DOÑA VIRTUDES

    Cuando llegó a España para casarse todos sabían que no era el amor el motor de aquella unión. Alfonso XII, rey de una monarquía restaurada apenas diez años antes, no había olvidado a María de las Mercedes, muerta muy pocos meses después de contraer matrimonio, recién cumplidos los dieciocho años, de la que Alfonso sí había estado enamorado; pero España aún no tenía un heredero varón y se planteó la necesidad de buscar nueva esposa para el rey.

    De entre la lista de candidatas presentada al joven rey, Alfonso puso el dedo sobre el nombre de una archiduquesa de Austria que no le era desconocida: María Cristina de Habsburgo-Lorena. La había conocido cuando al salir de España con su madre, camino del exilio, Alfonso fue enviado a Viena para seguir sus estudios. Con ella y con su hermano, el archiduque Federico, primos segundos del emperador Francisco José, cuando niños, habían compartido juegos y aventuras infantiles, aunque de aquello hacía mucho tiempo.

   Arcachon era lugar de veraneo muy de moda en aquellos tiempos, y se conviene que allí se produzca el encuentro entre ambos jóvenes, los dos de veintiún años entonces. Acompaña a la virtuosa María Cristina su madre la archiduquesa Isabel Francisca, que dicen causa honda impresión en el joven rey español. Tras ocho días compartiendo mantel, paseos, recuerdos y confidencias se separan con el compromiso de una boda.

    El 27 de noviembre de 1879, en la basílica de Nuestra Señora de Atocha de Madrid, Alfonso XII y María Cristina contraen matrimonio. Los años siguientes no son felices para la joven reina, mujer culta, que habla varios idiomas y bien instruida. Parece que sólo la música es capaz de aliviar sus penas: las de no dar un heredero varón a la corona primero, porque si apenas a los nueve meses de contraer matrimonio da a luz una niña, María Mercedes la llamaron, que sería proclamada princesa de Asturias; tiempo después otra hembra, María Teresa, viene al mundo, para desesperación de todos; y las de no sentirse amada después; ni por el rey ni por el pueblo, éste siempre tan atento a lo superfluo, que quizás la compara con la encantadora María de las Mercedes; que no aprecia las indiscutibles cualidades de la nueva reina, y la tiene por extranjera y poco atractiva.

   Y mientras María Cristina es muy aficionada a la música, Alfonso es aficionado a las cantantes. Elena Sanz, que tuvo dos hijos del rey, y varones, lo que la reina no lograba tener; y la Biondina, bien lo supieron. Esto hace insoportable la vida de María Cristina en Madrid, que logra que la primera, con sus hijos, abandone España camino de París; y que de la segunda se ocupe Cánovas, puesto sobre aviso de las intenciones de la reina de dejar la Capital, incapaz de soportar tanta humillación sino se hacía algo al respecto. Y no son Elena Sanz y La Biondina las únicas. 

   Todo esto, además, no contribuye a la buena salud del rey al que el tiempo se le acaba. La tuberculosis que padece desde joven ha clavado profundamente sus garras en él. Alfonso utiliza pañuelos rojos, disimula así las pequeñas gotas de sangre que arroja cuando tose, aunque ello no logre engañar a quienes están más cerca de él.

   Pero María Cristina vuelve a quedar encinta. Alfonso no conocerá a la criatura; cuando nazca, él habrá muerto ya. Tenía veintisiete años. Queda la reina como regente sola y muy poco reconocida, cuando no despreciada, como cuando Cánovas afirma considerando la gravedad de la situación: ¡Qué problema…y con esa tonta!; pero María Cristina se hace valer. Poco a poco,  muy cuidadosa con su embarazo y atenta a todo, se ocupa de la regencia, recibe a diario al Presidente, despacha con su secretario, todo con encomiable sentido del deber.

   A mediados de marzo de 1886, la regente, viuda ya seis meses, se prepara para el parto. La expectación por conocer el género del recién nacido es grande. Cuando comienzan a sonar las salvas de ordenanzas, todo el mundo comienza a contarlas: quince indicarán el nacimiento de una hembra, veintiuna el de un varón. Al sonar el decimosexto de los disparos, el gentío congregado prorrumpe en vítores. España tendrá rey. Se llamará Alfonso y no Fernando, como hubiera querido su padre.

Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena,
pintada por Julio Cebrián Mezquita (Detalle)
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)

    Desde ese momento, María Cristina reparte sus energías entre los cuidados de su hijo Alfonso y el país que la ha hecho reina. Preside los consejos de ministros, que siempre comienzan a la hora fijada; dicen que lee todo lo que firma y pregunta sobre todos los asuntos: en cierta ocasión se iba a entregar la Gran Cruz de Isabel la Católica a cierto personaje. La reina, interesada, pregunta a Sagasta, presidente del Consejo entonces, sobre los méritos que reunía aquel personaje para recibir la Cruz. El apuro de don Práxedes fue tan grande que sólo acertó a decir a la reina que desconocía las causas concretas de la concesión, pero sí sabía que aquel personaje nunca hizo mal alguno, de lo que muy pocos pueden presumir y que un hombre así merece los mayores premios.

   La actividad de la reina transcurre con la discreción que su rigurosa educación le impone y la correspondiente a su cargo de regente durante los tiempos del turnismo político: aquel pacto establecido entre Cánovas y Sagasta durante los años finales del siglo XIX, al que muchos han acabado llamando “los años bobos”, en los que la reina, que trató de hacerse valer desde el comienzo de la regencia, consiguió ser respetada por todos: Sagasta la respetaría con afecto, Cánovas reconocería estar arrepentido de aquellas  injustas palabras dedicadas a la reina al quedar viuda y hasta Castelar, el republicano, le demostró gran respeto y reconocimiento. María Cristina acabaría siendo conocida como “doña Virtudes”, tanto por los que la consideraban beata y mojigata, como por los que le reconocieron su integridad, que fueron la mayoría; y es que María Cristina fue una reina leal a la Constitución, a los gobiernos y discreta en el ejercicio de sus atribuciones, lo que no pudieron decir ni María Cristina de Borbón ni la hija de ésta, Isabel II, y suegra de la regente, todavía viva y residiendo en París.

    En el mes de agosto de 1897, Antonio Cánovas del Castillo es asesinado por el anarquista Miguel Angiolillo Gollí en el balneario de Santa Agueda, próximo a San Sebastián, donde poco antes el presidente había despachado con la reina, de veraneo en Miramar, palacio levantado por su orden poco antes. No sería éste el último  y más amargo momento de la reina. La pérdida de Cánovas la dejaba en vísperas del gran desastre del noventa y ocho: Un Austria forjó un imperio en el que nunca se ponía el Sol, un Austria perdería la última tierra de aquel imperio.

    Cuatro años después, Alfonso XIII fue proclamado rey. María Cristina, discreta como siempre, habitaría una apartada ala del palacio Real, donde dedicada a la música, la lectura y la familia, alejada hasta donde le fue posible de los avatares de la política nacional, llevaría una vida retirada de todo bullicio. Sería su hijo quien en adelante se ocuparía con mayor o menor acierto de ello.
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CALIXTO III, SECRETARIO Y PAPA

      A Alma, que me pidió contara algo sobre Alfonso Borja 

   Podría pensarse que llegó a ser papa por designio divino, cuando, según la leyenda, corriendo y jugando con sus amigos por las calles de su pueblo natal, Torre de Canals, baronía de Játiva entonces, tropezó con un fraile dominico que le anunció, sin que seguramente el niño llegara a comprenderlo muy bien, que dirigiría la cristiandad y siendo papa le canonizaría a él. Aquel fraile era Vicente Ferrer y aquel niño sería Calixto III. Pero no fue sólo cosa del cielo que aquello tuviera que suceder así. Él puso mucho de su parte también.

    Proviene Alfonso de una de las ramas menos pudientes de los Borja. Su familia, noble, aunque venida a menos se dedica a la agricultura; pero el joven Alfonso destaca desde muy temprana edad y, con la ayuda familiar, dedica su tiempo al estudio y obtiene una cátedra en Lérida. En él pone sus ojos el papa Luna, cuando andaba defendiendo por tierras de Aragón que su cabeza testaruda debía ser la única en sostener la tiara papal. Benedicto XIII le concede una canonjía, su fama comienza a crecer, y su primer gran premio llega cuando Alfonso el Magnánimo hereda la corona de Aragón. El nuevo rey, que ya había oído hablar de él, lo hace secretario suyo.

