ALBA DE TORMES

    Dos personajes llenan la historia de esta pequeña población salmantina. Varón uno, hembra la otra, los dos sirvieron a su rey, el primero al terrenal, la segunda al celestial. El primero dejó huella en el castillo que aún queda. De la segunda hablará el viajero al final porque desde que llegó a Alba de Tormes y se quedó a vivir allí no ha dejado de fabricar la historia de la población, aún después de muerta; pero lo primero es lo primero, que las cosas hay que contarlas por orden: el viajero cuando llega a Alba de Tormes busca un mirador, porque piensa es la mejor manera de comprender lo que va a ver. Y qué mejor punto de vista que el que ofrece la torre del homenaje del castillo palacio. Todavía pertenece a la familia Alba, la noble familia que obtuvo el señorío, el condado, y después ducado en el siglo XV por concesión del rey Enrique IV; pero sería don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, Grande de España, y el viajero no sabe, y posiblemente no sepa nunca, cuantos títulos más quien culminaría la construcción del castillo, en cuya torre el viajero ve unas magníficas pinturas con escenas de las batallas en la que el Gran Duque, al servicio del emperador Carlos, ganó para sí honras y títulos; y para España lo mismo y naciones enteras. La torre está en perfectas condiciones. Esta administrada por el ayuntamiento, que la tiene cedida, cuentan al viajero que pregunta, por la casa de Alba, que ha corrido con los gastos de la restauración. Desde lo alto el viajero ve el río Tormes, el puente que lo cruza, por el que ha entrado en la población, y los tejados de casi todas las iglesias y conventos que llenan el pueblo. Y el viajero dice casi, porque a los pies del castillo la basílica de Santa Teresa está sin cubrir. Es neogótica. Se dibujó su planta, se elevaron pilares y columnas, pero en el arranque de los arcos, la obra se detuvo. Esto sucedió a finales del siglo XIX, y aún sigue así. El arquitecto que hizo los planos fue don Enrique María Repullés y Vargas, el mismo que levantó el edificio de la Bolsa de Madrid, que el viajero quiere que se sepa su nombre porque, no fue culpa suya la interrupción de las obras de un edificio que de haber sido terminado sería objeto de mucha admiración. El viajero ya a nivel del suelo se acerca a ver aquello que vio desde arriba, y una vez curioseado lo que parece ruina sin serlo se dirige a la plaza de Santa Teresa.

Alba de Tormes. Basílica de Santa Teresa

     En esta plaza el viajero entra en el convento de la Anunciación, en el que vivió, tras fundarlo, y murió(1) Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús, la santa abulense famosa por su santidad y su poesía. Y bien ganada que tiene su fama quien fue capaz de escribir versos tan sentidos:

                                       Vivo sin vivir en mí,
                                       y tan alta vida espero,
                                       que muero porque no muero.

    Tiene esta iglesia de la Anunciación los restos de la Santa. Una urna en la capilla mayor guardan sus restos, a excepción de un brazo(2) y el corazón, incorruptos, que se conservan aparte, y que son de mucha veneración por los fieles, especialmente de los albenses que siempre han dado muestra del celo con el que custodian y defienden los huesos de su Santa.

    En 1914 se presentaron en Alba de Tormes un grupo de carmelitas. Acudieron al convento de la Anunciación, el fundado por la santa, pero el pueblo, desconfiado, se puso en lo peor, pensó que los frailes llegados querían llevarse los restos de la santa y los vecinos empezaron a perseguirlos. Los frailes tuvieron que salir por piernas.

Alba de Tormes. Convento de la Anunciación.
  
     Por piernas no, pero sí en taxi tuvieron que marcharse los siguientes intrusos. El viajero, que está sentado en un banco de la iglesia, por lo cercano en el tiempo lo imagina en presente como si lo presenciase.

    Están en el interior de la iglesia Gregorio XVII, que así se hace llamar desde se hizo coronar papa, el conocido papa Clemente(3). Ha llegado desde El Palmar de Troya acompañado de ocho obispos. Resulta que en el interior de la Iglesia, viendo los restos de Santa Teresa coinciden con la corte papal un grupo de visitantes catalanes que reciben explicaciones del prior de los carmelitas. El prior, entre sus explicaciones, anuncia a los visitantes la próxima visita a Alba de Juan Pablo II, el papa de Roma, que está a punto de llegar a España. Oír esto, y ahí es Troya. Clemente a voces se reivindica:
    ─El verdadero papa soy yo.
    Siguen insultos hacia el prior, dicen que también hacia la santa, el papa de Roma y los visitantes que allí estaban. La algarabía es monumental. Un vecino cierra las puertas del templo, llega al campanario y tira con fuerza de la maroma. Suenan las campanas. El pueblo está alertado. Se acercan a la plaza en tropel. Corre un rumor: se quieren llevar el brazo de Santa Teresa. Clemente y sus obispos tratan de huir, llegan a sus coches, de poco les sirve, los coches empiezan a ser zarandeados. El prior insultado, el párroco y un teniente de alcalde les defienden como pueden. Por fin, la guardia civil interviene. Clemente y sus obispos, rescatados de la turba, son llevados a Salamanca. Volverán a Sevilla en taxi, porque uno de los coches está hundido en el Tormes y el otro reducido a un esqueleto chamuscado.

    El viajero, después de imaginar tan emocionantes sucesos, busca la calle de las Benitas, especie de ronda que rodea el pueblo. Sabe que allí está el convento de las Dueñas. Monjas benedictinas lo mantienen con su esfuerzo y la venta de productos que ellas mismas fabrican. El viajero entra en el zaguán del convento, toca un timbre que hay junto a una ventanita y acude una monja. El viajero pregunta a Sor Manuela, que así se llama la religiosa que se asoma, por las garrapiñadas que fabrican y, todo amabilidad, le enseña los paquetitos en los que las venden, con forma de cucurucho de distintos tamaños, con el sello de la orden impreso, mientras pregunta al viajero por su procedencia, si ha visto ya los restos de santa Teresa, si le ha gustado Alba… El viajero compra unos cuantos paquetitos, para ayudar y porque es goloso y se despide de Sor Manuela, y ya fuera del convento, del pueblo.


(1) Santa Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada al día siguiente, que no fue el día 5, sino el 15 debido al cambio de fechas previsto por el nuevo calendario gregoriano.
Sobre la ausencia de estos días en la historia de España se puede leer el artículo “El tiempo pasará” de la Historia trascendente.

(2) La otra mano se conserva en un convento de Ronda. Fue tenida por Francisco Franco, que la apreciaba mucho, y que dicen quiso tenerla a su lado al morir.

(3) Todo empezó cuando unas niñas dijeron ver a la Virgen en un descampado del Palmar de Troya. Visionarios y gentes aprovechadas trataron de beneficiarse del asunto, hasta que Clemente Domínguez Gómez más listo que todos los demás empezó a hablar. Acabó convenciendo a muchos. Fundó una orden, la de los Carmelitas de la Santa Faz, hizo fortuna, se hizo coronar papa, y creó su propia corte de obispos. Una gran basílica, aún en pie, compite con San Pedro. El papa Clemente falleció en 2005, pero allí siguen los seguidores de quien fue excomulgado por un papa, y él mismo excomulgó a otro.
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MORELLA

    No es muy grande, ni en tamaño ni en población, pero es enorme su historia. Sus calles rodean la parte baja de la muela en cuya cúspide está el castillo, pero el viajero antes de subir a la fortaleza corretea por sus calles: la de Blasco de Alagón, toda porticada, llena de tiendas y restaurantes, es de mucho provecho para el viajero. Allí comerá más tarde. Callejeando, el viajero busca una casa a la que llaman Rovira. Está en la calle de la Virgen y en la fachada tiene unos azulejos con la representación de un milagro, de los muchos que San Vicente hizo, que dicen sucedió allí. San Vicente tenía ya gran fama. Una familia se encargó de alojar al Santo. El cabeza de familia pidió a su mujer ofreciera lo mejor de la casa para agasajar al célebre taumaturgo; ésta quiso preparar al Santo el más exquisito plato y, perdido el sentido común, no le vino otra cosa a la cabeza que matar a su hijo, degollándolo, y guisarlo para ofrecérselo al invitado. Aun, para asegurarse de que el guiso estaba en su punto tomó un dedo del infante cocinado y lo probó. San Vicente con la clarividencia de quien está tocado por la gracia de Dios, sin que nadie le advirtiera, supo lo sucedido y tomando los trozos del niño lo devolvió a la vida, eso sí, sin el dedo que la demente madre se había comido.
                                            


    Y fue por este tiempo cuando hubo en Morella un importantísimo encuentro. En él se trató de dar solución al cisma de occidente, que mantenía a la Iglesia Católica dividida entre las obediencias romana y aviñonesa, y aún de una tercera: la pisana, porque poco antes, tratando de solucionar el problema de la bicefalia en el gobierno de la Iglesia, se organizó un concilio en Pisa para elegir un papa que sustituyera a los dos existentes con sedes en Roma y Avignon. El resultado no pudo ser más desafortunado: la existencia simultánea de tres papas. En Morella se reunieron Fernando de Antequera, el rey aragonés entronizado por el Compromiso de Caspe, Benedicto XIII, el papa Luna y San Vicente Ferrer. Las conversaciones no dieron el fruto deseado, pero sí una frase para la posteridad. Benedicto no abdicó, y desde entonces la testarudez mantenida por alguien contra toda adversidad se conoce como “mantenerse en sus trece”, el número romano que don Pedro de Luna llevaba tras su nombre papal, y del que nunca estuvo dispuesto a prescindir.

