Con
Oviedo, al viajero, a diferencia de la mayor parte de las ciudades que visita,
a las que conoce de golpe y se da un atracón, la conoce por haber ido
paseándola poco a poco en varias visitas.
Y
todas las veces ha partido siempre, en su corretear por la muy noble, leal y
algunos atributos más, desde el Campo de San Francisco, parque mediano en su
tamaño, que parece conformar una enorme plaza, aunque no tenga tal nombre, en
cuyo septentrional lado discurre la señorial calle Uría. Es la calle Uría hermosa
y aristocrática vía, pero que en su creación tiene el pecado original de haber
sido causa de la tala en 1879 de El Carbayón, que fue majestuoso roble, de cuya
memoria queda recordatorio en el lugar en el que estuvo y en el nombre que
coloquialmente reciben los ovetenses. Por esta calle Uría y por su
continuación, la del rey asturiano Fruela, camina el viajero en dirección al
cogollo de la ciudad.
En
los alrededores del mercado de El Fontán el bullicio es constante. Calles
llenas de puestos variados hacen parecer las calles más estrechas de lo que
son, que se ven adornadas con multitud de los artículos exhibidos para su venta:
plantas y flores, vestidos, juguetes, todo cabe en este mercadillo que en parte
crece al socaire de antiquísimos porches, en parte a la sombra del edificio del
mercado. Éste fue erigido a finales del siglo XIX y su construcción liberó la
contigua plaza de El Fontán, patio columnado, que fue corral de comedias y cumplió
como mercado al aire libre mientras fue necesario. En la plaza, en uno de sus
bancos, desde no hace mucho, hay estatua sedente de la bella Lola, título
también de la famosa habanera, a cuya protagonista esta figura representa. Cuando
Oviedo y Torrevieja quedaron hermanadas por un convenio entre sus
ayuntamientos, el de la ciudad alicantina, difusora universal de este género
musical por su famoso festival, donó la escultura. No tiene mar al que mirar
esta bella Lola, a diferencia de su original instalado en el paseo marítimo
torrevejense, pero el viajero que sabe que esta tierra tuvo tantas Lolas
esperando el retorno de los indianos y sus haciendas durante tanto tiempo,
piensa si sería esa la razón para tan destacado obsequio.
Un
poco más allá, apenas a unos metros, en la plaza de la Constitución, el viajero
ve el ayuntamiento. Es de finales del XVII y se aprovechó la antigua muralla y
la puerta de Cimadevilla. Por ello un arco que se abre en su fachada, debajo de
la torre, que fue añadida en los años cuarenta del siglo XX, da paso a la calle
que hoy lleva el de la antigua puerta. El viajero cruza por este arco. Al final
de la calle le espera una de las joyas ovetenses: la catedral de San Salvador. Es
de estilo gótico y comenzó su construcción a finales del siglo XIV, aunque como
tantas veces ha sucedido en otros lugares, se erigió sobre los restos de lo que
ya había sido construido antes, en tiempos de Fruela, posiblemente arrasado por
infieles, y de los templos levantados por su hijo Alfonso II el Casto, después.
Y es tan imponente, aun con una torre, que el viajero queda pensativo, al saber
que un templo de esa magnitud fuera construido cuando Oviedo apenas llegaba a
los tres mil habitantes a principios del siglo XVII, cuando la catedral ya llevaba
varios decenios construida.
La
historia y tesoros de esta catedral darían al viajero motivo para extenderse
hasta el agotamiento del lector. Ya dijo Voltaire que el secreto de resultar
aburrido consiste en contarlo todo. Ahorrará el viajero contar muchas cosas y
hablará tan solo de dos de los elementos más representativos del templo, de la
torre por fuera y la cámara santa y sus tesoros en el interior.
La
torre, que iba a tener compañera, empezó a crecer sola. Quizás por ello lo hizo
con tanto ímpetu que alcanzó los ochenta metros, convirtiéndose en uno de los
símbolos de la ciudad. Atalaya sobresaliente desde el que personajes reales o
ficticios han avistado el suceder de Oviedo, comenzó su construcción con planos
del arquitecto Juan de Badajoz, que conviene aclarar que es el conocido por el
Viejo, para no atribuirle el mérito al hijo que, aunque también tuvo buena fama,
sería injusto que éste llevara la gloria de lo que hizo su padre.
