Fue durante la baja Edad Media cuando la Inquisición hizo uso frecuente de los juicios de Dios. Con la certeza de que los acusados serían incapaces de sobreponerse a los castigos a los que el verdugo les sometía, salvo hecho milagroso, los inquisidores no dudaron en invocar tales juicios para sus fines; sin embargo, en ocasiones, han sido los agraviados, en los juicios de los hombres, los que han emplazado a ordalías o juicios de Dios a sus jueces, para obtener justicia divina. El resultado: una mezcla de Historia y leyenda.
Fernando IV fue rey de Castilla entre los siglos XII y XIII, y ha pasado a la Historia con el apelativo del “el Emplazado” debido a su muerte inesperada, probablemente, a causa, según modernas investigaciones, de un ataque coronario. Fue en Palencia donde se produjo el terrible asesinato de Juan de Benavides, un notable personaje de la ciudad. Dos hombres embozados le asaltaron en la noche, dándole muerte. Nadie pudo reconocer a los agresores y pareció que el crimen quedaría impune, pero pasado largo tiempo, estando el rey de campaña por tierras de Andalucía, llevaron a presencia del rey a dos hermanos, Juan y Pedro Carvajal. Se les acusaba del asesinato de Benavides. Las pruebas de su culpabilidad no eran concluyentes. Apremiado por los avatares de la campaña militar, el rey dictó sentencia, haciendo caso omiso de las reclamaciones y ruegos de los hermanos Carvajal, que manifestaban su inocencia. Había en Martos, donde se encontraban, una gran montaña que, como si fuera cortada a cuchillo, formaba una peña de mucha altura. Se les introdujo en unas jaulas forradas de pinchos en su interior y fueron arrojados desde lo alto de la peña. Los desgraciados murieron en la caída y sus cuerpos llegaron al fondo del precipicio totalmente desfigurados; pero antes de ser despeñados emplazaron al rey, que les condenaba a tan inicua muerte, al juicio de Dios en el plazo de treinta días desde su condena. Al poco, el rey se sintió enfermo. Era joven y no había explicación para su enfermedad. El temor a que se cumpliera la ordalía a la que le habían emplazado los ajusticiados causó gran preocupación al rey y su séquito. Al fin, el monarca se fue recuperando de su inesperada enfermedad. Al cumplirse el plazo dado por los hermanos Carvajal estaba totalmente restablecido y celebró su recuperación y las victorias de su ejército comiendo y bebiendo en abundancia, y haciendo burla de las amenazas recibidas. Al final del día el rey se retiró a descansar. Por la mañana, al entrar en sus aposentos, encontraron su cuerpo sin vida.
Más de dos siglos después, en 1453, en la plaza Mayor de Valladolid, era ajusticiado por orden del rey Juan II de Castilla don Álvaro de Luna. Condestable de Castilla, conde de Santiesteban y Maestre de la Orden de Santiago, fue el hombre más poderoso del reino después del rey. Había sido encumbrado por el joven monarca, al que manejó desde el principio. Odiado por la nobleza, movió los hilos del poder a su antojo. Intervino a favor de su rey en ocasiones, en contra otras veces; pero el rey, incapaz, pusilánime y más dado a los placeres que al gobierno del reino siempre acudía a él. El matrimonio del rey con Isabel del Portugal supuso el fin de don Álvaro. La influencia del de Luna sobre el monarca fue sustituida por la de la reina, que con la nobleza de su parte urdió una conspiración en contra del privado, que fue detenido, preso y juzgado en el castillo de Portillo. Llevado a Valladolid fue degollado el 2 de junio de 1453.
En ese preciso instante descargaba sobre Segovia una grandísima tormenta con gran aparato eléctrico. Juan II, en el alcázar, quizá con mala conciencia, tuvo una visión. Por un instante, en el tiempo que dura un relámpago, vio como el de Luna, que le había servido durante treinta años, le requería a comparecer ante Dios en el plazo de un año, para explicar como había pagado los servicios que le había prestado.
La tormenta cesó; pero el rey ya no sería el mismo. Aquejado de males constantes, siempre melancólico, se trasladó a Valladolid. Allí le sobrevino la muerte. Era el mes de junio de 1454. Había pasado un año desde la muerte de don Álvaro de Luna.