    El viajero sigue paseando. Hay en Morella muchos monumentos que el viajero va viendo, pero de todos la basílica arciprestal de Santa María es el que mayor arte atesora. Fue declarada monumento nacional en 1931, y con razón piensa el viajero, porque ya por fuera, el viajero admira sus dos portadas: la de los apóstoles y la de las vírgenes, una al lado de la otra, las dos góticas. Sobre ellas hay una leyenda que asegura fueron construidas simultáneamente, que los constructores fueron un padre y su hijo, y que mano a mano, uno al lado del otro, rivalizaron en la construcción de ambas entradas al templo. No está claro, de ser cierto, cual de los dos resultó vencedor en tal desafío, pero el viajero, puesto en el trance de ser juez no habría sabido que partido tomar.(1)


    Dentro del templo, a los pies del mismo, el viajero ve el coro y su escalera de acceso, magnífica ésta, llena su baranda de tallas hechas por el morellano Antonio Sancho y el italiano Jussepe Beli.

    Con los ojos bien abiertos el viajero sigue mirando puertas, murallas, conventos, como el de San Francisco, y el castillo, que lo domina todo y desde el que se protegía a la población.

    El castillo, hecho y rehecho varias veces, fue bastión de Ramón Cabrera, el general que tomó partido por el pretendiente Carlos Isidro, que se hizo fuerte allí en 1838, hasta que otro general, Baldomero Espartero, dos años después, tomó Morella por la fuerza, después de que Cabrera se negara a aceptar el fin de la primera guerra carlista, tras la firma de Convenio de Vergara firmado por el propio Espartero y Maroto.

    No es de extrañar que Cabrera, como casi cuatrocientos años antes había hecho el papa Luna, se mantuviera en su posición: en 1836 potenció la guerra de guerrillas, fueron capturados varios alcaldes isabelinos, y ejecutados. La respuesta, llena de venganza, no tardó en llegar: la madre de Cabrera fue detenida y fusilada en Tortosa. Los ecos de tal barbarie sonaron en toda Europa. La sinrazón campaba en la mente de los combatientes. Varias mujeres inocentes fueron asesinadas por las tropas de Cabrera. Al fin, la superioridad de las fuerzas isabelinas mandadas por Espartero puso en fuga a Cabrera, que pasó a Francia, hasta la segunda guerra carlista, en la que también participó.

    El viajero termina satisfecho su visita. Entró en Morella por la puerta de San Miguel, ahora sale por la de San Mateo, y se dirige a otros lugares.

(1) En 1840, durante el saqueo al que Morella se vio sometida durante el asalto del general Espartero, un incendio destruyó el archivo municipal donde se conservaban los documentos sobre la construcción de ambas puertas.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEGOVIA

    El viajero entra en Segovia, atardeciendo, por la avenida del Padre Claret, desde la que ve, a contraluz, la silueta del acueducto. Aquí, como en ningún otro lugar puede ver como los romanos hicieron obras para durar. Hace casi dos mil años empezaron a colocar piedra sobre piedra, de modo que cada una de ellas sujetara a la siguiente, o a la anterior, porque el viajero no está seguro de cual es la piedra que hace que todo se mantenga así desde que, en tiempos de Domiciano, se alzasen sus arcos hasta los veintiocho metros de altura en la popular plaza del Azoguejo. El viajero cruza los arcos en un sentido y en otro varias veces. Toca los bloques de granito, casi megalíticos, que son la base del monumento. Comprueba, como ha leído, que no hay nada que una unas piedras con otras y comienza a subir por la calle Cervantes, que más adelante se llama Juan Bravo y siguiendo Infanta Isabel. Al principio, en la de Cervantes el viajero ve la casa de los Picos, nombre más noble para la que antes fue llamada Casa del Verdugo o del Judío; más adelante el torreón de Lozoya y cerca la iglesia de San Martín, en un ensanche de la calle, con un atrio porticado, bajo la mirada permanente desde hace más de ochenta años de un Juan Bravo vaciado en bronce, por el escultor Salinas en 1921, que ese nombre y tiempo son los que figuran al pie de la obra. Tiene el comunero, a su mayor gloria, además de estatua, calle y teatro en la plaza Mayor; y muchos comercios también le rinden homenaje rotulando los establecimientos con su nombre.










   En la plaza Mayor está el ayuntamiento, herreriano, con soportales, como todos los edificios de la plaza. Allí, el viajero se refresca en una de las terrazas que la ocupan. Sentado junto a una columna de los porches del ayuntamiento ve el ábside de la catedral. La llaman “la dama de las catedrales” y lo hacen con acierto, porque difícilmente se puede ver mayor coquetería que la que exhibe su gótico florido. No será aquí donde el viajero le prive, por no decirlo, de dicho título, que bien ganado lo tiene. Fue la última gran catedral gótica construida, cuando ya el arte ojival había perdido toda austeridad y se manifestaba como un exuberante ramillete de piedra tallada: pináculos, gárgolas, arbotantes; así terminó el gótico, así le sucedería el arte renacentista que le siguió, que acabó degradándose hasta lograr tener su propio nombre: Barroco.

    El viajero deja para otro momento la mirada del interior. Entra en un restaurante. Sirven cochinillo, cordero, todo tipo de asados, judiones de la Granja. Pide judiones. El plato lleva morcilla, chorizo de Cantimpalos, magro y algo de tocino de cerdo y, judiones; luego toma un asado de cordero. Reposa un rato, y sale a la calle.

    El viajero una vez visto el interior de la catedral se dirige al alcázar. En sus jardines ve el edificio del laboratorio de química. Entre este y otro instalado en Madrid, dotados de todos los medios que en la época había, Joseph Louis Proust, eminente químico francés, traído a España por Carlos IV, impartió clases y enunció la ley de las proporciones definidas.

    El viajero entra en el alcázar, lo recorre todo y se asoma a las terrazas. Mira al norte y ve lejos, en lo alto de una loma, un pueblo. Es Zamarramala. El día de Santa Agueda es día de fiesta en dicho lugar. Se elije alcaldesa y mandan las mujeres por un día. Mas cerca, el viajero ve una pequeña iglesia. Tiene planta dodecagonal y una torre cuadrada. Es la iglesia de la Vera Cruz. El viajero va a ir a verla. Desciende del alcázar, cruza el río Eresma y se planta ante la pequeña iglesia. La leyenda asegura que fue obra de los templarios, pero fue la Orden del Santo Sepulcro, que se integraría después en la de San Juan de Jerusalén, la que dio orden de construirla. Ahora es la Orden de Malta, heredera de aquéllas la que la guarda y celebra diversos actos en el templo. El viajero pasea por su interior. Original y misteriosa, su galería interior, circular, rodea un edículo, construcción formada por planta baja y piso alto al que se accede por dos cortas escaleras. En la planta baja, que tiene cuatro entradas, que se prolongan en forma de túnel hasta el centro, el viajero sorprende, sentada en el suelo, en meditación, a una muchacha. Esta allí, con los ojos cerrados, callada. Le llega un rayo de luz que entra por la puerta abierta. El lugar tiene fama de misterioso y esotérico. Uno de esos puntos telúricos que algunas personas dicen sentir. Y, la presencia de la muchacha parece confirmarlo. El viajero algo incrédulo de estas cosas sale de la capilla y siguiendo el curso del Eresma llega a un parquecillo. Desde allí la vista del alcázar es una de las más usadas en las postales. Pero además de la vista el paraje guarda el santuario de la Patrona de la ciudad: la Virgen de la Fuencisla. Al patrón, San Frutos, ya lo vio en la catedral.

    El viajero vuelve al centro. Pasea por los barrios segovianos: el de los caballeros, el de los canónigos; callejea un rato y sale de Segovia. Va a ver el palacio de La Granja, desmesura del primer Borbón que tuvo España, Felipe V, y su esposa la reina Isabel de Farnesio; pero eso será otra historia.
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HÉROES

    Valor y generosidad son sus principales atributos. Pusieron su vida en peligro o llegaron a perderla, porque juzgaron que así era como cumplían con su deber, o porque creyeron justa la causa que les impulsaba a actuar. Muchos son anónimos, nada se sabe de ellos ni de lo que hicieron; otros, unos pocos solamente, han logrado permanecer en la memoria de los hombres. La Historia les recuerda.

