El 17 de noviembre de 1796 yacía moribunda en su lecho Catalina II, cuando su hijo,
el gran duque Pablo, el ministro Alejandro Bezborodko y el Procurador General
Samoilov, penetraron en el despacho de la emperatriz contiguo a la alcoba de la
agonizante. Buscaban algo.
En
los últimos tiempos los rumores que avisaban de la intención de la emperatriz
de nombrar a su nieto Alejandro sucesor se habían hecho muy intensos. Cuando no
se hablaba de un documento, se esperaba el momento en el que Catalina lo
anunciara. Aunque nada era seguro, todo era posible. Se conocía también el
desprecio que sentía la emperatriz por su hijo, al que consideraba incapaz,
heredero de las mismas obsesiones de su padre Pedro III(1), de cuya muerte el hijo acusaba a su madre a la que
aborrecía con recíproca aversión.
Hechizado
por la figura de Federico II, como lo estuvo su padre; cautivado por Prusia y
todo lo alemán, y fascinado por la disciplina militar que imponía a fuerza de
látigo, su madre Catalina lo había reducido a dirigir su pequeño imperio en
Gatchina, un feudo próximo a San Petersburgo, en el que desde su palacio(2) sometía unas cinco mil
almas y dirigía con puño de hierro una tropa de rusos disfrazados a la usanza
prusiana.
Y desde Gatchina había acudido a la capital el gran duque Pablo, temeroso, sin la certeza de si a la muerte de la Semíramis del Norte, sería él o su hijo Alejandro el nuevo amo del imperio ruso. Pero ahora ya lo sabía: sería él. Allí, en el despacho de su madre, ella en su dormitorio sin apenas pulso, había descubierto el documento causa de su temor y sus desvelos. Atado con una cinta en el escritorio de la zarina lo habían encontrado él y sus compañeros fisgones. Podía leerse por su exterior: “Para abrir después de mi muerte, en el Consejo”. Y sin pensarlo dos veces fue arrojado al fuego de la chimenea.
Sin
mandato especial, muerta la zarina, todos, también Alejandro, se inclinan ante
el gran duque, ya de facto el nuevo zar Pablo I, del que muchos saben como
piensa, pero no han visto actuar.
De
inmediato restituye y colma de honores a cuantos su madre condenó. Fieles
cortesanos que se pondrán agradecidos a sus plantas. Y con la misma prisa
castiga a los fieles de la emperatriz muerta, pero no a todos. Su retorcida
mente guarda alguna sorpresa. Había sido el joven Platón Zubov el último de los
innumerables favoritos de Catalina. Desaparecida su amante, quedaba desamparado
y expuesto al mismo odio que Pablo sentía por su madre. Nada esperaba y, receloso,
aguardaba su incierto destino, cuando se vio colmado de todo tipo de bienes: a
petición del emperador mantiene su puesto de edecán y, acompañado de la zarina
María Feodorovna, lo visita en el palacio que le ha ofrecido a orillas del
Neva. Sorprendido, pero complacido, el antiguo favorito de Catalina no conoce
bien a Pablo. Apenas comienza Zubov a saborear las mieles de su nuevo estado,
recibe el hachazo. Sin previo aviso, se le destituye de todo cargo y
privilegios, se le embargan todos sus bienes, y se le expulsa de Rusia.
Más
cruel si cabe es el trato que dispensa a Alexis Orlov. Hermano de Gregori, uno
de los primeros favoritos de Catalina, fue aquél quien comunicó a Catalina la
muerte violenta de su esposo Pedro III, mientras se encontraba confinado en la
prisión de Roptcha, tras el golpe dado por Catalina con la ayuda, precisamente,
de los hermanos Orlov. El día del juramento, el viejo Alexis, enfermo, no
acudió a la ceremonia. Se le obligó, entonces, a firmar una declaración de
sumisión al nuevo zar.
Un
mes después, con una temperatura de 18 grados bajo cero, en el cortejo fúnebre
con los restos de Catalina, junto con los exhumados de Pedro III, a quien
Pablo, creyó muerto por la voluntad de su madre, Pablo exigió a Orlov encabezar
el cortejo. Obligado a levantarse, tuvo que vestir sus mejores galas y sostener con sus manos el cojín sobre el que
llevar la corona de Pedro III.