   Muy poco tiempo después, Alfonso Borja llega a Nápoles acompañando a su señor. Reina en Nápoles Juana II, reina caprichosa, tan ocupada en satisfacer sus necesidades como desocupada de sus obligaciones como reina. Por esos tiempos Juana, mujer pasional como lo había sido su tía, también reina napolitana, queda prendada de un atractivo joven. Se llama Sergianni Caracciolo. Entre las cualidades de este nuevo “capricho” de la reina, al parecer, no figura la audacia, es más bien tímido y la reina se las tiene que ingeniar para poder entregarse a él y que parezca que sucede lo contrario. Pero la timidez de Caracciolo no lo es tanto como para no confesar a Juana el terror que le inspiran los ratones. Astutamente, Juana idea un plan. Durante una visita de Sergianni, propone al joven jugar una partida de ajedrez en sus aposentos. Se dispone todo para comenzar el juego. En cierto momento, siguiendo el plan trazado, son soltados en la sala dos ratones, quedando las puertas cerradas. Al ver los roedores Sergianni, saltando del asiento y presa de un irracional pánico, en lugar de subirse a la silla de la que se había levantado, fuera de sí, no tiene mejor idea que correr hacia la habitación contigua, que no es otra que el dormitorio de la reina, subirse en la cama y esconderse bajo sus sábanas. No hace falta decir cuán poco tarda la reina en encontrarse también en dicho refugio junto al que desde ese momento perderá toda su timidez y se convertirá en el consejero más íntimo de la reina y dedicado del reino. Es precisamente por su influjo que Juana, que no tenía hijos, llama a Alfonso de Aragón para que le defendiera de Luis de Anjou, ahijándolo, nombrándole duque de Calabria y heredero de reino de Nápoles; y también por recomendación del amante, que tiempo después revocará ese nombramiento como heredero al trono y designará como tal a su anterior enemigo el duque de Anjou.

   Todas estas cosas mantienen al rey Alfonso en Italia, dejando el gobierno de Aragón en manos de su esposa María y su hermano Juan(1).

   En 1429, Alfonso Borja es ordenado sacerdote y, por los méritos contraídos en la liquidación del Cisma, nombrado obispo de Valencia por Martín V. Aún seguirá a disposición del rey Alfonso, prestando servicios de toda índole civil y diplomática, durante muchos años. En 1442, Alfonso el Magnánimo arrebata Nápoles a Renato de Anjou. Éste había sido instituido por la reina Juana como heredero al trono napolitano cuando falleció Luis y al morir aquélla, Alfonso no tarda en acometer su conquista.

   Dos años después, Eugenio IV, el papa entonces, lo crea cardenal. Es la forma de agradecer a Borja los esfuerzos del secretario real por conciliar posturas entre el rey y él mismo, el papa. Y es la senda que se le abre al setabense(1) al final de la cual, en 1455, Alfonso Borja –Borgia comenzarían a decir los italianos y así sería su apellido en el futuro- resulta elegido papa. Cambiar su nombre por el de Calixto y abrirse un abismo entre él y Alfonso V es todo una misma cosa. Cada uno de ellos considera al otro subordinado suyo: Calixto III cree ser soberano entre los soberanos; Alfonso no hace sino considerarlo aún su secretario.


   Las diferencias entre ellos no hacen más que aumentar con el tiempo. Constantinopla había caído en poder de los turcos en 1453 y lo que no había hecho el antecesor de Calixto, Nicolás V: tratar de recuperarla para la cristiandad, se convierte para este anciano de setenta y siete años y salud muy quebrantada, en razón de vida. Para ello reúne dinero con el que construir una flota. Se venden toda clase de objetos de oro y plata para tal fin y Calixto encarga al arzobispo de Tarragona, Pedro de Urrea, la organización de una escuadra. En esos asuntos está Calixto cuando Alfonso de Aragón se apropia de los barcos, engrosando la escuadra del Aragonés, en lucha con los genoveses por entonces; pero Calixto, en el que el desánimo no hace mella, redobla sus esfuerzos económicos. Al fin consigue tener a su disposición una flota de veinticinco navíos, a cuyo mando pone al cardenal almirante Ludovico Scarampo. También en tierra firme se enfrenta a los turcos. Sin apoyo de ninguno de los príncipes cristianos, ya casi octogenario, iluminado, se enfrenta a los turcos y milagrosamente vence. Por tierra, en Belgrado, deteniéndolos en su camino hacia Hungría; por mar, en la isla griega de Mitilene; pero Calixto está solo en una cruzada cuando éstas ya no existían, cuando el mundo acaba de dejar atrás la Edad Media, cuando el Renacimiento y una Edad Moderna se extiende por una Europa, que pronto sería Española y volvería a poner la Cruz en los puentes de nuevas galeras.

   Creyendo que aún no ha llegado su hora, los problemas lo acosan. Está postrado por la enfermedad cuando el nuevo rey de Nápoles, Ferrante, hijo natural de Alfonso V, amenaza con presentarse en Roma.  La ciudad del Tíber es una ciudad inhóspita durante aquel verano de 1458.  Al peligro de las revueltas instigadas por los enemigos del papa moribundo se unía el de una epidemia de malaria.  Aún en el lecho, firma Calixto la canonización de Vicente Ferrer, el fraile dominico que profetizó su destino, y rehabilita el nombre de Juana de Arco, víctima del fuego veintisiete años antes, aunque no sería canonizada hasta el siglo XX. Pocos son los que permanecen a su lado en tan atribulados momentos. Hasta el cardenal Barbo, futuro Pablo II, fiel a Calixto, huye de Roma, del acecho de los Orsini, de la malaria.