    A finales del siglo diecinueve España defiende como puede sus últimas colonias americanas. Las condiciones de lucha son terribles en la manigua cubana. Las bajas abundan tanto por las acciones de guerra contra los insurgentes independentistas, como por las adversas circunstancias que desgastan a unas mal pertrechadas tropas.

    Eloy Gonzalo era un muchacho humilde criado por la familia de un guardia civil que lo adoptó, pues Eloy había sido abandonado por su madre al nacer. No tuvo suerte el joven Eloy, que perdió a sus padres adoptivos cuando era poco más que un niño. Tenía veintiún años cuando se alistó como soldado. Una borrachera y un expediente por desobediencia dieron con sus huesos en un penal militar, hasta que la indulgencia llegó en forma de pasaporte a Cuba.

    Allí, en los momentos difíciles del combate, aflora el carácter de Eloy. En Cascorro las tropas españolas libran combate contra los insurgentes, que tratan de tomar la población defendida por el capitán don Francisco Neila al mando de unos ciento setenta soldados. Corta fuerza frente a los dos mil atacantes. El enemigo desde un caserón cercano arrecia con disparos sin cesar. La situación es insostenible. Eloy, a sus veintisiete años, se ofrece voluntario. El 22 de septiembre de 1896 se presenta ante el capitán Neila:
    ─Sólo necesito un bidón de petróleo, una antorcha y que aten un cabo a mi cintura. Me arrastraré hasta la posición enemiga y la incendiaré─ dice Eloy.
    ─Es muy peligroso, es casi seguro que serás descubierto, y las consecuencias terribles ─ le avisa el capitán.
    ─Lo sé, mi capitán. Por ello es preciso que me aten con la soga. Si soy abatido, quiero que recuperen mi cadáver tirando de ella. No quiero quedar, ni siquiera muerto, en poder del enemigo.

    Con valor inmenso, Eloy repta camino del caserón, lo incendia y regresa. Es un héroe. Todos se lo reconocen, sin embargo, la fatalidad se ceba en él. Lo que no pudo el enemigo de su patria, lo consigue el enemigo que se ha introducido en su sangre. El 18 de junio de 1897 muere en Cuba, convaleciente de unas fiebres adquiridas en la selva, cuando todavía no había pasado un año de su gesta.

    Así, con el bidón bajo el brazo y con una cuerda, que no hizo falta usar, rodeándole el cuerpo, está representado el héroe en la estatua que, en 1902 el rey Alfonso XIII inauguró en la castiza plaza de Cascorro de Madrid.


Eloy Gonzalo
Al pie del monumento está escrito:
EL
AYUNTAMIENTO
DE MADRID
A
ELOY GONZALO
1901
 
    Dos años después, a 15.419 kilómetros de distancia, otro grupo de españoles defendía la escasa superficie ocupada por la iglesia de un pequeño poblado de chozas en la isla filipina de Luzón: Baler es el nombre de este lugar, alejado y mal comunicado de Manila. Los cincuenta y cuatro militares que se parapetaron con mucha munición, pero con poca comida quedaron reducidos a treinta y tres once meses después. El fuego enemigo y el beriberi(1) fueron las causas principales de tantas bajas en una tropa que comenzó defendiendo suelo español y sin saberlo, y sin quererlo saber durante mucho tiempo, acabó defendiendo un pedazo de tierra que ya no lo era(2).

    Durante la resistencia hubo actos de cobardía y deserción como los de José Alcaide Bayona que, descubierto en sus intenciones de traición, fue sujeto con grillos, hasta que en un descuido logró escapar y llegar hasta las filas enemigas, que le acogieron y a las que puso al corriente de cuantas penalidades pasaban los sitiados y de las carencias que soportaban(3); pero fueron más los actos de valor: Gregorio Catalán Valero, un joven de Cuenca, de veintidós años, labrador antes de ser soldado, tomó una antorcha y, como émulo de Eloy Gonzalo, aunque sin cabo que permitiera recuperar su cuerpo si era abatido, prendió fuego a las casas de paja que rodeaban la iglesia y suponían parapeto de los atacantes y base en la construcción de trincheras muy próximas a la iglesia, ahora castillo. Como el héroe cubano, regresó sano y salvo al protector refugio, y los sitiadores estuvieron, desde entonces, un poco más lejos. Muchas otras proezas se llevaron a cabo, que son mayores cuanto mayores eran las adversidades, y éstas eran muchas. A la falta de comida, había que añadir el confinamiento de tantos hombres en tan corto espacio, la falta de higiene y de ropa y calzado al final. Pero pronto todo iba a terminar; ya en las últimas, a punto de lanzarse a la jungla en huida antes que entregarse, un diario entregado, como tantos antes, que creían los sitiados falsificación y superchería para hacerles salir, demostró el error en el que se encontraban. El Imparcial que tenía el teniente Martín en sus manos, que hablaba de la rendición de España seis meses antes, y de otras muchas noticias, todas falsas a su juicio, por ser igualmente falso el periódico, contenía una nota verdadera que convertía en verdad todo lo demás. Decía la nota que el teniente Francisco Díaz Navarro había sido destinado a Málaga; y esto sólo lo sabía él, porque Francisco Díaz era amigo suyo, habían sido compañeros en el mismo regimiento y le había dicho, como se hablan los amigos, que cuando acabara su destino en Cuba pediría el traslado a Málaga. Su novia estaba allí y también su familia.

Quizá nunca, tan pocas palabras hayan puesto fin a una guerra. Aquella había terminado por fin para los últimos de Filipinas.


(1) La enfermedad del beriberi, consistente en la falta de vitamina B1, produce trastornos de tipo nervioso, hormigueo, calambres en las piernas, parálisis muscular, confusión mental, coma y finalmente la muerte.

(2) El 30 de junio de 1898 se cerró la puerta de la iglesia de Baler. Cuando el 14 de agosto de ese mismo año España capituló ante los Estados Unidos, dicha puerta siguió cerrada, y así seguiría hasta el 2 de junio del año siguiente, fecha en la que se abrió ante las evidentes pruebas de las derrota española.

(3) José Alcaide Bayona sintió un odio cerval por el teniente Saturnino Martín Cerezo, el teniente que debió hacerse cargo del destacamento al morir el Capitán Morenas a los tres meses de comenzar el sitio. Ya entre las filas enemigas, Alcaide difundió la especie de que el teniente Martín Cerezo había asesinado al capitán, pero dicha patraña acabó siendo descubierta. Finalmente José Alcaide fue traído a España junto a otros desertores y, encarcelado, inició una huelga de hambre que, pese a los intentos de alimentarlo a la fuerza, acabó con su vida.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (II)

    El viajero entra en Lisboa por el puente 25 de abril. Antes tuvo otro nombre, pero el pueblo ya disfrutando de la democracia, gracias a una revolución pacífica y floreal, se lo cambió. El puente es inmensamente largo, inmensamente alto. También es inmenso el tráfico que soporta. Tiene cincuenta años, y resulta tan admirable como una catedral de quinientos. Se pregunta el viajero cómo habrá que calificarlo dentro de cuatrocientos cincuenta años.

    A don Sebastiao Carvalho e Mello ha de agradecer el viajero que vea Lisboa como es. El que fuera hecho ministro y marqués por la gracia de su rey, don José I, mandó construir siguiendo los gustos racionalistas de la Ilustración la cuadrícula de calles en la que colocar a los menestrales, que sobrevivieron al gran terremoto que, en un visto y no visto, dejó Lisboa con un gran solar y treinta mil almas menos. El viajero deambula arriba y abajo por la Baixa Pombalina. Edificios abuhardillados, decimonónicos casi todos, jalonan las calles que fueron de los artesanos que les dieron nombre; hoy en la rua do ouro poco de este metal dorado podrá encontrar el viajero; tampoco encontrará mucho que justifique su nombre en la rua da plata; ni siquiera será fácil que en rua zapateiros pueda calzarse un par de mocasines nuevos. Lisboa, como otras grandes ciudades, crece, y modifica los hábitos comerciales de sus vecinos. No dirá el viajero porqué sucede esto, que para ello ya hay sesudos técnicos que lo cuentan; pero sí dirá que el resultado de ello es que a la plaza a la que le pusieron por nombre “del comercio” poco tráfico comercial le queda. Lo que ve, y en exceso, es el tráfico automovilístico, y también al rey don José que, cincelado por la hábil mano de Machado de Castro, parece salido del Arco Triunfal, que deja a sus espaldas, para asomarse al río Tajo que, desde su pedestal ve.
El viajero sabe que Lisboa es ciudad de alturas. Como Roma, está cimentada sobre siete colinas de las que el viajero desconoce el nombre, y aún ignora si lo tienen; así que piensa que será bueno verla desde arriba, y a ello se dedica. Utiliza el elevador de Santa Justa, que le sitúa treinta y dos metros por encima de las cabezas de quienes corretean por la rua do ouro. En lo alto, un suave céfiro despeja la mente del viajero y limpia la atmósfera de la ciudad. El viajero respira bien y ve mejor. Apoyado en los herrumbrosos hierros del mirador, ve lo ya visto, y de lo que no hablará más, que ya ha dicho mucho y no conviene extenderse en lo que no da más de sí. Mira a la izquierda, donde está el Norte y ve otra gran plaza con otro gran rey en su centro: Don Pedro, que de Portugal fue cuarto y de Brasil primero.

