Cuando
el conde de Portucal, Enrique de Borgoña, falleció, se inició la regencia de su
viuda doña Teresa, hija del rey leonés Alfonso VI. De la otra hija, Urraca, había
logrado el conde borgoñón engrandecer su condado portucalense con tierras
gallegas por el Norte y alcanzar grandes extensiones en las tierras del Duero
por el Este. Doña Teresa, hermosa y de naturaleza sensual, pronto encontró el
afecto del conde gallego Fernando Peres. Tampoco tardó mucho en ser armado
caballero el infante Alfonso Henriques, que enseguida exigió a su madre el
abandono de la regencia y reclamó sus derechos, pero doña Teresa se negó a
ello, pues contaba con el fuerte brazo
del conde Peres; mas al morir la reina doña Urraca, el nuevo rey Alfonso VII
volvió su vista hace el Oeste, recuperando Galicia y las regiones del Duero
ganadas por el viejo conde. Allanada
doña Teresa a la nueva situación, reducido el condado a sus límites primeros,
muchos caballeros se pusieron del lado del infante Alfonso Henriques, que
decidido se enfrento a su madre.
Se
rebeló, pues, Alfonso Alfonso Henriques, y en la disputa, ocurrida en
Guimaraes, salió mal parada doña Teresa. La leyenda insiste en que doña Teresa
fue hecha prisionera por su hijo, que fue emplazado por aquélla a un juicio de Dios: “Alfonso Henriques, hijo mío, me has
encarcelado, encadenado y arrebatado las tierras que me dejó mi padre y me has
separado de mi marido; ruego a Dios te pase como a mí, y puesto que has
sujetado con hierros mis pies, te sean rotas las piernas mediante hierros.
¡Haga Dios que esto suceda!”; pero la realidad parece ser menos fantástica,
pues los derrotados huyeron a las tierras gallegas del conde Peres.
Durante
el reinado de Alfonso VII, el emperador, varios intentos de Alfonso Henriques por
unificar la Galicia del norte del Miño con la del sur fracasan. Al fin, los
reveses militares y la amenaza almorávide, deciden al portugués a dirigirse
hacia el Sur. El triunfo en los campos de Ourique hincha de moral, pero también
de sentimiento nacional a los nobles portugueses, que allí mismo declaran a Alfonso
Henriques rey. Su nueva condición agudiza el ingenio del astuto Alfonso Henriques
que aún es vasallo del rey leonés como señor de Astorga, y piensa que le conviene
sacudirse ese yugo para sustituirlo por otro con la misma o mayor autoridad,
pero más suave, lejano y exigente con él, y a la vez protector. Con el sibilino
proceder del cardenal Guido, presente como legado del papa Lucio II en Zamora,
Alfonso VII reconoce a Alfonso Henriques como rey de Portugal, y confía
en su vuelta al redil leonés más tarde. Alfonso Henriques se reconoce entonces vasallo
del papa, resulta así intocable para cualquier otro rey cristiano y libre ya,
dedica sus energías a consolidar su situación y reino.
Tras
renunciar a las tierras al Norte del Miño y demás tierras fuera del primitivo
condado portucalense, la lucha del primer rey portugués, se obstina en el Sur,
por donde el peligro acrece por el empuje de tropas sarracenas. En 1146 en una
operación por sorpresa, digna de la mejor novela de aventuras, toma Santarem: así en plena noche, se
presenta el rey con sus hombrea ante sus murallas. Tres de sus mesnaderos se
acercan al muro. Uno lanza la escala, ligero, pero cauteloso, alcanza el
adarve, dando cuenta del vigilante más próximo. Cuando otro vigilante, guardián
del portal, oye pasos cercanos, llama al que cree su compañero. El portugués,
en el habla del enemigo, pide que se acerque. Sin darle tiempo, siega su cuello
y arroja su cabeza al exterior. Es el aviso. Los otros dos portugueses que
aguardan al pie del muro, lanzan sus escalas y ascienden con celeridad
meteórica. Ya juntos los tres, abren las puertas de la ciudad. Santarem cae.
Al
año siguiente llega el turno de Lisboa. Ya no está solo Alfonso Henriques como
en Santarem. Ahora tiene ayuda de cruzados ingleses, franceses e italianos. Se
construyen catapultas, se elevan torres para el ataque. También la ciudad se
apresta a la defensa. Arietes y flechas desde un lado, brea y aceite hirviendo
desde el otro. Fuego por todas partes. Tras un primer intento cristiano,
fracasado, se inicia el asalto definitivo. En octubre Lisboa, al límite de su
resistencia, se rinde.
Y
así batalla tras batalla, ganando algunas veces para perder lo conquistado poco
después; sin un reino y un ejército organizados; sin ser un buen estratega,
aunque sí un aguerrido soldado, recorre tierras del Algarve empuñando su espada
o con el cuchillo entre los dientes.
En
esas estaba Alfonso Henriques cuando, acaso la casualidad quiso que, aquella
ordalía a la que su madre pareció condenarle cuando fue presa tuviera algo de verdad,
En su osadía, Alfonso Henriques se dispone a tomar Badajoz, que queda fuera de
los límites acordados al determinar qué tierras ganadas en la reconquista quedarán
en poder de cada reino, y Badajoz, cuyo
valí es tributario del rey leonés Fernando II, debería quedar fuera de las
pretensiones portuguesas. Como no sucediera así y Alfonso Henriques tomara la
ciudad, el valí pide ayuda y Fernando acude a defender lo que cree suyo. Al
llegar las tropas del leonés, Alfonso Henriques trata de huir. Torpe ya, sin
los reflejos y la agilidad de sus años mozos,
sobre su montura, sufre un accidente, hiriéndose las piernas con unos
hierros. Parece cumplirse así el designio, pero el rey de León, casado con Urraca
de Portugal, hija de Alfonso Henriques, magnánimo, exige al suegro el abandono
de todas las tierras tomadas fuera de los compromisos y lo deja marchar a sus tierras portuguesas de
Santarem, donde atacado mientras lame sus heridas, aún tuvo su yerno, con
generosidad sin límites, que defenderlo de los ataques de nuevas fuerzas
llegadas a la península: los almohades.