En
1524 era obispo de Oviedo don Diego de Muros. Fue este obispo, personaje
controvertido por los conflictos que mantuvo con señores y parte del clero. Con
estos por las costumbres licenciosas de algunos religiosos de su diócesis; con
aquellos por criticar el trato que dispensaban a los menesterosos. Llegó a
darse el caso de mantener pleito con el corregidor don Diego Manriquez de Lara,
a cuenta de un suceso ocurrido en lugar santo. Sucedió que un delincuente se
acogió a sagrado en la Iglesia de San Vicente. El corregidor, que perseguía al
desgraciado, sin consideración al lugar sagrado ni a la piedad humana, arrojó
un perro contra el refugiado, arrastrándolo fuera y siendo ajusticiado. Se
rebeló el obispo por tan inicuo proceder y denunció al corregidor que, para
defenderse, hizo uso de malas artes, desacreditando al prelado por medio de la
difamación. Creyó al principio estas falacias el gobernador, que decretó la
expulsión de don Diego de Muros del Principado. Como muchos no estuvieron de
acuerdo con el castigo, algunos trataron de defender por la fuerza al obispo, pero
éste no lo consintió por evitar disturbios y otros males aun peores. Dejó
entonces Oviedo don Diego para refugiarse en el castillo de Noreña, pero hasta
allí le persiguió el corregidor, y tuvo el obispo de nuevo que huir. Desde
León, donde se instaló, proseguía el prelado su defensa y censuraba al
corregidor, hasta que finalmente, conocida la verdad, se rehabilitó a don
Diego, que procesionó hasta su sede junto a sus antiguos perseguidores, que en
penitencia, descalzos sus pies y portando cirios, acompañaron al prelado, salvo
el corregidor que, expatriado y excomulgado, terminó sus días en Perpignan. Y
fue este obispo el que en 1524 diera seiscientos ducados para acabar los
trabajos en la torre, lo que debió ser insuficiente teniendo en cuanta que las
obras se alargarían todavía durante sesenta años, hasta su remate con la aguja de
Rodrigo Gil de Hontañón.
Y
si del exterior maravilla al viajero la fachada con su torre, en el interior,
la Cámara Santa, continente pétreo del siglo IX de los tiempos de Alfonso II el
Casto, le hace sentir la emoción de encontrarse en otro tiempo. Los medallones de
algunos de los primeros reyes asturianos decoran la antecámara, y en la cámara
la Cruz de los Ángeles y la de la Victoria, enseñas de la ciudad y del
Principado.
De
la primera, un halo taumatúrgico rodea su origen. Cuenta la tradición que saliendo
el rey Casto de oír misa, avisado de ser orfebres dos peregrinos que se
hallaban en el lugar, les preguntó si fabricarían para él una cruz con el oro y
piedras preciosas que pondría a su disposición. Aceptaron los extranjeros, con
la sola condición de tener lugar tranquilo donde poder aislarse del bullicio. Y
así se hizo. Pero ante la insistente desconfianza de parte de la corte, que
alertaba a don Alfonso del peligro de poner en manos de desconocidos tan gran
cantidad de joyas sin saber nada de ellos, permitió el rey fuesen unos criados
a comprobar el estado del encargo. Cuando llegaron estos enviados, vieron los
postigos cerrados. Sólo un perturbador resplandor parecía haber en el interior,
sin que nadie respondiera a sus requerimientos.
Avisado el rey de lo sucedido, se dirigió
él mismo con mucha gente al lugar cedido a los peregrinos. Y abriendo las
puertas del aposento, lo hallaron únicamente lleno del resplandor que provenía de
una cruz, que todo lo inundaba, sin haber rastro de los extranjeros. Llevada la
Cruz por el mismo rey, se la llamó de los Ángeles, pues no otra cosa podían ser
los misteriosos orfebres.
De la segunda, la de la Victoria, sólo
puede decir el viajero que es auténtico emblema del Principado, que fue donada
a la catedral en 908 por Alfonso III el Magno y que se trata de una preciosa
joya de orfebrería, de madera de roble forrada de oro, con esmaltes y gemas
preciosas con un gran valor histórico, artístico, sentimental y material.
Quizás
por alguna de estas razones su existencia, y también la de las otras joyas de
la Cámara Santa, no haya sido apacible, en especial en los últimos tiempos.
Repasa
el viajero, pues, hechos recientes, si tenemos en cuenta la larga vida de la
ciudad fundada hace casi mil trescientos años, y retrocede al Oviedo de 1934.