La plaza de Rossio desde elevador de Santa Justa.

    Junto a la plaza de Rossio el viajero no ve, pero sabe que está, la Plaza da Figueira. Allí han puesto no hace mucho, sobre caballería a don Joao I. De este monarca decir que fue el que derrotó a los españoles en Aljubarrota, consolidando la independencia lusitana; de su estatua el viajero no dirá nada más que está orientada al sur, mirando al Tajo del que, desde su reinado, el primero de los Avis, comenzarían a zarpar los barcos que traerían a Portugal el oro y las riquezas de la parte del mundo que España les dejó. El viajero ya vio en la Baixa como don José también se asoma al río, y lo mismo hacen don Pedro desde el Rossio y el marqués de Pombal desde su plaza, al final de la avenida de la Libertad. El viajero mira al frente, al oriente. Allí ve el castillo de San Jorge, y algo más a la derecha la Sé. Piedras enrojecidas por la arrebolada luz del sol que en su declinar dan sombra a la Alfama. El viajero, que ha satisfecho sus ganas de ver como si fuera un gerifalte toda la ciudad, no tiene vocación de pájaro, así que pone pies en tierra y va a Alfama.

    La esencia de Lisboa dicen que es el barrio, que con pies de plomo, resistió el gran terremoto que Voltaire hizo ver a Cándido desde el cercano puerto. Alfama, de resonancias árabes tiene cierto encanto, como sus vecinas Graça y Mouraira, donde dicen nació el fado, que hoy se escucha en el Chiado y en el barrio Alto. Barrios viejos, descuidados en muchas de sus partes, pero con fama, de la buena. Alfama es la elevación a la categoría de joya lo que otros lugares reclamaría la acción de la piqueta. Abajo, la casa dos Bicos, palaciega, entre admirada cochambre; subiendo, calles húmedas, empinadas, casi arriscadas. El viajero sube, baja, vuelve a subir. Va de un lado a otro y aparece en el mirador de Santa Lucía. Baja a la Sé, mitad iglesia, mitad fortaleza. Las torres almenadas la hacen castillo, el rosetón que pusieron entre aquellas, casa de Dios. Dentro el viajero ve tres naves, románica la central, con triforio, góticas las laterales y la girola. Allí las capillas, bien iluminadas, tienen meritorias sepulturas de factura gótica. No sale el viajero de la catedral sin ver una vitrina con valioso nacimiento barroco realizado por escultor de reyes. Machado de Castro puso al rey don José I en el Terreiro de Pazo y al Niño Jesús, también Rey, y de reyes, en la Sé lisboeta. Al lado, el viajero también ve la pila bautismal en la que fue bautizado Santo Antonio, el santo al que los italianos y parte del mundo cristiano hacen padovés.


Discutir si Lisboa tiene Santo propio es cosa posible, no lo es discutir que hay ángeles. Es viajero los vé y muchos en los azulejos que adornan iglesias, palacios y hasta fachadas de humildes casas de vecinos. El viajero no logra resistir la tentación de tener la propiedad de una imitación de aquello que le gusta. Le asegura la vendedora que está pintado a mano y que es obra de la fábrica de Santa Rufina, que está calle arriba camino del castillo: “Puede subir hasta la fábrica. Tiene un gran horno que podrá ver”. Le entrega un trozo de papel con su nombre y una recomendación para la visita y le apremia advirtiéndole que es tarde y que están a punto de bajar la persiana. El viajero aprieta el paso, va subiendo y al rato, falto de resuello, se detiene. No ve fabrica alguna, ni la de Santa Rufina, ni la de Santa Justa, que fue hermana suya, también mártir y protectora de ceramistas. El viajero vuelve sobre sus propios pasos, y casi sin querer, en un ángulo de la calle ve el taller buscado. Está cerrado, no por que sea tarde, sino por vacaciones; pero no tiene persiana. Se asoma y a través del cristal del escaparate ve, al fondo, el gran horno donde se coció el barro que se lleva de Alfama.
   
    Al día siguiente el viajero vuelve a Alfama. En largo da Sé, toma el tranvía número 28(1), que a estas horas de la mañana todavía tiene asientos libres y llega al Chiado, al otro lado de la Baixa. El barrio sufrió un pavoroso incendio algunos años antes de la llegada del viajero; pero ningún resto de aquel infierno ve. Las autoridades se aplicaron con diligencia en la reconstrucción. El viajero sube por rua Garret, toma café en A Brasileira, porque ha madrugado, lleva el estómago vacío y le apetece. Allí, en la terraza, todavía solo por lo temprano de la hora, un bruñido Pessoa de tamaño natural, sentado como lo estaría un cliente del café espera la llegada de contertulios. El viajero sabe que acudía allí a leer, hablar y beber. Leyó el viajero, no sabe donde, que en la taza de café se hacía servir el aguardiente o la absenta, muy popular en aquellos años hasta que su fama de perniciosa la convirtiera en licor prohibido. Pintores, literatos y otros cultivados hombres se aficionaron a ella. Van Gogh perdió su oreja a resultas de una borrachera de absenta. Sus principios narcóticos y su elevado contenido en alcohol fueron causa posible de genialidad y destrucción de quienes de ella dependieron. Van Gogh perdió una oreja, Hemingway la vida.

    Al viajero estas cuestiones de vida y muerte le traen a la mente lo visto en uno de los lugares más populares de Lisboa. La gente que allí acude es mucha. Al Campo Mártires de la Patria la gente va con sus flores, cirios y pequeñas losas de mármol que depositan en agradecimiento de favores y curaciones. El doctor Sousa Martins fue un médico bacteriólogo muerto hace ya cien años largos, y que a pesar del tiempo pasado no ha sido olvidado. Se le erigió monumento de la mano de Costa Mota, y aún hoy sigue la base del mismo sepultado bajo una montaña de estelas que de lejos recuerdan una escombrera. Una mujer de piel bien oscura, curtida por el sol, tiene parada a la sombra del médico. Despacha flores, velones, y da explicaciones: “Fue médico que se dedicó a los pobres, curando a muchos” cuenta la santera al viajero y otros dos visitantes, que curiosean por estos barrios tan cercanos al centro y tan alejados de la mirada de los turistas. Aún hoy se le rinde culto en una mezcla de superstición y religión; que la fe mueve montañas se sabe; y en el doctor Sousa muchos lisboetas tienen supersticiosa fe. El viajero confía en que la fe en el bondadoso doctor no lo sea en exceso, acaso de serlo sea un bulldocer, quién deba mover la montaña de escombros que ahogue al buen doctor.

    Al viajero, que subió al Campo Mártires de la Patria en el funicular de Lavra, el más antiguo de Lisboa, que bien pudo ser estrenado por el médico sanador, le queda poco tiempo y mucho por ver. No ve el Museo Gulbenkian, que tiene colecciones variadas de mucho provecho. Un retrato de la esposa de Rembrand, único conocido de dicha señora(2), está en las salas del museo fundado por el mecenas armenio que eligió Lisboa como casa. Sí ve la torre de Belem, hundidos sus pies en las aguas del Tajo, y el monasterio de Los Jerónimos, que muy cercano al río al viajero se le antoja estar viendo un barco en dique seco. Joya del arte manuelino, cuesta creer que haya sido labrado en piedra. El pórtico lateral resulta tan excesivo que podría creer el viajero que fue hecho con molde y no con cincel.
No puede el viajero conocer Lisboa y desconocer la sierra de Sintra, reducto de verdor florecido con los palacios de verano de los reyes y de los aristócratas que revoloteaban en torno suyo, pretendiendo obtener grandes favores a cambio de pequeños servicios. El viajero toma la carretera que bordea el estuario camino del mar. Llega a Estoril. Ve los jardines del Casino. Están bien cuidados, pero no le impresionan. Sigue camino y antes de llegar a Cascais, ve, casi en medio del río o del mar, el que llaman de la Paja, un islote. Es el islote de Bugío, que tiene faro, pero que parece fortín. Mandó construirlo Felipe II, cuando aquellas aguas y también las tierras eran España.

