LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

   Cuando a finales del siglo XI los turcos seljúcidas conquistaron Jesusalén, arrebatándoselo a los árabes, sustituyendo la tolerancia que estos tenían con los cristianos en sus peregrinaciones a Tierra Santa por la intransigencia y el vandalismo, el papa Urbano II predicó la Santa Cruzada al grito de “Dios lo quiere”. Dos grupos, casi simultáneamente, se dispusieron para tal labor. Uno, anárquico, promovido por Pedro el Ermitaño, estaba formado por gentes del pueblo, que se alistaron con buenas intenciones, a las que acompañaron toda clase de aventajados, ladrones, buscadores de fortuna, prostitutas, y que terminó en desastre. Otro, organizado, compuesto por caballeros, dirigido por Godofredo de Bouillon, que contaba con la bendición papal, también seguido por una cohorte de buscavidas; pero que al fin llegó a Jerusalén liberándolo.

    En los siglos siguientes se sucederían hasta siete cruzadas más con mayor o menor éxito. La más celebre, aparte la inaugural, fue la tercera; y ello por la personalidad de sus protagonistas: fue la cruzada de Federico Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto de Francia contra Saladino, que había recuperado Jerusalén en 1187 para los musulmanes. Otra, de las más ignoradas, sin ordinal que la coloque entre las reconocidas, aunque sucedida poco después de la cuarta, situada entre el mito y la realidad fue la que se ha venido en conocer como “La cruzada de los niños”.

Inocencio III. Iglesia del Temple. Valencia.

    En 1212, mientras en España Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón triunfaban en la batalla de las Navas de Tolosa, con el apoyo del papa Inocencio III, que daba al conflicto carácter de cruzada, en Francia, un muchacho de Vendôme decía haber recibido el mandato divino de reclutar un ejército que reconquistase Tierra Santa. Niños de todas las edades abandonaban sus familias sin atender los ruegos de sus padres. El grupo aumentaba sin cesar. Se le añadían también adultos. No estaban bien organizados cuando comenzaron la marcha. Su intención era llegar al sur de Italia y embarcar; pero en Marsella el joven francés al que se le habían unido más de treinta mil personas, casi todos niños, pero también adultos, gentes humildes, desheredados y aventureros conoció a dos comerciantes con los que negoció la contratación de siete barcos con los que llegar a Tierra Santa. Como le ocurrió a Pedro el Ermitaño en la primera cruzada, la aventura se malogró. Los mercaderes llenaron los barcos con cuantos niños cupieron en ellos y desembarcándolos en Egipto fueron vendidos como esclavos. Los comerciantes, años después, durante la sexta cruzada, fueron capturados y ajusticiados. Otra versión de esta historia, parece que, igualmente real,  pero que orilla como la anterior la ficción, sitúa el punto de partida en Alemania, con itinerario parecido y resultado similar al de la expedición que partió de Francia. Estos, también en número de varios miles, se dirigieron a Brindisi, en el talón de la bota de Italia. Allí, diezmados por la dureza del viaje, fueron convencidos por el Obispo para que retornaran a sus casas.

    Las dos aventuras están condimentadas con grandes dosis de fantasía: desde el número de participantes, los itinerarios seguidos por los grupos que, según versiones, los hacen discurrir por Marsella, Génova o Brindisi, hasta el destino de los desgraciados niños vendidos como esclavos en Argelia, Túnez o Egipto.

    Al fin, el recuerdo de la cruzada de los niños y una leyenda algo posterior sobre unos hechos sucedidos en el pueblo alemán de Hamelín perduraron a lo largo de los siglos,  y sirvió de inspiración a distintos autores, hasta que los hermanos Grimm la popularizaran  como un cuento infantil.
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¡QUE APROVECHE!

    Con el desarrollo de la inteligencia y el nacimiento de la civilización la necesidad del ser humano por comer acabó convirtiéndose en un arte. Aprendió, primero, a cocer los alimentos, de modo que le resultaran más digestivos, después a cocinarlos de distintas formas para satisfacer el gusto. Nacía un nuevo arte: el culinario.  El hombre había encontrado el modo de deleitarse comiendo.

