Acaba
de comenzar el año 1775. El conde Pedro Panin conduce un prisionero camino de
Moscú. Confinado en el minúsculo espacio delimitado por los barrotes de una jaula,
el cautivo se ha enfrentado al imperio. Ganó adeptos, formó un ejército y
luchó. Como casi diecinueve siglos antes el tracio Espartaco, Emelyan Pugachev
ha desafiado al poder y, como entonces aquél, Pugachev va a pagar cara su
audacia.
*
No
era de extrañar tales adhesiones. Poco antes, en agosto de 1767, se había publicado
en Rusia un ucase por el cual se condenaba al látigo, y a realizar trabajos
forzados y perpetuos en el exilio siberiano, a los siervos y campesinos que se
atrevieran a formular cualquier queja o protesta por el trato recibido de sus
amos terratenientes. En realidad, el decreto de la zarina no era sino una
vuelta de tuerca más en el estado de regresión al que las miserables capas
trabajadoras estaban sometidas. En el reinado anterior de la emperatriz Isabel
era posible para el amo déspota desterrar a sus siervos a Siberia, pero como
hombres libres y, aunque lejos y en tierras ásperas, iniciar una nueva vida.
Pero
ahora, pese a que Catalina II había bebido en la fuentes de Montesquieu, de
Beccaria o de Voltaire, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, y
estaba en contacto constante con quieres eran sus mejores propagandistas:
Diderot o D’Alembert, entre otros, algunos de los cuales fueron generosamente, y puede que
de modo desinteresado, agraciados por la liberalidad de Catalina, poco quedaba
de sus ideales o sus iniciales propósitos de aliviar la situación de los
siervos rusos. Si lo deseaba, no lo era tanto como para poner en peligro su
trono, lo que podía suceder de no mantener los privilegios de los nobles y
latifundistas rusos.
No
era ella la responsable de aquella situación, que era legado recibido, pero
también herencia para sus sucesores. Durante el siglo en el que le tocó vivir,
la situación de los siervos no había hecho más que empeorar. Siempre atados a la tierra y el arado y a sus
dueños, poco a poco la relación de obligaciones recíprocas entre siervos y amos
se había deteriorado y desde los tiempos de Pedro I, prácticamente habían
quedado reducidos a esclavos. No eran mucho más que animales o peor: cosas,
objetos que podían ser vendidos en un mismo lote junto con otras propiedades de
sus dueños.
El
diario de avisos “Noticias de Moscú” publicaba: “Se vende: domésticos y artesanos hábiles de buena conducta, a saber,
dos sastres, un zapatero, un relojero, un cocinero, un carrocero, un fabricante
de carretas, un grabador, un dorador y dos cocheros que pueden ser examinados y
cuyo coste puede confirmarse en el 4º distrito, sección 3, en la propia casa
del propietario, nº 15. También se venden tres caballos de carreras jóvenes, un
potro y dos capados, y una jauría de perros…”
Estas
ventas eran frecuentes. A veces los individuos se vendían con sus familias,
pero en ocasiones solos, rompiendo aquéllas los señores sin mayor
miramiento. William Coxe era un religioso inglés que viajó en aquellos tiempos
por Rusia y comprobó el maltrato sufrido por los siervos. Igual hizo el
francés Massón que sobre lo mismo dijo
sentirse repugnado por la visión de un anciano de luengas barbas blancas,
caídos sus pantalones y apoyada su frente en el suelo mientras era azotado; y
en el colmo de la indignidad asqueado al ver cómo un padre de familia era
fustigado por su hijo obligado por el amo de ambos. Aunque desde luego no
siempre era así. También había amos paternalmente benévolos con sus criaturas.
*
Era
el panorama propicio para la protesta, para la revuelta. Pero hacía falta un
líder, la persona con el valor y el arrojo de los que están dispuestos a todo
por algo, un idealista o un loco. Y aunque quizá no se sepa bien cuál de las
dos cosas fue, Pugachev fue el líder que rebeló a los miserables contra la
injusticia.
