¡QUÉ MALA SUERTE!

    Sin querer ahondar en cuestiones filosóficas acerca del fatalismo, la predestinación y el libre albedrío que lleven a discutir sobre la libertad del hombre, lo cierto es que hay ocasiones en las que suceden hechos indeseados, algunas veces de modo encadenado, que llegan a conmovernos por la indefensión ante lo irremediable.

    Y es que personajes de la historia tocados por la mala suerte hay muchos, pero si hay uno del que podemos hablar con propiedad de haberla tenido no es otro que el escritor uruguayo Horacio Quiroga.

    Casi recién nacido el pequeño Horacio quedó huérfano de padre. Un disparo de escopeta acabó con su vida. Si fue un disparo accidental o un suicidio no quedó esclarecido, el caso es que el pequeño Horacio quedó sin padre, aunque por poco tiempo. Su madre pronto contrajo nuevas nupcias; mas la mala suerte de Horacio no había hecho más que comenzar. Su padrastro muy deprimido a causa de una apoplejía decidió quitarse la vida, y no se le ocurrió peor manera que hacerlo con la escopeta que había dejado huérfano al chiquillo. En presencia de éste, Ascencio Barcos, que así se llamaba el padrastro de Horacio, apretó el gatillo del arma con el pulgar de su pie, muriendo en el acto.

    La vida de Horacio quedó marcada por el fatalismo y la desgracia. En mil 1902 Horacio Quiroga está en Uruguay. Ha regresado de Europa. En París ha conocido a Rubén Darío y a Manuel Machado, pero también ha pasado muchas penalidades. Y es en Montevideo donde la mala suerte le acecha de nuevo. Está en un hotel. Limpia el arma con la que su amigo Federico Ferrando se tiene que batir en duelo al día siguiente. Si el 6 de marzo de 1902 Federico debió morir o matar nunca lo sabremos. Accidentalmente a Horacio se le dispara el arma y pierde un amigo. La muerte de Ferrando ha sido fortuita, la justicia así lo entiende. Horacio queda libre y viaja a Buenos Aires.

    En 1910 contrae matrimonio con la jovencísima Ana María Cirés que le da dos hijos. El matrimonio se traslada a Misiones donde Horacio pone en funcionamiento una explotación agrícola, sin ningún éxito económico. Esto y el carácter atormentado de Horacio debieron ser la causa de que su matrimonio no durara mucho. Deprimida, Ana María también pone fin a su vida envenenándose.

    Aún continúan sus desgracias: pierde dos hermanos fallecidos a causa del tifus; pero entonces parece que su suerte cambia. Contrae segundas nupcias, esta vez con María Elena Bravo, treinta y un años más joven que él; sin embargo lo que puede parecer como la ruptura con la desgracia no es más que un espejismo. María Elena le abandona llevándose a la hija fruto del matrimonio.

    Y su mala suerte continúa con él mismo. Su salud nunca fue buena. Asmático desde la niñez, ahora a los cincuenta y ocho años se encuentra en un hospital. No es el asma la causa, sino una incurable enfermedad del estómago. Horacio pide permiso para salir. Se lo conceden. Cuando vuelve al hospital la vida se le está yendo. El cianuro comprado en una farmacia hace su efecto. A la mañana siguiente, 18 de febrero de 1937, yace sin vida en la cama del hospital.

    Sirvan unas rimas de Guillén de Castro escritas tres siglos antes para resumir la vida de quien se quedó en el intento de ser feliz.

                        Aquí yace un dichoso desdichado
                        que desdichado fue por ser dichoso.

*Algunos de los cuentos de Horacio Quiroga pueden leerse en http://www.patriagrande.net/uruguay/horacio.quiroga/cuentos.htm

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QUE EL CIELO LO JUZGUE

    Es una de las esculturas más famosas de su autor, y de entre las muchísimas que hay en el monasterio de El Escorial, de las más admiradas. Y la esculpió un artista tenido por corrupto, inmoral, sin más principios que aquellos que podían beneficiarle, mujeriego y sodomita al mismo tiempo y, asesino. Se podría pensar que con tal semblanza personal, hecha por los historiadores, según sus actos y su autobiografía “Vita”, su padre, Giovanni, un maestro de obras florentino y aficionado a la música, anduvo errado al bautizarlo con el nombre con el que expresaba la alegría de su nacimiento, de su llegada a este mundo: Benvenuto.