    Más adelante, en la hoy turística Cascais, el viajero hecha una rápida mirada a los acantilados de la “Boca do Inferno”, donde dicen que el mar resopla enfurecido formando surtidores de atomizada agua marina. El viajero llega con marea baja y calma chicha. Lo que debería estar lleno de espuma está vacío, y por tanto los bordes del precipicio y los miradores llenos de curiosos turistas en pantalón corto. El viajero se asoma un instante, calcula la profundidad de la sima y, dando media vuelta, se aleja camino de Sintra y su sierra.

    En la sierra de Sintra, el viajero sabe que hay palacios reales que admirar; pero se dirige adentrándose en la espesura de sus bosques hacia el Monasterio dos Capuchos, aquel que permitió decir a Felipe II, que en sus dominios se encontraba el monasterio más rico del mundo, el que construyó para ser enterrado, y el más pobre, a lo que el viajero añade, frío, húmedo y destartalado. Medio escavado en la roca, una sucesión de pequeñísimas habitaciones, en los que no se puede estar de pie integran la casa de unos monjes ascetas, que cubrieron sus paredes y techos con láminas de corcho como único amparo a los rigores del frío y la humedad.

(1)Aunque hay un tranvía turístico, pintado de color rojo, que realiza un recorrido por los lugares más típicos de Lisboa en horarios comerciales, el 28 de la red de eléctricos de la ciudad, pintado de amarillo, realiza su viaje ordinario entre Alfama, Graça y el Chiado, camino de Belém y el monasterio de San Jerónimo.
(2)Eso es lo que el viajero lee; aunque sabe que la esposa del pintor, Saskia, sí fue retratada por el artista en dos grabados que el viajero ha visto. Supone, por tanto, que se referirá el texto leído a un retrato al óleo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (I)

    El viajero llega a Cáceres y busca la plaza Mayor, donde en tiempos pasados se celebraban todo tipo de espectáculos: desde justas medievales hasta corridas de toros. Allí está el Arco de la Estrella, que da paso a la ciudad monumental. Desde la plaza Mayor, el viajero cree que sabrá orientarse. No es así. El viajero ve a un hombre sentado sobre los escalones de los soportales, en un extremo de la plaza. Le pregunta por la plaza de San Juan. El hombre levanta la cabeza y molesto, le espeta al viajero, como si fuera cosa imposible no saberlo, que la plaza de San Juan está donde la iglesia del mismo nombre. Al viajero, que anda sofocado por los cuarenta grados que abrasan, y amenazan con reducir a cenizas a cuanto ser andante se atreva a circular por estas calles, le viene a la mente aquello del huevo de Colón: no sabe si fue antes el huevo o la gallina. Ahora, con los sesos a punto de hervir, al viajero le da igual si fue primero la iglesia o la plaza. El viajero tiene otras urgencias; por fin, el hombre apunta con un dedo en la dirección en la que debe estar lo que el viajero busca, y el viajero conformado le da las gracias y se encamina hacia su destino, ya muy cercano.

    Tras refrescarse, el viajero está listo para hincarle el diente al pastel que como en bandeja de plata se levanta dentro de las murallas que guardan la ciudad monumental.

    El Arco de la Estrella, que ya ha visto al llegar, es de lo mas moderno que podrá ver el viajero, es obra hecha en el siglo XVIII por el barroquísimo Churriguera. Deja a un lado la Torre de Bujaco y permite la entrada al cogollo monumental del antiguo Cáceres.

Cáceres. Torre de Bujaco y Arco de la Estrella

    El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.

    En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).

    El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.

    En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.

    En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.

    El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.

    El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.

    En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.

    Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.


Evora. Templo de Diana

    Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.

(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.
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¡QUÉ MALA SUERTE!

    Sin querer ahondar en cuestiones filosóficas acerca del fatalismo, la predestinación y el libre albedrío que lleven a discutir sobre la libertad del hombre, lo cierto es que hay ocasiones en las que suceden hechos indeseados, algunas veces de modo encadenado, que llegan a conmovernos por la indefensión ante lo irremediable.

    Y es que personajes de la historia tocados por la mala suerte hay muchos, pero si hay uno del que podemos hablar con propiedad de haberla tenido no es otro que el escritor uruguayo Horacio Quiroga.

    Casi recién nacido el pequeño Horacio quedó huérfano de padre. Un disparo de escopeta acabó con su vida. Si fue un disparo accidental o un suicidio no quedó esclarecido, el caso es que el pequeño Horacio quedó sin padre, aunque por poco tiempo. Su madre pronto contrajo nuevas nupcias; mas la mala suerte de Horacio no había hecho más que comenzar. Su padrastro muy deprimido a causa de una apoplejía decidió quitarse la vida, y no se le ocurrió peor manera que hacerlo con la escopeta que había dejado huérfano al chiquillo. En presencia de éste, Ascencio Barcos, que así se llamaba el padrastro de Horacio, apretó el gatillo del arma con el pulgar de su pie, muriendo en el acto.

    La vida de Horacio quedó marcada por el fatalismo y la desgracia. En mil 1902 Horacio Quiroga está en Uruguay. Ha regresado de Europa. En París ha conocido a Rubén Darío y a Manuel Machado, pero también ha pasado muchas penalidades. Y es en Montevideo donde la mala suerte le acecha de nuevo. Está en un hotel. Limpia el arma con la que su amigo Federico Ferrando se tiene que batir en duelo al día siguiente. Si el 6 de marzo de 1902 Federico debió morir o matar nunca lo sabremos. Accidentalmente a Horacio se le dispara el arma y pierde un amigo. La muerte de Ferrando ha sido fortuita, la justicia así lo entiende. Horacio queda libre y viaja a Buenos Aires.

    En 1910 contrae matrimonio con la jovencísima Ana María Cirés que le da dos hijos. El matrimonio se traslada a Misiones donde Horacio pone en funcionamiento una explotación agrícola, sin ningún éxito económico. Esto y el carácter atormentado de Horacio debieron ser la causa de que su matrimonio no durara mucho. Deprimida, Ana María también pone fin a su vida envenenándose.

    Aún continúan sus desgracias: pierde dos hermanos fallecidos a causa del tifus; pero entonces parece que su suerte cambia. Contrae segundas nupcias, esta vez con María Elena Bravo, treinta y un años más joven que él; sin embargo lo que puede parecer como la ruptura con la desgracia no es más que un espejismo. María Elena le abandona llevándose a la hija fruto del matrimonio.

    Y su mala suerte continúa con él mismo. Su salud nunca fue buena. Asmático desde la niñez, ahora a los cincuenta y ocho años se encuentra en un hospital. No es el asma la causa, sino una incurable enfermedad del estómago. Horacio pide permiso para salir. Se lo conceden. Cuando vuelve al hospital la vida se le está yendo. El cianuro comprado en una farmacia hace su efecto. A la mañana siguiente, 18 de febrero de 1937, yace sin vida en la cama del hospital.

    Sirvan unas rimas de Guillén de Castro escritas tres siglos antes para resumir la vida de quien se quedó en el intento de ser feliz.

                        Aquí yace un dichoso desdichado
                        que desdichado fue por ser dichoso.

*Algunos de los cuentos de Horacio Quiroga pueden leerse en http://www.patriagrande.net/uruguay/horacio.quiroga/cuentos.htm

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QUE EL CIELO LO JUZGUE

    Es una de las esculturas más famosas de su autor, y de entre las muchísimas que hay en el monasterio de El Escorial, de las más admiradas. Y la esculpió un artista tenido por corrupto, inmoral, sin más principios que aquellos que podían beneficiarle, mujeriego y sodomita al mismo tiempo y, asesino. Se podría pensar que con tal semblanza personal, hecha por los historiadores, según sus actos y su autobiografía “Vita”, su padre, Giovanni, un maestro de obras florentino y aficionado a la música, anduvo errado al bautizarlo con el nombre con el que expresaba la alegría de su nacimiento, de su llegada a este mundo: Benvenuto.

    El saludado y nombrado así por su padre nació al comenzar el siglo XVI. Su vida transcurrió entre amigos y enemigos, entre cuidad y ciudad. Ya de joven, en su querida Florencia, tuvo una disputa con los hermanos Guasconti, también orfebres: apuñala a uno de ellos y se ve obligado a huir, lo hace disfrazado de fraile. Su destino es Roma. Su fama crece, el Papa le quiere, le da trabajo y le protege. Allí participa en la defensa de la ciudad frente a las tropas de Carlos de Borbón, al que, se dice, ha matado de un disparo de arcabuz. No hay certeza de que fuera así, pero sí de que asesinó tiempo después a un guardia que en defensa propia había matado a un hermano suyo durante una pelea; y a Pompeo de Capitaneis, otro orfebre al que acusaba de quitarle el trabajo: dos certeros cortes con su puñal dan con el rival en tierra para siempre; pero Cellini es un artista famoso, quienes tienen el poder y el dinero quieren que trabaje para ellos, también el nuevo papa Pablo III, que le protege, como hizo el anterior, aunque también tiene enemigos, y algunos de ellos quieren vengar a sus amigos asesinados. Benvenuto huye. Primero va a Florencia, después Venecia, París, otra vez Florencia, otra vez Roma… y, nueva disputa, ahora con el famoso Bandinelli, al que tacha de mal escultor.