Dos
años duró su loca aventura desde que en la primavera de 1773 había irrumpido en
la región de los Urales al mando de una nutrida tropa, conquistando pueblos y
agrupando gentes a favor de su causa. Declaraba ser el zar Pedro III ante
campesinos y siervos descontentos por su misérrima existencia, que le creyeron
o fingieron creerlo. Afirmaba haber escapado de la prisión a la que lo tenía
forzado su esposa, la emperatriz usurpadora, y estar dispuesto a recuperar el
trono y aliviar la pesadumbre que abrumaba a los siervos.
En
su avance grupos de cosacos y tribus tártaras, siervos de las haciendas
arrasadas, de las minas o industrias de la región de los Urales y del Volga se
unían al sedicioso. Su fama y su poder crecían paralelos y con el mismo brío. Pugachev
y sus tropas sembraban el terror. Los nobles huían asustados y se refugiaban en
las ciudades, y aun, buscando la mejor protección, en Moscú, mientras los
siervos incrementaban las huestes del cosaco del Don, que en el colmo de su
frenesí, como auténtico Pedro III redivivo(1),
salvador de la patria y redentor de los siervos, estableció una corte de
pacotilla en la que sus fieles recibieron los nombres de los personajes
que servían a la emperatriz Catalina.
Individuos rebautizados con los nombres de Orlov, Panin o un nuevo gran duque Pablo, como heredero
del imperio, poblaban aquel escenario en el que
él se hizo acompañar por seis concubinas, a modo de damas de honor,
remedo de los amantísimos favoritos de la Semíramis del Norte.
Incluso
la antigua capital moscovita, con el grueso de las tropas imperiales luchando
en el Sur contra la Sublime Puerta, no parecía lugar seguro. El peligro de lo
que dejaba de ser una revuelta para convertirse en una revolución hizo temer a
la emperatriz incluso el asalto de Moscú por los rebeldes. Pungachev la amenazaba; hasta
San Petersburgo, lejana, pero igual de desprotegida, se inquieta ante el avance
incontenible de Pugachev y sus 15.000 soldados.
En
la primavera de 1774 el general Bibikov infringe una severa derrota al rebelde,
que logra escapar de milagro. Rehecho, con un nuevo ejército, Pungachev inicia
una nueva ofensiva. Tan deprisa como las derrotas lo ponen en fuga, se revuelve
en feroces contraofensivas.
Por
fin, en el verano de ese año, Rusia y Turquía firman la paz. Con la victoria
rusa, Catalina ha incorporado varios territorios del Cáucaso, logrado un acceso
a Mar Negro y, con la independencia de Crimea, la posibilidad de su futura
anexión a su imperio; pero además, la paz deja libres las tropas, y sin
tardanza el general conde Panin se apresta a dar la batalla definitiva al
desertor Pungachev, que una vez más, derrotado, cruzando a nado el caudaloso
Volga, logra escapar. Pero su aura se apaga y algunos son los que por una
recompensa y el perdón lo traicionan.
*
El
10 de enero de 1775 la cabeza de Emelyan Pugachev rodó por el suelo moscovita.
Sólo la “benevolencia” de la emperatriz evitó un cruel suplicio, al permitir
fuera el reo decapitado antes que descuartizado, como estaba previsto. Aunque
la revolución de Pugachev dio aviso de la necesidad de suavizar las condiciones
de los campesinos. Así lo dijo Catalina a su ministro de Justicia cuando le expresó: “Si no consentimos en disminuir la crueldad y moderar una situación que
resulta intolerable a la raza humana, tarde o temprano serán ellos los que den
ese paso”, lo cierto es que nada se hizo. Los nobles no eran de esa opinión
y Catalina, la gran emperatriz ilustrada, defensora de las artes y de los
principios humanitarios, según proclamaba, nada hizo; fue al menos en su trato a
los siervos y campesinos rusos, mezquina y pequeña. Ningún otro zar,
posteriormente, hasta Alejandro II, y sin efectos prácticos, mejoraría la situación del pueblo ruso. Todos sabemos las
consecuencias de aquella ignominia.