EL BASTARDO

   “Y antes de que saliésemos nos llegó la noticia de que el infante En Pere, teniendo sitio a un castillo de Fernando Sánchez, lo había cogido preso y lo había hecho ahogar. Y a nos placionos mucho cuando lo oímos porque era cosa muy dura que era nuestro hijo, y se había alzado contra nos, a pesar de que le habíamos hecho bien y le habíamos dado tan honrada heredad”.

   Así decía Jaime I cuando conoció que su hijo Pedro, el heredero, había cumplido sus instrucciones. Más razones de Estado que inquinas personales, que las hubo sin duda por parte de Pedro, parecen ser las causas de este fratricidio, y por las que el crimen, a decir de unos o la ejecución según otros, fue un castigo esperado y poco censurado, a tenor de las manifestaciones del rey que, sin rubor, demostraba su alegría por la eliminación no del hijo, sino del traidor.

    Aunque Ferrán Sánchez había sido siempre mimado por su padre que le dio títulos y rentas, nunca estuvo conforme con lo recibido y fue instigador de continuos problemas para el reino, bien por su influencia sobre la nobleza a la que soliviantaba, bien por entrar al servicio de los enemigos de su padre.

   Ferrán era hijo de Blanca de Antillón, una de las muchas amantes de Jaime I de Aragón. Posiblemente envidioso de su hermano Pedro, el heredero que él, por su nacimiento bastardo, nunca podría ser fue la causa por la que los hermanastros se llevaran tan mal.

Jaime I el Conquistador
Camarín de la Virgen en el monasterio del Puig de Santa María. Valencia

    En 1271, Ferrán acusa a su hermanastro de haber intentado asesinarle y que de milagro ha logrado escarpar de sus asesinos. Jaime, conquistador de reinos, pero blando con sus hijos, como siempre lo ha sido con sus nobles levantiscos, quiere saber lo sucedido. Pedro lo niega, pero no convence. Crecido al creer que su hermanastro parece quedar como culpable, Ferrán se siente seguro. En realidad no hay motivos para tal confianza. Pedro, aparte una personal inquina por Ferrán lo considera un peligro para el reino, máxime estando el bastardo al servicio del rey de Sicilia, Carlos de Anjou, asesino del abuelo materno de sus hijos, el rey Manfredo de Sicilia, y rival de la corona aragonesa. Su padre el rey también acaba convencido del peligro que supone para el reino la actitud de su hijo Ferrán, en tratos con el francés y cabecilla de los nobles aragoneses enfrentados a él.

   Así las cosas, no era más que cuestión de tiempo que suceda lo irremediable; y por fin Pedro está dispuesto a dar el golpe definitivo. Sitiado en el castillo de Pomar, cerca de Monzón, Ferrán sabe que su única salida es escapar. Disfrazado de pastor sale de su castillo al tiempo que un sirviente, vestido con sus ropas y a lomos de su mejor caballo corre al galope en dirección contraria, tratando de distraer a los sitiadores. Ferrán parece estar de suerte. Nadie repara en él. Todos corren tras el jinete que, a matacaballo, parece inalcanzable, pero no lo es. Cuando el sirviente es capturado y descubierto el ardid, se despliegan grupos de soldados en busca del fugitivo. Por fin lo encuentran. Está tratando de cruzar el río Cinca, pero su caudal es enorme y desiste. Se esconde entre los trigales. De nada le sirve. Es capturado. Ferrán teme a Pedro, sabe que le odia, pero confía en la habitual condescendencia de su padre. Siempre le perdonó. No sabe que ahora las cosas han cambiado, que es el propio don Jaime quien alienta a su hijo Pedro para suprimir el peligro que les amenaza. Y así lo hace. Cuando Pedro llega al lugar es su voz la que da la orden directa de arrojarlo al río y ahogarlo en sus aguas.