    El saludado y nombrado así por su padre nació al comenzar el siglo XVI. Su vida transcurrió entre amigos y enemigos, entre cuidad y ciudad. Ya de joven, en su querida Florencia, tuvo una disputa con los hermanos Guasconti, también orfebres: apuñala a uno de ellos y se ve obligado a huir, lo hace disfrazado de fraile. Su destino es Roma. Su fama crece, el Papa le quiere, le da trabajo y le protege. Allí participa en la defensa de la ciudad frente a las tropas de Carlos de Borbón, al que, se dice, ha matado de un disparo de arcabuz. No hay certeza de que fuera así, pero sí de que asesinó tiempo después a un guardia que en defensa propia había matado a un hermano suyo durante una pelea; y a Pompeo de Capitaneis, otro orfebre al que acusaba de quitarle el trabajo: dos certeros cortes con su puñal dan con el rival en tierra para siempre; pero Cellini es un artista famoso, quienes tienen el poder y el dinero quieren que trabaje para ellos, también el nuevo papa Pablo III, que le protege, como hizo el anterior, aunque también tiene enemigos, y algunos de ellos quieren vengar a sus amigos asesinados. Benvenuto huye. Primero va a Florencia, después Venecia, París, otra vez Florencia, otra vez Roma… y, nueva disputa, ahora con el famoso Bandinelli, al que tacha de mal escultor.

    Porque Benvenuto Cellini se tenía a sí mismo como un buen escultor, aunque fuera más conocido como orfebre. Lo cierto es que tenía genialidad sobrada para todo arte, y fue él quien, como inspirado por la gracia divina, realizó el Cristo de mármol blanco que hoy podemos ver en el monasterio escurialense.

    Esa inspiración le ha llegado en 1566, cuando Benvenuto tiene 66 años. Esculpe “el Cristo”. Primero lo realiza en cera, por fin en blanco mármol de Carrara. Está orgulloso de él. Aunque, durante su vida, no ha cumplido como un buen cristiano, Benvenuto, como él mismo dice, se considera inspirado por el Todopoderoso para realizar una obra que le sitúa al nivel de los más grandes escultores. El Cristo acaba siendo comprado por Cosme de Medicis, que no lo había aceptado como regalo del escultor. En 1576 Francisco I Medicis, sucesor de Cosme lo dona a Felipe II, que lo aprecia en lo que vale. Lo manda llevar al monasterio del Escorial, obra cumbre de su reinado: palacio, monasterio y sepulcro suyo. La desnudez del cuerpo, objeto de crítica, impide que sea instalado en la sala capitular. Los monjes se oponen a tenerlo donde se reúnen, pero no impide al rey Felipe admirar la perfección y la belleza de la obra. Queda instalado en una capilla donde aún está, cubierta su desnudez, pero igualmente admirable, tal y como lo concibió Benvenuto Cellini. Juzguemos sólo su arte: esplendido, y sea el cielo quien juzgue su alma, en la que creía como mejor parte del ser humano, según manifestó en su testamento.
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LA MÁSCARA DE HIERRO

    Que haya habido un hombre que, durante toda su vida, se haya visto confinado, sin ser culpable de delito alguno, y con el rostro oculto para que nadie pudiera reconocerlo, más aún, conocerlo siquiera, es algo que siempre ha despertado la curiosidad de historiadores, novelistas y en nuestra época directores de cine. Varias películas se han rodado, con más o menos rigor, relatando las desventuras de tan enigmático personaje.

    Aunque se ha dudado de su existencia; sin embargo, está comprobado por la historia que el enmascarado vivió, ya que se conoce el nombre de su carcelero, el mosquetero Saint-Mars, el lugar de su muerte, la Bastilla, y la fecha, el 19 de noviembre de 1703.

    También parece claro que no fue cubierto con una máscara de hierro. En realidad su rostro debió verse oculto por algún tipo de antifaz, probablemente del tipo veneciano, de terciopelo, que cubría frente, nariz y pómulos. Aceptada su realidad existen varias hipótesis acerca de la posible identidad de tan desgraciado ser. La más difundida, aunque no por ello la más verosímil, es la que le atribuye parentesco fraterno con el rey Luis XIV de Francia. Según esta teoría, el rey Sol no habría soportado la existencia de un gemelo que eclipsara su luz. Voltaire, influyente como pocos en el siglo XVIII, defendió esta hipótesis. Novelistas, pero también historiadores, en el siglo XIX, la apoyaron. El vizconde de Bragelonne, tercera parte de una trilogía formada por “Los tres mosqueteros” y “Veinte años después” de Alejandro Dumás padre, sirvió para difundirla. Pura fantasía, como lo fue también mucha de la historia difundida por autores románticos en el siglo XIX. Pese a ser aún la creencia más aceptada, historiadores más rigurosos y críticos rechazan dicha solución.

