No es Cangas de Onís una localidad grande en población, pero sí en historia y renombre. Los casi trece siglos transcurridos desde que aquel asentamiento en el que los romanos dejaron huella con un puente que unía sobre el río Sella la calzada por ellos construida, entró en la historia por derecho propio, al convertirse durante más de cincuenta años en la corte y capital del incipiente reino cristiano de Asturias, no han hecho olvidar su importancia ni los hechos que en sus alrededores sucedieron. Bien lo supieron los cangueses que en el escudo de la población quisieron inmortalizar la enorme importancia de su pequeña ciudad con la leyenda: “Minima urbium, maxima sedium”.
El
viajero, cuando llega a Cangas de Onís lo primero que ve, aguas arriba, al
cruzar el río Sella por la calzada de un moderno y supone que feo puente, es el
famosísimo, y este sí hermoso, puente medieval. A él se dirigirá después de dar
un paseo por la ciudad tomada por los visitantes que corretean arriba y abajo
por una Avenida de Covadonga llena de cafeterías y tiendas de recuerdos.
Pero
como al viajero interesan poco estas cosas, aunque no niega haber comprado
algún recuerdo, el viajero deja tan principal avenida y por una de sus
bocacalles llega a la Capilla de la Santa Cruz. Está esta pequeña capilla
levantada sobre un montículo en el que antes hubo otra más pequeña aún, erigida
en tiempos de Favila, rey asturiano hijo de don Pelayo, y aún antes en los
tiempos en los que las gentes ni siquiera sabían escribir, un túmulo funerario.
Volviendo
sobre sus pasos el viajero se acerca a río Sella para cruzarlo por el puente
medieval, que de esa época es, aunque lo llamen romano, quizás porque antes del
que hoy cruza el viajero hubo otro cuyo empedrado era parte de la calzada que unía
Portus Victoriae y Lucus Asturum. Y si famoso es el puente, no lo es menos la
Cruz de la Victoria que pende del gran arco central, réplica de la donada en
908 por Alfonso III, que se custodia en la catedral de Oviedo. Se colocó en el
puente la reproducción de la cruz para conmemorar el retorno de la Virgen de
Covadonga, la Santina, que al final de la guerra civil estuvo en Francia. La
imagen había sido sustraída, y casualmente encontrada en el desván de la
embajada de España en París, y traída a España, en su propio automóvil, por el
embajador don Pedro Abadal, para ser entronizada en su cueva, en olor de
multitud.
Es
la cueva y todo su entorno lugar de la máxima importancia en España, aunque
cada cual posiblemente entienda esa grandeza por motivos distintos, pues lo
aprecian como espacio natural de extraordinaria belleza unos; es lugar de
peregrinación y oración ante la Santina, para otros; y, si no para todos, pues
alguno habrá que no lo sienta así, para muchos otros, incluidos algunos de los
anteriores, cuna de la Nación española. Porque allí donde se estrecha el valle
hasta el paredón montañoso en el que en su cueva está hoy la Virgen, estuvo
antes un pequeño grupo de astures que mandados por Pelayo hicieron frente a los
sarracenos invasores que once años antes había puesto su pie en Europa.
Era
por entonces Anbasa valí de las tierras conquistadas. Había sustituido al
anterior gobernador Al-Samah, muerto en
Tolosa, cuando después de tomar Narbona, las fuerzas agarenas trataban de
conquistar los territorios francos de la Galia Narbonense.
No
habían considerado los invasores hasta entonces que un pequeño grupo de
montañeses con algunos visigodos refugiados, que se negaban a pagar los
tributos y se habían retirado a los valles, acosando a las escasas fuerzas de
Munuza, el gobernador de aquella región, fuera un peligro; tampoco la
administración de Munuza había alcanzado un desarrollo suficiente como para
imponerse a los rebeldes refugiados en los valles, pese a perseguir a los insurrectos,
que por otro lado, no parecía tuvieran la intención de reverdecer la monarquía
visigoda, ni ninguna otra, todavía. Pero
sí tenía ese grupo de sublevados un caudillo: Pelayo, un antiguo espatario del
rey don Rodrigo, hombre, sin duda, con carisma; posiblemente con ascendentes en
la nobleza goda(1), muy
probablemente combatiente en Guadalete, y enemigo de Munuza que había logrado
atraer a buen número de astures y godos refugiados en las montañas y presentar
batalla a los agarenos en los valles primero y, viéndose perseguido por nuevas
fuerzas enviadas por el valí, donde los valles se encajonan entre pétreos
muros, hasta formar las más angostas gargantas, después.
Manda
el ejército agareno enviado por Anbasa el general Alqama, que adentrándose por
el valle del Sella alcanza la garganta donde está Pelayo con los suyos. Como
las fuentes, todas bastantes posteriores a los hechos, tratan, las cristianas
de magnificar la victoria de Pelayo y las musulmanas de minimizar su derrota, es
difícil saber, salvo que fuentes contemporáneas por descubrir alumbren mayor
conocimiento, las dimensiones del enfrentamiento: el número de soldados que con
Alqama se adentró en la garganta de Covadonga para reducir a los rebeldes
astures y los que con Pelayo defendían la cueva. Aquellos, a la vista del
espacio disponible, serían, como mucho, unos pocos miles; éstos, unos pocos
cientos que, es de suponer, estarían en la cueva y algunos en las aristas más
elevadas de los paredones rocosos. Que unas y otras fuentes arrimen el ascua a
su sardina, parece reconocimiento de que hubo lucha y que ésta no fue favorable
a los invasores, habida cuenta que Pelayo, nombrado rey estableció su corte en
Cangas de Onís.
Pero
el viajero deja estos avatares de la historia para mejor ocasión y se apresta a
disfrutar de los encantos del paraje.
Del
arquitectónico, llama la atención del viajero que fuera Alfonso I quien, para
conmemorar la victoria de Pelayo, mandara construir una pequeña capilla junto a
la cueva, y que fuera en tiempos de Alfonso XIII, el último de los reyes
españoles con ese nombre, cuando se terminara de construir la basílica actual.
El viajero observa sus hechuras neomedievales, obra en su diseño del alemán
Roberto Frassinelli y en su desarrollo técnico del arquitecto Federico Aparici,
y que venía a rellenar el hueco dejado por el antiguo templo tras el incendio
que lo consumió en la segunda mitad del siglo XVIII.
De
las maravillas naturales que ofrece la montaña, el viajero fía a la imaginación
del lector los bosques frondosos, las pétreas crestas, los arroyos de sonoras
aguas y los lagos de fondos oscuros.
(1) La versión más aceptada en la de que Pelayo fuese hijo de Fáfila, un duque al servicio de Vitiza, que murió a manos del propio rey, lo que hace comprensible que Pelayo perteneciese al partido de Rodrigo. Que el primogénito de Pelayo fuese llamado Fáfila, como el abuelo, si no es determinante, no hace más que reforzar ese supuesto.
(1) La versión más aceptada en la de que Pelayo fuese hijo de Fáfila, un duque al servicio de Vitiza, que murió a manos del propio rey, lo que hace comprensible que Pelayo perteneciese al partido de Rodrigo. Que el primogénito de Pelayo fuese llamado Fáfila, como el abuelo, si no es determinante, no hace más que reforzar ese supuesto.