Decía
José María Blanco White, el polémico heterodoxo afincado en Inglaterra, que “La opinión pública ha tratado a Carlos IV
con gran injusticia”. Convencido de que el monarca jamás se desentendió del
gobierno de su país, negó que fuera la caza su obsesión, sólo una afición
que no le impedía ocuparse de los asuntos del reino. Sostuvo que eran
Godoy, el favorito leal, el fiel cumplidor del mandato real, y los ministros,
con libertad de acción, los ejecutores de las directrices ordenadas. Y para
reivindicar la figura del cuarto de los Carlos, como hombre bueno, lo comparó
con el tercero, su padre, al que acusó de cruel en su trato a los jesuitas a
los que expulsó de España en una sola noche, sin previo aviso.
Es
posible, casi con toda seguridad, que Carlos IV fue un hombre bondadoso. Como
señaló el embajador francés al hablar del rey español: es su majestad el mejor de los hombres y el más débil de los
reyes. Y no debió ser una percepción equivocada ésta. Pese a los ditirambos
dirigidos por Blanco White al monarca, podría decirse en el mismo tono
hiperbólico que Carlos IV fue un rey absoluto que no hizo absolutamente nada
por sí solo. Las figuras que llenan los últimos años del siglo XVIII y los
primeros del XIX, fueron su esposa, el favorito y amigo de ambos Manuel Godoy y
el heredero Fernando.
Quizá
sea arriesgado formular tan categórica afirmación, pero lo cierto es que cuando
el 14 de octubre de 1788 ciñó la corona de España el cuarentón Carlos IV,
Jovellanos dejó escrito en relación al ascedente de la reina sobre su
bondadoso, pero dócil esposo: “En este
día primero, ambos recibieron a los Embaxadores de familia y ambos despacharon
juntos con los ministros de Marina y Estado, quedando desde la primera hora
establecida la participación de la reina como naturalmente y sin solicitud ni
esfuerzo alguno”. Puede suponerse, pues, que la opinión que de él se formó
el pueblo no podía ser menos favorable, y ello pese a ciertas iniciativas
tomadas en los primeros tiempos del reinado. Aunque Carlos IV recibió una gran
nación, fiel a su monarquía, con un ejército disciplinado y una más que
aceptable marina de guerra, las guerras y las malas cosechas en los últimos
años del reinado anterior habían dejado el país en una precaria situación económica
y la miseria extendida. Se condonaron, pues, por el nuevo rey algunas deudas
con el fisco, se moderaron los impuestos, el pan bajó de precio y se regularon
algunas costumbres, prohibiéndose que los carruajes circularan a velocidad que
supusiera un peligro para los viandantes o se multara a quienes profiriesen
palabras malsonantes o blasfemasen. Paños calientes algunas de esas medidas que
si bien no hacían sino aliviar muy momentáneamente la penuria, hacían feliz al
pueblo.
Carlos IV, por Vicente López. Museo de Bellas Artes de Valencia. |
Poco
podía hacer el nuevo rey. Si el padre llenó la Capital, y el país todo, de
carreteras, edificios, monumentos, puertas, fuentes…, el hijo no podemos decir
que siguiera el ejemplo paterno, al menos en su misma medida. Quizá no pudo, y
si pudo no quiso. Si el padre pavimentó calles, implantó medidas higiénicas en
la vía pública, el hijo se desentendió de dichas ordenanzas, y el Concejo de la
Ciudad, ante lo gravoso del asunto, acabó reduciendo la recogida de basuras y
limpieza al punto de que Madrid recuperó los nauseabundos aromas de los tiempos
de Fernando VI.
El
rey que añadía una unidad más al ordinal usado por su padre del mismo nombre,
no pudo hacer menos por su Nación, dedicándose, sin ejercer de rey, simplemente
a serlo, pues en realidad lo segundo más grato al rey Carlos de todo cuanto
hacía, que era bien poco, era cazar. Lo primero, y sólo por ir delante en el
orden cronológico, era encogerse de hombros.
Bien
diferentes eran las respuestas del padre a las del hijo. Aquél, cuando llegaban
a sus oídos las críticas a sus medidas higiénicas implantadas respondía: “Son
como niños, cuando se les lava, lloran”. Sin embargo el hijo…, veamos, veamos
algunas respuestas del hijo cuando las gentes de Madrid empezaron a protestar,
y con razón.
Era
en la Villa y Corte muy deficiente el suministro de agua. Su abastecimiento a
través de canalizaciones producía largas colas e inevitables altercados. Un
cortesano despachando con el rey, le advirtió sobre dichos problemas de
suministro. El rey se encogió de hombros, y dijo: “¿Y qué quieren que haga yo?
Un rey no puede hacer milagros”, y se fue a cazar. En otra ocasión encontró
sobre su escritorio, no se sabe quién pudo dejarla allí ni si con intención de
herirlo o de hacerle comprender la realidad y estimular su amor propio, unas
coplillas que decían:
¿Quién está cuando no estoy?
¡Godoy!
¿Quién llega cuando me voy?
¡Godoy!
¿A quién más cargos
le doy?
¡A Godoy!
¿Quién
manda en España hoy?
¡Mi esposa!
¿Y quién
manda a mi esposa?
¡Godoy!
¡Que tiene
gracia la cosa,
pues sólo
de nombre soy
el rey, que
lo es Godoy!
Y
al terminar de leerlas dijo: “Ya me decía mi padre que los madrileños son muy imaginativos
y muy mal pensados”, y se fue a cazar, otra vez.
Y
mientras, Godoy, uno de los miembros de esa “Santísima Trinidad en la tierra”,
que decía María Luisa eran Carlos, Manuel y ella misma, hacía y deshacía, era
amado por sus benefactores y odiado cada vez más por el pueblo y por Fernando,
el príncipe de Asturias, que había heredado todas las carencias de su piadoso,
sensible y bondadoso padre y ninguna de sus virtudes.