Que ambos casos sucedieran durante el convulso siglo XIX no resulta extraño, pues aunque desde muy antiguo hubo lances para satisfacer ofensas, fue en el siglo XIX cuando los duelos se democratizaron. Desafíos entre escritores, periodistas, políticos o militares se sucedían ante el ultraje más peregrino.
Y como siempre fue así, de uno u otro modo se trató de regular la arraigada costumbre de resolver injurias y disputas personales por medio del duelo. Ya el Fuero Viejo de Castilla regulaba estas disputas. Era una forma de reconocer la existencia de una práctica difícil, si no imposible, de frenar.
Los siglos transcurrían. Los reyes seguían penando los duelos y sus consecuencias; la Iglesia, en el Concilio de Trento, que los consideraba “artificios del demonio”, también, excomulgando a los partícipes.
El Barroco fue época de espadachines. En Francia, mientras Richelieu prohibía los duelos, los desafíos proseguían y los duelistas, deseosos de resolver sus ofensas en el campo del honor, concebían la infracción de la ley como un estímulo. Decía Hercule-Savinien Cyrano, de Bergerac, que “el honor mancillado sólo se lava con sangre”, él, que en la época de los espadachines participó en varios duelos, aunque eso sí, según reconoce, solo como padrino o second, dispuesto únicamente a batirse con sus iguales en el lado opuesto.
Pero fue el siglo XIX, el siglo del Romanticismo, el que vio elevarse hasta la sinrazón el número de duelos entre caballeros. Desde la Revolución Francesa, los burgueses y las clases medias no quisieron ser menos que los nobles, y los duelos se hicieron populares, se democratizaron. Cualquiera podía exigir una satisfacción a cuenta de la más insignificante ofensa. Bien con espadas, sables o pistolas, los duelos se sucedían por la menor afrenta. Cuenta Saint-Foix que en cierta ocasión se hallaban dos individuos sentados uno junto al otro en un teatro. De repente, uno de ellos se dirigió al otro rogándole abandonara su plaza y ocupara un lugar varios asientos más alejado de él. No pudo por menos que molestar al intimado la petición que, irritado, pidió al impertinente la causa de su requerimiento. Se negó este, aduciendo razones de urbanidad para no herir sus sentimientos, mas como insistiera el otro, viose obligado a exponer los motivos de lo que parecía insolente orden. ─Caballero, es que usted apesta. Apestan sus pies, apesta su sobaco y apesta su aliento. ─Me ofendéis, y mañana se presentarán a usted mis padrinos para la elección de las armas. ─Pero caballero, pensadlo bien. ¿Veis en vuestro mal olor razones para un duelo? ¿qué conseguiríais? Si me matáis seguiríais oliendo igual de mal, si os mato, oleríais peor aún.
Fuera como fuese, el caso es que, a la continua sucesión de lances, en toda Europa y también en España se redactaron códigos que, aunque no siendo legales lo parecían, regulaban todo lo relacionado con los duelos.
En España fue don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del Monte, el autor de ese Código, que recibió el título de “Lances entre Caballeros”. Había nacido don Julio en 1860 en el seno de una aristocrática familia y tras una frustrada carrera militar que debió abandonar apenas comenzada a causa de una enfermedad, estudió la carrera de Derecho, que le permitiría desarrollar una brillante carrera pública. Recuperada su salud, se ejercitó en varios deportes, hasta lograr ser un notable jinete y esgrimista. Y no solamente: su actividad deportiva le llevó a practicar también la gimnasia y el ciclismo, y a ser miembro del primer Comité Olímpico Español. Hombre cabal y honesto, en 1895, siendo jefe de Administración en el Ministerio de Hacienda, denunció la corrupción que afectaba a determinados concejales del ayuntamiento de Madrid. Atañían las acusaciones a unos negocios sobre diversas obras en la capital y sobre algunos solares en la céntrica calle de Sevilla, de la que Cabriñana era copropietario y por los que los regidores denunciados habían ofrecido pingües ganancias, al proponerle la compra por el ayuntamiento a precios sobrevalorados. Irritó mucho a los denunciados la acusación, que alcanzaba incluso al ministro de Fomento Sr. Bosch. Todos trataron de defenderse negándolo, y en esas maniobras estaban cuando una noche, saliendo el marqués de la casa de su tío don Guillermo Moreno, en el número dos de la calle de Felipe IV, sufrió el atentado de dos individuos que le vigilaban. Le esperaban apostados tras una caseta de telégrafos, y al verle aparecer a la altura del Museo del Prado le dispararon. Una de las balas atravesó la capa del marqués. Este, que portaba un arma para su defensa, pues rumores sobre un posible ataque se venían oyendo los últimos días, disparó a su vez sobre los agresores, que huyeron cada uno por un lado. Cabriñana corrió en persecución de uno de los criminales, que huía en dirección al Jardín Botánico. Acompañaba al marqués en la persecución un sirviente de su tío y un sereno que al oír los disparos su unió a ellos, pero el agresor, como alma que lleva el diablo, se escabulló entre la espesura de los jardines próximos. Como no se descubrió a los autores, a nadie se pudo acusar, aunque en la mente de muchos estaba de quién era el impulso. La indignación por el atentado, en persona denunciante de hechos corruptos, fue enorme, y poco después dimitió el ministro Bosch, y una manifestación de más de cincuenta mil personas discurrió por las calles de Madrid, en desagravio del marqués. Poco más resultó de aquel asunto en el que todo quedó en agua de borrajas. El ministro dimitido seguiría su carrera política y muchos de los concejales, acusados lo mismo, serían elegidos diputados en las siguientes legislaturas.
También don Julio Urbina logró su escaño en las Cortes. Fue en 1898. Dos años después fue nombrado Director General de Correos y Telégrafos, y ese mismo año, recién comenzado el siglo XX, fue cuando se publicó el Código ya dicho, “Lances entre Caballeros”. Para mayor empaque de su obra el marqués apuntaba que el libro estaba corregido y anotado por varios ilustres nombres, de los que citados a guisa de ejemplo podemos señalar a don José Echegaray, al duque de Tamames y a los marqueses de Heredia, Vallecerrato y Alta Villa; varios militares con grado de Jefes y los profesores de esgrima Sanz y Carbonell, maestros del rey Alfonso XIII.
Del caso que se hacía de la obra de Cabriñana da cuenta el duelo que no llegó a ser entre los diputados don Indalecio Prieto y don Juan Vitórica, vizconde de los Moriles. Es cosa sabida que el verbo furioso de Prieto le granjeo más de una enemistad, y precisamente acres palabras del diputado ovetense, que hirieron el sentir del vizconde, motivaron que este enviase sus padrinos a Prieto. Enterado don Miguel Villanueva, presidente de las Cortes, del lance, llamó al diputado socialista para que, en evitación del duelo, ofreciera en la tribuna satisfacción a las demandas del vizconde. En respuesta ofreció Prieto firmar un documento en el que declaraba “no ser caballero, carecer de esa clase de honor (…/…), bastando con que usted muestre mi declaración a los ofendidos para que todo concluya, pues el Código de Cabriñana establece que no se puede ni se debe reclamar a quienes no sean auténticos caballeros y, en mi caso, ninguna prueba mejor que mi propia confesión”. Rechazó el Presidente la extravagante idea, que en tan mal lugar podría dejar a Prieto, y lo despidió, resolviendo el asunto como pudo el Presidente con el vizconde de los Moriles.
Diversos
cargos más ocupó don Julio, hasta que en