EL PEQUEÑO MISTERIO DE LA TIRANA

   Si durante los siglos del barroco la escena teatral se desarrollaba en los corrales y espacios abiertos, a partir de la mitad del siglo XVIII, dichos espacios fueron transformándose. Los patios de butacas se fueron cubriendo, en los escenarios fueron apareciendo los telones pintados con escenas y se construyeron edificios exclusivamente destinados al arte de Talía y Melpómene. Algunos de aquellos teatros, obras del arte arquitectónico, han llegado a nuestros días. Y en aquellos templos de la interpretación actuaban las grandes figuras de la escena. En los últimos años del siglo XVIII destacó María del Rosario Fernández Ramos, que ganó fama con el sobrenombre de “La Tirana”. Había nacido esta cómica en Sevilla en 1755, pero con apenas dieciocho años se trasladó a Madrid, donde se presentó a José Clavijo(1), director de los teatros de los Reales Sitios. Al cerrarse estos teatros se empleó en Barcelona, hasta que de nuevo en Madrid, se incorporó en la compañía de Juan Ponce como actriz sobresaliente, y más tarde en la de Manuel Martínez.

   Lograda cierta notoriedad, la Tirana comenzó a codearse con la gente importante de su tiempo. Tuvo la protección de la duquesa de Alba, para la que actuaba y de la que era maestra en el arte de la interpretación. Cuando, por el retraso en llegar desde Barcelona los baúles con parte de la ropa que la Tirana precisaba para algunas de sus actuaciones, la duquesa, bien fuese por hacerle la gracia, bien por exhibir en tan magnífica percha sus vestidos, le prestó alguna de sus prendas y joyas, para orgullo de la actriz y regocijo del público.




   Célebre como era, Goya la pintó, y en dos ocasiones. El cuadro que se muestra aquí, con la actriz de cuerpo entero, es algo más que un recuerdo para la posteridad, como podía serlo el retrato que de medio cuerpo también Goya pintó de la cómica en 1794. Este que vemos parece ser más bien una afirmación de su importancia como personaje. Pero aparte los detalles de la pintura, la postura del personaje, su atuendo, su aire augusto, casi digno de una reina ─no era muy distinto el porte de la reina María Luisa en los cuadros de Goya─, el cuadro encierra un pequeño misterio: el de la fecha de su ejecución.

   El cuadro, primero de los que la Real Academia de San Fernando tuvo de Goya, fue donación de la prima de la Tirana, que lo había recibido por herencia de la retratada. Tiene escrita en el ángulo inferior izquierdo la inscripción “La Tirana por Goya 1799”, y aunque durante mucho tiempo y por varios autores se tuvo dicha fecha como la de ejecución del cuadro, a partir de la mitad del siglo XX surgieron opiniones de ser apócrifo dicho apunte y haber sido pintado el lienzo antes de aquella fecha.

   A favor de la primera tesis se apuntan, además de la inscripción, la similitud en la técnica de Goya con las obras de finales del siglo XVIII, como los frescos de San Antonio de la Florida o los retratos de la reina María Luisa guardados en el Palacio Real.

   La segunda se basa en la biografía de la actriz. La actriz cayó enferma de tuberculosis hacia 1787, se retiró de la escena en 1794, fecha en la que la retrató Goya en el cuadro de medio cuerpo antes citado y falleció en 1803. Se aduce por los defensores de esta hipótesis que la Tirana, enferma, pues, desde tiempo atrás, debía estar muy desmejorada en 1799, cosa que no se aprecia en el cuadro. Esto hace pensar a algunos críticos que el cuadro pudo pintarse entre 1790 y 1792, cuando la salud de la actriz aún no era tan mala, aunque no a todos; teniendo en cuenta que con motivo de su retirada de la escena en 1794 fue pintado el cuadro de medio cuerpo de la actriz, resulta razonable para muchos críticos que el de cuerpo entero, un homenaje al personaje, que vemos en la Academia de San Fernando, fuera pintado con posterioridad a aquel, puede que en 1799, fecha de la inscripción en el cuadro, y que la mano de Goya, como hizo con la poco agraciada reina María Luisa, fuera la causante de un generoso retoque en su muy probable enfermizo aspecto.

   (1) El lanzaroteño José Clavijo y Fajardo fue un personaje propio de la Ilustración. Periodista, naturalista, letrado, teólogo, trató de alcanzara el conocimiento en muchos campos del saber. Tradujo al conde de Buffon, fue bibliotecario del Real Gabinete de Historia Natural y director de los Teatros de los Sitios Reales, pero su fama principal la alcanzó, sin querer, por el conflicto que tuvo con Pedro Agustín de Beaumarchais, escritor y muchas cosas más, en el Madrid de la Ilustración, a causa de la incumplida promesa de matrimonio que Clavijo hizo a una hermana del francés. La historia de aquellos hechos plagada de desafíos, trampas e intrigas fue contada en este mismo blog en "Beaumarchais, un hermano entrometido".