   Calixto III muere el 6 de agosto de 1458. Bajo su lecho de muerte se dice que el viejo papa escondía 120.000 ducados destinados al mantenimiento de la lucha contra los turcos; mientras a su lado, solo, un sobrino del moribundo, hecho cardenal por él, futuro papa también y objeto de una leyenda negra él y su descendencia, propalada por sus enemigos, vela su cadáver. 

(1) Para los interesados en conocer los avatares de dicha regencia, llena de intrigas y luchas familiares por el poder, hay una pequeña serie de artículos, bajo el título El Príncipe de Viana, publicados en el blog “De reyes, dioses y héroes” donde con claridad y rigor se da cuenta de este asunto y a cuyo primer artículo puede acceder desde aquí.

(2) Setabense: natural de Játiva.

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UN CASO CASI OLVIDADO

   En 1882, la Tercera República trajo buenas noticias para los niños franceses. Aquel año el ministro de educación galo, Jules Ferry, logró que se aprobaran las leyes que hacían obligatoria, hasta los trece años, y laica la educación en Francia, en donde ya desde el año anterior era gratuita. Pero hubo un muchacho para el que las nuevas leyes llegaron tarde. Un muchacho cuya historia ocupó unas pocas líneas en un diario de la época, para ser luego olvidada. Es la historia de unos hechos que no alteraron la marcha del mundo, pero sí el mundo de un muchacho, que no pudo llegar a ser hombre.

   Ese año, unos labradores de Saintes,  que tenían un hijo enano, pues a sus diecisiete años apenas alcanzaba los sesenta y dos centímetros de talla, cedieron, a cambio de cierta suma de dinero, su raquítico hijo a un saltimbanqui para su exhibición en la ferias. El infeliz muchacho no era, a decir de las crónicas periodísticas del suceso, excesivamente agraciado ni inteligente, circunstancias que fueron una desgracia para él, pero una suerte para su explotador.  El caso es que tras una temporada de continuos éxitos recorriendo las ferias de los pueblos, el empresario decidió renovar el espectáculo: disfrazó al infeliz de domador de fieras y, a regañadientes, se vio éste dentro de una pequeña jaula rodeado de una docena de gatos a los que el imaginativo dueño no tuvo mejor ocurrencia que teñirles el pelaje con rayas, como si de pequeños tigres se tratara. Las funciones se sucedían con gran éxito. El enano Joseph, que así se llamaba el muchacho, hacía restallar el látigo con soltura, y los gatos, ahora convertidos en minúsculas fieras brincaban de un taburete a otro, haciendo las delicias de los espectadores. El doce de julio de aquel mismo año la función había comenzado como de costumbre. Todo parecía suceder con normalidad hasta que una de las fierecillas, olvidada su condición gatuna, desobediente a la orden del domador, dirigió su salto, cual auténtico tigre, sobre la garganta del enano, que sorprendido cayó al suelo. Al instante las otras “fieras” se abalanzaron sobre la víctima. Cuando se logró entrar en la jaula para socorrer al pequeño domador tenía el rostro desfigurado, los ojos fuera de sus cuencas y la vida perdida.


   Los presentes, al ver lo sucedido, horrorizados, pero indignados, buscaron al empresario saltimbanqui con la intención de lincharlo, pero éste, prevenido por el cariz que tomaban las cosas, puso rápido pies en polvorosa y con las habilidades propias de su oficio logró huir; por poco tiempo, pues inmediatamente se dio orden para su captura y poco después era detenido en una fonda de Lille.

      De nada serviría esto al joven Joseph. Para él ya todo estaba perdido, todo menos el recuerdo que de él perdura, que muy de tarde en tarde aún somos capaces de rememorar.
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PEÑÍSCOLA

   Ir a Peñíscola es hacer un viaje a la historia. Allí, en la villa marinera y hoy turística, murió el penúltimo papa del Cisma de Occidente, refugiado y solo, pero tenaz en su pretensión.

   Sirva este corto paseo por Peñíscola para conocer algo de su historia y como continuación y final de la historia de don Pedro de Luna y del Cisma de Occidente contado en “Cuando Benedicto se mantuvo en sus trece”.
      
