De los desafíos, los retos y los duelos no es la primera vez que se dice algo desde estas páginas. Algunos de los más memorables fueron contados como parte circunstancial de historias aquí recordadas, como aquel en el que el general Narváez atravesó con su sable el pecho del general Urbiztondo, ministro de la guerra de su propio gabinete, en la antecámara de la reina Isabel, o el que por dos veces enfrentó a pistola a dos de los diputados más notorios del siglo XIX, don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas.
Que
ambos casos sucedieran durante el convulso siglo XIX no resulta extraño, pues
aunque desde muy antiguo hubo lances para satisfacer ofensas, fue en el siglo
XIX cuando los duelos se democratizaron. Desafíos entre escritores,
periodistas, políticos o militares se sucedían ante el ultraje más peregrino.
También
desde tiempos lejanísimos estuvo prohibido o se trató de limitar tales
prácticas. Los Reyes Católicos proscribieron este tipo de justicia personal. Lo
mismo hizo Felipe V con la promulgación de una Pragmática contra el duelo. Los
sucesivos Borbones siguieron en la misma línea: tratar de castigar lo que no
había forma de contener.
Y
como siempre fue así, de uno u otro modo se trató de regular la arraigada
costumbre de resolver injurias y disputas personales por medio del duelo. Ya el
Fuero Viejo de Castilla regulaba estas disputas. Era una forma de reconocer la existencia
de una práctica difícil, si no imposible, de frenar.
Los
siglos transcurrían. Los reyes seguían penando los duelos y sus consecuencias;
la Iglesia, en el Concilio de Trento, que los consideraba “artificios del demonio”, también, excomulgando a los partícipes.
El
Barroco fue época de espadachines. En Francia, mientras Richelieu prohibía los
duelos, los desafíos proseguían y los duelistas, deseosos de resolver sus
ofensas en el campo del honor, concebían la infracción de la ley como un
estímulo. Decía Hercule-Savinien Cyrano, de Bergerac, que “el honor mancillado sólo se lava con sangre”, él, que en la época
de los espadachines participó en varios duelos, aunque eso sí, según reconoce,
solo como padrino o second, dispuesto
únicamente a batirse con sus iguales en el lado opuesto.
Pero
fue el siglo XIX, el siglo del Romanticismo, el que vio elevarse hasta la
sinrazón el número de duelos entre caballeros. Desde la Revolución Francesa,
los burgueses y las clases medias no quisieron ser menos que los nobles, y los
duelos se hicieron populares, se democratizaron. Cualquiera podía exigir una
satisfacción a cuenta de la más insignificante ofensa. Bien con espadas, sables
o pistolas, los duelos se sucedían por la menor afrenta. Cuenta Saint-Foix que
en cierta ocasión se hallaban dos individuos sentados uno junto al otro en un
teatro. De repente, uno de ellos se dirigió al otro rogándole abandonara su
plaza y ocupara un lugar varios asientos más alejado de él. No pudo por menos
que molestar al intimado la petición que, irritado, pidió al impertinente la
causa de su requerimiento. Se negó este, aduciendo razones de urbanidad para no
herir sus sentimientos, mas como insistiera el otro, viose obligado a exponer
los motivos de lo que parecía insolente orden. ─Caballero, es que usted apesta. Apestan sus pies, apesta su sobaco y apesta su aliento. ─Me ofendéis, y mañana se presentarán a usted mis padrinos para la elección de las armas. ─Pero caballero, pensadlo bien. ¿Veis en vuestro mal olor razones para un duelo? ¿qué conseguiríais? Si me matáis
seguiríais oliendo igual de mal, si os mato, oleríais peor aún.
Fuera
como fuese, el caso es que, a la continua sucesión de lances, en toda Europa y
también en España se redactaron códigos que, aunque no siendo legales lo
parecían, regulaban todo lo relacionado con los duelos.
