El XIX. LA NOCHE DE SAN DANIEL

   Al comenzar el año 1865 eran muchos los problemas de la Nación. Santo Domingo, que había vuelto cuatro años antes a la soberanía española por petición propia, tanto por la pretensión de sus dirigentes por conservar sus empleos, como en busca de protección frente a la vecina Haití o los Estados Unidos, luchaba ahora contra su protector en una guerra que agotaba los recursos españoles. Igual ocurría en el Pacífico donde buques españoles habían ocupado las islas Chinchas y, mientras la tensión crecía en la región, el gobierno enviaba al mando de lafragata Numancia al almirante Méndez Núñez. Es fácil comprender, que la situación del erario público fuese de extrema precariedad.

   Gobierna en esos tiempos el general Narváez y dirige la Hacienda Pública el ministro Barzanallana. Propone éste, al que la necesidad obliga, un empréstito forzoso de seiscientos millones de reales, pero la medida no es bien vista por los contribuyentes, que encuentran el apoyo de la oposición, y el ministro acaba retirando la propuesta y dimitiendo. Es entonces cuando surge de la reina una propuesta que Narváez se encarga de anunciar con teatral solemnidad. El 20 de febrero hay sesión en la Cortes. Cuando accede el duque de Valencia al atril, informa a los diputados de la oferta hecha por la reina. En un tono de inmoderado enaltecimiento, fácil de confundir con la adulación,  habla de cómo, viendo la crítica situación de necesidad de la Nación, le dijo la reina que no podía desentenderse de realidad tan alarmante y decidía poner a disposición de la Hacienda Pública determinados bienes del Patrimonio Real para su venta y alivio de las cuentas públicas(1). No terminan aún las lisonjas a la reina y manifestaciones de bondad del proyecto. Llegado el momento de votar, el diputado murciano don Lope Gisbert, en un último gesto de coba a la reina, propone que se redacte un mensaje de adhesión a la soberana, en agradecimiento a la liberalidad demostrada para con la Patria. Compara a Isabel II, con la que, llevando el mismo nombre, pero el ordinal primero, hizo entrega de sus joyas para financiar las expediciones colombinas. Todo ello se vota, y propuesta y redacción del mensaje se aprueban.

   Pero la aparente armonía parlamentaria se ve rota apenas cinco días después. El día 25, en el periódico “La democracia”, don Emilio Castelar publica un artículo en que devalúa “el rasgo” de la reina. Más que una liberalidad de la reina, ve Castelar el proyecto como una rapiña, un expolio a la Nación para, con el pretexto de la necesidad que de caudales precisa España, atender las propias y caprichosas necesidades reales: “Sólo de esta suerte ─escribe Castelar─ se concibe cuanto ha pasado aquí; la improvisación del proyecto; el sacrificio de Barzanallana; la retirada del anticipo; la presentación como un donativo al país de aquello mismo que del país es propiedad exclusiva; el entusiasmo de una mayoría servil y egoísta...”, para terminar concluyendo: “Vease, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derecho para protestar contra este proyecto de Ley que, desde el punto de vista político, es un engaño; desde el punto de vista jurídico, una usurpación; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo (...)".

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   Cierto era que las fincas objeto de la enajenación eran de la Nación, pero no menos cierto que de las mismas el usufructo era de la corona, y que, habiéndose reservado ésta las más valiosas y los tesoros artísticos del país, permitía la venta de las que sin producir rentas, sólo exigían gastos para mantenerlas. Que resultara beneficiada la reina con la cuarta parte del importe de la venta resultaba para Castelar, y para los que con su artículo abrieron los ojos, un enorme escándalo.

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   El gobierno reacciona indignado. Ordena a don Juan Manuel Montalbán, Rector de la Universidad, abrir expediente promoviendo la expulsión de Castelar de su cátedra de Historia; pero negándose el Rector a ello, presenta la dimisión al ministro de Fomento, a cuyo cargo está la educación.

Emilio Castelar. Museo de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.

   Apreciado el gesto del rector Montalbán por los estudiantes, quieren estos, en desagravio, ofrecer a don Juan una serenata ante su domicilio. Piden, pues, permiso al gobernador civil de Madrid don José Gutiérrez de la Vega, que lo da, pero justo antes de la reunión, revoca el gobierno el permiso y los estudiantes, contrariados, ante las puertas del gobierno civil, orquestan una sonora pita.