   Pese a sus palabras, es casi seguro que no fuera igual el sentir de don Jaime, que eliminaba un enemigo del reino, pero pedía un hijo; y el de don Pedro, que siempre mantuvo un conflicto, a vida o muerte muchas veces, con su hermanastro, y que únicamente eliminó un enemigo suyo y de su futuro reino. El reino del que apenas un año después sería rey.
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GUSANOS

   1905 no fue un buen año para Rusia. Nada más comenzar el año, el día 9 de enero, según el calendario Juliano seguido aún en la Rusia zarista(1), una enorme multitud de manifestantes se dirige hacia el Palacio de Invierno. Los días anteriores se habían declarado varias huelgas. La situación de los trabajadores, de la población en general, es de gran penuria, y la guerra con Japón no hace más que empeorar las cosas.

   Encabeza la manifestación el pope Gapón. Enarbola una cruz, como otros participantes lo hacen con iconos; tampoco faltan retratos del zar. La manifestación, que parece una procesión, es una marcha pacífica, como parece desprenderse del manifiesto que el propio Gapón quiere entregar al zar Nicolás, que mal aconsejado, ha abandonado San Petersburgo la víspera. Sin embargo, en palacio no se tiene esa misma idea. El temor injustificado a un asalto cunde. Allí el gran duque Vladimir se contagia de ese temor, y su reacción da paso a la tragedia.

   Sobre el inequívoco sentido del manifiesto da cuenta el siguiente párrafo: “Nosotros, obreros y habitantes de la ciudad de Petersburgo, nuestras mujeres, nuestros hijos, y nuestros viejos padres impotentes, hemos venido a ti, Soberano, a buscar justicia y protección. Estamos en la miseria (…) Ordena llamar enseguida ante ti a representantes de la tierra rusa, de todas las clases, de todos los estados; el campesino y el obrero, el sacerdote, el capitalista, el maestro, ¡Que todos elijan sus representantes! ¡Que todos sean libres e iguales en el derecho de voto! Ordena pues que las elecciones para la Asamblea Constituyente tengan lugar sobre la base del sufragio universal secreto e igualitario. Es nuestro principal pedido”.
  
   Al llegar a la plaza del palacio la caballería carga sobre los manifestantes y varios destacamentos de policía y tropa abren fuego: “Locos de terror, los manifestantes emprendieron veloz huída en todas direcciones, pero ahora recibían los disparos por la espalda.”, dirá Kerenski, testigo de excepción de aquellos hechos.

   El resultado de aquel “Domingo Sangriento” es una masacre en la que mueren alrededor de mil personas entre hombres, mujeres y niños y varios miles más resultan heridos. El pope Gapón, que ha encabezado la protesta logra salvar su vida. Dicen que en un primer momento se ha hecho el muerto para después, pasados los instantes de mayor peligro, con ayuda de sus amigos, huir disfrazado(2).

Aunque provisto de buenas intenciones, Nicolás II vio como algo natural su situación. Por ello, poco después de ser coronado dijo:  "Que sepan todos que mantendré la autocracia con la misma firmeza que mi padre".
No supo comprender los cambios que se avecinaban y que acabarían trágicamente con su reinado y al fin con la dinastía de los Romanov.

    Al mes siguiente otro acontecimiento viene a echar más leña a la hoguera en la que se está convirtiendo Rusia. El 5 de febrero cuando el Gran Duque Sergio, gobernador de Moscú, persona muy poco querida por su carácter autoritario, viaja en su carruaje, un terrorista arroja una bomba al paso del coche. El Gran Duque muere en el acto, su cuerpo destrozado y el magnicida detenido. Sin embargo el Gran Duque no es llorado, al contrario, el ambiente revolucionario hace aparecer al asesino Kaliaev casi como un héroe.