     Al desarrollo de este arte los hombres han destinado muchos esfuerzos. Algunos han conseguido tal éxito que su obra ha trascendido; pero tanto a los anónimos como a los  notorios les rendimos homenaje a diario cuando nos sentamos a la mesa y paladeamos lo que un día inventaron.

    En España fue notable el trabajo de Francisco Fernández Montiño, cocinero mayor de Felipe IV. Gran innovador, inventó incontables platos. En 1662 se editó su obra: “Arte de la cocina, pastelería, bizcochería y conservería”. Fuera de España, quien destaca sobre todos los demás es el francés Anselmo Brillat Savarin, cuyos apellidos han llegado a identificarse con el arte culinario. Abogado, magistrado y diputado, huyó de Francia en los tiempos del Terror. Fue un bon vivant, aunque no todos se lo reconocieran, y  lo demostró con la publicación de su libro “Fisiología del gusto” en 1825, verdadero compendio del buen comer y vivir.

    Mas el arte culinario necesita de compañero: el del buen yantar. No existiría aquél si no hubiese demanda de éste, pero con frecuencia el buen comer, el deleite que produce la moderación, se transforma en gula, una glotonería imparable de consecuencias inciertas.

    El emperador Carlos V fue un gran comedor. Pese a su prognatismo, comió bien durante toda su vida. Ello fue causa de su insoportable gota, la que le llevo a decir en cierta ocasión: “Que bien dormiría yo sin Lutero y sin la gota”. En sus últimos años después de abdicar se instaló en Yuste, allí se dedicó a coleccionar y arreglar relojes, su gran afición, y a comer. Le preparaban la famosa “olla podrida”, cuyo sorprendente adjetivo es una corrupción de  “poderosa” por la gran cantidad de ingredientes que contiene. Su apetito era insaciable. Dicen que un criado, desanimado,  se atrevió a decirle al ver su constante insatisfacción: “No sé como complacer a vuestra majestad, como no sea haciendo un plato de relojes”. 



    Otras veces las consecuencias son fatales: el duque Luis de Vendôme, primo del rey de Francia Luis XIV, mariscal de campo, participaba en la Guerra de Sucesión española al servicio de la causa borbónica. De vida desordenada y licenciosa, se dio a los excesos. Se estableció en Vinaroz, población reconocida por la calidad de sus pescados y mariscos y, allí el 10 de junio de 1712 un empacho de langostinos le produjo una digestión tan pesada que no pudo hacerse otra cosa que enterrarle. Sus restos fueron sepultados en la iglesia parroquial de Vinaroz hasta que Felipe V, rey, ordenó el traslado de sus restos al Escorial, en cuyo panteón de infantes quedaron depositados.

    En ocasiones el comensal no es el responsable de su fatal destino. El infante Alfonso de Castilla, hermanastro del rey Enrique IV al que la Historia ha venido a llamar “el Impotente”, fue proclamado rey en la farsa de Ávila. En la ciudad de las murallas se erigió un estrado. En él se colocó un muñeco de trapo, vistosamente vestido y con una corona sobre la cabeza. Representaba al rey Enrique. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, que había servido antes al rey, ahora estaba enfrentado a él. Tenía gran influencia y la aprovechó: en presencia del infante Alfonso, el monigote que representaba al rey fue destronado y el infante proclamado rey. Ultrajado el rey en dicha función la guerra civil fue inevitable. En Olmedo se libró una batalla en 1467,  la segunda que ocurría en dicho lugar,  con victoria de Enrique. Tras ella se pactó una tregua. Los planes del marqués se torcían. Para mantener su influencia trató de concertar el matrimonio de su hermano con Isabel, la hermanastra del rey, pero su hermano falleció. Al poco también murió el infante Alfonso. Hay dudas sobre quién ordenó su muerte. Se sospecha del marqués, pero no hay dudas sobre como murió. El infante, muy aficionado a comer empanados murió envenenado al comer unas truchas rebozadas.