    Porque Benvenuto Cellini se tenía a sí mismo como un buen escultor, aunque fuera más conocido como orfebre. Lo cierto es que tenía genialidad sobrada para todo arte, y fue él quien, como inspirado por la gracia divina, realizó el Cristo de mármol blanco que hoy podemos ver en el monasterio escurialense.

    Esa inspiración le ha llegado en 1566, cuando Benvenuto tiene 66 años. Esculpe “el Cristo”. Primero lo realiza en cera, por fin en blanco mármol de Carrara. Está orgulloso de él. Aunque, durante su vida, no ha cumplido como un buen cristiano, Benvenuto, como él mismo dice, se considera inspirado por el Todopoderoso para realizar una obra que le sitúa al nivel de los más grandes escultores. El Cristo acaba siendo comprado por Cosme de Medicis, que no lo había aceptado como regalo del escultor. En 1576 Francisco I Medicis, sucesor de Cosme lo dona a Felipe II, que lo aprecia en lo que vale. Lo manda llevar al monasterio del Escorial, obra cumbre de su reinado: palacio, monasterio y sepulcro suyo. La desnudez del cuerpo, objeto de crítica, impide que sea instalado en la sala capitular. Los monjes se oponen a tenerlo donde se reúnen, pero no impide al rey Felipe admirar la perfección y la belleza de la obra. Queda instalado en una capilla donde aún está, cubierta su desnudez, pero igualmente admirable, tal y como lo concibió Benvenuto Cellini. Juzguemos sólo su arte: esplendido, y sea el cielo quien juzgue su alma, en la que creía como mejor parte del ser humano, según manifestó en su testamento.
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LA MÁSCARA DE HIERRO

    Que haya habido un hombre que, durante toda su vida, se haya visto confinado, sin ser culpable de delito alguno, y con el rostro oculto para que nadie pudiera reconocerlo, más aún, conocerlo siquiera, es algo que siempre ha despertado la curiosidad de historiadores, novelistas y en nuestra época directores de cine. Varias películas se han rodado, con más o menos rigor, relatando las desventuras de tan enigmático personaje.

    Aunque se ha dudado de su existencia; sin embargo, está comprobado por la historia que el enmascarado vivió, ya que se conoce el nombre de su carcelero, el mosquetero Saint-Mars, el lugar de su muerte, la Bastilla, y la fecha, el 19 de noviembre de 1703.

    También parece claro que no fue cubierto con una máscara de hierro. En realidad su rostro debió verse oculto por algún tipo de antifaz, probablemente del tipo veneciano, de terciopelo, que cubría frente, nariz y pómulos. Aceptada su realidad existen varias hipótesis acerca de la posible identidad de tan desgraciado ser. La más difundida, aunque no por ello la más verosímil, es la que le atribuye parentesco fraterno con el rey Luis XIV de Francia. Según esta teoría, el rey Sol no habría soportado la existencia de un gemelo que eclipsara su luz. Voltaire, influyente como pocos en el siglo XVIII, defendió esta hipótesis. Novelistas, pero también historiadores, en el siglo XIX, la apoyaron. El vizconde de Bragelonne, tercera parte de una trilogía formada por “Los tres mosqueteros” y “Veinte años después” de Alejandro Dumás padre, sirvió para difundirla. Pura fantasía, como lo fue también mucha de la historia difundida por autores románticos en el siglo XIX. Pese a ser aún la creencia más aceptada, historiadores más rigurosos y críticos rechazan dicha solución.

    Otra hipótesis sobre la personalidad del prisionero enmascarado recae sobre Nicolás Fouquet. Había entrado en la administración de la mano de su padre y poco a poco había ascendido hasta convertirse en ministro de finanzas. Amasó una gran fortuna y adquirió con parte de ella un palacio que acondicionó y decoró de tal forma que rivalizaba con los del rey. Preparó una gran recepción a la que asistió Luis XIV. El rey Sol, una vez más, envidioso, creyéndose oscurecido, mandó apresar a su ministro. Tras un largo e inicuo proceso, Fouquet no volvió a ver la luz. Surgen dudas sobre su muerte. Aunque se afirma que falleció en 1680, no consta certificado alguno de su muerte. ¿Permaneció preso después de su fallecimiento oficial? Fouquet hubiera tenido 88 años al morir en la Bastilla en 1703. Es improbable que fuera el enmascarado, pero no imposible.

    También pudo serlo Antonio de Matthioli. Éste era secretario de Estado del duque de Mantua. Joven, impulsivo, estaba en la cima del poder, y hacía uso de él. Para ello precisaba de mucho dinero, y a cambio de él ofreció a Francia una fortaleza, que no pensaba entregar: Casale. Luis XIV, engañado, lo capturó y ordenó fuera preso hasta el fin de sus días. Nadie preguntó por él. Tampoco su duque movió un dedo por salvarle.

    Estos personajes y otros muchos han sido propuestos por la imaginación popular y también por la de los estudiosos como el desgraciado enmascarado, habitante de la Bastilla, custodiado por el mosquetero Benigne de Saint-Mars, persona muy próxima al rey. Saint-Mars se llevó a la tumba en 1708 el secreto de su identidad, cinco años después del fallecimiento del hombre de la máscara de hierro.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BURGOS

     Las agujas de la catedral vistas desde el otro lado del Arlanzón emergen, por encima del arco de Santa María, apuntando al cielo, como si quisieran engancharse allí. El viajero cruza el arco, que es puerta, pero parece castillo, palacio y torre. Fue hecho en tiempos de Carlos I para recibirlo en una de sus visitas a la ciudad, y se le representó en él junto a los personajes más insignes que la ciudad había tenido hasta entonces y aún lo son ahora: don Diego Porcelos, su fundador; don Fernán González, el primer conde castellano desligado de los leoneses; y don Rodrigo Díaz, que no nació en Burgos, sino en Vivar, ni murió en él, pero que es allí donde dejó huella duradera de sus acciones.

     Por la puerta que hubo donde está la que el viajero cruza salió hacia el destierro con doce de los suyos(1), tras una campaña sobre Toledo sin el consentimiento del rey, al que tiempo atrás había obligado a jurar que no había ordenado dar muerte a don Sancho, el rey leonés, hermano y rival del castellano. Tiene el caballero de Vivar, en lugar destacado estatua ecuestre, de mediados del siglo pasado, vaciada por Juan Cristóbal. Está en actitud, que al viajero, poco dado a imaginaciones, le facilita comprender porqué a don Rodrigo se le ha atribuido la condición de “Cid Campeador”. Espada al frente y capa al viento, el viajero lo imagina fácilmente invencible por tierras castellanas, andaluzas o levantinas. El viajero no sabe cuantas como ésta habrá en otros lugares. Seguramente sea única, pero sabe de otra que tiene su original en Nueva York, y copias en Sevilla, San Francisco, Buenos Aires, San Diego y Valencia. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa del hispanista Archer Huntington, el fundador de la Hispanic Society. Archer Huntington era hijo de un importante industrial de la siderurgia. Su destino hubiera sido dirigir los negocios familiares, pero Archer prefirió el mecenazgo de artistas. Viajo mucho y España fue uno de sus países preferidos para hacerlo. Esta afición le llevó a constituir en Nueva York una fundación que se ocupara del estudio y divulgación de todo lo español. Así nació la Hispanic Society. Era el año 1904. Entre tanto viaje, su esposa, al parecer también aficionada a las artes, particularmente a las interpretativas, acabó fugándose con un director de teatro inglés. El divorcio se produjo inexorablemente y también el consiguiente convenio económico, del que el señor Huntington no salió bien parado. Tiempo después Archer conoció a Anna, una madura escultora. Tenía especial afición por la anatomía equina. Archer la trajo a España, ya casados, donde él demostraría mucho interés por la figura del Campeador, traduciendo al inglés el Poema del Mio Cid. Así el fomento de ambas aficiones dio lugar al boceto que Anna, ya de apellido Huntington, realizó para una estatua ecuestre del Cid Campeador, que sería colocada frente a la entrada principal de la Sociedad Hispánica. Tan admirada fue la escultura que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer una igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron.

