Apreciada por los españoles, también los extranjeros la han admirado. Chateubriand escribió un cuento de amor sobre ella: “El último abencerraje” y habló de sus ríos: “El Darro lleva oro, el Genil plata”. Washington Irving también escribió cuentos, los de la Alhambra. Su inspiración para hacerlo contó con un gran estímulo. Fueron escritos en las habitaciones del emperador, que el escritor norteamericano ocupó, en la propia Alhambra, cuando, durante su misión diplomática en España, estuvo en Granada en los años treinta del siglo XIX. El viajero no puede alojarse en la Alhambra. Se conformará con visitarla, pero toma habitación en hotel bien céntrico. Cerca tiene la Catedral, la Capilla Real, la Alcaicería y el inicio de las calles que cuesta arriba se adentran en el Albaicín.
El viajero aprende, plano en mano, donde está lo que le interesa. Pasea por el dédalo de la Alcaicería, bazar muy disminuido en tamaño de lo que fue zoco y mercado de sedas, que sufrió incendio en mil ochocientos y pico, y fue reconstruido y confinado a un recinto que hoy hace las delicias de los compradores de recuerdos. En uno de sus límites, atravesando un arco de herradura sale a la plaza de Bib-rambla, donde desde siempre se han desarrollado todo tipo de actos: torneos, festejos, autos de fe, mercados. En otro de sus bordes el viajero cumple con el rito: tapear. Sentado en una mesa de mármol que tiene a su lado un cartelito con el aviso de que esa y las contiguas datan de los años mil novecientos treinta, que a ellas estuvieron sentados Falla y García Lorca y que, por lo pesadas y la fragilidad del mármol nadie debe tratar de moverlas, el viajero degusta unas habitas con jamón de Trévelez.
Con el gusto satisfecho, el viajero sube por la calle de los Oficios. Entra en la Capilla Real. Fue deseo de la reina Isabel que sus restos y los de su esposo reposaran en Granada. Para ello mandó construir esta capilla; pero primero la reina y doce años después el rey, fallecieron sin que la capilla hubiera sido terminada. Su nieto, Carlos I de España, fue el encargado de continuar la obra. El emperador no estaba convencido de la idoneidad del lugar elegido por su abuela Isabel. Pensó en emplazar los restos de sus abuelos en la Capilla Mayor de la catedral. Encargó a Diego de Siloé su construcción –que ya había sido proyectada por los Reyes Católicos– pero finalmente el nieto cumplió la voluntad de sus católicos abuelos y los restos de los vencedores de Boabdil fueron depositados en la Capilla que la reina Isabel quería que fuera su última morada. El viajero, ya dentro de la capilla, ve los sepulcros de los Reyes Católicos, de su hija doña Juana y yerno don Felipe, en el centro de la capilla, sobre la cripta con los féretros que conservan sus cenizas. Saliendo de la Capilla Real el viajero rodea la catedral. La fachada principal es obra de Alonso Cano. Sabe el viajero que este artista, granadino de nacimiento, de vida agitada, protegido de Velázquez, desarrolló su genio en la pintura, la escultura y la arquitectura. La catedral es prueba de ello. Mucho de lo que hizo está allí. Tiempo tuvo para ello. Vivió durante una buena temporada en el primer piso de la torre, hasta que el cabildo catedralicio irritado por su comportamiento le ordenó abandonarlo. Su carácter irascible se advierte en los tratos que mantuvo con un cliente, un magistrado que le encargó una imagen de San Antonio de Padua. Al entregar la obra, solicitó el pago, que el artista fijó en cien doblones. El Magistrado contrariado le observó lo elevado del precio, diciéndole que le cobraba más de un doblón por día trabajado, más de lo que él mismo ganaba como magistrado. Cano irritado arrojó la figura al suelo, haciéndose añicos, mientras le decía al magistrado que el rey podía nombrar cuantos magistrados quisiera, pero un Alonso Cano capaz de hacer un San Antonio así, sólo estaba reservado a Dios. El viajero disfruta de la catedral, y en la sacristía, de una obra maestra: la escultura de la Inmaculada Concepción obra del omnipresente Cano.
Si lo visto es la obra cristiana que decora Granada, al viajero le toca visitar la obra musulmana: el Generalife, palacio de verano de los reyes, en lo alto del cerro del Sol, y los palacios nazaríes, en la Alhambra. Hasta llegar allí el viajero pasea por los jardines. Por fín llega a los palacios. En una sucesión de salas y patios donde la geometría decora todos los rincones, el viajero deambula entre susurros de agua, admirando mocárabes y celosías en los palacios en los que disfrutaban del lujo, pero también conspiraban zegríes y abencerrajes. Desde el peinador de la reina, en las dependencias cristianas de los palacios nazaríes el viajero ve el Albaicín. Mira atento, busca y ve la torre de la iglesia de San Nicolás. Allí quiere ir el viajero.
Al barrio del Albaicín el viajero sube callejeando entre blancas paredes, pasa por la plaza de San Miguel Bajo y enfila directamente hasta la plaza de San Nicolás. Se hace tarde, el sol desciende deprisa y quiere disfrutar de la más universal de las vistas de la Alhambra. La luz arrebolada del ocaso alumbra la Alcazaba y el palacio de Carlos V. Detrás, a lo lejos, imponente, Sierra Nevada. El viajero fotografía lo que ve y continúa Albaicín adentro, se asoma a varios cármenes, ya vio otros en el Realejo, y desde el barrio del Sacromonte regresa al centro por la acera del Darro, custodiado en su paseo, ya casi nocturno, por la mole de la Alhambra, cruza la Plaza Nueva y llega a su destino.