    Otra hipótesis sobre la personalidad del prisionero enmascarado recae sobre Nicolás Fouquet. Había entrado en la administración de la mano de su padre y poco a poco había ascendido hasta convertirse en ministro de finanzas. Amasó una gran fortuna y adquirió con parte de ella un palacio que acondicionó y decoró de tal forma que rivalizaba con los del rey. Preparó una gran recepción a la que asistió Luis XIV. El rey Sol, una vez más, envidioso, creyéndose oscurecido, mandó apresar a su ministro. Tras un largo e inicuo proceso, Fouquet no volvió a ver la luz. Surgen dudas sobre su muerte. Aunque se afirma que falleció en 1680, no consta certificado alguno de su muerte. ¿Permaneció preso después de su fallecimiento oficial? Fouquet hubiera tenido 88 años al morir en la Bastilla en 1703. Es improbable que fuera el enmascarado, pero no imposible.

    También pudo serlo Antonio de Matthioli. Éste era secretario de Estado del duque de Mantua. Joven, impulsivo, estaba en la cima del poder, y hacía uso de él. Para ello precisaba de mucho dinero, y a cambio de él ofreció a Francia una fortaleza, que no pensaba entregar: Casale. Luis XIV, engañado, lo capturó y ordenó fuera preso hasta el fin de sus días. Nadie preguntó por él. Tampoco su duque movió un dedo por salvarle.

    Estos personajes y otros muchos han sido propuestos por la imaginación popular y también por la de los estudiosos como el desgraciado enmascarado, habitante de la Bastilla, custodiado por el mosquetero Benigne de Saint-Mars, persona muy próxima al rey. Saint-Mars se llevó a la tumba en 1708 el secreto de su identidad, cinco años después del fallecimiento del hombre de la máscara de hierro.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BURGOS

     Las agujas de la catedral vistas desde el otro lado del Arlanzón emergen, por encima del arco de Santa María, apuntando al cielo, como si quisieran engancharse allí. El viajero cruza el arco, que es puerta, pero parece castillo, palacio y torre. Fue hecho en tiempos de Carlos I para recibirlo en una de sus visitas a la ciudad, y se le representó en él junto a los personajes más insignes que la ciudad había tenido hasta entonces y aún lo son ahora: don Diego Porcelos, su fundador; don Fernán González, el primer conde castellano desligado de los leoneses; y don Rodrigo Díaz, que no nació en Burgos, sino en Vivar, ni murió en él, pero que es allí donde dejó huella duradera de sus acciones.

     Por la puerta que hubo donde está la que el viajero cruza salió hacia el destierro con doce de los suyos(1), tras una campaña sobre Toledo sin el consentimiento del rey, al que tiempo atrás había obligado a jurar que no había ordenado dar muerte a don Sancho, el rey leonés, hermano y rival del castellano. Tiene el caballero de Vivar, en lugar destacado estatua ecuestre, de mediados del siglo pasado, vaciada por Juan Cristóbal. Está en actitud, que al viajero, poco dado a imaginaciones, le facilita comprender porqué a don Rodrigo se le ha atribuido la condición de “Cid Campeador”. Espada al frente y capa al viento, el viajero lo imagina fácilmente invencible por tierras castellanas, andaluzas o levantinas. El viajero no sabe cuantas como ésta habrá en otros lugares. Seguramente sea única, pero sabe de otra que tiene su original en Nueva York, y copias en Sevilla, San Francisco, Buenos Aires, San Diego y Valencia. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa del hispanista Archer Huntington, el fundador de la Hispanic Society. Archer Huntington era hijo de un importante industrial de la siderurgia. Su destino hubiera sido dirigir los negocios familiares, pero Archer prefirió el mecenazgo de artistas. Viajo mucho y España fue uno de sus países preferidos para hacerlo. Esta afición le llevó a constituir en Nueva York una fundación que se ocupara del estudio y divulgación de todo lo español. Así nació la Hispanic Society. Era el año 1904. Entre tanto viaje, su esposa, al parecer también aficionada a las artes, particularmente a las interpretativas, acabó fugándose con un director de teatro inglés. El divorcio se produjo inexorablemente y también el consiguiente convenio económico, del que el señor Huntington no salió bien parado. Tiempo después Archer conoció a Anna, una madura escultora. Tenía especial afición por la anatomía equina. Archer la trajo a España, ya casados, donde él demostraría mucho interés por la figura del Campeador, traduciendo al inglés el Poema del Mio Cid. Así el fomento de ambas aficiones dio lugar al boceto que Anna, ya de apellido Huntington, realizó para una estatua ecuestre del Cid Campeador, que sería colocada frente a la entrada principal de la Sociedad Hispánica. Tan admirada fue la escultura que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer una igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron.