                                                    *

   Cuando el viajero llega a Peñíscola, hace casi cien años que dejó de ser isla ocasional. Fue entonces cuando el cemento invadió el espacio que sólo la arena ocupaba, y le quedó prohibido al mar, ni aun en los temporales, separar con sus aguas isla y pueblo de la costa. Hasta la construcción del puerto, en 1925, un camino sobre la estrecha lengua de arena era la única forma de llegar hasta la población y su castillo. No es extraño que esto hiciera pensar en aquella roca como un lugar fácil de defender y seguro para vivir, pues a su estratégico aislamiento unía la existencia de manantiales de abundante agua dulce.


  En 1292, los templarios se instalaron en Peñíscola y comenzaron a colocar sobre piedras anteriores, puestas por los árabes, lo que el viajero ve hoy: un imponente castillo que ha servido para mucho en el pasado.

    De su importancia da cuenta el que fuera corte papal durante el pontificado de don Pedro de Luna, el papa Benedicto XIII elegido en Avignon, que se refugió en Peñíscola, desde donde se mantendría como uno de los papas de la cristiandad en los últimos tiempos del Cisma. Benedicto había recibido Peñíscola de la orden de Montesa, heredera de la del Temple, cuando ésta fue disuelta e inmediatamente don Pedro ordenó acometer obras de mejora en sus murallas y de acondicionamiento y embellecimiento interiores.

   Aún no está definitivamente alojado en Peñíscola, cuando desde Constanza donde se celebra el concilio convocado por Segismundo, rey de Hungría, hijo del emperador Carlos IV, en el que se intenta unificar la obediencia papal en la del pontífice romano, se promueve un encuentro en Perpignan. Allí, en 1415, se tratará, una vez más, de convencer al anciano don Pedro para que renuncie. Acuden a Perpignan el rey de Aragón, Fernando de Antequera y Vicente Ferrer, que ya habían tratado de convencer al papa de lo mismo en Morella, poco antes, sin éxito; y también el propio Segismundo. Benedicto vuelve a mantenerse en sus trece, pero ahora perderá el apoyo de Fernando, cuyo reino dejará de someterse a su obediencia, y sobre todo el de Vicente que también lo abandona. Benedicto deja Perpignan. Dolido, se queja. Él, que tanto hizo por Fernando en Caspe le reprocha su ingratitud: “Yo te hice lo que eres, y tú me envías al desierto”. Y vuelve a su roca de la que ya no se moverá. Tiene ochenta y siete años, pero su espíritu es fuerte y no piensa rendirse.

   El viajero que pasea por la planta alta del castillo se asoma a la torre del papa Luna, contigua a sus aposentos, en la que se abre una ventana desde la que se ve el mar. Desde allí dicen que Benedicto miraba el horizonte, más allá del cual estaba la sede papal que creía corresponderle.

   Los años siguientes son de continua resistencia. Asediado al principio por el desagradecido Fernando, la presión disminuye mucho al reinar su hijo Alfonso. La vida del papa transcurre en Peñíscola con cierta placidez, dedicado don Pedro a sus rezos, sus estudios y defender su causa.

   Aún, desde Constanza, donde el concilio continúa sus sesiones, se hará un último intento. Martín V, el papa romano, envía a Peñíscola dos mensajeros. Son dos frailes benedictinos. Deben informar en persona a Benedicto que ha sido declarado cismático y hereje contumaz. También instarle de nuevo a la renuncia, a cambio, como en anteriores ocasiones, de grandes rentas y la consideración de segundo papa de la Iglesia. Benedicto y sus cardenales reciben con gran pompa a los delegados, pero éstos nada consiguen y regresan a Roma para dar cuenta de su fracaso.

   Ya sólo Escocia está bajo su obediencia, más por oponerse a Inglaterra, fiel a Roma, que por afecto a don Pedro. También mantiene influencia sobre algún condado de la Gascuña francesa, donde se halla un seguidor suyo, el francés Jean Carrier. El papa Luna está casi solo, pero resiste, parece que lo vaya a hacer siempre. En 1418, Benedicto sufre un nuevo embate de sus enemigos: don Pedro gusta de los dulces, de los que se ve bien surtido por la población de la roca y las monjas de los conventos próximos. Se los sirve su camarero Micer Domingo Dalava, y se los sirve envenenados. Entre él y Fray Palacio Calvet llenan los dulces de arsénico. Benedicto los come sin darse cuenta de que llevan la muerte dentro, pero don Pedro es un anciano fuerte, anda ya reseco de carnes, y su resistencia es como la de la roca en la que habita. Se sobrepone. Los culpables son detenidos, confiesan e involucran a varias personas, la de más alta categoría un cardenal italiano, que se hallaba presidiendo un sínodo en tierras leridanas. Nada se puede hacer contra éste, sí contra los responsables materiales, que son ajusticiados.