   De este modo, mientras la inestable situación en Rusia se complica, la guerra contra Japón continúa. Todo había comenzado por la posesión de Port Arthur, en poder ruso, pero apetecido por Japón. Las cosas, en la impopular guerra con Japón, a ocho mil kilómetros de Rusia, toman mal cariz. La distancia es mucha para Rusia. La armada japonesa domina los mares y Rusia necesita más barcos en Asia. Se envía la flota del Báltico, que realiza una proeza inútil. Zarpa de sus bases europeas y recorre medio mundo hasta llegar a su destino. Siete meses necesita el almirante Rodiestvenski para dejar Europa, rodear África y en Asia ya, tratar de llegar a Vladivostok(3), lo que no consigue: poco antes de llegar a su destino, el 14 de mayo de 1905, la escuadra japonesa del almirante Togo sale al encuentro de la rusa en Tushima. El desastre es total, la flota rusa es prácticamente destruida o capturada y Rodiestvenski hecho prisionero.

   Pero la flota del Báltico hundida en los mares chinos no es la única que tiene la Rusia zarista. Otra importante flota esta en el mar Negro.

   La incendiaria situación que se vive tiene un nuevo episodio sangriento. La ciudad de Odessa en la ribera del mar Negro vive momentos de grandísima tensión. Sea por azar o debido al clima general de descontento, el caso es que pronto la ciudad va ha recibir ayuda.

   Por aguas del mar Negro navega el acorazado Potemkin(4). Seguramente el calor del recién inaugurado verano sea la causa de que la carne que sirve de rancho a la marinería del buque se halle infestada de gusanos. Cuando la tripulación conoce esto, se niega a comer la carne podrida. Para convencerlos de que no hay nada malo en ella, el médico del barco la examina y anuncia que está en perfectas condiciones para su consumo. Ordena que se lave con salmuera y se cocine, pero los marineros se siguen negando a comerla. La respuesta del capitán Golikov, que considera aquello como un motín, no es otra que ordenar el fusilamiento de los que se han negado a comer la carne.

   Cuando un grupo de marineros, constituido en pelotón de fusilamiento, apunta con sus armas a otro de compañeros suyos a la espera de la orden de disparar, un marinero, Matiushenko, activista revolucionario, logra que la tripulación se amotine y que los fusileros dirijan los cañones de sus armas hacia el capitán y los oficiales, disparando sobre ellos. Al fin los amotinados toman el control del buque y se dirigen hacia Odessa. Al conocerse en la ciudad lo sucedido, el pueblo se vuelca con los amotinados, les suministra alimentos, mientras desde el Potemkin se disparan cañonazos sobre las fuerzas zaristas. Finalmente el buque abandona Odessa, zarpa sin rumbo fijo y acaba entregándose a las autoridades rumanas en el puerto de Constanza.

  No acabarían aún las desgracias en aquel aciago año. Terminado el verano, con una guerra perdida y el país paralizado por constantes huelgas de carácter revolucionario llega el turno del campesinado.

    Cincuenta años atrás el abuelo de Nicolás, el zar Alejandro II, había firmado un decreto que abolía la servidumbre. El ucase, en teoría, liberaba a los campesinos de la situación de esclavitud en la que se hallaban: les permitía libertad de residencia, contraer matrimonio libremente, trabajar para sí mismos; incluso se les asignaban lotes de tierras en las que trabajar, pero que se entregaban a cambio de gravámenes que debían amortizar a lo largo de cincuenta años. Ello supuso en la práctica que muchos de aquellos campesinos recién emancipados seguían bajo la práctica autoridad de los nobles que mantenían buena parte de las tierras.

   Ahora en el invierno de 1905, los campesinos sin tierras acuciados por la necesidad y espoleados por los activistas comienzan a hacerse notar, se agrupan y, sobre todo en las zonas más productivas, donde el campesinado no era absorbido por la industria, comiezan a quemar las propiedades de los nobles, de los propietarios en general, en una acción de clase, en la que no importa el pensamiento liberal o conservador del terrateniente, sino el hecho de serlo. Más de dos mil haciendas son arrasadas, y las pérdidas enormes.  Al fin, el orden es restablecido por el gobierno del conde Witte, que en diciembre ordena la detención del presidente del soviet de San Petersburgo, Trotsky y todos sus compañeros de asamblea, instigadores de la mayoría de los actos revolucionarios de aquel año, que iban dejando de ser burgueses para adquirir un carácter proletario. La semilla de lo que culminaría poco más de una década después había sido puesta.