Comenzaba
el reinado de un zar excéntrico, obsesionado por la milicia y admirador de todo
lo prusiano. En palacio prohibió las corbatas, los cabellos sueltos, los
vestidos vaporosos. Todo eran polainas, guantes, sequedad en el trato. En todos
veía un soldado en potencia. Impuso los castigos físicos, y sin embargo tenía
un marcado sentimiento religioso. A veces sus intenciones para con el pueblo
parecían de un paternalismo demencial, como cuando en una de las paredes de
palacio decidió abrir un buzón para que el pueblo depositara sus peticiones.
Todas las mañanas era él, único poseedor de la llave de la estancia en la que
caían las cartas de sus súbditos, quien accedía a dicha sala para revisarlas.
Pero en realidad Pablo I era un déspota, que era más temido que amado. A su hijo, el gran duque Alejandro lo menospreciaba con frecuencia; a su nuera, la gran duquesa Isabel, tampoco la apreciaba. Estaba convencido el zar de que la gran duquesa trataba de influir en Alejandro en su contra, ser infiel a su esposo y ser su hijo fruto del engaño al gran duque con algún amante. Su comportamiento con los subalternos tampoco era ejemplar: en cierta ocasión hizo azotar a un oficial del ejército, encargado del aprovisionamiento de la cocina de palacio, por no resultar a su juicio aceptable una sopa. Y no sólo eso, se encargó él de facilitar la vara con la que administrar el castigo y presenciarlo el mismo. Cuando en otra ocasión mandó encarcelar a un hombre, el gran duque le observó la injusticia, pues la falta era de otro. Sin hacer caso, ordenó se detuviera al culpable y ambos compartieran la celda.
Sello de correos con el escudo imperial ruso. |
Pero en realidad Pablo I era un déspota, que era más temido que amado. A su hijo, el gran duque Alejandro lo menospreciaba con frecuencia; a su nuera, la gran duquesa Isabel, tampoco la apreciaba. Estaba convencido el zar de que la gran duquesa trataba de influir en Alejandro en su contra, ser infiel a su esposo y ser su hijo fruto del engaño al gran duque con algún amante. Su comportamiento con los subalternos tampoco era ejemplar: en cierta ocasión hizo azotar a un oficial del ejército, encargado del aprovisionamiento de la cocina de palacio, por no resultar a su juicio aceptable una sopa. Y no sólo eso, se encargó él de facilitar la vara con la que administrar el castigo y presenciarlo el mismo. Cuando en otra ocasión mandó encarcelar a un hombre, el gran duque le observó la injusticia, pues la falta era de otro. Sin hacer caso, ordenó se detuviera al culpable y ambos compartieran la celda.
Si
sobre cualquier servidor la arbitrariedad del emperador era posible, en la de
los cortesanos y miembros de sus gobiernos era segura. San Petersburgo vivía
amedrentada por las ocurrencias del zar Pablo, que se creía infalible, ayudado
por consejeros a los que creía fieles, pero que lejos de serlo conspiraban
contra él. Ya en 1800, el almirante Ribas, español nacido en Nápoles, pero naturalizado
ruso, héroe naval, almirante, fundador de la ciudad de Odessa, al caer en
desgracia y ser alejado de San Petersburgo, entra en inteligencia con el conde
Panin y el conde Pahlen. Conspiran, pero Rivas enferma y fallece; Panin también
es destituido de sus cargos y Pahlen, queda solo. Solo, pero determinado a no seguir
el camino de otros.
