Sorprendido por encontrar expedito el camino, John Wilkes Booth, un joven de 26 años simpatizante de la causa confederada y recalcitrante conspirador, llega hasta el palco presidencial, abre su puerta y empuñando una pistola Deringuer(1) de un solo tiro dispara contra la cabeza del presidente. La reacción del Mayor Rathbone no se hace esperar. Trata de detener al agresor, pero éste, arrojada su ya inservible arma de fuego al suelo, empuña un cuchillo, hiriendo al Mayor. Booth huye, pero en lugar de hacerlo por los pasillos por los que había llegado, se encarama al antepecho del palco y salta sobre el escenario, con tan mala fortuna que una de las espuelas de sus botas se engancha con una de las banderas que decoran la balaustrada. Booth sufre una fractura del extremo distal del peroné derecho. Pero renqueante, dañado su tobillo, aún logra confundir al público, que cree que aquello forma parte de la función, cuando grita “Syc semper tyrannis”, mientras el magnicida huye por un lateral y monta en un caballo que sus cómplices habían preparado para su huida.
Quizás pensara Booth que la muerte del presidente paralizaría la administración unionista y sus ejércitos, dando, quién sabe, una última oportunidad a las ya escasas, débiles y descompuestas tropas confederadas desde la derrota de Appomattox. Pero nada de eso sucederá.
Herido de muerte el presidente, nada pueden hacer los doctores Leale y Taft, los primeros en atenderle, que determinan ante la previsible hemorragia mover lo menos posible al herido. Lo trasladan a un cuarto propiedad de un sastre dueño del edificio cuyas habitaciones estaban en alquiler, justo enfrente del teatro Ford. Allí llegó el doctor King, médico personal del presidente y el cirujano Joseph Barnes. Ante la gravedad de la herida, con orificio de entrada por la región occipital, sin salida, y la imposibilidad de extraer el proyectil, se limitan a vigilar y asistir al herido, tratando de aliviar su agonía. A las siete horas y veintidós minutos del día 15 de abril de 1865, el presidente Lincoln fallece. Era un Sábado Santo.
Desde el primer momento se inicia la persecución del asesino y sus cómplices. Atendido Booth en su tobillo por el doctor Mudd, el fugitivo se refugia en la granja de Richard Garret, y hasta allí llegan los perseguidores. Conminan los soldados a Booth a rendirse, pero éste responde con su arma de fuego, entablándose un tiroteo, del que Booth resulta muerto. Un disparo en el cuello del magnicida, como revelaría la autopsia, destrozó las cervicales y médula de Booth.
Con la muerte del asesino y la detención de los cómplices, que serían juzgados y ahorcados, parece que la historia del asesinato del 16º presidente de los Estados Unidos podría darse por terminada. Sólo el doctor Mudd, también detenido y condenado, salvó su vida por el indulto concedido por Andrew Johnson, el sucesor de Lincoln.
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Sin embargo, la ficción, a veces, parece querer apoderarse de la historia. En 1873, un tal John St. Helen, en trance de muerte, confesó al abogado Finis L. Bates, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth. Según afirmó, era él quien había asesinado al presidente Lincoln. Aseguraba que el cuerpo del hombre muerto en el granero de los Garret era el de un empleado de la granja llamado Ruddy St. Helen, que sorprendido en el granero con unos documentos que Booth le había pedido le buscara, fue abatido por los soldados, confundiéndole con él. Bates no creyó de momento tan novelesco relato, que atribuyó al carácter teatral de St. Helen en momentos tan atribulados; pero el caso es que St. Helen sobrevivió a su enfermedad y poco tiempo después abandonó Texas.
Años después, en el hotel Grand Avenue de Enid, Oklahoma, moría un hombre por los efectos que la estricnina que él mismo había comprado para quitarse la vida. Se llamaba David E. George. Era pintor de brocha gorda, y muy aficionado a la bebida. George, tres años antes había contado a la señora Kuhn una historia fabulosa. Quería hacerle creer que no era quien decía ser, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln en 1865. La señora Kuhn, naturalmente, atribuyó las fantásticas declaraciones de George a su embriaguez y después de contárselo al que pronto sería su esposo, el reverendo metodista Enoch Covert Harper, dio el asunto por olvidado. Pero cuando en 1903 el reverendo Harper conoció la noticia del suicidio de George fue a ver el cadáver del difunto y reveló al embalsamador la historia que tres años antes le había contado su esposa.
El cadáver embalsamado de George fue entregado a la funeraria de William Broadwell Penniman, que lo dejó expuesto a la espera de que alguien reclamara el cuerpo. Puesto que la espera parecía hacerse larga, Penniman decidió utilizar la momia de George como reclamo publicitario de su tienda de muebles, negocio al que también se dedicaba Penniman. Sentó al difunto en una silla, le colocó unos ojos de cristal y sujetó en sus manos un periódico. Así estuvo varios años, hasta que Finis L. Bates entró en escena de nuevo. Bates reconoció el cadáver de George identificándolo con el John St. Helen que había conocido en Texas, en 1873.
Finalmente, Bates escribió un libro “Escape and Suicide of John Wilkes Booth” y la momia comenzó un periplo de exhibiciones en exposiciones y circos durante mucho tiempo. Fue vendida, alquilada, sufrió un secuestro, felizmente resuelto con el pago del rescate. En 1931 se convocó a un grupo de médicos para determinar la autenticidad de la teoría de Bates. No se obtuvieron conclusiones claras y todo terminó en un fenomenal escándalo. De vuelta al circo, la momia de George siguió con su atribulada “vida”. En la década de los cincuenta se sabe que estaba en un sótano de Filadelfia. Después ya nada se supo de ella.