     Si hay personajes con los que los españoles creen verse identificados el Cid es uno de ellos; representa la gallardía, el valor y el honor; el otro, también castellano, nacido quinientos años después de la imaginación de Cervantes es don Alonso Quijano, don Quijote, que también representa los mismos méritos; y la decadencia y la locura que se avecinaba en la recién comenzada centuria del mil seiscientos, el Siglo de Oro, bajo el exultante boato barroco y la locura guerrera de los Felipes y sus insaciables privados. Pobreza y locura, arte y genialidad.

     El viajero cruza el arco de Santa María y ve por primera vez la catedral. Su mole lo tapa todo sino fuera por los calados que los Colonia hicieron en sus torres. Llena de rincones, puertas, gárgolas, aún tardará el viajero en decidirse a ver el interior que sabe que iguala sino supera el exterior.

 Si fuera la saga de los Colonia hicieron lo que pocos supieron repetir, dentro ellos mismos y otros quisieron impresionar los ojos ya asombrados a la luz del sol: Felipe Vigarny pulió los sepulcros de don Pedro de Velasco, Condestable de Castilla, y su esposa doña Mencía de Mendoza. Las figuras de los yacentes casi hacen creer al viajero que pudieran ser cuerpos embalsamados en lugar de mármoles cincelados: tal es la perfección del detalle, que hasta las venas que discurren por el dorso de las manos de don Pedro parecen palpitar. Están los restos del condestable y señora en capilla propia, filigrana gótica obra de Simón y Francisco de Colonia, en la que el viajero ve el arranque de las nervaduras que conforman la bóveda; se cruzan poco después de nacer siguiendo paralelas hasta su destino en la clave. El viajero visita el claustro. En la capilla del Corpus Christi, a mucha altura, tanta que casi nadie lo ve si no se es buen observador o hay aviso por medio, está el cofre del Cid. La leyenda cuenta que estuvo lleno de piedras, pero los prestamistas Raquel y Vidas, que hicieron entrega a don Rodrigo del dinero para sus campañas en el destierro, lo creyeron lleno de oro, y en ese convencimiento y con la promesa de que sería suyo en el plazo de un año si en dicho tiempo el prestatario no estaba de vuelta le concedieron el préstamo. El Cid les impuso una condición: no deberían abrirlo hasta que expirase el plazo. Los prestamistas aceptaron convencidos del buen negocio que habían hecho. Pusieron el cofre a buen recaudo y el Cid partió hacia el destierro con su mesnada.

     Mucho le queda al viajero por ver, sobre todo en las afueras. Por un lado el Monasterio de las Huelgas Reales, lugar de descanso de reyes, hoy patrimonio del Estado. El monasterio esta cuidado como siempre lo ha estado por monjas de clausura. Es grande, fuerte, con una gran torre, y encierra mucho digno de ver; pero el viajero hablará de lo que más le gusta. Al otro lado de la ciudad, también en sus afueras está la cartuja de Miraflores. Pequeña, delicada, también gótica. Esta cuidada por monjes cartujos. Aunque la fundó Juan II, fue su hija Isabel la Católica quien llevó su construcción a buen fin. La obra, según planos, fue cosa de los Colonia, Juan y su hijo Simón. La reina Católica quiso que sus padres yacieran allí y encargo a Gil de Siloé la talla de sus sepulcros. Fue una buena elección. El viajero ve los sepulcros de Juan II e Isabel de Portugal y se pregunta quién sino él pudo hacerlos con tal primor; acaso su hijo Diego, que dejó constancia de su buen hacer en la escalera dorada de la catedral, que el viajero ya vió.

     El viajero vuelve al centro, camina por el animado Paseo del Espolón y vuelve a cruzar el Arco de Santa María. Casi al lado de la catedral esta la iglesia de San Nicolás. El viajero sube para verla por dentro. Sabe que hay un retablo labrado en piedra, que no puede dejar de ver. Antes entra otra vez en la catedral, por la puerta principal, a los pies del templo. Van a dar las horas y el viajero quiere ver el “Papamoscas”, artilugio con un autómata que señala las horas golpeando una campana al tiempo que abre la boca con cada toque. Las horas han pasado. Es tiempo de partir y de que el viajero visite otros lugares.

(1) Fue Manuel Machado quien en su poema “Castilla” dice que partió hacia el destierro con doce de los suyos:

                                        El ciego sol, la sed y la fatiga
                                        por la terrible estepa castellana
                                        al destierro con doce de los suyos
                                        polvo, sudor y hierro el Cid cabalga.

En realidad su mesnada estaba formada por unos trescientos hombres y su destierro duró seis años.

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