EL TIEMPO PASARÁ

    El tiempo, magnitud física, cuarta dimensión, enigmático siempre al tratar de comprenderlo. De todo ello tiene un poco y todo ello es al mismo tiempo. De su relatividad, la humanidad siempre ha sido consciente. Bien lo explica Antonio Gala: para la rosa, el jardinero que la cuida es eterno, para el jardín efímero. Por ello el hombre ha tratado de domesticarlo. Ha ideado calendarios, ha construido relojes. El éxito ha sido escaso.
  
    Los romanos tuvieron su calendario. El calendario Juliano, vigente desde Julio Cesar hasta el siglo XVI y aún más tarde, era en realidad el antiguo calendario solar egipcio, que ha servido para medir el tiempo, en algunos países incluso hasta el siglo XX. La Unión Soviética, Grecia y Turquía fueron las últimas naciones en abandonar su uso, en los años veinte del pasado siglo. Durante su vigencia se tomó una decisión importante. En tiempos de Justiniano, el emperador de Bizancio, el Papa encargó a un monje escita, Dionisio el Exiguo, que determinara la fecha del nacimiento de Jesucristo. Usando el calendario romano restó a la fecha del cálculo treinta años, la edad en la que Jesucristo comenzó su vida pública, en el decimoquinto año del reinado de Tiberio, según el evangelio de San Lucas, y lo bautizó como año uno. La cuenta, por imprecisiones históricas no fue muy exacta, pero desde entonces la humanidad ha contado con un antes y un después(1). Así siguieron las cosas hasta que en el siglo XVI, gracias a los tímidos pasos que la ciencia comenzaba a dar y al impulso del papa Gregorio XIII fue adoptado el calendario gregoriano. No fue fácil su implantación. En una Europa dividida entre católicos y protestantes, la propuesta del papa de los católicos no era bien recibida por los reformistas, sin embargo, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico recibió al cardenal Madruzzo, enviado por Gregorio XIII, con los cálculos que Lulio, el astrónomo del papa, había realizado. Era necesaria una rectificación en la medición del tiempo. El error en el cálculo que cometía el calendario Juliano era acumulativo, retrasándose poco a poco la celebración de las fiestas señaladas por la liturgia cristiana. El emperador, convencido, impuso el nuevo calendario, decretando su uso en el imperio. El imperio español ya había tomado dicho calendario como oficial un año antes. Poco a poco las naciones fueron adoptando, entre el siglo XVI y el XX, el calendario gregoriano, aunque la Iglesia ortodoxa, aún hoy, usa el antiguo calendario juliano, que tras veinte siglos de uso les permite celebrar la Navidad, ya el siete de enero.

  El establecimiento del calendario gregoriano exigió, al implantarse, la corrección del retraso producido hasta entonces, por lo que los distintos países que decretaban su uso se vieron en la necesidad de dar un salto en las fechas hacia el futuro, tanto mayor cuanto mayor era el retraso con el que incorporaban el nuevo calendario. España, uno de los primeros países en usarlo dio un salto en el tiempo de diez días, ningún niño nació en España entre el 5 y el 14 de octubre de 1582, porque no hubo tales días; Grecia, uno de los últimos, trece. Nadie falleció en Grecia entre el 16 y el 28 de febrero de 1923. Dichos días no tuvieron lugar. Dicho salto supuso vivir los días que no figuran escritos en parte alguna porque no existieron.

Edificio del Reloj del puerto de Valencia
  
  El nuevo calendario tampoco es perfecto, pero su imperfección notablemente menor que la del anterior es corregida con los años bisiestos que todos conocemos.

   Pero hay algo que todavía no ha sido posible conseguir. El tiempo, aquello que ocurre entre dos sucesos percibidos por nuestros sentidos ha podido ser medido gracias a los calendarios ideados: juliano, azteca, chino, judío, gregoriano; y relojes de todo tipo: de agua, de sol, de arena, mecánicos, atómicos; hemos visto alterada su propia duración gracias a la aplicación de leyes relativistas. ¿Trataremos también de invertir su flecha? ¿Quebrar el inexorable discurrir del pasado hacia el futuro? Puede que alguien trate de inventar alguna máquina con la que hacerlo. El fracaso está garantizado. ¿O no?