Nota: Las causas que llevaron al episodio de “la farsa de Ávila” y el desenlace de las guerras civiles que la siguieron puede leerse en “Dos mujeres en guerra”.
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ISLAS MISTERIOSAS

   En la novela, llevada tres veces al cine, “Rebelión a Bordo” Fletcher Christian, el segundo piloto de la fragata británica Bounty, se apodera del barco y, con la tripulación que le apoya en el motín, inicia la búsqueda de un refugio seguro. De ese refugio se habla en el tercer libro de la trilogía de la Bounty, “La isla de Pitcairn”. En dicho libro Charles Nordhoff y James Norman Hall cuentan como Christian descubre casualmente que la isla estaba mal ubicada en las cartas de navegación y por tanto que el encuentro fortuito del peñón  iba a suponer la conquista de un hogar seguro en el que ocultarse de sus perseguidores. Había encontrado una isla fantasma, y prueba de la “inexistencia”, en aquellos momentos, de la existente isla, es que los amotinados y los indígenas de Tahití que les acompañaron no fueron encontrados hasta casi veinte años después de haber llegado a ella. El mercante norteamericano Topaz, a cuyo mando estaba el piloto Mayhew Folger encontró durante su singladura en busca de focas una isla. Mayhew miró en las cartas y en el lugar en el que se encontraba no aparecía tierra alguna. Pero allí estaba, delante de él. La isla resultó ser Pitcairn. Allí, en 1808, sólo quedaba con vida uno de los amotinados, que relató a Folger la historia que nos ha llegado: la huida a bordo de la Bounty y las trágicas jornadas que se vivieron en la isla. Hoy, cuando la isla está señalada con precisión en todas las cartas marinas, se puede asegurar que lo que sucedió, contado por  Alexander Smith, el único superviviente, fue cierto, al menos en parte. Smith fue indultado y cambió su nombre por el de John Adams. El puerto de la isla lleva su nombre, Adamstown, en recuerdo suyo y la mayoría de los habitantes de la isla son descendientes de aquellos amotinados y de los tahitianos que les acompañaron.

    Pero no todas las islas divisadas en alguna ocasión han podido ser cartografiadas ni determinadas sus coordenadas geográficas. Sigue habiendo enigmas que no han sido esclarecidos.

  En el mismo océano Pacífico, más cerca del continente americano, se encuentra la isla de Pascua. Cerca de ella, en 1879, el buque Podestá, de bandera italiana, avistó una isla. Los italianos le dieron nombre. La llamaron Podestá, como el barco con el que la habían descubierto. Fijaron sus coordenadas y fue incluida en las cartas de navegación. Nunca más volvió a verla alguien. En 1935 fue suprimida de las cartas marinas. Otro tanto le pasó a la isla de Sarah Ann, también en el pacífico, también cerca de la de Pascua. En 1937 se iba a producir un eclipse total del Sol. La isla de Sara Ann estaba en la órbita del eclipse, lo que la convertía en un magnífico observatorio. Buques de la marina norteamericana la buscaron en 1932 con tal fin. La isla no fue encontrada y finalmente fue eliminada de los mapas.

   Algunas islas desaparecidas lo han sido por causas naturales. En el Pacífico, cerca de Rarotonga, estaban las islas Tuanaki. Las islas estaban habitadas por polinesios. En 1844 un barco misionero que se dirigía a ellas llegó al lugar donde debía encontrarlas y no las halló. Se cree que se hundieron a causa de un terremoto ocurrido por aquellas fechas. Que las islas existieron quedó constatado durante mucho tiempo gracias a los testimonios de algunos de los habitantes del archipiélago que habían emigrado a islas cercanas y que durante muchos años, incluso ya en el siglo XX, contaban historias de las islas desaparecidas.

Isla de Mouro, frente a la bahía de Santander. Una isla muy real.

    También España cuenta, aunque irreal y legendaria, con su isla fantasma: San Borondón. A veces situada cerca de Irlanda, en el siglo XIII ya estaba dibujada en las cartas marinas en las cercanías de las Canarias. A lo largo del tiempo muchos aseguraron haberla visto: en el siglo XVI navegantes portugueses dijeron haberla visitado, en el XVIII muchos afirmaron verla desde tierra firme durante largo rato hasta desaparecer envuelta en una nube. Pero en el siglo XX, con moderna instrumentación, también ha sido detectada. Varios pilotos aseguran haberla visto desde sus aviones y detectada por los radares de sus aparatos. En 1991 se dice que una embarcación de pasajeros colisionó con un objeto desconocido. Las consecuencias del impacto fueron serios daños en la embarcación y siete heridos. Se inició una investigación cuyos resultados fueron tan equívocos como los de otra debido a una colisión similar ocurrida al año siguiente. La isla, quizás un espejismo producido por condiciones atmosféricas especiales, sigue siendo un misterio, que de tarde en tarde da señales que, crédulos de fantasía desbordante tratan de convertir en realidad.
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THOR HEYERDAHL, ¿EL ÚLTIMO AVENTURERO?