VIAJES EN TERCERA PERSONA. OVIEDO

   Con Oviedo, al viajero, a diferencia de la mayor parte de las ciudades que visita, a las que conoce de golpe y se da un atracón, la conoce por haber ido paseándola poco a poco en varias visitas.

   Y todas las veces ha partido siempre, en su corretear por la muy noble, leal y algunos atributos más, desde el Campo de San Francisco, parque mediano en su tamaño, que parece conformar una enorme plaza, aunque no tenga tal nombre, en cuyo septentrional lado discurre la señorial calle Uría. Es la calle Uría hermosa y aristocrática vía, pero que en su creación tiene el pecado original de haber sido causa de la tala en 1879 de El Carbayón, que fue majestuoso roble, de cuya memoria queda recordatorio en el lugar en el que estuvo y en el nombre que coloquialmente reciben los ovetenses. Por esta calle Uría y por su continuación, la del rey asturiano Fruela, camina el viajero en dirección al cogollo de la ciudad.


   En los alrededores del mercado de El Fontán el bullicio es constante. Calles llenas de puestos variados hacen parecer las calles más estrechas de lo que son, que se ven adornadas con multitud de los artículos exhibidos para su venta: plantas y flores, vestidos, juguetes, todo cabe en este mercadillo que en parte crece al socaire de antiquísimos porches, en parte a la sombra del edificio del mercado. Éste fue erigido a finales del siglo XIX y su construcción liberó la contigua plaza de El Fontán, patio columnado, que fue corral de comedias y cumplió como mercado al aire libre mientras fue necesario. En la plaza, en uno de sus bancos, desde no hace mucho, hay estatua sedente de la bella Lola, título también de la famosa habanera, a cuya protagonista esta figura representa. Cuando Oviedo y Torrevieja quedaron hermanadas por un convenio entre sus ayuntamientos, el de la ciudad alicantina, difusora universal de este género musical por su famoso festival, donó la escultura. No tiene mar al que mirar esta bella Lola, a diferencia de su original instalado en el paseo marítimo torrevejense, pero el viajero que sabe que esta tierra tuvo tantas Lolas esperando el retorno de los indianos y sus haciendas durante tanto tiempo, piensa si sería esa la razón para tan destacado obsequio.

   Un poco más allá, apenas a unos metros, en la plaza de la Constitución, el viajero ve el ayuntamiento. Es de finales del XVII y se aprovechó la antigua muralla y la puerta de Cimadevilla. Por ello un arco que se abre en su fachada, debajo de la torre, que fue añadida en los años cuarenta del siglo XX, da paso a la calle que hoy lleva el de la antigua puerta. El viajero cruza por este arco. Al final de la calle le espera una de las joyas ovetenses: la catedral de San Salvador. Es de estilo gótico y comenzó su construcción a finales del siglo XIV, aunque como tantas veces ha sucedido en otros lugares, se erigió sobre los restos de lo que ya había sido construido antes, en tiempos de Fruela, posiblemente arrasado por infieles, y de los templos levantados por su hijo Alfonso II el Casto, después. Y es tan imponente, aun con una torre, que el viajero queda pensativo, al saber que un templo de esa magnitud fuera construido cuando Oviedo apenas llegaba a los tres mil habitantes a principios del siglo XVII, cuando la catedral ya llevaba varios decenios construida.

   La historia y tesoros de esta catedral darían al viajero motivo para extenderse hasta el agotamiento del lector. Ya dijo Voltaire que el secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo. Ahorrará el viajero contar muchas cosas y hablará tan solo de dos de los elementos más representativos del templo, de la torre por fuera y la cámara santa y sus tesoros en el interior.

   La torre, que iba a tener compañera, empezó a crecer sola. Quizás por ello lo hizo con tanto ímpetu que alcanzó los ochenta metros, convirtiéndose en uno de los símbolos de la ciudad. Atalaya sobresaliente desde el que personajes reales o ficticios han avistado el suceder de Oviedo, comenzó su construcción con planos del arquitecto Juan de Badajoz, que conviene aclarar que es el conocido por el Viejo, para no atribuirle el mérito al hijo que, aunque también tuvo buena fama, sería injusto que éste llevara la gloria de lo que hizo su padre.

