Ya
dejó aviso el viajero que contaría más historias matritenses, pues le faltó
tiempo y espacio para contarlo, no todo, pues ello es imposible, pero sí cosas
que quedaron en el tintero de las muchas que Madrid guarda de su historia. Y
como ésta es segunda parte y sobran preámbulos, el viajero empieza a contar ya lo
que sabe de lo primero sobre lo que ha puesto sus pies en este nuevo viaje: la
Plaza Mayor.
Fue
estrenada, si así puede decirse, en 1619, y desde el primer momento hizo honor
al nombre que se le dio: hubo en ella mercados, festejos taurinos, autos de fe
y ejecuciones. El 21 de octubre de 1621 hubo patíbulo levantado en ella. En él
se ejecutó a don Rodrigo Calderón, persona de muy algo rango, secretario del duque
de Lerma, el valido del rey Felipe III. Ambos perdedores y caídos en desgracia
en las luchas palatinas con el duque de Uceda y don Gaspar de Guzmán y
Pimentel, aún sólo conde de Olivares, Lerma logró que Paulo V lo creara
cardenal, poniéndose a salvo de las acusaciones; no pudo hacer lo mismo Calderón,
conde de Oliva y marqués de Siete Iglesias, cuyo proceso fue largo y cruel. De
espaldas a la Casa de la Carnicería donde se instaló el cadalso, el viajero
imagina como debió entrar el cortejo con el reo por la Puerta de Boteros, la
que hoy se conoce como de Felipe III.
Y
si hay algo más que decir de este monarca es que allí está también el tercero
de los Felipes en estatua ecuestre, que anduvo errante por distintos lugares de
la capital hasta que, en el siglo XIX, Isabel II, a propuesta de Mesonero
Romanos, ordenó su instalación en la plaza que vio la luz en su reinado.
Pasado el tiempo la Plaza Mayor dejó de ser escenario de las ejecuciones, que fueron trasladadas a otra la plaza, no muy lejana, la del Viento, luego, y aún hoy, de la Cebada, porque en ella se daba el comercio del grano. En esta plaza fueron ajusticiados muchos de los liberales antifernandinos: Richard, cabeza visible de la famosa Conspiración del Triángulo, o Rafael del Riego, quien con el levantamiento en Cabezas de San Juan daba comienzo el 1 de enero de 1820 al trienio liberal.
Otro
sitio hay en Madrid del que no puede dejarse de hablar. No es la primera
vez que el viajero ha ido a verlo, aunque no haya dicho nada aún. El Panteón de
Hombres Ilustres está cargado de tanta historia como arte. Varias veces se
había pensado hacer realidad el proyecto, pero no fue hasta finales del siglo
XIX, bajo la regencia de María Cristina de Habsburgo cuando se proyectó el panteón,
a la sombra de una gran basílica que albergase a la Virgen de Atocha, tan
venerada en Madrid. Aunque la iniciativa se llevó a cabo, y se logró albergar
los restos de algunos de los más importantes personajes de la segunda mitad de
siglo XIX y primeros años del XX, en el viajero queda una sensación de pequeña
decepción. Tiene la impresión de que arrancó el proyecto con fuerte impulso,
pero sin vigor para una larga vida, sin el realce social necesario para su
continuidad. Allí quedaron unos cuantos prohombres, y ninguna mujer, de la vida
española de aquellos años, que permanecen como en una isla al margen del
espacio y el tiempo de hoy, y del mañana. Paseando por las pandas del claustro,
el viajero contempla los mausoleos de Sagasta, Cánovas del Castillo, Canalejas,
Dato…, cincelados por la mano de Mariano Benlliure o Arturo Mélida.
Al
salir del panteón, de vuelta el viajero al centro, contempla la fachada del
Museo de Antropología. Tiene este museo, que al tiempo fue morada de su
fundador, doble historia; la del doctor Velasco como científico y precursor de
la Antropología en España, que habitó allí, y la de su hija que en cuerpo
momificado, no se puede decir que habitara, pero sí que ocupó la casona museo,
en una historia patética, exagerada por las fábulas publicadas y los chismes
escuchados, que conmueve al comprobar la deriva del padre que, como estudioso,
tanto dio a la ciencia. Resumirá el
viajero aquí el relato, que ya en muchos de sus pormenores narró en otro lugar,
diciendo que don Pedro González Velasco, había nacido en familia humildísima en
un pequeño pueblo de Segovia, en 1815, que a punto de dedicar su vida a Dios,
finalmente la dedicó a los hombres en la más literal acepción del término,
pues, con gran voluntad y sacrificio, dedicó sus potencias a la Anatomía y fue
el fundador de la Asociación Española de Antropología, alcanzando gran
reconocimiento público, confirmado con la presencia del rey Alfonso XII en la
inauguración del museo que el propio Velasco fundó. El destino le deparó la
experiencia más cruel: la muerte de su hija Concepción. La pena se volvió
locura, y embalsamando él mismo el cadáver de la hija, lo instaló en la casa
museo, donde se decía, y algo de ello de verdad hubo, la trataba como la hija
viva que ya no tenía.
