Martín Merino Gómez había nacido en Arnedo, en 1789. En 1813 tomó los hábitos e ingresó en la orden franciscana, pero no tenía buen carácter y su mal genio no tardó en manifestarse. En Santo Domingo de la Calzada comenzó a indisponerse con sus hermanos de claustro. No es fácil saber si fueron sus compañeros los que acabaron hartos de Martín o éste cansado de la vida conventual, lo que sí se sabe es cómo se despidió del abad: “Quédese en paz con su rebaño, que yo, si no puedo ser en otra parte un gran político, tendré la vanagloria de ser otro Lutero”, toda una declaración de intenciones.
De pronto, entre la multitud que se agolpa, un fraile se destaca, se aproxima a la reina y se inclina. Parece que realiza una reverencia ante su soberana, que va a pedirle algo, a entregarle una carta, mas sin que nadie pueda impedirlo, el fraile empuña un fino cuchillo que lleva oculto bajo la sotana, se abalanza sobre la reina y clava el acero en el cuerpo de Isabel. Hacer esto Merino y saltar sobre él los alabarderos que la protegen es todo uno, pero el daño ya está hecho. Merino es reducido y la reina con sus ropas ensangrentadas sujeta por los acompañantes que impiden se desplome.
Esto y sus tendencias políticas liberales, pues, le obligaron a huir de España tras el trienio liberal. Una parroquia en Burdeos lo mantuvo ocupado hasta que en 1841, ya en España, vino a establecerse en Madrid, en la iglesia de San Sebastián.
En la capital discurren sus días. Vive de decir misas por los difuntos y prestar dinero a las viudas pobres a un interés muy poco caritativo; y esto, porque parece que en 1843 le había tocado la lotería. Cinco mil duros fueron suficiente capital para ejercer de prestamista desaprensivo; pero la falta de caridad hacia sus deudores se la tomaban éstos por su cuenta, hasta el punto que pocos devolvían los réditos del capital prestado y aún el propio principal. De su poco ejemplar vida da cuenta el hecho de vivir en un mísero cuarto, en marital convivencia con su ama de llaves, en la calle del Infierno, donde algo de ese nombre se le adhirió al alma y el 2 de febrero de 1852 sintió una llamada muy distinta a la recibida cuarenta años atrás, cuando el traje talar se convirtió en el uniforme de su hacer.
Aquel dos de febrero la reina Isabel, que mes y medio antes había tenido su primera hija, Isabel Francisca, acaba de oír misa en la capilla del Palacio Real. La gente, el pueblo de Madrid, la espera en la calle, y aún dentro de palacio, para aclamarla y felicitarla por el reciente alumbramiento. Precisamente éste era la causa de los oficios en palacio y de los que se iban a celebrar instantes después en la basílica de la Virgen de Atocha. Acompañan a la reina, su madre María Cristina, el rey Francisco de Asís, los duques de Montpensier, el nuncio del papa, el Arzobispo de Toledo... También la recién nacida, la infanta Isabel Francisca, llevada por una de las camareras de la reina, la marquesa de Povar, se encuentra en el lugar.
Viste la reina aquella mañana muy elegante ─contaron las crónicas después que lucía un traje de terciopelo verde y sobre él, manto carmesí─, reflejando en su rostro la hermosura de sus veintiún años y la felicidad de su recién estrenada maternidad.
Isabel II |
Mientras Merino es dominado y a duras penas salvado de un inmediato linchamiento, la reina es llevada a sus aposentos. Los doctores Sánchez, Drument y Solís, con sumo cuidado examinan las heridas. El alivio es general. Aunque las lesiones podrían haber sido fatales, el bonito terciopelo y, sobre todo, el rígido corpiño que rodea la figura de la reina le han salvado la vida. Como una segunda capa de costillas, las ballenas del corsé han detenido la afilada punta que el fraile demente empuñó. Los médicos, aunque sin comprometer un pronóstico, redactan un parte relativamente tranquilizador: “A la una y cuarto de esta tarde al salir S.M. la reina nuestra señora de la real capilla y al pasar por la galería derecha ha recibido una herida que, después de haber rozado en el antebrazo derecho, se encuentra en la parte media anterior y superior del hipocondrio del mismo lado la cual tiene siete a ocho líneas en su diámetro transversal”.
La Iglesia también toma parte en el asunto. Siendo uno de los suyos, antes de entregarlo al poder civil, se prepara una ceremonia para cumplir con las leyes canónicas: se le afeita la cabeza para eliminar la tonsura y se le despoja del hábito; pero no se olvida de él. Le insta al arrepentimiento y pide clemencia al brazo secular al que lo entrega. También la reina solicita perdón para su agresor. No lo obtendrá éste. Ni el propio condenado lo reclama ni las autoridades piensan concederlo. El día 7 de febrero, sobre un asno, entre insultos, lo conducen al cadalso. A las doce del mediodía, a la misma hora en la que Merino trató de privar de vida a la reina Isabel, el garrote le espera. Apunto de ser ajusticiado pide hablar. Sobre los gritos del gentío vuelve a decir que sólo él es el responsable de aquello. Ni una palabra de arrepentimiento.
Y aún aseguran que dedicó palabras de desprecio al pueblo que le insultaba, mientras el verdugo giraba el tornillo y el silencio, que siempre se impone cuando la vida cede el paso a la muerte, se adueñaba de la plaza.
Al mismo tiempo que los médicos cuidan de la reina, Merino es interrogado. Se trata de averiguar si ha actuado por su cuenta o por mandato de otros. El fraile, en continua exhibición de mal genio, da muestras de su mal carácter: grita que ha actuado solo y se muestra orgulloso de su “hazaña”. Pronto se llega al convencimiento de que es un demente. Aún así, su futuro esta escrito. La pena de muerte es el castigo que un tribunal constituido el día 5, tres después del atentado, le impone: “Fallamos que debemos condenar y condenamos al reo Martín Merino y Gómez, por el delito de atentado contra la vida de la reina Su Majestad doña Isabel II, a la pena de muerte en garrote vil y a ser quemado el cadáver y aventadas sus cenizas.”
Y aún aseguran que dedicó palabras de desprecio al pueblo que le insultaba, mientras el verdugo giraba el tornillo y el silencio, que siempre se impone cuando la vida cede el paso a la muerte, se adueñaba de la plaza.