(1) Todas las fechas están indicadas según el calendario Juliano, que en este tiempo lleva trece días de retraso respecto al calendario gregoriano que no fue adoptado por Rusia hasta 1917; así el 9 de enero se corresponde con el día 22 del mismo mes en el calendario Gregoriano; el 5 de febrero, día del asesinato del Gran Duque Sergio, con el 17 de mismo mes y el 14 de mayo, fecha del gran desastre naval en el Pacífico, con el 27 de igual mes.
Sobre el cambio de un calendario a otro se hizo una breve explicación el “El tiempo pasará

(2) La muerte del monje Gapón constituye aún un misterio. Su cuerpo fue encontrado colgando de una soga en una cabaña en Ozerkiy el 10 de abril de 1906. Aunque se pensó en un principio en la policía como causante de su muerte, parece que fue un revolucionario de nombre Rutenberg,  uno de los que le ayudaron a huir en el “Domingo Sangriento”, quien le asesinó al descubrirse su colaboración secreta con las autoridades.

(3) El viaje de la flota estuvo salpicado de numerosos incidentes que demostraban la imprudencia y nerviosismo de los mandos: en aguas atlánticas la emprendieron a cañonazos con unos pesqueros británicos. El incidente, conocido como “El incidente Hull” supuso un gran conflicto con Gran Bretaña, cuya solución requirió muchos esfuerzos diplomáticos.

(4) Los detalles de lo sucedido en aquel buque están basados en lo representado en una famosa película realizada veinte años después, con la carga propagandística que imponía el régimen leninista gobernante en 1925; pero básicamente los hechos se corresponden con la realidad.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEVILLA

   Una sola vez ha estado el viajero en Sevilla, en una visita larga para verla, pero corta para conocerla, ya que de esta ciudad, capital de Andalucía, podría el viajero comenzar a decir y no encontrar final a sus palabras. Porque un país, una ciudad, un lugar se visita caminando, sí; pero también leyendo lo que otros caminaron y contaron a los demás.

   No guardará el viajero, como en otras ocasiones ha hecho, un orden cronológico, porque aunque la flecha del tiempo transcurre lineal, en Sevilla, el viajero lo percibe todo como un algo inmenso y sin orden. Primero, porque cuando al poco de llegar, en uno de los primeros paseos por la ciudad, por el barrio de Santa Cruz, se encuentra, más por casualidad que por otra cosa, la primera sorpresa: una calle corta, solitaria, con una pequeña, humilde y vieja casa, aunque bien cuidada, con sus ventanas enrejadas y bajo una de ellas una plaquita con tres palabras escritas: Velázquez, casa natal. El viajero sonríe. No es la primera vez que encuentra estos lugares escondidos y apartados fuera de las rutas turísticas y apenas visitados. Y no será su casa natalicia lo único que vea el viajero del genial pintor de nuestro Siglo de Oro, porque en la plaza del Duque de la Victoria, en la que el viajero espera encontrarse con el general Espartero, es con don Diego, pincel y paleta en manos, dispuesto a pintar el mundo de su época, a quien vuelve a ver.