Saliendo
al Paseo del Prado, pronto el viajero llega al Museo del mismo nombre. No se
dirá mucho aquí sobre el museo, pues de tanto como hay que contar, corre el
riesgo de no saber poner fin, y en otro viaje a la historia que aquí se hizo,
se habló sobre sus orígenes, pero pasar por su puerta y dirigir una mirada a
una de las mejores pinacotecas del mundo sería falta imperdonable. A su lado el
hotel Ritz y enfrente, al otro lado del paseo el hotel Plaza. Ambos, aunque
establecimientos comerciales, son páginas de la historia, por quienes en sus
habitaciones se han alojado. De los citados, el Ritz fue el primero en
construirse. A principios del siglo XX no había en Madrid lugar decoroso que se
pudiera comparar en lujo a los de otras capitales europeas. Así lo comprobó Alfonso
XIII, que a parte de los asistentes a su boda con Victoria Eugenia en 1906,
tuvo que buscarles alojamiento en distintos palacios de Madrid por no encontrarles
acomodo acorde con la preeminencia de los invitados. Fomentó, pues, el rey su
construcción, involucrando en la empresa al suizo César Ritz, que ya tenía
establecimientos en Londres y París, y en 1910 fue inaugurado el de Madrid, con
la asistencia del propio monarca. Sus habitaciones han sido ocupadas por los
más famosos e importantes personajes: Mata-Hari, García Lorca, Salvador Dalí o
Fidel Castro se alojaron en él. Rainiero de Mónaco y Grace Kelly celebraron en
el Ritz su luna de miel; y hasta cuando dejó de ser hotel, y fue hospital, pasó
a ser parte de la historia: durante la Guerra Civil española había llegado a Madrid
para defenderlo de las tropas Nacionales el anarquista Buenaventura Durruti.
Defendía Durruti las posiciones republicanas en el frente de la Ciudad
Universitaria, cuando una bala perdida lo alcanzó, hiriéndolo gravemente.
Trasladado al hospital habilitado en el Ritz, falleció desangrado. Fue un 20 de
noviembre de 1936.
Ahora el viajero avanza por la Plaza de las Cortes, dejando a un lado la otra gran pinacoteca que hay en el Paseo del Prado, el Museo Thyssen-Bornemisza. Como hizo con el Museo del Prado no dirá nada, que mejor es verlo; pero sí quiere contar algo de su patrocinadora, la viuda del barón Thyssen. Una curiosidad que por reciente parece gacetilla de prensa, pero por extravagante o curiosa, cada cual que piense lo que guste, podría pasar a la historia como anécdota de la Villa. Resultó que una vez depositada, por su empeño personal, la gran colección del barón en el Palacio de Villahermosa, en el magnífico entorno que supone el Paseo de Prado, ante la determinación del consistorio de la Capital de talar los árboles centenarios próximos al Palacio, sede del Museo, opuso con firmeza su rechazo, amenazando con encadenarse ella misma a uno de los árboles, lo que cumplió, a su manera, pero con total efectividad, pues el viajero ha podido seguir paseando en posteriores visitas a la sombra de los centenarios árboles.
Puestos
los pies del viajero en movimiento, deja que ellos le lleven por la Carrera de
San Jerónimo camino de La Puerta del Sol: a la izquierda el barrio de los
escritores, del que ya contó algo en el viaje anterior y a la derecha el
edificio del Congreso de los Diputados. El viajero se detiene un momento ante
la fachada, a la sombra del monumento dedicado a Cervantes que hay en el
jardincillo justo enfrente.
Dos
imponentes leones de bronce, obra de Ponciano Ponzano, de los que sabe el
viajero que llaman Daoiz a uno y Velarde al otro, pero no quién los bautizó con
los nombres de estos dos héroes defensores del Parque de Artillería de
Monteleón el 2 de mayo de 1808, custodian el edificio. El edificio, parte de la
historia reciente de España se inauguró en 1850 por la reina Isabel II, en el
solar dejado por las ruinas del palacio de Hijar, destruido por un incendio.
Y
sin dejar la Carrera de San Jerónimo el viajero llega a la Puerta de Sol. Aún
no se había detenido en ella, pese a haberla cruzado varias veces en su ir y
venir por todos los vientos de la Villa. Y allí puestos sus pies en el
kilómetro cero de las carreteras radiales de España, el viajero piensa en cuántos
han sido los hechos sucedidos en esta plaza. No podrá contarlos todos(1), pero sí alguno curioso
de los sucedidos en aquella plaza.
Porque
en Madrid había muchos cafés, y la Puerta del Sol no era excepción. Allí, donde
hoy está el número 3, estuvo el Café Lorenzini, en el que en 1837 un grupo de
oficiales echaron a suerte a quién correspondería oponerse en duelo singular a todo un Capitán
General. Quiso el azar que fuese el capitán Manzano quien tuviera que
enfrentarse al general Seoane, y el destino que, pese las heridas recibidas por
éste, todo acabara sin defunción alguna. Luego el Lorenzini cambiaría su nombre
por el de Columnas, y después, en la última década del siglo XIX, por el de
Londres, en el que se celebraban destacadas tertulias literarias.