Si alguna vez todo lo visto por el viajero estuvo en peligro, ese momento fue mayor
cuando en octubre de ese año la huelga general convocada en todo el país adquiere
tintes revolucionarios en muchos lugares. Especialmente graves fueron los
sucesos ocurridos en Asturias. El día 6 los sublevados, armados y con gran
cantidad de explosivos procedente de la cercana cuenca minera controlan Oviedo.
La Delegación de Hacienda, la Universidad, el Palacio Arzobispal, el Convento
de Santo Domingo, el Banco Asturiano, el Hotel Covadonga, muchos edificios,
palacios y viviendas arden en llamas o arderán los siguientes días, algunos
destruidos a causa de las explosiones provocadas, y muchas personas morirán
víctimas de la violencia revolucionaria. Sólo el Gobierno Civil y la Catedral,
donde se han refugiado las escasas fuerzas públicas de la ciudad, resisten los
embates revolucionarios. En la catedral, el día 9 guardias de asalto, leales a
la república, resisten desde la torre de la catedral, que es cañoneada y se
convierte en objetivo principal de los insurrectos, hasta que en la noche del
día 11, con las tropas del general López Ochoa entrando en la ciudad, se
culminó la barbarie. Varios dinamiteros lograron acceder desde el claustro
hasta la cripta de Santa Leocadia, piso inferior a la Cámara Santa. En la
catedral los destrozos causados por la deflagración fueron enormes, las hermosas
vidrieras flamencas quedaron hechas añicos, y en la Cámara Santa, la
devastación fue absoluta, pese al gran grosor de los muros. Aunque muchas de las piezas custodiadas
quedaron arruinadas, como el Arca Santa, milagrosamente algunas de las más
importantes, aunque con desperfectos, fueron recuperadas: el Santo Sudario se
pudo salvar y las Cruces enterradas entre los escombros, también. No sería
hasta después de la guerra civil, cuando todo, continente y contenido, fue
restaurado: la Cámara Santa y la Cripta, con los restos del derrumbe, tras
ardua clasificación por el arquitecto don Luis Menéndez Pidal y el escultor don
Víctor Hevia.
Aún
una última tribulación para el tesoro catedralicio. En 1977, un ratero, parece
que con la intención de robar los cepillos de la catedral, se ocultó cuando
cerraban las puertas del templo. Puede que en su deambular por la catedral descubriera
la Cámara Santa, y puede que ignorante, a sus 19 años, del embrollo del que no
le sería fácil salir, y cegado por el brillo de las joyas asturianas, despojó
las Cruces de su oro, esmaltes y piedras preciosas, dejando sus almas de madera
desnudas y rotas. Detenido el ladrón, y recuperado parte del ornamento robado,
costó años lograr la restauración, que pudo con gran esfuerzo por fin
culminarse en 1986.
El
viajero sube por unas calles, baja por otras, ve palacios, conventos, y al fin
da con la Plaza del Paraguas. Sabe que es escenario de conciertos, suponiéndola
abarrotada de público, pero las veces que la ha visitado, la ha visto vacía o
casi, durante la mayor parte del tiempo, aunque no siempre fue así. Allí
acudían las lecheras con sus cántaros a vender la leche y para protegerlas de
las lluvias tan habituales por estos pagos y del sol en verano, se atreve a
pensar el viajero, en 1929 se construyó el paraguas de hormigón que aún
perdura. No es esta estructura lo único que llama la atención del viajero. En
un rincón de la plaza hay una pequeña placa de azulejos ya descoloridos. Avisan
que en esa casa vivió el insigne novelista don Armando Palacio Valdés, entre
1864 y 1870. Y ha sabido el viajero que esa casa era de sus abuelos, y habitó
allí el joven Armando durante los años que cursó el bachillerato.
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Queda, y el viajero no
quiere dejar de ver antes de abandonar la ciudad, por visitar, a las afueras, las iglesias del arte prerrománico del monte del Naranco, la fuente de Foncalada.
Si no por su fama ni por su grandiosidad, el viajero la admira por su
antigüedad. Se construyó en el siglo IX, cuando era rey Alfonso III el Magno.
El paso de los siglos la ha enterrado casi dos metros bajo el nivel actual del asfalto
de la calle, y está tan bien conservada que hasta una porción de la calzada
sobre la que se levantó aún es visible.