Aunque muchas son las épocas en las que los militares han tratado de influir, cuando no de tomar el poder por la fuerza de la armas, es el siglo XIX el que da principio, con mayor intensidad, a que la vida civil española haya estado bajo la autoridad de la espada. No es raro que a aquellos salvadores de la Patria se les llamara espadones.
Es difícil saber si el viejo aforismo que asegura ser más fácil militarizar a los civiles que civilizar a los militares se pueda aplicar a lo sucedido durante los años que transcurren desde la muerte de Fernando VII, en 1833, hasta la Restauración, en 1874, tras la efímera y fracasada Primera República.
Algo más de cuarenta años en los que generales al alimón con civiles alternaron el mando sobre una España que pese a todo, en muchos casos con retraso, comenzaba a cambiar.
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Del “Espadón de Loja”, general, duque de Valencia y Presidente del Consejo tantas veces, ya se han contado anécdotas desde estas páginas en entradas a él dedicadas; pero una más, compartida con otro general, duque como él, viene a demostrar lo animado de la vida política de mediados del siglo XIX.
No hacía mucho que el duque de Ahumada, el segundo que llevaba ese título, había fundado la Guardia Civil. Era, es este Cuerpo paradigma del honor. Lo dice su propia cartilla y Reglamento desde 1844, año de su fundación: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. También debe ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza”.
Y así debió ocurrir, cuando en cierta ocasión, yendo el general Narváez, a la sazón jefe del gobierno, camino del teatro en coche de caballos, embocó una calle por cuyo paso estaba encargado de prohibir el tránsito un guardia civil. Mandó detener el carruaje el guardia, y de inmediato Narváez, irritado, exige se le franquee el paso, sin que el guardia ceda ante el imperio del general.
Pide pues el Presidente al agente su nombre y al día siguiente hace llamar a su despacho al duque de Ahumada, jefe del guardia. Narváez le ordena el inmediato traslado del atrevido guardia, pero el duque, tranquilo, deja su bastón sobre el escritorio del Presidente y contesta:
─No haré tal cosa, pues el guardia no hizo sino cumplir con su deber; ahora bien, ahí está mi bastón de mando; quien me suceda que ordene el traslado.
A lo que el espadón, entregando un cigarro al duque, responde:
─Tome, déselo al guardia de mi parte, y usted recoja su bastón; nadie es más digno que usted para llevarlo.
Pero no crea el lector que siempre entre militares se solucionaban las cosas de forma tan pacífica. En 1837 se dirimieron unas afrentas mediante un duelo, cosa nada rara durante aquel siglo. Todo vino a cuento de las invectivas que el general Seoane dirigió en Las Cortes contra los oficiales rebeldes que en Aravaca exigieron el cese del ministerio Calatrava.
Había sido el doceañista Calatrava elevado a la cumbre del gobierno tras los sucesos de La Granja de San Ildefonso un año antes, pero las cosas no estaban yendo bien en España; y en tiempos tan revueltos, generales unas veces, oficiales otras, hasta sargentos en ocasiones protagonizaban asonadas, desplantes o insumisiones capaces de cambiar el rumbo de la Nación. Fueron en esta ocasión los oficiales de Guardia quienes exigieron el cese de Calatrava que, impopular, como fruto maduro, estaba a punto de caer. La reina gobernadora cedió, Calatrava cesó en el cargo; pero don Antonio Seoane, Capitán General de Castilla la Nueva, diputado y diestro, según era fama, en el manejo de la pistola, que no supo o no quiso estar callado, se fue de la lengua:
─Merecerían, por su cobardía, arrastrar grilletes los oficiales rebeldes.
Ofendidos los oficiales, una treintena de ellos se reúnen en el café Lorenzini(1) de Madrid, donde deciden exigir satisfacción del ofensor. Lo sabemos con detalle, pues el general Córdova en sus “Memorias Íntimas” hace un extenso relato de lo sucedido, al ser testigo de los hechos.
