Por
Tordesillas se puede pasar o se puede ir, que siendo lo mismo son dos cosas
distintas; aunque el viajero las hace ambas: pasa, porque va hacia otros
lugares, pero va porque, cómo puede dejar de mirar el sitio en el que vivieron
reyes y reinas, donde amaron unos o enloquecieron otras, también de amor o
desamor, que como el pasar o el ir, siendo lo mismo son cosas distintas.
Porque
si hay persona de la realeza que habitara Tordesillas durante más de media vida
sin ser la villa capital del reino, esa fue doña Juana, primera reina de
Castilla y de España con ese nombre. No dirá el viajero cómo el apelativo con
el que ha pasado a la historia, en parte no se le atribuya con razón. Aunque si
de razones hubiera que hablar, no escaparían de parte de la culpa su esposo don
Felipe, duque de Borgoña, que la volvió loca de amor, sin que él la correspondiera en sus sentimientos; su padre, don Fernando, rey de Aragón, que
desconfiando de las intenciones del yerno, nada contribuyó al bienestar de la
hija; y su hijo don Carlos, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Todos
aprovecharon la debilidad de la reina para enclaustrarla a orillas del Duero
hasta el fin de sus días en 1555. Allí estuvo confinada durante más de cuarenta años la hija de los
Reyes Católicos. Cautiva, con la única compañía de su hija Catalina, hasta que
ésta partió para ser reina de Portugal. Vivió doña Juana, entre locuras y corduras, víctima primero de las desconfianzas entre su esposo y su padre
primero, luego en Tordesillas, siempre vigilada, y a veces con dureza, por sus linajudos
carceleros que, por mandato de los suyos, la querían mansa y dócil. Y lo consiguieron. Ni los comuneros, presentados ante ella lograron sacarla de su incertidumbre vital.
Estatua de Juana I en Tordesillas |
El viajero ve en Tordesillas un palacio, no el que habitó doña Juana construido por Enrique III, desaparecido en tiempos de Carlos III, sino otro, o lo que queda de él, convertido en convento y ocupado por monjas clarisas. Pedro I, justiciero para unos, para otros cruel, lo acondicionó finalizando lo que su padre Alfonso XI había comenzado. Pero allí lo que el rey castellano hizo fue amar. En ese palacio quiso a María de Padilla, a la que declaró su esposa tras su muerte. Y allí estuvo también, a finales de diciembre de 1808, Napoleón Bonaparte que ocupó algunas estancias del convento e hizo buenas migas con la abadesa María Manuela Rascón, que logró convencer al general corso para que perdonara la vida a dos españoles que habían sido capturados, disfrazados de frailes, espiando los movimientos de las tropas francesas. En la Navidad de 1808 despartieron la amable abadesa y el emperador. Preguntó aquélla por sus gestas al dueño de media Europa, contó éste historias de sus hazañas, ofreció café a sor María Manuela, y finalmente la dulzura de la monja se vio premiada con el título de abadesa emperatriz, lo que rehusó ella para cambiar dicha gracia por otro favor: la libertad de los cautivos que, a regañadientes, pero rendido a la bondad de la abadesa, Napoleón concedió.
Deja
el viajero de momento estas viejas piedras, a las que volverá más tarde, cuando
se abra el torno, para cumplir el encargo que él mismo se ha impuesto, y
adquirir unos dulces de los que elaboran las clarisas que aún profesan en el convento,
pues de los paladares que los degusten ya trae nota el viajero.
Y caminando
por los miradores que se asoman al río Duero el viajero ve unas casas
blasonadas. Son las casas del Tratado. Porque allí fue, en aquel, hoy apartado
e insignificante lugar, donde España y Portugal, las dos potencias marítimas de
la época, se repartieron el Nuevo Mundo que se acababa de descubrir. Juan II de
Portugal desde Setúbal, los Reyes Católicos en la propia Tordesillas, estaban
atentos a las negociaciones. Aceptado por el portugués cambiar la línea
horizontal, siguiendo los paralelos, que partiendo desde las islas Canarias
dividían la mar océana, por otra vertical coincidente con un meridiano, el 7 de
junio de 1494 ambas monarquías firmaron el Tratado que llevaría el nombre de la
villa donde se firmó. Hubo sus más y sus menos, deslizando la raya de las 100
leguas al Oeste de las islas Azores, según la propuesta del papa Alejandro
VI, hasta las 370 leguas después. Era lo
que Isabel y Fernando, a la vista de los informes entregados por Colón, podían
ceder, quedando Portugal conforme al asegurar sus posesiones y rutas africanas
y España lo descubierto por Colón por occidente.
Tordesillas. Casas de los Tratados. |
Con los dulces de las clarisas en sus manos el viajero se despide, dando un último paseo por la villa, se asoma al Duero, su puente medieval uniendo las orillas; enfila junto a la iglesia de San Antolín el camino de la plaza Mayor, porticada y sobria, ni grande ni pequeña, bien conservada, como si el tiempo se hubiera detenido en el siglo XVI, y llega a su alojamiento. Ha acogido bien la villa al viajero, no la olvidará en el futuro cuando, camino de otros destinos precise de parada y fonda.