Cuando llegó a España para casarse todos
sabían que no era el amor el motor de aquella unión. Alfonso XII, rey de una
monarquía restaurada apenas diez años antes, no había olvidado a María de las
Mercedes, muerta muy pocos meses después de contraer matrimonio, recién
cumplidos los dieciocho años, de la que Alfonso sí había estado enamorado; pero
España aún no tenía un heredero varón y se planteó la necesidad de buscar nueva
esposa para el rey.
De entre la lista de candidatas presentada al
joven rey, Alfonso puso el dedo sobre el nombre de una archiduquesa de Austria que
no le era desconocida: María Cristina de Habsburgo-Lorena. La había conocido
cuando al salir de España con su madre, camino del exilio, Alfonso fue enviado
a Viena para seguir sus estudios. Con ella y con su hermano, el archiduque
Federico, primos segundos del emperador Francisco José, cuando niños, habían
compartido juegos y aventuras infantiles, aunque de aquello hacía mucho tiempo.
Arcachon era lugar de veraneo muy de moda en
aquellos tiempos, y se conviene que allí se produzca el encuentro entre ambos
jóvenes, los dos de veintiún años entonces. Acompaña a la virtuosa María
Cristina su madre la archiduquesa Isabel Francisca, que dicen causa honda
impresión en el joven rey español. Tras ocho días compartiendo mantel, paseos, recuerdos
y confidencias se separan con el compromiso de una boda.
El 27 de noviembre de 1879, en la basílica
de Nuestra Señora de Atocha de Madrid, Alfonso XII y María Cristina contraen
matrimonio. Los años siguientes no son felices para la joven reina, mujer
culta, que habla varios idiomas y bien instruida. Parece que sólo la
música es capaz de aliviar sus penas: las de no dar un heredero varón a la
corona primero, porque si apenas a los nueve meses de contraer matrimonio da a
luz una niña, María Mercedes la llamaron, que sería proclamada princesa de
Asturias; tiempo después otra hembra, María Teresa, viene al mundo, para
desesperación de todos; y las de no sentirse amada después; ni por el rey ni por
el pueblo, éste siempre tan atento a lo superfluo, que quizás la compara con la
encantadora María de las Mercedes; que no aprecia las indiscutibles cualidades
de la nueva reina, y la tiene por extranjera y poco atractiva.
Y mientras María Cristina es muy aficionada a la música, Alfonso es aficionado a las cantantes. Elena Sanz, que tuvo dos hijos del rey, y varones, lo que la reina no lograba tener; y la Biondina, bien lo supieron. Esto hace insoportable la vida de María Cristina en Madrid, que logra que la primera, con sus hijos, abandone España camino de París; y que de la segunda se ocupe Cánovas, puesto sobre aviso de las intenciones de la reina de dejar la Capital, incapaz de soportar tanta humillación sino se hacía algo al respecto. Y no son Elena Sanz y La Biondina las únicas.
Todo esto, además, no contribuye a la buena salud del rey al que el tiempo se
le acaba. La tuberculosis que padece desde joven ha clavado profundamente sus
garras en él. Alfonso utiliza pañuelos rojos, disimula así las pequeñas gotas
de sangre que arroja cuando tose, aunque ello no logre engañar a quienes están
más cerca de él.
Pero María Cristina vuelve a quedar encinta. Alfonso no conocerá a la criatura; cuando nazca, él habrá muerto ya. Tenía veintisiete
años. Queda la reina como regente sola y muy poco reconocida, cuando no despreciada,
como cuando Cánovas afirma considerando la gravedad de la situación: ¡Qué
problema…y con esa tonta!; pero María Cristina se hace valer. Poco a poco, muy cuidadosa con su embarazo y atenta a todo, se ocupa de la regencia, recibe
a diario al Presidente, despacha con su secretario, todo con encomiable sentido
del deber.
A mediados de marzo de 1886, la regente,
viuda ya seis meses, se prepara para el parto. La expectación por conocer el género
del recién nacido es grande. Cuando comienzan a sonar las salvas de ordenanzas,
todo el mundo comienza a contarlas: quince indicarán el nacimiento de una
hembra, veintiuna el de un varón. Al sonar el decimosexto de los disparos, el
gentío congregado prorrumpe en vítores. España tendrá rey. Se llamará Alfonso
y no Fernando, como hubiera querido su padre.
Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, pintada por Julio Cebrián Mezquita (Detalle) Museo Palacio de Cervelló (Valencia) |
Desde ese momento, María Cristina reparte sus energías entre los cuidados de su hijo Alfonso y el país que la ha hecho reina. Preside los consejos de ministros, que siempre comienzan a la hora fijada; dicen que lee todo lo que firma y pregunta sobre todos los asuntos: en cierta ocasión se iba a entregar la Gran Cruz de Isabel la Católica a cierto personaje. La reina, interesada, pregunta a Sagasta, presidente del Consejo entonces, sobre los méritos que reunía aquel personaje para recibir la Cruz. El apuro de don Práxedes fue tan grande que sólo acertó a decir a la reina que desconocía las causas concretas de la concesión, pero sí sabía que aquel personaje nunca hizo mal alguno, de lo que muy pocos pueden presumir y que un hombre así merece los mayores premios.
La actividad de la reina transcurre con la
discreción que su rigurosa educación le impone y la correspondiente a su cargo
de regente durante los tiempos del turnismo político: aquel pacto establecido
entre Cánovas y Sagasta durante los años finales del siglo XIX, al que muchos
han acabado llamando “los años bobos”, en los que la reina, que trató de
hacerse valer desde el comienzo de la regencia, consiguió ser respetada por
todos: Sagasta la respetaría con afecto, Cánovas reconocería estar arrepentido
de aquellas injustas palabras dedicadas
a la reina al quedar viuda y hasta Castelar, el republicano, le demostró gran
respeto y reconocimiento. María Cristina acabaría siendo conocida como “doña
Virtudes”, tanto por los que la consideraban beata y mojigata, como por los que
le reconocieron su integridad, que fueron la mayoría; y es que María Cristina
fue una reina leal a la Constitución, a los gobiernos y discreta en el
ejercicio de sus atribuciones, lo que no pudieron decir ni María Cristina de
Borbón ni la hija de ésta, Isabel II, y suegra de la regente, todavía viva y
residiendo en París.
En el mes de agosto de 1897, Antonio Cánovas
del Castillo es asesinado por el anarquista Miguel Angiolillo Gollí en el
balneario de Santa Agueda, próximo a San Sebastián, donde poco antes el
presidente había despachado con la reina, de veraneo en Miramar, palacio
levantado por su orden poco antes. No sería éste el último y más amargo momento de la reina. La pérdida
de Cánovas la dejaba en vísperas del gran desastre del noventa y ocho: Un
Austria forjó un imperio en el que nunca se ponía el Sol, un Austria perdería
la última tierra de aquel imperio.
Cuatro años después, Alfonso XIII fue
proclamado rey. María Cristina, discreta como siempre, habitaría una apartada
ala del palacio Real, donde dedicada a la música, la lectura y la familia,
alejada hasta donde le fue posible de los avatares de la política nacional, llevaría
una vida retirada de todo bullicio. Sería su hijo quien en adelante se ocuparía
con mayor o menor acierto de ello.