    Thor Heyerdahl nació en Larvik, en 1914. Arqueólogo de reconocido prestigio, alcanzó fama gracias a las expediciones emprendidas para demostrar sus audaces teorías migratorias en el Océano Pacífico. A ello dedicó buena parte de su vida. Pero sus comienzos no fueron precisamente los dedicados al estudio de los hombres, sino al de los animales. Influido por su madre, se dedicó al estudio de las ciencias naturales y la zoología, pero durante su estancia en las islas Marquesas fue sustituyendo su interés en el comportamiento de los animales por el de los hombres. Se afianzó en él la idea de que los habitantes de aquellas islas paradisíacas no proviniesen del oeste, del sudeste asiático, como estaba aceptado por la comunidad científica, pese a que para llegar hubieran debido enfrentarse a vientos contrarios, sino del oriente, desde el continente americano. Al volver a Noruega, sus padres comprobaron como su hijo Thor cambiaba el rumbo de sus investigaciones. Para sorpresa de su madre y disgusto de su padre, Thor regaló al museo zoológico de la Universidad todos los frascos con especímenes zoológicos, principalmente insectos y peces, recogidos en las islas polinésicas, durante su estancia en los años treinta.

    En 1947, tras el final de la segunda guerra mundial, trató de demostrar, con un grupo de colaboradores, que su teoría podía no estar equivocada: los habitantes de las islas del Pacífico Sur podían proceder de antepasados llegados desde el continente americano. Aprovechando las corrientes marinas de Humboldt, Ecuatorial del Sur y los vientos alisios favorables, pueblos de la amerindia se decidieron, bien por propia voluntad, bien huyendo de algún enemigo, a surcar las desconocidas aguas del Pacífico.

    Si el viaje oceánico iba a resultar una aventura, no lo iba a ser menos la construcción de la balsa necesaria para realizarlo. Épico resultó el transporte de los gruesos troncos de madera de balsa que, con gran dificultad, fueron transportados desde la jungla hasta el puerto de Callao. Allí se construyó la embarcación, con el beneplácito de las autoridades peruanas, cuyo presidente, José Luis Bustamante y Rivero ordenó se dieran todas las facilidades. Usando los únicos materiales de los que los indios americanos dispusieron al producirse las migraciones se construyó una embarcación que debía ser capaz de recorrer casi siete mil kilómetros. La llamaron Kon Tiki, en recuerdo del rey Sol de los pueblos preincaicos. Cuerdas de cáñamo para asir fuertemente los troncos entre sí, una estera de bambú, un mástil de mangle y una lona de unos veinte metros cuadrados, usada como vela, fueron los principales materiales empleados. Un pequeño infiernillo para asar la comida y una pequeña radio para poder comunicarse y solicitar ayuda en caso de apuro eran las únicas concesiones a los tiempos modernos. Al fin y al cabo se trataba de una expedición no de un suicidio. Una singladura de incierto final, como debió serlo la de los indios de Sudamérica que pusieron rumbo, según Heyerdahl, hacia el horizonte por donde se pone el sol.

En 1.970 el cántabro Vital Alsar, en una balsa parecida a la usada por Heyerdahl,
realizó una travesía similar a la del noruego. La balsa usada en este viaje se puede contemplar en los jardines de la península de La Magdalena de Santander.