   Poco después el viajero vuele a sonreír. De nuevo la suerte se alía con él, porque no muy alejado de los lugares donde los turistas, como un ejército de cazadores con sus armas convertidas en cámaras fotográficas, se agolpan en busca de instantáneas que llevar como recuerdo, el viajero encuentra otro lugar, regalo para la vista y remanso de paz: la plaza de Santa Marta. Camino de la catedral el viajero se fija en una persona que sale de un estrecho callejón, su entrada pintada de blanco, el pasillo que se abre blanco también. De haber ido distraído, y resulta muy fácil estarlo con la vista de la Giralda ante los ojos, es probable que el viajero hubiera pasado de largo, pero la curiosidad le puede y se adentra por el estrecho pasillo, dobla un par de veces al llegar a sendos recodos del camino y, tras cruzar un pequeño portal, llega a la plaza que al viajero le hace el efecto de ser un resumen de la Andalucía tradicional: muros encalados, rejas, naranjos, una cruz. Y otra vez, el viajero está solo en ese lugar. A quince metros la agitación de los turistas es frenética. A pie, en carruaje, la gente va de un lado a otro, vuelve, regresa otra vez: de la catedral, al palacio arzobispal, del Archivo General de Indias a los Reales Alcázares; pero allí sólo se escucha el silencio.



   El viajero durante este magnífico desorden que supone su trajinar por Sevilla vuelve a verse donde ya estuvo, en la plaza del Duque. Ha estado antes, muy cerca de allí, en el palacio de Lebrija y al salir, dispuesto a dar un paseo por la famosísima calle de las Sierpes, el viajero, de natural goloso, va a dar satisfacción a lo que más le gusta. Sabe que son famosos en Sevilla unos pastelitos que llaman yemas de San Leandro, y sabe también que se elaboran en el convento que hay bajo la advocación de este Santo. No los comprará en el convento, porque la impaciencia le hace sucumbir a la tentación donde más cerca las tiene, que es en el número uno de la calle de las Sierpes. Allí, en la famosa confitería “La Campana”, tras guardar turno pacientemente, compra una cajita de las famosas yemas que llevan el nombre del Santo, que fue obispo de Sevilla y hermano de otro más famoso aún y sevillano de adopción también: San Isidoro, autor de sus famosas Etimologías, compilación del saber de la época.

   El viajero dirá algo de San Leandro ─y de su hermano─, que no está bien tomar sus dulces, sin contar algo de lo que hizo y le llevó a los altares. Aunque parece que nació en Cartagena, como su hermano menor Isidoro, pronto se trasladó a Sevilla. Influyó mucho en la conversión de los godos arrianos al catolicismo, sobre todo de Hermenegildo, que abrazó la fe cristiana siendo, o apunto de serlo Leandro obispo de Sevilla. No estuvo solo en tal propósito. La esposa de Hermenegildo, Ingundis, una princesa franca y católica, tuvo también mucho que ver en ello. El caso es que convertido Hermenegildo, acabó revelándose contra su padre Leovigildo, arriano, proclamándose rey y provocando una guerra entre los godos españoles, en la que llevarían la peor parte, primero la ciudad de Sevilla, sometida a asedio por Leovilgildo, que acabaría tomándola el año 583; y después Hermenegildo y su familia. Él, porque fue capturado y, en una obscura y enigmática trama, asesinado en la cárcel de Tarragona donde estaba preso sin abjurar de su recién adquirido credo, lo que le valió la santidad cuando, en el siglo XVI, el papa Sixto V lo canonizó;  y su esposa e hijo, que, aunque habían sido puestos a salvo, eso creía Hermenegildo, bajo la custodia de los bizantinos, dominadores del sureste español, tendrían un futuro incierto: Ingundis parece que murió en el viaje, camino de Constantinopla, puede que en África, al decir de unos, en Sicilia, según otros; y Atanagildo, su hijo, del que sí parece que llegó a la capital bizantina, pero del que poco o nada se sabe.

   Pero no es de estas cosas de las que el viajero quiere seguir hablando, porque Sevilla aún no ha hecho más que comenzar a contarle cosas, y el viajero debe dar un paso más en su recorrido.

