isabel había contraído matrimonio con el poco varonil Francisco de Asís de Borbón. Isabel, que le llamaba Paquita, dijo de él que en la noche de bodas se presentó en el tálamo provisto de más puntillas que ella misma, lo que desganó a la reina, la única en aquella noche de bodas con algún apetito carnal. Naturalmente, la reina, muy joven y fogosa, como lo han sido los Borbones de uno y otro género siempre, precisaba aplacar su necesidad de cariño. También necesitaba engendrar hijos que garantizaran la continuidad de la corona. Varios fueron los amantes que a lo largo de su vida tuvo, y al que le cupo la suerte de darle un varón, el futuro Alfonso XII, fue Enrique Puigmoltó Mayans. Capitán del ejército, había sido introducido en la corte por la camarilla del rey. Había logrado enamorar a Isabel y dejarla encinta. Ya en estado de buena esperanza compartían una velada en los dormitorios de la reina, cuando Francisco de Asís acompañado del Ministro de la Guerra, el general Urbiztondo, se presentó en los aposentos de la reina, con el propósito de descubrir su infidelidad y promover un escándalo. Los alabarderos de palacio, que guardaban los aposentos, negaron la entrada a los recién llegados, pero ante la insistencia del rey y del ministro se mostraron indecisos. Al fin y al cabo era el rey quien quería ver a su esposa. Al escuchar la discusión el general Narváez, a la sazón Presidente del Gobierno, que estaba en palacio en otras dependencias con su asistente, se personó en la antecámara de la reina. Francisco de Asís exigió se le permitiese el paso. Narváez se propuso impedirlo:
    -Es imposible acceder al dormitorio de la reina sin su permiso.
    - Absurdo. Soy el rey, dijo Francisco de Asís.
   El general Urbiztondo, que secundaba a Francisco de Asís, insistió.
    - Esto es un atropello. El rey tiene derecho…
    El asistente de Narváez, al tiempo que colocaba su mano sobre la empuñadura de su espada, demostrando su determinación, dio un paso al frente.
    Ante el reto, Urbiztondo desenfundó su espada y atravesó el pecho de Osorio. Narváez, desenfundó su estoque al momento y se inició un combate entre los dos miembros del gobierno. Francisco de Asís, conmocionado por la muerte que había presenciado estaba pálido, horrorizado. El duelo era feroz. Se hirieron ambos rivales, pero continuaron su pendencia. Al fin, el general Narváez asestó el pinchazo definitivo. El ministro cayó fulminado y la intimidad de la reina a salvo(1). La corte y el gobierno trataron de ocultar lo sucedido. Se informó de dos muertes accidentales ocurridas en Palacio, restándoles importancia, y se dejó pasar el tiempo hasta que el asunto fue olvidado.

(1) Se dice de Narváez, el espadón de Loja, que antes de morir recibió el sacramento de la confesión. Una larga confesión en la que manifestó no tener enemigos por haberlos fusilado a todos.
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