   Aún vivirá unos años más el irreductible papa Luna defendiendo sus derechos. Cuando se acerca su hora, antes de morir, Benedicto toma medidas, y al poco, a sus noventa y cinco años don Pedro fallece. No ha muerto de repente, sino por ancianidad, a finales de 1422. Cuando parte para el otro mundo, don Pedro ya ha dejado las cosas de éste arregladas. Ha creado cuatro cardenales, tres de los cuales se reúnen en cónclave y eligen nuevo papa. El nombramiento recae sobre un canónigo de la catedral de Valencia, Gil Sánchez Muñoz, que es coronado como Clemente VIII.

   Gil Sánchez Muñoz había nacido en Teruel. Cuando fue elegido papa, sucesor de Benedicto XIII, era además de canónigo en la catedral de Valencia, arcipreste de Teruel y chantre(1) de Gerona y poseía algunas rentas. Había sido colaborador de los dos últimos papas de Avignon, don Pedro de Luna y el predecesor de éste Clemente VII y aunque Aragón se sometía a la obediencia romana, Alfonso V el Magnánimo, al que interesaba oponerse al romano Martín V, que había excomulgado Clemente, contribuía con rentas suficientes al mantenimiento del palacio papal de Peñíscola. Así siguieron las cosas durante ocho años hasta que Clemente, a instancias del rey Alfonso, resueltas sus querellas con Martín por la cuestión napolitana, se dispuso a la renuncia, aunque no sin condiciones, sino exigiendo la legitimidad de los nombramientos de Benedicto y del suyo propio. Con sentido práctico así se hizo y con toda solemnidad el 29 de julio de 1429 Clemente VIII reconoció como único papa verdadero a Martín V, que lo nombró obispo de Mallorca. El Cisma había terminado(2).

Alfonso el Magnánimo

   No se olvida el viajero de otro nombramiento. En Peñíscola está también un joven secretario del rey Alfonso. Ha mediado mucho a favor de su señor en los asuntos napolitanos y también para lograr la conclusión del cisma. Hoy recibe de manos del legado papal, en la capilla del castillo, en la misma en la que ha renunciado Clemente, la mitra de Valencia. Se llama Alfonso de Borja y llegará a ocupar la silla de Pedro. Con él dará comienzo la historia de una familia de la que la Historia se ocupará con mucho interés.

   Mucho más sucedería tras los muros del castillo. En el siglo XIX fue cárcel y algunos presos de importancia fueron allí enviados por Fernando VII, al que parece faltaban prisiones en  las que encerrar a sus enemigos liberales o simplemente a sus enemigos, como le sucedió a don Juan de Almaraz, el último confesor de su madre, la reina María Luisa de Parma, y que según algunas fuentes reveló por escrito, a requerimiento de la arrepentida, la confesión de la reina acerca de la ilegitimidad de todos sus hijos, lo que provocó la ira de “El deseado”, cuando ya no lo era tanto, que mandó encerrarlo, pese a lo avanzado de su edad.

   El viajero deja el castillo, baja y vuelve a subir por estrechas y empinadas callejuelas limitadas por las blancas casas, muchas de las cuales ocuparon el lugar dejado por los edificios y palacetes góticos usados por la corte del papa Luna, destruidos en los bombardeos que sufrió la localidad, puesta del lado de Felipe V, durante la Guerra de Sucesión. Recorre parte de las murallas, gran parte de ellas levantadas en tiempos de Felipe II, y en una placa que hay en una de ellas lee el viajero que por allí anduvo Charlton Heston haciendo de Cid Campeador, simulando en el celuloide estar ante Valencia, cuando Rodrigo Díaz la conquistó en 1094.


   Cerca, en el puerto, unas embarcaciones ofrecen paseos rodeando la pétrea mole. El viajero embarca. Quiere ver la escalera que desde el castillo, dicen se labró, en la roca viva, en un solo día y por la que, durante los asedios, Benedicto recibía las vituallas suficientes para resistir los ataques enemigos. Desde el mar el viajero cree verlo todo como si el tiempo no hubiera pasado, como si el reloj que lo mide se hubiera detenido, como si la embarcación con la que rodea la antigua isla fuera una de las galeras del papa Luna con las que defendió su "reino" en este mundo.


(1) La dignidad de chantre estaba relacionada con la dirección del coro en los oficios divinos.