Pero
no era el Lorenzini el único en el que se discutía de política, literatura o
cualquier otro asunto, o se expresaban diferencias personales que se ventilaban
después con la ayuda de padrinos. También en la Puerta del Sol, donde durante
tantos de los últimos años estuvo un letrero luminoso, tópico de la esencia
andaluza y española, coexistiendo con el Londres estuvo el Café de la Montaña.
También en él se celebraban tertulias, y también en él se vivieron tensos
momentos, que la fatalidad convirtió en desgracia.
Lo contará el viajero como si trasladado en el tiempo estuviera allí, como un espectador sentado en una mesa del café tomando un refresco de los que servían en el Café de la Montaña, con fama de ser de los mejores de la Villa.
El 24 de julio de 1899 participa don Ramón María del Valle Inclán en una tertulia en la que se discute sobre si sería posible la celebración de un duelo en el que contendían el portugués Tomás Leal da Câmara y el español Julio López del Castillo. No son las razones del duelo(2) las que dan lugar al incidente, sino la discusión sobre la capacidad de alguno de los contrincantes, dada su minoría de edad, para el duelo. Don Ramón, como era natural en él, hace prevalecer su opinión, hasta que entra en el debate el periodista don Manuel Bueno. A la opinión del escritor gallego opone Bueno la suya. Mas como no es Valle Inclán persona al que guste le contradigan, toma una botella y la arroja sobre Bueno. El escándalo es monumental. Una gran algarabía, con palabras insultantes la mayoría, entre las que suena un claro “majadero” llena el recinto, mientras don Ramón no deja de arrojar sobre Bueno cuantas jarras y vasos tiene a su alcance. Don Manuel, que no es de amilanarse, alza el bastón y deja caer un golpe sobre el brazo de Valle. El impacto acierta a dar sobre la muñeca derecha de don Ramón, con la desdichada fortuna de actuar como un martillo golpeando el gemelo de la camisa, que se clava en las carnes del escritor. Terminada la trifulca, llevan a Valle al dispensario de la calle Concepción Jerónima, donde es curado de un rasguño en la cabeza, al que por la sangre, siempre muy escandalosa, se le presta mucha más atención que al corte de la muñeca, que es desinfectado y vendado. Una vez en su casa, don Ramón recibe a los señores Paleri y Balbás, padrinos de Bueno. Pero si éste se tiene por ofendido, Valle Inclán que piensa que el ofendido es él envía a los suyos, señores Sawa y Riquelme. En esa discrepancia están padrinos de uno y otro, sin llegar a ningún ajuste. Mientras la herida en el brazo de don Ramón se infecta. Con los días empeora, se gangrena, y el 10 de agosto no hay más remedio que amputar el brazo de Valle Inclán.
En
este paseo arriba y abajo, anárquico y desordenado por la villa capital de
España, el viajero llega al Museo del Romanticismo. Es este museo debilidad
grande del viajero. Hay en él muchos retratos de los personajes de la época: de
la reina María Cristina de Borbón, de su hija, Isabel II, sola, retratada por
Madrazo, de niña, de joven, de mujer adulta, y con su consorte Francisco de
Asís, ambos a caballo; pero también muebles, y todo tipo de objetos suntuarios:
el piano de Isabel o la pistola con la que Larra se quito la vida por desamor.
Porque si hay un personaje digno de encarnar la época que este museo representa
ese es Mariano José de Larra, que a los veintisiete años se descerrajó un tiro
en la sien, al ser abandonado por Dolores Armijo, una mujer casada en la que
encontró la pasión, tras diversas relaciones sentimentales anteriores, la
primera con una amante que descubrió era querida de su padre también, y un
matrimonio fracasado después. Había acudido Dolores a la calle Santa Clara de
Madrid, donde vivía Mariano. Le anuncia el propósito de volver con su esposo.
Mariano queda abatido, no comprende. Al cerrarse la puerta y quedar solo suena
un disparo. El arma de la que salió la bala de ese disparo es la que viajero ve
en el museo. Testimonio trágico de la historia.
(1) Como la masacre de los mamelucos, al servicio del
Francés, el 2 de mayo de 1808, o la matanza ocurrida durante la noche de San
Daniel en 1865, o la decidida entrada de don Miguel Maura la tarde de abril de 1931 en el edificio del entonces
Ministerio de Gobernación, desde donde, como ministro del gobierno provisional,
llamó por teléfono a todos los gobernadores civiles conminándolos a sumarse a
la República recién proclamada.
(2) Al parecer luso y español habían discutido días antes
sobre el valor de sus respectivos compatriotas. Acababa España de perder sus
colonias caribeñas y las Filipinas. Herido el orgullo español, la
susceptibilidad en aquel tiempo era grande y a la mínima incorrección se
respondía con mayor insolencia. No es raro, pues, que las caricaturas de Leal
da Câmara provocaran la discusión y el español contestara que “Portugal podía ser tomado con una simple
marcha de tambores”; y, viendo ofendida su patria el portugués, retó al
español, no quedando más remedio que resolver sus diferencia que en el campo
del honor.