“En la noche del 28 de noviembre pasado se me presentó Olózaga con el decreto de
disolución de las Cortes y me pidió que lo firmase. Yo respondí que no quería firmarlo, teniendo para
ello, entre otras razones, la de que estas Cortes me habían declarado mayor de
edad. Insistió Olózaga. Yo me resistí de nuevo a firmar el citado decreto. Me
levanté dirigiéndome a la puerta que está a la izquierda de mi mesa de
despacho. Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me dirigí a la
que está enfrente y también Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta
puerta. Me agarró del vestido hasta obligarme a rubricar. En seguida Olózaga se
fue y yo me retiré a mi aposento”.
Así
cuenta Isabel, y transcribe el notario, tratando de justificar con evidente
torpeza(1), la firma del decreto de
disolución de las Cortes que Salustiano Olózaga, apenas transcurridos veinte
días desde que fuera declarada mayor de edad, le había presentado para su
firma, a una jovencísima Isabel que, con apenas trece años, no supo, no pudo o
ni siquiera supo si podía o debía negarse a los requerimientos de un todavía
joven y gallardo, y avezado Olózaga.
Firma de Isabel II. Fotografía tomada del libro España histórica, de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934. |
Fama
tiene don Salustiano de galán. Tiempo atrás, cumplidos por poco los veinte años,
cortejaba a una hermosa muchacha de quince, de nombre Dolores Quiroga, que lo
rechazaba de continuo. Obstinado en sus pretensiones él, Dolores no vio otra forma
de obligarlo a que la olvidara que hacerse monja, y algunas cosas cambiaron con
su decisión. En la fe, que Dolores dejó de usar ese nombre, haciéndose llamar
por otro de los que tenía, Patrocinio, y con sor Patrocinio se quedó, hasta que
las visiones y los estigmas con los que el Espíritu Santo aseguraba la
favorecía la convirtió en “La monja de las llagas”. Lo que no cambió fue el
rencor despechado del pretendiente que, siendo gobernador de Madrid, mandó que
la policía detuviera a la sor, a fin de aclarar el asunto de los estigmas, en lo
que él consideraba eran manejos de una tramposa. Nunca se sabrá si lo fueron,
aunque hubo sentencia que lo afirmó; pero sí que su fama se hizo grande y
llamada a ser muy influyente en las camarillas cortesanas.
*
Pero
Isabel II no es Dolores Quiroga. Su carácter no le impulsa al rechazo, y Olózaga
es muy apuesto. Su natural es, ya desde sus primeros años como reina,
enamoradizo o caprichoso, a partes iguales. Y con Olózaga una u otra cosa, sino
ambas, le ocurre. Y puesto que también es generosa, lo quiere premiar con el
Toison de Oro. Había en palacio una de estas medallas. Era la que se había
otorgado a José Bonaparte. Jugando, Isabel se la pone en el pecho a
Salustiano, éste se inclina rozando con
sus labios el hombro desnudo de la reina(2),
ella responde a la caricia:
─En cuanto sea reina, te entregaré una.
*
Y es aquel Olózaga seductor y fascinante a los ojos de la reina, pero calculador y
ambicioso el que entra en el despacho de la reina aquel 28 de noviembre de
1843. El Presidente del Consejo presenta tres documentos a la firma de Isabel.
Sin importancia dos de ellos, se refieren a condecoraciones; pero el tercero
hace preguntar a la reina:
─¿Y éste, Salustiano? ¿por qué quieres
disolver las Cortes?
─Es simplemente una cautela. Por si
acaso, por si lo necesito en el futuro ─responde el Presidente.
Y sin mayor reflexión la niña aún, reina
desde hace veinte días, rubrica el decreto y Olózaga se dispone a dejar
palacio.
─¡Ah, Salustiano! ─avisa Isabel─, ten, da
esta caja de bombones a tu hija, y no la abras hasta llegar a casa.
Olózaga está de suerte, al salir de los
aposentos reales ve al coronel Dulce, de guardia esa noche. Con los dulces,
regalo de la reina, en las manos, saluda al coronel.
Pero al día siguiente la tormenta se desata.
Enterada la marquesa de Santa Cruz, Camarera Mayor y sombra de la reina por ese
tiempo, de la firma del decreto de disolución de las Cortes, clama al cielo y
desesperada avisa a Narváez, ministro de la Guerra. No es don Ramón persona de
paciencia y sí, por el contrario, de mucho genio. Escucha a la reina, que
dice la verdad a medias, porque firmar sí, firmó, aunque no sabe muy bien, dice
llorosa, qué, cómo ni por qué.
Se llama al presidente del Congreso,
Pedro José Pidal. Hay que anular el decreto, destituir a Olózaga. La reina
firma lo que hace falta; pero el destituido no se arredra y prepara su defensa.
Enseña los decretos firmados por la reina a varias personas, la caja de
bombones, con la que sabe que el coronel Dulce le vio salir del despacho real,
y acude a entrevistarse con Isabel. Cuando llega a palacio encuentra a González
Bravo, quien será su sustituto, que le entrega un nuevo decreto firmado por la
reina: “Por motivos graves que me reservo
he decidido relevar a don Salustiano Olózaga de los cargos de presidente de
ministros y Ministro de Estado”.
Dos días después, el 1 de
diciembre, en las Cortes, se inicia un debate contra Olózaga ─y en general
contra los progresistas─, que da la batalla en defensa de su honor. Pero la
suerte está echada de antemano y Olózaga, el 13 de diciembre, abandona Madrid
por la puerta de Toledo camino del exilio. Como con la Monja de las Llagas, no
olvidará la afrenta y hasta años después, en los años previos a la revolución,
el rencor contra Isabel será patente en sus discursos.
(1)
El más evidente que la puerta que dijo había cerrado Olózaga carecía de
cerrojo.
(2) Un gesto infame, por el abuso que suponía sobre la indefensa reina, aún en formación física e intelectual, eufemismo en realidad de otros gestos más osados, quizá consentidos, y contra los que Isabel, indefensa, pero propensa por su naturaleza, no supo o no quiso oponer resistencia, cuando la consideración social entonces no debe ser contemplada con los ojos de hoy, ante un hombre apuesto de personalidad arrolladora y sin escrúpulos. Téngase en cuenta que ya Isabel era mayor de edad, si bien su proclamación como tal era por necesidad, por carecer España de Jefe de Estado, de regente, María Cristina exiliada en Francia, Espartero lo mismo, pero en Inglaterra. Y téngase también en cuenta que pronto comenzaría un arduo proceso en busca de esposo para la joven Isabel que, finalmente contraería matrimonio el 10 de octubre de 1846, el día de su decimosexto cumpleaños, con su primo Francisco de Asís de Borbón. Nadie la consideraba ya una niña, aunque lo fuera.