Acuerdan, pues, que sean tres los oficiales que se enfrenten al general y por sorteo determinan el orden, siendo don Joaquín del Manzano el primero al que toca en suerte ponerse frente al experto Seoane. Tras nombrar padrino al entonces coronel Córdova, se dirige éste al encuentro de Seoane, que acepta el reto de los oficiales, nombra sus padrinos y convienen que el desafío se celebre en el camino del Pardo, más allá de la Puerta de Hierro.
Se decide que el duelo sea a pistola y como Seoane es experto tirador, para equilibrar el combate, se cargan ambas armas, pero sólo una de ellas con bala. Empeñado el general en que sea Manzano quien elija arma, Córdova se niega por ser él quien las ha cargado y ser padrino de éste. Momentos antes del desafío, el general pide a Córdova que se acerque.
─Si muero, Manzano está perdido; esta misma noche será hombre muerto por mis partidarios, y no lo puedo permitir. Tome este pasaporte, le facilitará la marcha hasta su regimiento, también entrégele mi caballo y además déle esta bolsa con 25 onzas.
─Acepto el pasaporte, mi general, y le doy las gracias, en mi nombre y en el de don Joaquín, pero el caballo se lo daré yo si hace falta y el dinero sus amigos que aquí estamos.
Instantes después, ambos hombres con las pistolas en alto se apuntan. Dos armas y una sola bala. Al grito de tres, se oyen dos disparos. Seoane se derrumba como árbol sin raíz. Todos piensan que está muerto. Corren hacia él. Vive. Se incorpora, aunque está mal herido. Pide que se carguen de nuevo las armas, pero Córdova se niega. Igual hacen los padrinos del general. Seoane, herido y rabioso clama:
─Lo que dije en las Cortes no lo retiro, lo ratifico palabra por palabra.
Si así lo quiere Seoane, dicen los oficiales insultados, esperarán la recuperación del general para batirse de nuevo. Pero al fin, la razón se impone. Desisten los oficiales a nuevos duelos y don Antonio Seoane, aún convaleciente en el lecho, al saberlo, retira sus palabras.
Es el final feliz de un duelo que puedo terminar en tragedia.
No pudieron decir lo mismo otros militares, cuyas vidas acabaron ante un pelotón de fusilamiento.
En 1841, Narváez desde Andalucía, O’Donnell en Pamplona; de la Concha, Pezuela y Diego de León, en Madrid; Borso di Carminate, desde Aragón preparan el asalto al poder que Espartero ostenta. De los conjurados un grupo de los conspiradores asalta el Palacio Real. Tienen la intención de apoderarse de la reina Isabel, aún niña. Fracasan. Muchos huyen. Diego de León no lo hace. Detenido, ante el pelotón de granaderos, en un rasgo de dignidad y valentía gritará: “No muero como traidor” y dirigiéndose a sus verdugos: “No tembléis, al corazón”.
Cinco días después, en Vitoria, el 21 de octubre, otro de los implicados, don Manuel Montes de Oca, antiguo ministro de Marina, desde su celda, aún dio una vuelta de tuerca más al espíritu romántico en su ejecución ante los fusileros: quiso el marino supervisar los preparativos de su propia ejecución y pidió permiso para gritar un “Viva la Reina” y mandar el pelotón que debía ejecutarle. Lo primero le fue concedido, pero en lo segundo el capellán se negó. Aducía el clérigo que gritar “fuego” el propio condenado constituiría un suicido que la religión consideraba pecado mortal, y se negaba a absolverlo en su confesión. Mas la hora de la ejecución se aproximaba inexorable y al fin llegaron confesor y reo a un acuerdo. Frente al pelotón que lo va a ejecutar, llegado el momento, Montes de Oca grita: “Granaderos, no os mando hacer fuego, no por falta de valor, sino porque la religión me lo prohíbe. Caballero oficial, cumpla con su deber”.
(1) El Café Lorenzini luego se llamaría de Columnas, más tarde de Londres, aún después de Puerto Rico, y hoy, en el número 3 de la Puerta del Sol, dicho bajo muestra el rótulo de una cadena de perfumerías.