     Si hay personajes con los que los españoles creen verse identificados el Cid es uno de ellos; representa la gallardía, el valor y el honor; el otro, también castellano, nacido quinientos años después de la imaginación de Cervantes es don Alonso Quijano, don Quijote, que también representa los mismos méritos; y la decadencia y la locura que se avecinaba en la recién comenzada centuria del mil seiscientos, el Siglo de Oro, bajo el exultante boato barroco y la locura guerrera de los Felipes y sus insaciables privados. Pobreza y locura, arte y genialidad.

     El viajero cruza el arco de Santa María y ve por primera vez la catedral. Su mole lo tapa todo sino fuera por los calados que los Colonia hicieron en sus torres. Llena de rincones, puertas, gárgolas, aún tardará el viajero en decidirse a ver el interior que sabe que iguala sino supera el exterior.

 Si fuera la saga de los Colonia hicieron lo que pocos supieron repetir, dentro ellos mismos y otros quisieron impresionar los ojos ya asombrados a la luz del sol: Felipe Vigarny pulió los sepulcros de don Pedro de Velasco, Condestable de Castilla, y su esposa doña Mencía de Mendoza. Las figuras de los yacentes casi hacen creer al viajero que pudieran ser cuerpos embalsamados en lugar de mármoles cincelados: tal es la perfección del detalle, que hasta las venas que discurren por el dorso de las manos de don Pedro parecen palpitar. Están los restos del condestable y señora en capilla propia, filigrana gótica obra de Simón y Francisco de Colonia, en la que el viajero ve el arranque de las nervaduras que conforman la bóveda; se cruzan poco después de nacer siguiendo paralelas hasta su destino en la clave. El viajero visita el claustro. En la capilla del Corpus Christi, a mucha altura, tanta que casi nadie lo ve si no se es buen observador o hay aviso por medio, está el cofre del Cid. La leyenda cuenta que estuvo lleno de piedras, pero los prestamistas Raquel y Vidas, que hicieron entrega a don Rodrigo del dinero para sus campañas en el destierro, lo creyeron lleno de oro, y en ese convencimiento y con la promesa de que sería suyo en el plazo de un año si en dicho tiempo el prestatario no estaba de vuelta le concedieron el préstamo. El Cid les impuso una condición: no deberían abrirlo hasta que expirase el plazo. Los prestamistas aceptaron convencidos del buen negocio que habían hecho. Pusieron el cofre a buen recaudo y el Cid partió hacia el destierro con su mesnada.

     Mucho le queda al viajero por ver, sobre todo en las afueras. Por un lado el Monasterio de las Huelgas Reales, lugar de descanso de reyes, hoy patrimonio del Estado. El monasterio esta cuidado como siempre lo ha estado por monjas de clausura. Es grande, fuerte, con una gran torre, y encierra mucho digno de ver; pero el viajero hablará de lo que más le gusta. Al otro lado de la ciudad, también en sus afueras está la cartuja de Miraflores. Pequeña, delicada, también gótica. Esta cuidada por monjes cartujos. Aunque la fundó Juan II, fue su hija Isabel la Católica quien llevó su construcción a buen fin. La obra, según planos, fue cosa de los Colonia, Juan y su hijo Simón. La reina Católica quiso que sus padres yacieran allí y encargo a Gil de Siloé la talla de sus sepulcros. Fue una buena elección. El viajero ve los sepulcros de Juan II e Isabel de Portugal y se pregunta quién sino él pudo hacerlos con tal primor; acaso su hijo Diego, que dejó constancia de su buen hacer en la escalera dorada de la catedral, que el viajero ya vió.

     El viajero vuelve al centro, camina por el animado Paseo del Espolón y vuelve a cruzar el Arco de Santa María. Casi al lado de la catedral esta la iglesia de San Nicolás. El viajero sube para verla por dentro. Sabe que hay un retablo labrado en piedra, que no puede dejar de ver. Antes entra otra vez en la catedral, por la puerta principal, a los pies del templo. Van a dar las horas y el viajero quiere ver el “Papamoscas”, artilugio con un autómata que señala las horas golpeando una campana al tiempo que abre la boca con cada toque. Las horas han pasado. Es tiempo de partir y de que el viajero visite otros lugares.

(1) Fue Manuel Machado quien en su poema “Castilla” dice que partió hacia el destierro con doce de los suyos:

                                        El ciego sol, la sed y la fatiga
                                        por la terrible estepa castellana
                                        al destierro con doce de los suyos
                                        polvo, sudor y hierro el Cid cabalga.

En realidad su mesnada estaba formada por unos trescientos hombres y su destierro duró seis años.

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ANIMALADAS

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GRANADA

    Apreciada por los españoles, también los extranjeros la han admirado. Chateubriand escribió un cuento de amor sobre ella: “El último abencerraje” y habló de sus ríos: “El Darro lleva oro, el Genil plata”. Washington Irving también escribió cuentos, los de la Alhambra. Su inspiración para hacerlo contó con un gran estímulo. Fueron escritos en las habitaciones del emperador, que el escritor norteamericano ocupó, en la propia Alhambra, cuando, durante su misión diplomática en España, estuvo en Granada en los años treinta del siglo XIX. El viajero no puede alojarse en la Alhambra. Se conformará con visitarla, pero toma habitación en hotel bien céntrico. Cerca tiene la Catedral, la Capilla Real, la Alcaicería y el inicio de las calles que cuesta arriba se adentran en el Albaicín.

    El viajero aprende, plano en mano, donde está lo que le interesa. Pasea por el dédalo de la Alcaicería, bazar muy disminuido en tamaño de lo que fue zoco y mercado de sedas, que sufrió incendio en mil ochocientos y pico, y fue reconstruido y confinado a un recinto que hoy hace las delicias de los compradores de recuerdos. En uno de sus límites, atravesando un arco de herradura sale a la plaza de Bib-rambla, donde desde siempre se han desarrollado todo tipo de actos: torneos, festejos, autos de fe, mercados. En otro de sus bordes el viajero cumple con el rito: tapear. Sentado en una mesa de mármol que tiene a su lado un cartelito con el aviso de que esa y las contiguas datan de los años mil novecientos treinta, que a ellas estuvieron sentados Falla y García Lorca y que, por lo pesadas y la fragilidad del mármol nadie debe tratar de moverlas, el viajero degusta unas habitas con jamón de Trévelez.

    Con el gusto satisfecho, el viajero sube por la calle de los Oficios. Entra en la Capilla Real. Fue deseo de la reina Isabel que sus restos y los de su esposo reposaran en Granada. Para ello mandó construir esta capilla; pero primero la reina y doce años después el rey, fallecieron sin que la capilla hubiera sido terminada. Su nieto, Carlos I de España, fue el encargado de continuar la obra. El emperador no estaba convencido de la idoneidad del lugar elegido por su abuela Isabel. Pensó en emplazar los restos de sus abuelos en la Capilla Mayor de la catedral. Encargó a Diego de Siloé su construcción –que ya había sido proyectada por los Reyes Católicos– pero finalmente el nieto cumplió la voluntad de sus católicos abuelos y los restos de los vencedores de Boabdil fueron depositados en la Capilla que la reina Isabel quería que fuera su última morada. El viajero, ya dentro de la capilla, ve los sepulcros de los Reyes Católicos, de su hija doña Juana y yerno don Felipe, en el centro de la capilla, sobre la cripta con los féretros que conservan sus cenizas. Saliendo de la Capilla Real el viajero rodea la catedral. La fachada principal es obra de Alonso Cano. Sabe el viajero que este artista, granadino de nacimiento, de vida agitada, protegido de Velázquez, desarrolló su genio en la pintura, la escultura y la arquitectura. La catedral es prueba de ello. Mucho de lo que hizo está allí. Tiempo tuvo para ello. Vivió durante una buena temporada en el primer piso de la torre, hasta que el cabildo catedralicio irritado por su comportamiento le ordenó abandonarlo. Su carácter irascible se advierte en los tratos que mantuvo con un cliente, un magistrado que le encargó una imagen de San Antonio de Padua. Al entregar la obra, solicitó el pago, que el artista fijó en cien doblones. El Magistrado contrariado le observó lo elevado del precio, diciéndole que le cobraba más de un doblón por día trabajado, más de lo que él mismo ganaba como magistrado. Cano irritado arrojó la figura al suelo, haciéndose añicos, mientras le decía al magistrado que el rey podía nombrar cuantos magistrados quisiera, pero un Alonso Cano capaz de hacer un San Antonio así, sólo estaba reservado a Dios. El viajero disfruta de la catedral, y en la sacristía, de una obra maestra: la escultura de la Inmaculada Concepción obra del omnipresente Cano.