   Los dos hermanos, obispos y santos, tienen capillas en la catedral sevillana de mucha importancia, casi tanta como todo lo demás que el viajero verá en ella, una de las más grandes de la cristiandad. El viajero sube a la Giralda con mucho menos esfuerzo del esperado. Una rampa continua le lleva casi sin darse cuenta casi hasta la terraza. La vista de la catedral a sus pies, y toda la ciudad casi hasta el horizonte retienen un buen rato al viajero; sin embargo, cuando vuelve a bajar, al salir del templo, pero sin abandonar la catedral, evoca una historia fantástica que leyó hace tiempo, la de un amor que no pudo ser. Cuando el viajero accede al Patio de los Naranjos desde el interior, ve suspendidos del techo por medio de unos cables dos cosas que parecen fuera de lugar. Son un colmillo de elefante y un cocodrilo, que pasan desapercibidos para la mayoría de los visitantes que acceden al Patio por la puerta llamada del Lagarto. Al parecer, según Ortiz de Zúñiga, allá por el año 1.260, durante el reinado de Alfonso X el Sabio, el sultán de Egipto pidió al rey castellano la mano de su hija Berenguela, de las legítimas, la mayor. Entre los presentes que ofreció al rey para ganarse una decisión favorable incluyó un cocodrilo, que una vez muerto fue disecado. El paso del tiempo, que no perdona y todo lo convierte en polvo, deshizo el cuerpo seco del reptil y se tomó la decisión de hacer una copia del mismo en madera. Naturalmente Berenguela no partió hacia Egipto como hubiera deseado el sultán. Sabe el viajero que por ese mismo tiempo, Berenguela había sido ofrecida como esposa a Luis IX de Francia, pero la prematura muerte del novio dejó a la infanta castellana para vestir santos, a lo que se dedicó con verdadero interés, fundando conventos y profesando en el monasterio de Las Huelgas en Burgos.






   No puede el viajero dejar de acercarse al río que cruza la ciudad. De lo que hay asomado a sus orillas el viajero guarda en su memoria todos los detalles que puede; pero además de la plaza de toros de La Maestranza y la Torre del Oro, en su margen izquierda, gusta mucho al viajero el puente de Triana, primero de los puentes que de obra hubo y que en realidad tiene por nombre el de la reina que por entonces, mitad del siglo XIX, regía los destinos españoles: Isabel II. Ha leído el viajero en algún lugar que fue encargado a unos ingenieros franceses, que se inspiraron en otro existente en París, el del Carrusel, con el diseño que tuvo antes de ser sustituido por el actual de hormigón. Al viajero, al que éste de Sevilla le ha gustado mucho, lo ve sólido y firme y le alegra pensar cuánta vida ha pasado sobre él, y cuanta pasará sobre sus arcos en los próximos siglos.

   Nuevamente, en este discurrir a salto de mata por la ciudad y el tiempo, el viajero se encuentra ante los Reales Alcázares. De lo mucho que el viajero admira allí dirá poco, porque ya tiene aprendidas desde hace tiempo aquellas palabras de Voltaire en las que aseguraba que el secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo, y el palacio, o mejor dicho los palacios son tan magníficos que el viajero está seguro de no encontrar adjetivos suficientes para exaltar el esplendor del patio de las Doncellas, el salón de  Embajadores o los jardines, remanso de paz en los que el viajero apurará todo el tiempo que se le permite estar en ellos, hasta que la luna empiece a vencer al sol, y por fuerza deba volver al ruidoso ajetreo exterior.


