El
20 de febrero de 1735 parece un día tranquilo. El discurrir de la gente por el
Prado de Madrid es apacible y nada hace sospechar que lo que está a punto de
ocurrir allí pueda tener consecuencias imprevisibles.
Todo comienza cuando un grupo de alguaciles y soldados conducen bajo custodia a un maleante y un
grupo de revoltosos atacan a los guardias con intención de liberar al detenido.
No
son sólo aquellos los únicos involucrados en el caso. Coincide durante el
ataque el paso del embajador de Portugal, marqués de Belmonte. Le acompañan
varios sirvientes. Algunos de éstos ayudan a los asaltantes y, liberado el
malhechor, deciden, sin consideración a su señor, ampararlo en la residencia
del embajador.
El
marqués, en su residencia, ya dueño de la situación, resuelve entregar al
detenido, despedir a los criados
involucrados y pedir excusas ante el Consejo de Castilla. Cree que así queda
todo resuelto. Al fin y al cabo él ha sido también una víctima.
Pero Isabel Farnesio, la despótica esposa de Felipe V,
que no ve con simpatía la estrecha relación que mantiene Belmonte con la
princesa portuguesa doña Bárbara de Braganza, esposa del heredero Fernando no opina del mismo modo, pues el
embajador sirve de enlace entre la princesa y sus padres, los reyes de Portugal,
transmitiendo el trato arisco, cuando no humillante, que reciben ella y su
esposo por parte de la reina, y el consuelo de aquellos para con su hija(1).
El incidente es para la reina la excusa perfecta, que no desaprovecha la ocasión. La
intención de Isabel Farnesio es enojar a Portugal, atacando cuanto de portugués
hay en Madrid. Se ordena la invasión de la embajada portuguesa y sin atender
las protestas de Belmonte, varios empleados son detenidos; pero los acontecimientos
parecen escapar a la voluntad de la reina, parecen tener vida propia.
El
visceral Joao V de Portugal, al ser informado de los hechos de Madrid,
responde. Y lo hace como lo ha hecho la reina Isabel: ojo por ojo: la embajada
de España en Lisboa es asaltada y varios empleados de la misma son detenidos.
Exige el rey Joao excusas al monarca español, pero Felipe en su lugar ordena al
embajador, marqués de Capicciolatro, que regrese de inmediato a España.
Capicciolatro sin despedirse siquiera abandona Lisboa. La escalada bélica no
tarda en manifestarse. Joao V moviliza tropas y anuncia que él mismo las
capitaneará camino de Madrid. Felipe hace lo mismo. Sitúa tropas ante la
frontera portuguesa y dice estar dispuesto a bombardear Lisboa. La tensión es
grande. El caso se torna en incidente muy comprometido para las dos naciones. Al fin una flota inglesa al
mando del almirante Norris, ayuda solicitada por Portugal, llega a las costas
lusas. Lejos de servir para arreglar las cosas, la presencia inglesa no hace
más que poner en guardia a Francia. Ésta, pendiente de los acontecimientos, no
quiere aventuras inglesas en la Península Ibérica y toma cartas en el asunto. Intercede
para avenir a los reyes ibéricos. A duras penas logra Francia que las actitudes
más beligerantes se disipen, pero no que la animosidad de la reina Isabel con
los príncipes españoles, ya sin el apoyo del embajador Belmonte, despedido, se
mantenga con inflexible rigidez hasta que Fernando, ya rey, despida de palacio
a Isabel, primero a las casas de Osuna, y más tarde a La Granja , con gran lujo, pero
lejos de Madrid.
(1) Del poco afecto que tuvo la reina Isabel por los príncipes basta recordar como ordenó
que les fueran suprimidas sus asignaciones, que vieran limitadas sus visitas en
palacio a sólo cuatro personas o, ya en lo más íntimo, cuando prohibió que se
guardara luto en la Corte
en memoria de uno de los aniversarios por el fallecimiento de la madre de
Fernando, la reina María Luisa de Saboya. Fernando apeló al rey, pidiéndole
permiso al menos para vestir él de negro aquel día, y Felipe, tras consultar con Isabel que no lo consintió, no tuvo más
remedio que transmitir a su hijo la negativa.