   El lunes, día 10 de abril, festividad de San Daniel, toma posesión como nuevo rector don Diego Rodríguez de Bahamonde y Jaime, marqués de Zafra, afín, como es de suponer, al pensamiento del gobierno. No gusta al estudiantado el nombramiento. Los ánimos están caldeados. Al salir el nuevo rector a la calle es recibido por los estudiantes con silbidos. Llueven sobre el marqués “pelotillas de papel y huevos frescos”. Requerida la fuerza pública, disuelve ésta a los alborotadores, que por la noche se concentran en la Puerta del Sol, frente al Gobierno Civil. Son muchos los manifestantes, y aún parecen más por los transeúntes que por lugar tan concurrido discurren y por los curiosos que se dan cita en la plaza. Nada de esto detiene a González Bravo, ministro de Gobernación, hombre propenso al autoritarismo y al empleo de medidas contundentes. Por su orden irrumpe en la plaza, sable en mano, la guardia civil a caballo. La confusión es absoluta, la desbandada general, las cargas en la Puerta del Sol y calles adyacentes indiscriminadas. En la misma plaza fue muerta una señora francesa y un anciano, que resultó ser antiguo guardia civil; un empleado público, Ildefonso Nava, cayó en la calle de Arlabán; en la de Carretas un balazo alcanza a un escribano de apellido Mota, que se hallaba en un balcón; más de una decena de muertos, incluido un niño de nueve años, y unos doscientos heridos es el trágico balance de la sangrienta noche de San Daniel.

   Al día siguiente, se reúne el Consejo de Ministros. Una víctima más, tras los luctuosos acontecimientos de la víspera, va a extender el luto en momentos de tan grande pesar: discuten lo acontecido la noche anterior los ministros de Gobernación, señor González Bravo, y de Fomento, el veterano don Antonio Alcalá Galiano. Muy afectado debía estar el anciano don Antonio, pues, repentinamente sufre un fulminante ataque de apoplejía que, dejándolo sin conocimiento, apenas le ha dejado tiempo para musitar una fecha, 10 de marzo.

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   Tal día del año 1820 había dejado huella en la vida de Alcalá Galiano; y ahora, cuando don Antonio, un anciano de 75 años, es responsable del ministerio que ha dejado mudas las gargantas de Castelar en su cátedra y de Montalbán en el rectorado;  de un gobierno censor de quien escribiera contra el trono, la religión, la propiedad y la familia en palabras de Lafuente, aquella fecha  aún no se había borrado de su memoria. Porque aquel día, en otra plaza, la de San Antonio de Cádiz, concurrida por el pueblo deseoso de ver la proclamación de la Constitución de 1812, tropas leales a Fernando VII, irrumpieron en la plaza sembrando terror y muerte, y don Antonio Alcalá Galiano estaba allí, entre el pueblo.

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   Trasladado a su casa, nada pueden hacer los médicos por el antiguo liberal, y sobre las 5,30 de la tarde muere el ministro de un gobierno desacreditado e impopular.

   El clamor en contra del gobierno es imposible de enmudecer y Narváez acaba dimitiendo. Una vez más, otro espadón, Leopoldo O´Donnell le sustituirá, y los acontecimientos se producirán vertiginosamente: Isabel II será cuestionada, las intentonas antimonárquicas se sucederán, y el camino hacia la revolución será imparable.

(1) Pero esos determinados bienes dispuestos para su enajenación no comprenden, claro está, y así se expresa en el artículo 1º del proyecto, el Palacio Real, con sus caballerizas, cocheras y demás dependencias, los Reales Sitios de Aranjuez, San Ildefonso, El Pardo y San Lorenzo; los reales sitios del Buen Retiro, la Casa de Campo y la Florida, los palacios de Barcelona, Valladolid y Palma de Mallorca, y el Castillo de Bellver; el Real Museo de Pinturas y Esculturas, la Armería Real, la Alhambra y el Alcazar de Sevilla y el patronato del monasterio de las Huelgas y del convento de Santa Clara de Tordesillas. Todos estos lugares quedaban perpetuamente ligados al Patrimonio de la Corona.

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¡FUEGO!

   Aunque para los antiguos era uno de los cuatro elementos constitutivos de la materia, lo cierto es que desde el punto de vista científico no es más que el efecto visible de la combustión de ciertos materiales al alcanzar su punto de ignición. Si bien al fuego se le atribuyen efectos purificadores y por tanto benéficos, como nos recuerdan muchas de las festividades que lo tienen por protagonista, no es menos cierto que posee efectos devastadores sobre muchas de las obras humanas, cuando accidental o premeditadamente las alcanzan.

   La impresión que provoca el fuego en su presencia más dañina estremece siempre. Y cuando afecta a las ciudades que quedan destruidas y sus moradores consumidos sin el alivio de recuperar sus restos, el sentimiento es de tan grande desolación que no hay consuelo ante la catástrofe, y la calamidad perdura en el recuerdo durante mucho tiempo.