    Si lo visto es la obra cristiana que decora Granada, al viajero le toca visitar la obra musulmana: el Generalife, palacio de verano de los reyes, en lo alto del cerro del Sol, y los palacios nazaríes, en la Alhambra. Hasta llegar allí el viajero pasea por los jardines. Por fín llega a los palacios. En una sucesión de salas y patios donde la geometría decora todos los rincones, el viajero deambula entre susurros de agua, admirando mocárabes y celosías en los palacios en los que disfrutaban del lujo, pero también conspiraban zegríes y abencerrajes. Desde el peinador de la reina, en las dependencias cristianas de los palacios nazaríes el viajero ve el Albaicín. Mira atento, busca y ve la torre de la iglesia de San Nicolás. Allí quiere ir el viajero.

La Alhambra

    Al barrio del Albaicín el viajero sube callejeando entre blancas paredes, pasa por la plaza de San Miguel Bajo y enfila directamente hasta la plaza de San Nicolás. Se hace tarde, el sol desciende deprisa y quiere disfrutar de la más universal de las vistas de la Alhambra. La luz arrebolada del ocaso alumbra la Alcazaba y el palacio de Carlos V. Detrás, a lo lejos, imponente, Sierra Nevada. El viajero fotografía lo que ve y continúa Albaicín adentro, se asoma a varios cármenes, ya vio otros en el Realejo, y desde el barrio del Sacromonte regresa al centro por la acera del Darro, custodiado en su paseo, ya casi nocturno, por la mole de la Alhambra, cruza la Plaza Nueva y llega a su destino.

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JUANA, LA PAPISA QUE NO FUE

    Allá por el año 855 ocurrió un hecho, que hasta el siglo XVII fue considerado histórico por la Iglesia. Fue elegido Papa, con el nombre de Juan VIII, una mujer. Nadie supo que lo era hasta que un parto, en el momento menos oportuno, descubrió el embarazo que había logrado ocultar durante nueve meses.

    La protagonista de esta historia había nacido en el año 822 en un pueblo alemán próximo a Maguncia. Una versión de la leyenda dice que el padre, monje, crió a su hija en un ambiente de estudio y fervor religioso, por lo que la pequeña Juana se convirtió en un modelo de virtud y sapiencia. Acompañando a su padre en el peregrinaje entre monasterios, Juana se instruía en todas las disciplinas, algo infrecuente entre las mujeres; otra, apunta a que acompañó a un amante, estudioso y viajero, al que imitó en el aprendizaje. No habría conseguido mantener dicho tipo de vida nómada y de formación de no haber adoptado, desde un principio, una indumentaria y modos masculinos. Viajo a Constantinopla y Atenas. Estuvo en Tierra Santa y, por fin, regresó a Europa. A mediados del siglo IX llegó a Roma. La Ciudad Eterna era un hervidero de disputas entre las familias más poderosas. Juana, culta y aparentemente virtuosa, no tardó en introducirse en los círculos pontificios. Ocupó varios cargos hasta obtener el cardenalato y, tras la muerte del Papa León IV fue elegida para ocupar la silla de Pedro. Poco más de dos años duró su reinado. Su virtud y santidad no debían estar reñidas con la lujuria. Juana quedó encinta. Sus mantos, casullas, túnicas y sobrepellices, que tan bien habían ocultado su género, disimularon igualmente su preñez; pero durante una procesión que presidía montada a caballo y discurría entre San Pedro y San Juan de Letrán ocurrió el parto. La gente primero atónita, luego enfurecida por el engaño, dio cuenta de ella lapidándola.

    La historia comenzó a difundirse en el siglo XII. Juan de Mailly, un monje dominico, y Martín el Polaco son dos de los principales divulgadores de la misma. Cada uno de ellos la sitúa en un tiempo histórico diferente; pero en esencia el relato, con mínimas diferencias, es el mismo. La propaganda que se hizo del caso fue considerable, y dio lugar a que la Iglesia la diera por cierta. A dicho convencimiento de certeza se ha debido la existencia de obras de arte, losas con inscripciones y esculturas que conmemoraban el hecho: en la catedral de Siena, en los bajorrelieves situados en el techo que representan a los Pontífices habidos hasta hoy, hubo un busto de la papisa situado entre León IV y Benedicto III.

    La leyenda también ha dado lugar a otros bulos. Se dice que a partir de dicho engaño la Iglesia comenzó a utilizar los sillones perforados. Son éstos unos asientos fabricados de pórfido o mármol con un orificio central, abiertos por la parte delantera que, las lenguas maledicientes se ocuparon de afirmar que eran usados para comprobar la masculinidad de los Papas. Quedan dos de ellos: uno está en Roma, el otro, llevado a Francia por Napoleón, está en el museo del Louvre. La mayoría de los estudiosos convienen en que dichos asientos no son otra cosa que sillones de alivio.

    Todo este cúmulo de fantasías, fueron en un principio usadas para desprestigiar al Papado Romano en una época de desorden. Se dice que el ficticio relato de la papisa Juana fue inventado por la Iglesia de Oriente, que no hacía mucho se había separado de Roma con el Cisma de Miguel Cerulario en 1054, y que la invención probablemente fue traída a occidente en el trasiego de Las Cruzadas. La Iglesia —y también la Historia— consideran hoy el caso como una leyenda. Una más de las muchas historias que, siendo inciertas, han pasado durante siglos como auténticas, y que, aún hoy, hay quien las quiere suponer así.
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EL TESORO DE PISCO: LA VERDADERA ISLA DEL TESORO

    Pisco es una población costera del Perú. Allí, hace más de un siglo, durante la Guerra del Pacífico que enfrentó a Bolivia, Chile y Perú entre 1879 y 1883, cuatro mercenarios: un español, un inglés, un norteamericano y un irlandés, aprovechando la confusión creada por el conflicto, convencieron al párroco de una iglesia de la localidad para que pusiera a salvo las riquezas del templo, trasladándolas a Lima o Cuzco, ciudades más seguras que Pisco. Embarcaron unas catorce toneladas de oro y joyas. Una vez en alta mar, los mercenarios asesinaron al fraile y a la tripulación del barco, apropiándose del tesoro. Luego, tomaron rumbo a las islas del Pacífico. Cuando llegaron a las Tuamotu, un archipiélago de atolones coralinos, enterraron la mayor parte del tesoro junto a la laguna de uno de los atolones, dirigiéndose después a Australia con el resto.

    Gastando el dinero a manos llenas, pronto acabaron con su fortuna. Decidieron, entonces, dirigirse al norte donde había una mina de oro. Allí pensaban reunir el dinero suficiente para adquirir un barco con el que ir en busca del resto de su tesoro; pero el español y el inglés resultaron muertos por los aborígenes, y el norteamericano y el irlandés acabaron con sus huesos en la cárcel a causa de una riña en la que resultó un hombre muerto. Cuando terminó la pena de veinte años a la que habían sido condenados, sólo el irlandés se mantenía con vida. Viejo y enfermo falleció al poco tiempo, pero antes de morir había transmitido el secreto del tesoro a un tal Charles Howe, un cazafortunas que, tras verificar la historia, organizó en 1913 una expedición a las Tuamotu en busca del tesoro. Después de varios años de infructuosa búsqueda cayó en la cuenta de que se había equivocado de isla. Por fin, cerca del atolón de Raraka, localizó el tesoro. Extrajo una parte de él y volvió a enterrar el resto con la intención de volver en su busca más adelante, de manera mas discreta. En 1932 Charles Howe, poco antes de emprender la expedición que le iba a convertir en un hombre rico, desapareció en la selva. Nada más se supo de él.
   
    Dos años después, otro aventurero que había conseguido apropiarse de los apuntes de Howe, incluido un plano que permitía localizar el tesoro, preparó otra expedición al atolón. Su nombre era George Hamilton y era un experto buceador. Ya en la isla, comenzó las perforaciones en la laguna, en el lugar en donde dedujo estaría el tesoro, pero conforme ahondaba en el fondo de la laguna, las corrientes del lago volvían a cubrir de arena el foso. Las condiciones de trabajo se hicieron muy difíciles. Hamilton fue atacado por un pulpo gigante. Al fin, Hamilton abandono la búsqueda.
  
    En 1994 el recuerdo del tesoro seguía vivo. Un descendiente de Hamilton examinó la vieja documentación y dispuso una nueva visita a la isla del tesoro, que también fracasó. La expedición se vio envuelta en una terrible tormenta de la que salieron con vida de milagro. No ha sido el último intento. Una popular productora de documentales dispuso el patrocinio de una nueva expedición a la isla. La expedición fue suspendida antes de partir. El tesoro sigue bajo las arenas de un perdido atolón polinesio. Quizá su destino no sea acabar en las manos de un aventurero. Puede que quede enterrado para siempre. Es posible que lo encuentre alguien que lo embarque de vuelta a Pisco. ¿Quién sabe? ¿Querría descubrirlo usted?
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