La Historia no sería lo mismo sin aquellas frases que,
dichas o no han pasado a ella gracias a cronistas o literatos con fortuna. La
muy famosa “Nunca más servir a señor que
se me pueda morir”, si la pronunció o no el marqués de Llombay al ver a su
querida emperatriz, Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V, puede ponerse en
duda, pero no que, a juzgar por sus actos, lo pensó.
Oculta su importancia histórica por la extraordinaria relevancia del emperador Carlos, poco se ha dicho y menos escrito de Isabel de Portugal, salvo que era delicada y de gran hermosura, bondadoso su carácter, fiel esposa y abnegada madre de familia; sin embargo tuvo una constante ocupación y preocupación por los asuntos del reino, pues ausente el emperador casi siempre, ocupaba la regencia consultándole siempre, y dando cuenta de su gobierno.
El
día 21 de abril de 1539, la emperatriz Isabel se pone de parto. No es la
primera vez. Otras veces ha pasado por ese trance; de uno de los anteriores,
doce años atrás, nació Felipe, príncipe del más vasto imperio conocido; pero
ahora las cosas no van bien. Da a luz un varón que nace muerto, y la reina,
indispuesta desde unos días antes, queda
aquejada de fuertes calenturas y está muy débil. Sin que los médicos sepan qué
hacer más que anunciar un infortunado desenlace, el primer día de mayo la
emperatriz muere en el palacio de los condes de Fuensalida en Toledo.
Tras
los funerales en Toledo, en los que Carlos lloró sinceramente la perdida de su
amada esposa, encargó que el marqués de Llombay, Francisco de Borja, futuro IV
duque de Gandía, se ocupara del traslado a Granada de la emperatriz difunta. El
día 16 de mayo, tras su paso por Orgaz, Los Yébenes, Malagón, El Viso, Baeza y
Jaén llega a Granada la comitiva con el cuerpo de la difunta. Es deseo del
esposo, el Emperador, y lo había sido de Ella, ser enterrada en Granada, ciudad
en la que habían pasado tiempos muy felices. Junto a su catedral había sido
terminada pocos años antes la Capilla Real, donde reposan los restos de los
Reyes Católicos.
El
día 17, durante el sepelio en la Capilla Real, presentes, además de Borja, el
obispo de Burgos, fray Juan de Toledo; Luis Hurtado de Mendoza, arzobispo de
Granada; el marqués de Mondejar y otros nobles portugueses se da cumplimiento
al protocolo: se abre el ataúd para la identificación del cuerpo. No había
querido la emperatriz que se embalsamara su cuerpo para evitar así que su cuerpo
desnudo quedara expuesto a la vista de extraños. La marquesa de Llombay había
amortajado su cuerpo con un hábito franciscano y así se había dispuesto su
traslado; pero los días transcurridos y el calor hecho durante el viaje fueron
suficientes para su rápida descomposición. Francisco de Borja muy impresionado
por esta visión y sin duda también por las palabras de Juan de Ávila en las
homilías que en los oficios que por el alma de doña Isabel se dieron influyeron
mucho en su conversión. Casado como estaba con Leonor de Castro, siguió al
servicio del Emperador, hasta que en 1545, viudo, tomó al pie de la letra sus
propias palabras e ingresó en la Compañía de Jesús, para servir a señor que no
se le pudiera de morir.