   Unas veces por el impulso de orates, pues sólo en la mente de un loco cabe una calamidad así, por más que pueda disfrazarse de razones;  otras fruto del azar, las ciudades han sido presa de voraces lenguas del fuego, provocadas o no.

   ¿Quién no conoce a Nerón? Hacía tiempo que se había hecho consagrar como dios, y como un dios precisa de templo en el que ser adorado, Nerón deseaba poseer un gran palacio de oro para sí mismo. Pero Roma no tenía solar para tan gran obra. Pudiera ser que no fuera él quien, en el verano del año 64, ordenara el incendio de Roma, pero toda Roma lo creyó capaz de ello. Y Nerón, endiosado, que no tenía los remordimientos que atañen a los mortales, pensó en encontrar un culpable y lo halló en los cristianos. Construyó el emperador La Domus Aurea, su deseado palacio, en parte del vacío dejado tras el fuego, y fue edificando en el resto la nueva Roma. En ello estaba cuando murió Popea a causa de un aborto. La pérdida de la esposa y del hijo que esperaba, lo sumió en gran depresión. Vagaba errático el emperador por Roma cuando cruzó sus pasos con un joven de nombre Esporo. Se parecía tan extraordinariamente a la difunta Popea, que quedó prendado de él, lo llevó a palacio y, privado de su masculinidad, lo desposó.
   El final de Nerón no puede decirse que culminase iluminado por las llamas de la épica. Abandonado por casi todos, el cónsul Servio Sulpicio Galba y Cayo Julio Vindex se presentan en Roma para destituirlo. Cuentan con el apoyo del Senado y la neutralidad de la guardia pretoriana. Nerón está perdido, y tiene muy poco del dios que decía o creía ser. Intenta matarse. Primero con veneno, pero no se atreve. Después con un cuchillo que pretende clavarse en el pecho, pero antes prueba la punta de la daga con la lengua: “hace daño”, murmura, desiste. Finalmente opta por cortarse la garganta, tampoco puede; pero su secretario sí. Epafrodito le ayuda, y el loco dice en el postrer momento: “Ah, que artista muere conmigo”.

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   Tan famoso y devastador como el de Roma, fue el incendio que en el siglo XVII calcinó buena parte de Londres. Todo comenzó en el obrador de Thomas Farriner, en la calle Puding, el domingo 2 de septiembre de 1666. No se le hizo mucho caso al principio, pero el viento reinante favoreció la rápida propagación del incendio y cuando se quiso poner freno a las llamas ya era tarde. Unas 13.000 casas fueron destruidas y cerca de 100.000 vecinos quedaron sin hogar. Muchos de ellos, con lo que pudieron salvar, se aproximaron a la antigua catedral de San Pablo, pensando que sería lugar seguro. Los muebles se apilaban apoyados en el exterior de sus muros. Legajos, libros también fueron llevados al templo; pero las pavesas prendieron en su tejado de madera. Todo ardía. El techo colapsó y los libros y papeles acabaron siendo combustible que avivaron las llamas. Muchas otras iglesias y edificios públicos fueron destruidos también. El plomo se derretía, las piedras incandescentes cambiaban de color. Todo sucumbía ante el fuego; pero también lo hizo la enfermedad que enlutaba Londres desde el año anterior: la peste bubónica. Cinco días estuvo vivo el fuego destructor, que fue también purificador, y al tiempo que los londinenses perdían sus bienes y patrimonio, se libraban definitivamente también de la plaga que, aunque ya en los momentos finales de su virulencia, se había cobrado la vida de cien mil londinenses.

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   Pero a veces es una pequeña parte de una ciudad o un solo edificio el arrasado por las llamas, aunque tan importante que la conmoción causada produce un gran sentimiento de pérdida colectiva. Veamos algunos.

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   Es posible que el más devastador de todos los habidos en España de este tipo fuera el que asoló el viejo Alcázar madrileño durante la Nochebuena de 1734.  El fuego se propagó  con tal rapidez que pronto el Alcázar era una antorcha. Aunque se salvó lo que se pudo, mucho fue de lo se perdió. Muchos documentos e innumerables piezas suntuarias: tapices, muebles, porcelanas, relojes, imágenes de madera y esculturas, todo de gran valor, son apenas algo comparado con los lienzos de Durero, Velázquez, Tiziano, Rubens, Carreño o Van Dyck que las generaciones venideras se verían privadas de contemplar. No se supo con certeza dónde se originó el fuego destructor, pero hubo quien se atrevió a decir, y puede que así fuese, que unos cortinajes en los aposentos de Ranc, pintor de cámara de Felipe V, prendidos durante los festines celebrados esa noche fueran la causa. El caso es que Jean Ranc fue presa de una gran depresión muriendo pocos meses después.