    El 27 de abril de 1947 la balsa fue botada. Pertrechada, inició la singladura. Soportando temporales, aprovechando lo que el mar les ofrecía, peces voladores sobre la cubierta de la balsa, que acabaron encontrando sabrosos, y pescando cuanto podían, avanzaron en dirección Este, hasta que poco más de tres meses después de partir encallaron en Raroia, un atolón de la islas Tuamotu de cuarenta kilómetros de diámetro, un paradisíaco collar de coral y palmeras, parecido a los que pudieron descubrir los emigrantes americanos. Fue un viaje que, si bien no demuestra la teoría migratoria de Heyerdahl sí lo hace sobre la posibilidad de aquellos antiguos hombres realizaran una aventura naval que les llevara hasta tierras distantes, en medio del océano que tenían ante sus ojos, por donde se oculta el Sol. Muchos misterios quedan por desvelar: ¿quienes eran los primitivos pobladores de las tierras sudamericanas, una raza de hombres blancos, de cabellos rubios y largas barbas, constructores de megalíticos monumentos? ¿Fueron estos hombres los que huyendo de los incas provenientes del norte, se aventuraron mar adentro hasta llegar a las islas del Pacífico? ¿Reprodujeron ellos, en su nuevo hogar, las estatuas y monumentos, como habían hecho en el continente? ¿Provenían, también del continente americano, los que sustituyeron, en una posterior migración, a aquellos hombres blancos?(1) Heyerdahl no dio respuesta a estas preguntas, más bien, al contrario, al demostrar la posibilidad del viaje, al dudar de la procedencia asiática de los pueblos polinesios, lo que hizo fue hacerlas con voz más alta.

(1) Cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo escucharon noticias de la existencia de hombres de piel blanca, que tenían un dios llamado Tiki, el rey Sol Virakocha de los incas. También, en 1722,  cuando puso pie por primera vez en la isla de Pascual su descubridor, el holandés Jakob Roggeveen fue recibido por sus habitantes, entre los que se encontraban algunos grupos de hombres blancos, que dijeron que sus antepasados provenían de un país lejano  y “montañoso en el oriente”.  
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: OPORTO

    El viajero ha entrado en Portugal por la frontera de Salamanca. Antes ha hecho parada en Ciudad Rodrigo. Sabía el viajero, antes de llegar a este pueblo con nombre de ciudad y apellido de caballero, que sería buena una visita(1). Está amurallada y rematada por castillo, pero es la plaza mayor, con su ayuntamiento plateresco a la cabeza, es decir en un extremo de la plaza y con los palacios de antiguos nobles a los lados, lo que da vida a la ciudad. De la plaza, bulliciosa, nace el camino que conduce a la catedral; que Ciudad Rodrigo es sede episcopal y tiene catedral, con coro de mucho mérito y otras cosas que no debe dejar de ver el viajero. Sobre el coro, a uno y otro lado dos órganos, uno grande y otro chico, distintos en tamaño, parejos en hermosura. El coro es una filigrana de motivos florales. El viajero se fija. En el asiento del obispo, sobre su respaldo, una talla de San Pedro dominando todo. En un asiento lateral, en la parte inferior de uno de sus brazos, discreta, un pequeña figura de un hombre en posición poco decorosa, que el viajero evitará describir, parece puesta allí como si quien la talló se burlara de quien encargó decorar la obra.

     El viajero una vez en Portugal ya no se detiene hasta llegar a Oporto, que es ciudad antigua, con edificios ennegrecidos por el paso de los años. Antes, para llegar a ella, en la ribera norte del río Duero, el viajero ha cruzado Vila Nova de Gaia. Hay allí modernos hoteles, centros comerciales, y en la ladera que desciende hasta la ribera sur del río las bodegas del famoso vino. Amarrados, los rabelos recuerdan como tiempo atrás eran traídos hasta las bodegas los racimos de uvas que Duero arriba se vendimian para confeccionar los caldos, que son variados: tintos, retintos, rubíes, blancos, Unos dulces, otros secos. Imitaciones de estos barcos rabelos, de recientes botaduras, sirven hoy para dar paseos a turistas bajo los arcos de los siete puentes que unen ambas márgenes del río. El viajero se mezcla y confunde con los turistas. Realiza el recorrido. Pasa bajo los modernos puentes; y sobre los antiguos: el de Luis I, construido por Teofilo Seyrig fue inaugurado en 1886, el de María Pía, una de las primeras grandes obras de Gustavo Eiffel, fue terminado en 1877. El viajero mira y decide adonde irá después con sus propios motores: en Vila Nova al monasterio de la Sierra del Pilar. Sabe que la UNESCO lo distinguió como patrimonio de la humanidad. Procurará subir al mediodía, con el Sol al sur. En Porto, a la Sé, con el palacio episcopal asomado al Duero.

Monasterio de la Sierra del Pilar.