(2) O casi, porque hay que advertir que aunque Clemente VIII es considerado el último papa cismático, Jean Carrier, el cardenal creado por Pedro de Luna poco antes de morir, que no asistió al cónclave del nombramiento de Gil Sánchez, al enterarse del mismo lo rechazó.
Carrier, que desde tiempo atrás venía tratando de ganar prosélitos para la causa de Benedicto, tenía el apoyo del conde de Armagnac y él mismo, como si de una parodia se tratara, ante los ataques que recibía, como los recibía Benedicto en su roca mediterránea, se hizo fuerte en su castillo, al que la gente comenzó a llamar Pegniscolette. Muerto Benedicto, y sabiéndose cardenal, en 1425, nombró papa a su sacristán, con el nombre de Benedicto XIV, con el enojo de Martín, romano y de Clemente, heredero del aviñonés Luna. Carrier acabaría dando con sus huesos, preso, en el castillo de Foix, donde moriría en 1433.
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LA PATRIA ESTÁ EN PELIGRO

   Tras la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando y la captura de Godoy en Aranjuez, que a punto de ser linchado salvó la vida de milagro gracias a la intervención personal del propio Fernando, los acontecimientos se precipitan de manera rapidísima e incontrolable. Los españoles, títeres movidos por los hilos manejados por el emperador Bonaparte, pronto comprenderán que la patria está en peligro.

   Los reyes Carlos y María Luisa, sin el amor del pueblo, sin el brazo protector del amado Manuel, sin mayor aspiración que salvar el pellejo y su modo de vida, se entregan a Murat, o lo que es lo mismo a Napoleón. Joaquín Murat, cuñado de Napoleón por su matrimonio con Carolina Bonaparte es, además,  gran duque de Berg, almirante del Imperio y ahora lugarteniente de las tropas francesas que ya se enseñorean por la Península Ibérica, toleradas en España, en parte por los acuerdos suscritos con Francia, pura estratagema para pisar suelo español camino de Portugal; y en parte por creer, ingenuamente, que eran los garantes del nuevo rey Fernando, única oposición al odiado Godoy.

   Nada más lejos de la realidad. Aunque el 24 de marzo Fernando entra en Madrid, entre vítores, con la esperanza para la Nación de lo que un nuevo rey supone, pronto se darán cuenta los españoles, sobre todo el pueblo llano, inicialmente deslumbrado por las marciales formaciones de un ejército maravilla de Europa, de las verdaderas intenciones del invasor mandado por Murat, que íntima y secretamente abriga la esperanza de lucir sobre su cabeza la corona de España. Tampoco Murat verá cumplido su sueño. España, sí, iba a dejar de ser borbónica, pero sería un Bonaparte su nuevo dueño. Así lo había decidido el nuevo césar de Europa.

                                                       *

   Y lo primero que se advierte es la candidez del nuevo rey. Puede pensarse que sus pocas luces  y mala educación tuvieran algo que ver. Testimonio de esto podría ser la nota que envío a su madre en 1800 cuando avisaba de su llegada a El Escorial:
    “Señora: Mamá mía. Llegué bueno, con ganas de cenar. Heres mi pichona como dises y te quiero mucho y he llorado porque no beniste conmigo, que estoy guerfanito de Padre y Madre…”.

     Tal nota corresponde a un infante de España de dieciséis años, al que ya están buscando esposa y de cuya educación se ocupa Juan Escoiquiz(1). Pero es posible que más que una demostración de idiotez, fuera un aviso de su doblez. En el mismo Escorial, siete años después, traicionaría con la ayuda de Escoiquiz a cuantos se comprometieron con él en una conjura contra los reyes, sus padres. No, no era un idiota Fernando, sino que estuvo mal asistido, mal aconsejado, y a esa desgracia, no poca para un futuro rey, añadió de su cosecha un temperamento impropio de un buen gobernante.
                                                     
                                                       *

    Porque es difícil comprender cómo Fernando, como un ratoncillo tras un pedazo de queso, fue engañado y atraído por Napoleón hacia tierras francesas, pero así fue: el general Savary, enviado por Napoleón para ello le dice que Bonaparte viene a España, que complacerá mucho al emperador que salga a su encuentro. Y Fernando, convencido de las buenas intenciones del emperador y rendido admirador de sus gestas, se deja convencer. Primero llega a Burgos, pero el emperador aún no ha llegado allí; luego a Vitoria, tampoco allí se halla el césar de Europa. Savary, ladino, se ofrece a Fernando. Aunque Savary tiene órdenes precisas que le prohíben retroceder, que cada etapa es un viaje de ida sin posibilidad de retorno, anuncia que irá a Bayona para conocer las causas del retraso. Mientras, Fernando es advertido por los más sensatos, que no son muchos, para que regrese, que no siga, que aquello es peligroso. Cuando Savary regresa trae noticias de Napoleón, eso dice, que regalan sus oídos. Además, le advierte que sus padres van camino de Francia. Fernando teme que lleguen antes que él al encuentro con Napoleón. El 19 de abril Fernando llega a Irún, está a punto de entrar en la ratonera. Al día siguiente cruza la raya de Francia. Muy pronto dejará de ser rey para convertirse en cautivo. Pocos días después también estarán allí sus padres.