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Pequeñas plazas, callejuelas y pasadizos conforman
 el dédado de la Alcaicería granadina.

   Granada disponía desde tiempos de los reyes nazaríes de un mercado muy notable de sedas y objetos suntuarios. Era este bazar de la Alcaicería un recinto cerrado, con jurisdicción propia, al que se accedía por ocho puertas, y en su interior las casi doscientas tiendas que ocupaban sus estrechas callejuelas, dicen los cronistas, era un primor digno de ver: pavimentos árabes, arcos de la más bella factura, rejas en puertas y ventanas. Cuidado y vigilado de día por soldados, y de noche, tras cerrar las puertas, por el alcaide y dos guardias, el recinto era la mejor zona comercial de la ciudad y orgullo de todos. Y así siguió, quizá algo decaído, hasta que en el siglo XIX, las llamas consumieron mercaderías, calcinaron puertas, destruyeron edificios, muchos de madera, y redujeron a cenizas el esplendor de la Alcaicería. Porque el 20 de julio de 1843, hacía las tres de la madrugada, el fuego se adueñó de todo. Mucho y de calidad era el combustible y en pocos minutos todo era pasto de las llamas. Su altura, aseguraron los presentes, alcanzaba la de la torre de la catedral, muy próxima al lugar, y su vigor tal que la campana de la capilla existente en el centro de la Alcaicería se fundió. Si fue o no que en uno de los locales del recinto, dedicado a la fabricación de fósforos, prendiera fortuitamente el peligroso material, no quedó esclarecido con rotundidad, pero sí que el lugar quedó reducido a una masa de escombros humeantes. Aunque no hubo víctimas humanas mortales, sí fue encontrado el esqueleto calcinado de uno de los perros alanos utilizados durante la noche por los vigilantes del bazar. Tiempo después se reharía el mercado, siendo hoy remedo de lo que fue, pero de nuevo abigarrado lugar comercial para delicia de turistas.

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    En 1850, en la Carrera de San Jerónimo, la reina Isabel II, en solemne sesión, inaugura el edificio de las Cortes. Habían ocupado aquellos solares el convento del Espíritu Santo y la casa palacio de los duques de Híjar, que antes había sido del comerciante genovés Carlos Stratta y después del Marqués de Spínola. Fue por un privilegio nacido en tiempos de Juan II, cuando don Rodrigo de Villandrando, que había regresado a Castilla con fama por sus hazañas en Francia, prestó gran servicio al rey Juan de Castilla durante el asedio de Toledo en 1449. Desde entonces tuvieron don Rodrigo, Conde de Ribadeo, y después sus descendientes, integrados en la casa de Híjar desde el siglo XVII,  la merced de sentarse a la mesa del rey en la fiesta de la Epifanía, y recibir del monarca el traje que éste vestía para la ocasión.
  Cuando la piqueta cayó sobre estos edificios para la construcción de la sede parlamentaria, la casa palacio de los duques ya no era más que los restos consumidos por el incendio que convirtió en humo una parte de nuestra historia(1).

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   Afortunadamente, no todos los incendios han sido reales. El 25 de noviembre de 1891 se anunció uno que sin tener llamas, quemó conciencias. Ese día el pueblo de Madrid despertaba alarmado y corría hacia el Paseo del Prado. Publicaba Mariano de Cavia en “El Liberal” que un voraz incendio había dado cuenta durante la noche de los fondos de la pinacoteca. Narraba el periodista aragonés, con gran imaginación, que la causa del fuego había tenido su origen en los desvanes del museo, donde habitaban algunos empleados, que utilizaban hornillos para cocinar, y describía con todo lujo de detalles escenas del rescate de las obras que, entre las voraces llamas, realizaban funcionarios y hasta gentes del pueblo, que llegados hasta el Paseo del Prado, colaboraban en el rescate. Trataba de llamar así el periodista aragonés la atención sobre el mal estado del museo y la necesidad de tomar medidas para que lo que en una ficción él había relatado,  no sucediera en la realidad. Tres días después, el ministro de Fomento visitaba el Museo, desalojaba los desvanes y ordenaba mejoras en la seguridad del edificio.    


(1) Se sabe que el privilegio dicho fue disfrutado hasta el reinado de Fernando VII. Hay fuentes que aseguran que durante la invasión francesa, el palacio de los Híjar pudo ser asaltado y los trajes perdidos entonces.
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