INGENIO Y GRACIA

   Felipe IV, el rey planeta, era un gran cazador y rijoso inagotable que mantuvo una corte divertida en la que los cortesanos, contagiados del entusiasmo real, corrían por los pasillos del viejo alcázar de alcoba en alcoba, en lances que estimulaban la inspiración de poetas. Uno de aquellos poetas más queridos del rey Felipe era don Francisco de Quevedo, quien dotado de ingenio sin igual, hacía con sus versos amigos y lo contrario en proporciones parejas.

     Aunque cabe la duda de si realmente ocurrió o es fruto de la fama bien ganada por Quevedo de atrevido cortesano y poeta insolente, se atribuye a don Francisco haber ganado una apuesta en la que a la reina Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, se atrevió a decirle lo que nadie más osó. Al parecer padecía la reina un defecto físico que la obligaba a caminar con cierto balanceo del cuerpo, y que era sabido molestaba a la reina cualquier cosa que se lo recordara. Pendenciero, bravucón, deslenguado y con el mismo defecto que la reina sufría, pero ingenioso y audaz, compinches de taberna apostaron con el poeta una comilona a que no sería capaz de decirle a la reina que cojeaba de un pie. No era don Francisco persona que se amilanase con facilidad y aceptando el reto, hízose con un ramo de claveles y otro de rosas, y presentándose ante la reina al paso de su carruaje, le mostró los ramos diciendo, en un ejemplo ya clásico de calambur: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad  escoja".

    Tampoco el rey Felipe se libró de su descaro. En cierta ocasión estaba don Francisco con el rey planeta, cuando éste le pidió le improvisara unos versos. Don Francisco solicitó a su Majestad le diera pie para la composición y no tuvo el monarca mejor ocurrencia que alargar una pierna para que Quevedo la tomase. Lo hizo el poeta que recitó en el acto:

          ¡Buen pie! ¡Mejor coyuntura!
Paréceme, gran señor, 
 que yo soy el herrador 
y vos la cabalgadura. 

   Se discute si tal episodio tuvo como protagonistas al rey y a Quevedo, o si don Francisco dedicó los versos a un cortesano que con la misma audacia que pudo haber tenido el rey, se dirigió así al poeta. Sí es seguro que don Francisco, fuera quien fuese el requirente, tenía valor sobrado para contestar con el descaro del que andaba sobrado.

    Todo lo contrario, en la misma época, sucedió en Francia, cuando Luis XIV preguntó cierto día a Nicolás Boileau su edad. En el colmo del ingenio y la coba, el poeta e historiógrafo del rey contestó adulador: “Señor, yo nací una hora antes que Vuestra Majestad, para narrar la grandeza de vuestro reinado”.

    Otra apuesta dio lugar a una respuesta ingeniosa, pero que seguramente no hizo ninguna gracia a la apostante. Era trigésimo presidente de los Estados Unidos el republicano Calvin Collidge. Conocido por ser hombre de pocas palabras, siendo motivo de retos relacionados con su falta de locuacidad. Su mandato transcurrió durante parte de los locos años veinte del siglo XX, y quizás por ello presa de alguna chifladura, en cierta ocasión se le acercó una señora y le dijo:
   ─Señor Presidente, he apostado con mis amigas que si hablaba con usted, me dirigiría al menos tres palabras. 
     ─Ha perdido─ fue la respuesta.

   Otro político, éste español, coetáneo de Collidge, también conservador, diputado, senador vitalicio y ministro, don Saturnino Esteban Collantes, se hallaba en la tribuna durante una sesión parlamentaria. De pronto las pinzas de sus tirantes se rompieron y los pantalones de don Saturnino se deslizaron hacia donde las leyes de la inercia de Newton indican que discurren los objetos cuando no hay fuerzas que actúen sobre ellos. Imperturbable don Saturnino, se inclinó un instante, subió la prenda y sin mostrar azoramiento alguno exclamó: “Puestas las cosas en su sitio”, y prosiguió su discurso.

    Y si los políticos han sido ingeniosos en sus expresiones, a veces, los religiosos no han querido ser menos. No consta el nombre del prelado. Tampoco el de la señora que causó la observación, pero fue el caso que durante una cena de gala frente al prelado ocupó el asiento una hermosa dama provista de amplio escote sobre el que, sujeta por una cadenita de oro, resplandecía una cruz de diamantes. Notó la dama la fijeza del prelado sobre sí, preguntándole la dama al obispo: 
   ─¿Se fija usted en el crucifijo que llevo colgado del cuello, eminencia? 
   ─Señora, no me fijo en la cruz, sino en el calvario que la sostiene.

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