   El rabelo atraca y el viajero se aplica a la búsqueda de un restaurante. Recorre la Ribeira y en una calle trasera, en los bajos de la antigua muralla fernandina, encuentra uno: aseado, coqueto y casi lleno de portugueses de buen aspecto. El viajero contento toma asiento en la única mesa libre. Una camarera, prototipo de lo que el viajero piensa es la raza lusitana, morena, bajita, regordeta y algo bigotuda, le atiende muy sonriente. El viajero pide bacalao y sardinas assadas, platos típicos que cree podrá comer al estilo local, y espera. Y vaya si espera. Una vuelta completa de la manilla grande del reloj tarda en tener la comida sobre la mesa. El viajero que ha protestado varias veces por la demora ha perdido el apetito, el tiempo y el humor. Pese a todo come: El bacalao esta bueno. Las sardinas, no. Enteras, sin limpiar, con las vísceras y la sangre dentro, casi crudas. No volverá a probarlas, aunque sí las volverá a ver así en platos ajenos.

    El viajero tiene poca digestión que hacer. Se dirige a la Catedral. Entra en ella, recorre sus dos naves laterales de arriba abajo y entra en el claustro. Es gótico y, como casi todo en Porto, tiene adornados sus muros con azulejos. El viajero verá muchos de estos retablos cerámicos en las iglesias de la ciudad. San Ildefonso, Santa Catalina, la Iglesia do Carmo forran con ellos sus muros exteriores. Identifican los terrenales templos con las alturas celestiales; y al viajero, descendiendo a latitudes más prosaicas, se le antoja que sirvan para impermeabilizar los edificios, donde, muy a menudo, la humedad atlántica cae del cielo cuando éste se torna gris. El viajero descubre después que muchos de estos azulejos son más recientes de lo que pudiera pensarse. Jorge Colaço fue uno de los artistas dedicados a estas decoraciones. Los azulejos de la céntrica Iglesia de Congregados y los paneles que decoran el vestíbulo de la estación de San Bento fueron obra suya. También los de la fachada de la iglesia de San Ildefonso, que en número de once mil, fueron pintados a mano por Colaço y colocados en 1932.

Iglesia de San Ildefonso.

   Al día siguiente, desde el terreiro da Sé el viajero, en un derroche de facultades, se deja caer por las escalinatas que como un dédalo descienden hacia la Ribeira. Sin querer, se aproxima a la base del puente de Luis I. Ve pobreza, casas humildes, todas tienen en su puerta una pila fregadero portátil. El viajero ve poca gente. Es pronto. Los gatos parecen ser los únicos despiertos a estas horas. El viajero asciende por otras escalinatas y llega al tablero superior del puente. Se dirige al centro de la ciudad, que esta cerca. Allí, el trasiego es grande. Ve la estación de San Bento, la Iglesia de los Congregados y desde la Plaza de la Libertad, la Avenida de Aliados con el ayuntamiento a su final; y la calle dos Clérigos con iglesia y torre del mismo nombre. Esta torre barroca, la hizo Nicolau Nasoni, el artísta italiano que en los años mil setecientos llegó a Oporto, y se quedó en él hasta el final de sus días, llenando la ciudad de buen hacer. Ya vio el viajero el atrio de la Sé, y ahora admira la Torre dos Clérigos, que fue el edificio mas alto de Porto durante mucho tiempo, y el viajero diría que sigue siéndolo si no fuera porque ha leído lo contrario.

Oporto. Torre dos Clérigos.        

    El viajero parte ya de Oporto. Es temprano. Se despide de la ciudad, pero a diferencia de otras ciudades parece ser contestado. Son las gaviotas, omnipresentes, que en esas nacientes horas del día parece, con sus gritos, devolverle el adiós.


Gaviota sobre la muralla Fernandina. La muralla recibe este nombre en recuerdo
del monarca, Fernando I el hermoso, en cuyo reinado concluyeron las obras.    
   
(1)
El caballero que dio nombre a la ciudad se llamaba Rodrigo Girón. Ayudó al  rey Alfonso VI a subir a su caballo tras una caída. Al auparlo rasgó las ropas del monarca arrancándole un jirón, que añadió a su nombre.
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Nota: Más fotografías de Oporto en Galería Fotográfica.
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