(1) En realidad la contabilización de los años anteriores a Cristo no se produjo hasta el siglo VIII. Beda el Venerable fue quien introdujo la cuenta atrás. La humanidad tuvo desde entonces dos horizontes temporales que se alejaban entre sí.
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EL ASESINATO DE LINCOLN Y ALGO MÁS

   Cinco días después de la rendición del general Lee en Appomattox el 9 de abril de 1865, y la victoria en la práctica de la Unión sobre los estados del Sur en la Guerra de Secesión Americana, el presidente Lincoln asiste a una función de la comedia del dramaturgo británico Tom Taylor: “Our American Cousin”. Acompañan al presidente en el palco del Teatro Ford de Washington su esposa Mary Todd, el Mayor Henry Rathbone y la hija del senador por Nueva York, la señorita Clara Harris, prometida del Mayor. Ha excusado su asistencia, que tenía prevista con su esposa, el general Grant, el vencedor de Appomattox.
 
  Por raro que parezca, esa noche nadie cuida del presidente. Su guardaespaldas William Henry Crook había terminado su servicio a las cuatro de la tarde. Le sustituye el policía John T. Parker, pero Parker, una vez el Presidente en el palco presidencial, abandona su puesto y en compañía de otros ayudantes del presidente visita una taberna cercana. Más tarde diría para exculparse que el presidente le había liberado hasta el final de la obra.  

   Sorprendido por encontrar expedito el camino, John Wilkes Booth, un joven de 26 años simpatizante de la causa confederada y recalcitrante conspirador, llega hasta el palco presidencial, abre su puerta y empuñando una pistola Deringuer(1) de un solo tiro dispara contra la cabeza del presidente. La reacción del Mayor Rathbone no se hace esperar. Trata de detener al agresor, pero éste, arrojada su ya inservible arma de fuego al suelo, empuña un cuchillo, hiriendo al Mayor. Booth huye, pero en lugar de hacerlo por los pasillos por los que había llegado, se encarama al antepecho del palco y salta sobre el escenario, con tan mala fortuna que una de las espuelas de sus botas se engancha con una de las banderas que decoran la balaustrada. Booth sufre una fractura del extremo distal del peroné derecho. Pero renqueante, dañado su tobillo, aún logra confundir al público, que cree que aquello forma parte de la función, cuando grita “Syc semper tyrannis”, mientras el magnicida huye por un lateral y monta en un caballo que sus cómplices habían preparado para su huida.

   Quizás pensara Booth que la muerte del presidente paralizaría la administración unionista y sus ejércitos, dando, quién sabe, una última oportunidad a las ya escasas, débiles y descompuestas tropas confederadas desde la derrota de Appomattox. Pero nada de eso sucederá.

   Herido de muerte el presidente, nada pueden hacer los doctores Leale y Taft, los primeros en atenderle, que determinan ante la previsible hemorragia mover lo menos posible al herido. Lo trasladan a un cuarto propiedad de un sastre dueño del edificio cuyas habitaciones estaban en alquiler, justo enfrente del teatro Ford. Allí llegó el doctor King, médico personal del presidente y el cirujano Joseph Barnes. Ante la gravedad de la herida, con orificio de entrada por la región occipital, sin salida, y la imposibilidad de extraer el proyectil, se limitan a vigilar y asistir al herido, tratando de aliviar su agonía. A las siete horas y veintidós minutos del día 15 de abril de 1865, el presidente Lincoln fallece. Era un Sábado Santo.

   Desde el primer momento se inicia la persecución del asesino y sus cómplices. Atendido Booth en su tobillo por el doctor Mudd, el fugitivo se refugia en la granja de Richard Garret, y hasta allí llegan los perseguidores. Conminan los soldados a Booth a rendirse, pero éste responde con su arma de fuego, entablándose un tiroteo, del que Booth resulta muerto. Un disparo en el cuello del magnicida, como revelaría la autopsia, destrozó las cervicales y médula de Booth.

   Con la muerte del asesino y la detención de los cómplices, que serían juzgados y ahorcados, parece que la historia del asesinato del 16º presidente de los Estados Unidos podría darse por terminada. Sólo el doctor Mudd, también detenido y condenado, salvó su vida por el indulto concedido por Andrew Johnson, el sucesor de Lincoln.