Para
asegurarse el éxito, Pahlen acude al gran duque Alejandro, tantas veces
despreciado por su padre y ahora incluso en riesgo de perder sus derechos
sucesorios: “Dentro de poco me veré
obligado a cortar cabezas que me son muy queridas” le cuenta Pahlen haber
oído decir al zar. Duda Alejandro, en pugna su conciencia entre su ambición y
el deber filial, aunque lo sea por un padre al que no ama, pero Pahlen lo
tranquiliza: no habrá sangre, sólo es precisa su abdicación y que pueda ser
feliz en algún lugar, como lo fue en Gatchina. Son muchos los implicados:
Platón Zubov, el último amante de Catalina y por serlo, tan perjudicado por
Pablo, sus hermanos, el general Bennigsen, héroe militar y hasta una
cincuentena de oficiales importantes del ejercito apoyan el plan. Y Alejandro
acepta.
La
noche del 23 de marzo de 1801, el zar Pablo duerme en su alcoba. Avanzada la madrugada,
el puente levadizo del castillo Miguel es bajado por los centinelas concertados
con los golpistas, que penetran en el palacio y ascienden por las escaleras. Mientras
el conde Pahlen, cerebro del golpe, pero que no quiere ser ejecutor material
del mismo permanece fuera con parte de la guarnición, el general Bennigsen
alcanza el dormitorio del zar, que es guardado por dos ujieres. Uno de los
guardias grita alarmado. De poco sirve. El filo de un sable ahoga el grito del
sirviente, pero no lo bastante como para no despertar al zar, al otro lado de
la puerta. Pablo, asustado, salta del lecho y busca donde esconderse. Aterrado,
cree encontrar refugio. Al poco son abiertas las puertas y un torbellino de
gente penetra en la alcoba del zar. Registran la estancia. Zubov encuentra la
cama imperial vacía. Crece el temor entre los conjurados. El zar ha huido,
piensa; pero Bennigsen, apartando las hojas de un biombo, encuentra al
emperador acurrucado en un rincón descalzo y en camisón. De esa guisa, lo
llevan a la mesa, le muestran un documento y le entregan una pluma.
─Majestad,
no debe temer por su vida. No venimos a hacerle daño. Estamos aquí para obtener
su abdicación─, le dice Bennigsen.
Pero
Pablo, temeroso al principio, hace acopio de valor y se resiste.
─No
firmaré, no lo haré.
Los conspiradores dudan, pero sólo un instante; lo empezado no tiene vuelta atrás.
Alguien, impaciente, arroja un objeto sobre el emperador, le hiere. La vista de
la sangre exacerba los ánimos. Cunden los golpes sobre el zar Pablo. Otro, con
el fajín del zar intenta estrangularlo. Cuando llega Pahlen, contempla el
panorama: el zar ha muerto. Y al abandonar las habitaciones imperiales se
enfrenta a los pocos guardias de palacio aún fieles a Pablo. Les habla: “El zar
ha muerto como resultado de una apoplejía. Tenemos un nuevo soberano. El emperador Alejandro”.
Alejandro
vive en el castillo Miguel. Sin saber lo que pasaba, ha escuchado gritos,
ruidos, más voces y por fin silencio. Al corriente de lo que debía suceder,
desconoce lo que ha ocurrido, hasta que se presenta el conde Pahlen. El silencio de éste le revela la tragedia. Y
Alejandro llora como un niño, hasta que el conde lo saca de su conmoción.
─No
es tiempo de lágrimas, majestad. Sois el emperador y fuera hay una tropa ante
la que debe presentarse, y ser aclamado. Y asomándose al patio del castillo
Miguel, Alejandro anuncia la muerte de su Padre por una apoplejía, mientras
recibe los vítores de la guarnición. Rusia tiene un nuevo zar.
(1) En
realidad el presunto padre del futuro Pablo I fue Sergei Saltikov, nombrado
chambelán de la corte por la emperatriz Isabel, con los inconfesables fines de
seducir a la gran duquesa, o ser seducido por ella. Tanto daba una cosa como la
otra, pues Catalina, tras cinco años de matrimonio, y a lo que se veía, sin
visos de que fuera a ocurrir en el futuro, por el “poco interés” del gran
duque, todavía no había dado descendencia al imperio.
(2)
El palacio había sido regalado por la emperatriz Catalina a su favorito Gregori
Orlov. A su muerte, lo recuperó de los herederos de aquél y lo cedió a su hijo
el gran duque Pablo.