   El mismo día de la llegada a Bayona, casi sin respiro, Napoleón hace una oferta indigna a Fernando: le ofrece la corona del reino de Etruria, creación de Bonaparte tiempo atrás y comodín usado más de una vez, a cambio de la de España, que Fernando ya ha perdido. Por una vez Fernando se muestra digno. Dice que no. El día 27 de abril, el ministro Ceballos comunica al ministro francés señor Champagny la negativa de Fernando.

   No se rinde el emperador. Si por las buenas no lo consigue, lo logrará por las malas. El 5 de mayo Napoleón se reúne con Carlos, María Luisa y Fernando. Bonaparte está colérico al conocer lo que pasa en España. Ahora todo tiene que pasar por la renuncia de Fernando a favor de su padre y la cesión de éste de todos sus derechos a favor de su carcelero.


   Y lo que pasa en España es que al clarear las primeras luces del día 2 de mayo de 1808 dos coches de caballos están dispuestos en las caballerizas del Palacio Real de Madrid. Están preparados para trasladar a unos pasajeros muy especiales. Son éstos los miembros de la familia real que aún quedan en España, la infanta Luisa y su hermano Francisco de Paula, que van a ser trasladados, raptados entendió el pueblo de Madrid, y llevados a Francia.

                                                      *

   No mucho tiempo atrás el embajador francés en España había escrito a Napoleón advirtiéndole del carácter español y la prudencia con la que le convenía obrar:

   “La nación española no se parece a ninguna otra. V.M. no debe tomar ningún partido antes de venir a conocer las cosas por sí mismo. Los españoles tienen un carácter noble y generoso, pero tienden a la ferocidad y no soportarían ser tratados como una nación conquistada. Reducidos por la desesperación, serán capaces de las más grandes y valientes revoluciones y de los más violentos excesos”.

   No hizo caso el emperador a su embajador y sí a su cuñado que lo tranquilizó diciendo: “Sire: con estas tropas y nuestros cañones, respondo de todo”.

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   El pueblo llano, con todo aquello que podía servirle de arma, cuchillos, hoces, palos, piedras, se enfrenta a los franceses. Asalta el carruaje en el que se llevan al infante: “¡Que nos lo llevan!” grita una mujer. Pronto la lucha se generaliza. Hacen falta más armas. Los franceses son muchos y bien armados. Los españoles, gentes corrientes, creen saber donde encontrarlas y no se equivocan.


   El parque de artillería de Monteleón está bajo el mando de dos capitanes: don Luis Daoiz y don Pedro Velarde. Cuando grupos de madrileños llegan a sus puertas en busca de armas, allí ya se está al corriente de lo que pasa en las calles de Madrid. Las puertas se abren. Los amotinados se arman. Va a dar comienzo lo que podría considerarse la primera batalla de la Guerra de la Independencia. Gran número de tropas francesas, incluido el batallón Westfalia, se dirigen a Monteleón. Comienzan los disparos, los cañonazos. Primero Daoiz, luego Velarde, caen. Luego lo hará el siguiente en el mando, don Jacinto Ruiz, teniente, que conviene se sepa su nombre, porque si su graduación está un grado por debajo de sus jefes, su valor y sacrificio estuvieron a la misma altura. Se encontraba enfermo cuando los hechos, herido en un brazo, cubrió su herida con una venda y se mantuvo en su puesto hasta que una bala atravesó su pecho.

   Mientras esto sucedía en el Parque de Monteleón, en la Puerta del Sol, los mamelucos cargan sobre los españoles, que rabiosos con lo que tienen a mano responden a los egipcios. Dicen que hasta las tripas de los caballos eran abiertas por las mujeres con las tijeras de coser. Si así fue Goya no dejó testimonio de ello en uno de sus más famosos cuadros: La carga de los mamelucos; pero sí se sabe que por llevar unas, que usaba en el taller de costura en el que trabajaba, fue muerta, a sus diecisiete años, Manuela Malasaña. Madrid, con justicia, se ha ocupado de que la historia la recuerde.

   Lo que está sucediendo en Madrid empieza a conocerse fuera de la capital. En Móstoles, Simón Torrejón y Andrés Hernández, sus alcaldes, publican un bando. Si fueron ellos los autores del mismo o don Juan Pérez Villamil, director de la Real Academia de la Historia, mucho importará a la historia, pero poco ahora a los españoles. España está en guerra.

(1) Sobre Juan Escoiquiz se dijo algo sobre su carácter y labor educativa sobre el herededo, en este mismo blog, en “El saber no ocupa lugar”.
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