                                                         *

   Sin embargo, la ficción, a veces, parece querer apoderarse de la historia. En 1873, un tal John St. Helen, en trance de muerte, confesó al abogado Finis L. Bates, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth. Según afirmó, era él quien había asesinado al presidente Lincoln. Aseguraba que el cuerpo del hombre muerto en el granero de los Garret era el de un empleado de la granja llamado Ruddy St. Helen, que sorprendido en el granero con unos documentos que Booth le había pedido le buscara, fue abatido por los soldados, confundiéndole con él. Bates no creyó de momento tan novelesco relato, que atribuyó al carácter teatral de St. Helen en momentos tan atribulados; pero el caso es que St. Helen sobrevivió a su enfermedad y poco tiempo después abandonó Texas.

   Años después, en el hotel Grand Avenue de Enid, Oklahoma, moría un hombre por los efectos que la estricnina que él mismo había comprado para quitarse la vida. Se llamaba David E. George. Era pintor de brocha gorda, y muy aficionado a la bebida. George, tres años antes había contado a la señora Kuhn una historia fabulosa. Quería hacerle creer que no era quien decía ser, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln en 1865. La señora Kuhn, naturalmente, atribuyó las fantásticas declaraciones de George a su embriaguez y después de contárselo al que pronto sería su esposo, el reverendo metodista Enoch Covert Harper, dio el asunto por olvidado. Pero cuando en 1903 el reverendo Harper conoció la noticia del suicidio de George fue a ver el cadáver del difunto y reveló al embalsamador la historia que tres años antes le había contado su esposa.

   El cadáver embalsamado de George fue entregado a la funeraria de William Broadwell Penniman, que lo dejó expuesto a la espera de que alguien reclamara el cuerpo. Puesto que la espera parecía hacerse larga, Penniman decidió utilizar la momia de George como reclamo publicitario de su tienda de muebles, negocio al que también se dedicaba Penniman. Sentó al difunto en una silla, le colocó unos ojos de cristal y sujetó en sus manos un periódico. Así estuvo varios años, hasta que Finis L. Bates entró en escena de nuevo. Bates reconoció el cadáver de George identificándolo con el John St. Helen que había conocido en Texas, en 1873.

   Finalmente, Bates escribió un libro Escape and Suicide of John Wilkes Booth” y la momia comenzó un periplo de exhibiciones en exposiciones y circos durante mucho tiempo. Fue vendida, alquilada, sufrió un secuestro, felizmente resuelto con el pago del rescate. En 1931 se convocó a un grupo de médicos para determinar la autenticidad de la teoría de Bates. No se obtuvieron conclusiones claras y todo terminó en un fenomenal escándalo. De vuelta al circo, la momia de George siguió con su atribulada “vida”. En la década de los cincuenta se sabe que estaba en un sótano de Filadelfia. Después ya nada se supo de ella.

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SOCARRATS

   De entre las varias acepciones de este término valenciano tan relacionado con el fuego, quizás sea la artística la menos conocida. Socarrat es la capa de arroz que en contacto con la paella queda tostada y crujiente, delicia de los entendidos de universal plato valenciano. Por socarrats son conocidos también los habitantes de Játiva. Dicho gentilicio oficioso proviene del incendio que provocaron las fuerzas de Felipe V, cuando tras la batalla de Almansa, la población, que había sido partidaria del archiduque Carlos, fue saqueada y reducida a cenizas. Pero socarrats son también las hermosas losas de barro sin vidriar, que se cocían en los hornos de los alfareros valencianos. Tienen un origen medieval y durante los siglos XV y XVI era frecuente colocarlos como decoración entre las vigas de los techos de muchas casas y en sus aleros. También en los palacios, cuando los techos no estaban decorados por artesonados de madera, mucho más caros, se utilizaban los socarrats.


    Estaban pintados en tonos rojizos, marrones y negros, y se usaba para ello óxidos de hierro para los colores rojizos y de manganeso para los negros. Los motivos de los socarrats fueron muy variados. Los artesanos, en buena parte moriscos, los decoraban pintando con trazos gruesos formas geométricas, vegetales, animales tanto reales como imaginarios: grifos, dragones; y también figuras humanas o angelicales. De especial belleza eran las composiciones representando músicos, damas y caballeros en escenas galantes.

   Fueron muy notables los fabricados en Paterna, donde su producción fue muy abundante, aunque no exclusiva. También en la vecina Manises y otros lugares se pintaron y cocieron estas piezas. Hoy, siguiendo las técnicas ancestrales, aún se fabrican. Sin tener la utilidad práctica de otros siglos, los fabricados hoy son destinados al puro ornato, con el único fin de la contemplación de lo bello. 

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