En
España fue don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del
Monte, el autor de ese Código, que recibió el título de “Lances entre Caballeros”. Había nacido don Julio en 1860 en el
seno de una aristocrática familia y tras una frustrada carrera militar que
debió abandonar apenas comenzada a causa de una enfermedad, estudió la carrera de Derecho, que le permitiría desarrollar una brillante carrera pública. Recuperada su salud, se
ejercitó en varios deportes, hasta lograr ser un notable jinete y esgrimista. Y
no solamente: su actividad deportiva le llevó a practicar también la gimnasia y
el ciclismo, y a ser miembro del primer Comité Olímpico Español. Hombre cabal y
honesto, en 1895, siendo jefe de Administración en el Ministerio de Hacienda,
denunció la corrupción que afectaba a determinados concejales del ayuntamiento
de Madrid. Atañían las acusaciones a unos negocios sobre diversas obras en la
capital y sobre algunos solares en la céntrica calle de Sevilla, de la que
Cabriñana era copropietario y por los que los regidores denunciados habían
ofrecido pingües ganancias, al proponerle la compra por el ayuntamiento a
precios sobrevalorados. Irritó mucho a los denunciados la acusación, que
alcanzaba incluso al ministro de Fomento Sr. Bosch. Todos trataron de
defenderse negándolo, y en esas maniobras estaban cuando una noche, saliendo el
marqués de la casa de su tío don Guillermo Moreno, en el número dos de la calle
de Felipe IV, sufrió el atentado de dos individuos que le vigilaban. Le
esperaban apostados tras una caseta de telégrafos, y al verle aparecer a la
altura del Museo del Prado le dispararon. Una de las balas atravesó la capa del
marqués. Este, que portaba un arma para su defensa, pues rumores sobre un
posible ataque se venían oyendo los últimos días, disparó a su vez sobre los
agresores, que huyeron cada uno por un lado. Cabriñana corrió en persecución de
uno de los criminales, que huía en dirección al Jardín Botánico. Acompañaba al
marqués en la persecución un sirviente de su tío y un sereno que al oír los
disparos su unió a ellos, pero el agresor, como alma que lleva el diablo, se
escabulló entre la espesura de los jardines próximos. Como no se descubrió a
los autores, a nadie se pudo acusar, aunque en la mente de muchos estaba de quién
era el impulso. La indignación por el atentado, en persona denunciante de
hechos corruptos, fue enorme, y poco después dimitió el ministro Bosch, y una
manifestación de más de cincuenta mil personas discurrió por las calles de
Madrid, en desagravio del marqués. Poco más resultó de aquel asunto en el que
todo quedó en agua de borrajas. El ministro dimitido seguiría su carrera política
y muchos de los concejales, acusados lo mismo, serían elegidos diputados en las
siguientes legislaturas.
También
don Julio Urbina logró su escaño en las Cortes. Fue en 1898. Dos años después
fue nombrado Director General de Correos y Telégrafos, y ese mismo año, recién
comenzado el siglo XX, fue cuando se publicó el Código ya dicho, “Lances entre Caballeros”. Para mayor
empaque de su obra el marqués apuntaba que el libro estaba corregido y anotado
por varios ilustres nombres, de los que citados a guisa de ejemplo podemos
señalar a don José Echegaray, al duque de Tamames y a los marqueses de Heredia,
Vallecerrato y Alta Villa; varios
militares con grado de Jefes y los profesores de esgrima Sanz y Carbonell,
maestros del rey Alfonso XIII.
Considerado
un experto en la materia y su libro una “biblia” para duelistas, recogía este
entre reseñas históricas, compilaciones de la legislación penal o anécdotas
sobre duelos del pasado, todo un código a seguir por los caballeros ofensores u
ofendidos.
Del
caso que se hacía de la obra de Cabriñana da cuenta el duelo que no llegó a ser
entre los diputados don Indalecio Prieto y don Juan Vitórica, vizconde de los
Moriles. Es cosa sabida que el verbo furioso de Prieto le granjeo más de una
enemistad, y precisamente acres palabras del diputado ovetense, que hirieron el
sentir del vizconde, motivaron que este enviase sus padrinos a Prieto. Enterado
don Miguel Villanueva, presidente de las Cortes, del lance, llamó al diputado
socialista para que, en evitación del duelo, ofreciera en la tribuna
satisfacción a las demandas del vizconde. En respuesta ofreció Prieto firmar
un documento en el que declaraba “no ser
caballero, carecer de esa clase de honor (…/…), bastando con que usted muestre
mi declaración a los ofendidos para que todo concluya, pues el Código de
Cabriñana establece que no se puede ni se debe reclamar a quienes no sean
auténticos caballeros y, en mi caso, ninguna prueba mejor que mi propia
confesión”. Rechazó el Presidente la extravagante idea, que en tan mal
lugar podría dejar a Prieto, y lo despidió, resolviendo el asunto como pudo el
Presidente con el vizconde de los Moriles.
Diversos
cargos más ocupó don Julio, hasta que en 1930, a sus setenta años ya
cumplidos, dimitió de todos sus cargos. Durante la Segunda República permaneció
alejado de la escena política, pero su prestigio fue grande y el recuerdo
persistente. Cuando estalló la Guerra Civil, vivía el marqués en la calle Goya
de Madrid. Hasta allí llegó una partida anarquista, Dios sabe con qué intenciones, pero al saber que era Cabriñana quien vivía en el inmueble, al que
consideraban amigo del pueblo, se
dispuso un retén de milicianos para protegerlo a él y a su familia. Y allí, en
su casa madrileña falleció don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de
Cabriñana del Monte. Era el 11 de septiembre de 1937, y tenía 77 años de edad.