   De un palacio a otro. Si terminó el día anterior en los Reales Alcázares, comienza el nuevo con la vista de otro, también importante. Porque los muros del de San Telmo también concentran mucha de la historia de Sevilla, y de España. El viajero que no ha podido resistir la tentación ha pasado por delante de su fachada, del hotel Alfonso XII, de la antigua fábrica de tabacos, llegado al parque de María Luisa y asomado a la plaza de España subido en un carruaje. Tantos tiene Sevilla, que no le ha resultado difícil tomar uno cerca del ayuntamiento. Le parece bien al viajero comenzar así el día, y además le resulta agradable escuchar el sonido de los cascos de la bestia sobre el asfalto. Al cruzarse su landó con otro repleto de turistas, se ve reflejado. Nunca ha renegado de serlo él también. Hace tiempo que dejó de preocuparse por la gruesa línea, que separa o funde, quién sabe, la actitud del viajero de la del turista. Al que ahora está en Sevilla le gusta ser las dos cosas. Ve a la velocidad del trote equino un poco de todo, que le ha dejado la sensación de de haber visto un mucho de nada, así que por la tarde vuelve a pie. Tranquilo, admira lo que ya miró por la mañana y en el parque de María Luisa encuentra un buen sitio donde sentarse un rato. Está ante el monumento a Gustavo Adolfo Becquer. Esta allí desde 1911 y está dedicado al poeta y, como no, al amor. Fue por iniciativa de los hermanos Quintero que se esculpiera, y bien que lo hizo el escultor don Lorenzo Coullaut. Allí sentado, a la sombra de la frondosa vegetación, el viajero piensa en lo acogedora que ha sido la ciudad para las gentes de otros lugares. Ya dijo algo de San Leandro y San Isidoro al principio, y como ellos otros muchos ha ido llegando y quedándose. En el cercano palacio de San Telmo,  también vivieron unos ilustres moradores.



   A mediados del siglo XIX el Estado, propietario del edificio, lo vendió a María Luisa de Borbón, esposa de don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, aquel infante francés, que lo sería también de España, y que no dejaría de serlo, pese a los muchos esfuerzos que hizo por poner sobre su cabeza la corona de España. Cuando en 1848 la revolución se adueña de Francia, el duque, hijo menor del rey francés Luis Felipe, con su esposa, la infanta María Luisa, hermana de la reina española, se refugian en España. Deciden instalarse en Sevilla, en los Reales Alcázares, donde les nace la primera de sus hijas; pero los duques, quieren casa propia, y San Telmo les parece un buen lugar. No es el duque hombre que pueda estarse quieto. Inteligente, culto y ambicioso, conspira mucho y más de una vez él y su familia tienen que abandonar su palacio. Los duques, entre idas y venidas, convierten San Telmo en una nueva corte. Reciben visitas. Una de ella es la de una mujer de edad avanzada llamada Cecilia, nacida en Suiza, pero que vive en Sevilla, muy cerca de San Telmo, en el patio de Banderas de los Reales Alcázares, gracias a la mediación de los duques y la decisión de la reina Isabel, que le ayudan ante el estado de necesidad en el que ha quedado tras el fallecimiento de su esposo, el tercero de los que tuvo, mucho más joven que ella, al que una tuberculosis se lo llevó antes de hora. Cecilia Böhl de Faber y Larrea, que utiliza un pseudónimo masculino “Fernán Caballero” en sus escritos, acude con frecuencia a San Telmo. Sabe escribir historias y también contarlas, y en el palacio sevillano hace las delicias de los duques y sus hijos, entre ellos de María de las Mercedes, llamada a ceñir la corona de España, pese a todas las rencillas familiares que obstruyen su relación con Alfonso XII. El viajero, aún sentado ante el monumento a Becquer, mira las figuras femeninas del monumento, alegorías del amor que llega, que vive y que muere; y piensa que así fue el de María de las Mercedes y Alfonso. El viajero, por fin, se levanta y deja el jardín, donación de la duquesa a la ciudad, pues pertenecían al palacio, el cual también donó, éste a la Iglesia, que lo convirtió en seminario.

   De vuelta, el viajero está a punto de terminar su visita; aún hecha una última mirada. Allí en lo alto ve el Giraldillo, símbolo de la fe. Con otra virtud, con la esperanza de volver, el viajero marcha. Aún tiene Sevilla muchas historias que contarle.

*Más fotografías de Sevilla aquí.
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