(1) El Café Lorenzini luego se llamaría de Columnas, más tarde de Londres, aún después de Puerto Rico, y hoy, en el número 3 de la Puerta del Sol, dicho bajo muestra el rótulo de una cadena de perfumerías.
Como se las gastaban los espadones de la época.
ResponderEliminarUn saludo.
Interesante, una vez mas. Un abrazo
ResponderEliminarhola! como nos gusta conocer estas historias, gracias, abrazosbuhos.
ResponderEliminarAquí hay materia para llenar varios libros con anécdotas. El callejero de Madrid está lleno de referencia a estos espadones que protagonizaron la historia española del siglo XIX.
ResponderEliminarUn saludo, DLT.
Interesante texto, DLT. Cuánto talento desaprovechado por cuestiones de honor con minúscula. Porque el verdadero Honor debería ser el procurar el bienestar de los ciudadanos, que son quienes les pagan el sueldo a estos personajes.
ResponderEliminarSiento repetirme tanto, Dlt, pero una vez más ha sido un placer pasear por esas anécdotas que cuentas.
ResponderEliminarCuriosa evolución la del café Lorenzini ;)
Un abrazo y gracias
Cuando leí el título, me dio la impresión que hablarías de Venezuela... En el siglo XIX, Venezuela también estuvo bajo los generales,que mancillaban su honor...y terminaban en guerra...
ResponderEliminarSaludos Amigo. Que todo vaya bien
Es cierto que fue el siglo de los generales, no sé si habían tantos guardias como hoy los hay supongo que no pero en cambio a mi me parecían que estaban en todas las familias y en cada esquina.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tiempos recios, cuya política tripulaban los militares y los liberales sólo podían alcanzar el poder a base de golpes de estado. Tiempos de duelos, de caballerosidad llevada a la enésima potencia. Tiempos de fusiles, de guerras civiles, de ejecuciones sumarísimas. Prefiero los tiempos presentes.
ResponderEliminarUn saludo
Tengo entendido que el general Diego de León si escapó a caballo de Madrid pero fue seguido por una tropa de húsares que lo alcanzaron en Colmenar Viejo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues no le falta razón. Lo cierto es que Pezuela, Concha y León desbaratada la conspiración tiraron cada uno por su lado. Lafuente en su monumental Historia de España dice que el general León no sabía ni quería huir, que tomó tranquilamente el camino real, y que en su marcha se encontró con un grupo de húsares al mando de un antiguo subordinado suyo, el brigadier Laviña, a cuyas órdenes de haberlo mandado el general se habría puesto, a decir de Lafuente.
ResponderEliminarEn realidad, parece que, con mayor o menor convencimiento, salió de Madrid. A la altura de Puerta de Hierro, cayó de su caballo hiriéndose, y siendo encontrado en el camino de Colmenar Viejo por los húsares, se entregó a Laviña. Con independencia del juicio que se siguió, estaba convencido de que Espartero lo perdonaría. Se equivocó.
Saludos.
Romántica, pero, cruenta forma de defender el honor, que por cierto, llegó en nuestro país, hasta principios del siglo XX, aunque en esa época ya no eran los generales los que se batían sino los periodistas, hasta el punto que el 25 de Julio de 1905 se celebró un Congreso Internacional en Lieja donde se suspendieron toda clase de duelos. Así pues, todas las cuestiones de honra deberían solventarse por medio de tribunales de honor, con prohibición de acudir al desafío, que es el fin propuesto por las Ligas antiduelistas que había en algunas naciones.
ResponderEliminarLa única representación que faltó a esos Congresos internacionales fue España, a pesar de que aquí ya existían varios ligas antiduelistas, desde hacía varios años.
Un placer leerte, estimado amigo.
Abrazos.
Muy interesante.
ResponderEliminarUn abrazo.
Nunca habia oído lo de "espadones". Tan interesante como siempre.
ResponderEliminarLeyendo tu entrada, se me viene a la cabeza que todo tiene un principio y un fin. De muchos locales de todo tipo la historia nos deja como recuerdo un rótulo.
ResponderEliminarGracias por la reseña.