   En 1524 era obispo de Oviedo don Diego de Muros. Fue este obispo, personaje controvertido por los conflictos que mantuvo con señores y parte del clero. Con estos por las costumbres licenciosas de algunos religiosos de su diócesis; con aquellos por criticar el trato que dispensaban a los menesterosos. Llegó a darse el caso de mantener pleito con el corregidor don Diego Manriquez de Lara, a cuenta de un suceso ocurrido en lugar santo. Sucedió que un delincuente se acogió a sagrado en la Iglesia de San Vicente. El corregidor, que perseguía al desgraciado, sin consideración al lugar sagrado ni a la piedad humana, arrojó un perro contra el refugiado, arrastrándolo fuera y siendo ajusticiado. Se rebeló el obispo por tan inicuo proceder y denunció al corregidor que, para defenderse, hizo uso de malas artes, desacreditando al prelado por medio de la difamación. Creyó al principio estas falacias el gobernador, que decretó la expulsión de don Diego de Muros del Principado. Como muchos no estuvieron de acuerdo con el castigo, algunos trataron de defender por la fuerza al obispo, pero éste no lo consintió por evitar disturbios y otros males aun peores. Dejó entonces Oviedo don Diego para refugiarse en el castillo de Noreña, pero hasta allí le persiguió el corregidor, y tuvo el obispo de nuevo que huir. Desde León, donde se instaló, proseguía el prelado su defensa y censuraba al corregidor, hasta que finalmente, conocida la verdad, se rehabilitó a don Diego, que procesionó hasta su sede junto a sus antiguos perseguidores, que en penitencia, descalzos sus pies y portando cirios, acompañaron al prelado, salvo el corregidor que, expatriado y excomulgado, terminó sus días en Perpignan. Y fue este obispo el que en 1524 diera seiscientos ducados para acabar los trabajos en la torre, lo que debió ser insuficiente teniendo en cuanta que las obras se alargarían todavía durante sesenta años, hasta su remate con la aguja de Rodrigo Gil de Hontañón.

   Y si del exterior maravilla al viajero la fachada con su torre, en el interior, la Cámara Santa, continente pétreo del siglo IX de los tiempos de Alfonso II el Casto, le hace sentir la emoción de encontrarse en otro tiempo. Los medallones de algunos de los primeros reyes asturianos decoran la antecámara, y en la cámara la Cruz de los Ángeles y la de la Victoria, enseñas de la ciudad y del Principado.

   De la primera, un halo taumatúrgico rodea su origen. Cuenta la tradición que saliendo el rey Casto de oír misa, avisado de ser orfebres dos peregrinos que se hallaban en el lugar, les preguntó si fabricarían para él una cruz con el oro y piedras preciosas que pondría a su disposición. Aceptaron los extranjeros, con la sola condición de tener lugar tranquilo donde poder aislarse del bullicio. Y así se hizo. Pero ante la insistente desconfianza de parte de la corte, que alertaba a don Alfonso del peligro de poner en manos de desconocidos tan gran cantidad de joyas sin saber nada de ellos, permitió el rey fuesen unos criados a comprobar el estado del encargo. Cuando llegaron estos enviados, vieron los postigos cerrados. Sólo un perturbador resplandor parecía haber en el interior, sin que nadie respondiera a sus requerimientos.

      Avisado el rey de lo sucedido, se dirigió él mismo con mucha gente al lugar cedido a los peregrinos. Y abriendo las puertas del aposento, lo hallaron únicamente lleno del resplandor que provenía de una cruz, que todo lo inundaba, sin haber rastro de los extranjeros. Llevada la Cruz por el mismo rey, se la llamó de los Ángeles, pues no otra cosa podían ser los misteriosos orfebres.


     De la segunda, la de la Victoria, sólo puede decir el viajero que es auténtico emblema del Principado, que fue donada a la catedral en 908 por Alfonso III el Magno y que se trata de una preciosa joya de orfebrería, de madera de roble forrada de oro, con esmaltes y gemas preciosas con un gran valor histórico, artístico, sentimental y material.

   Quizás por alguna de estas razones su existencia, y también la de las otras joyas de la Cámara Santa, no haya sido apacible, en especial en los últimos tiempos.

   Repasa el viajero, pues, hechos recientes, si tenemos en cuenta la larga vida de la ciudad fundada hace casi mil trescientos años, y retrocede al Oviedo de 1934. Si alguna vez todo lo visto por el viajero estuvo en peligro, ese momento fue mayor cuando en octubre de ese año la huelga general convocada en todo el país adquiere tintes revolucionarios en muchos lugares. Especialmente graves fueron los sucesos ocurridos en Asturias. El día 6 los sublevados, armados y con gran cantidad de explosivos procedente de la cercana cuenca minera controlan Oviedo. La Delegación de Hacienda, la Universidad, el Palacio Arzobispal, el Convento de Santo Domingo, el Banco Asturiano, el Hotel Covadonga, muchos edificios, palacios y viviendas arden en llamas o arderán los siguientes días, algunos destruidos a causa de las explosiones provocadas, y muchas personas morirán víctimas de la violencia revolucionaria. Sólo el Gobierno Civil y la Catedral, donde se han refugiado las escasas fuerzas públicas de la ciudad, resisten los embates revolucionarios. En la catedral, el día 9 guardias de asalto, leales a la república, resisten desde la torre de la catedral, que es cañoneada y se convierte en objetivo principal de los insurrectos, hasta que en la noche del día 11, con las tropas del general López Ochoa entrando en la ciudad, se culminó la barbarie. Varios dinamiteros lograron acceder desde el claustro hasta la cripta de Santa Leocadia, piso inferior a la Cámara Santa. En la catedral los destrozos causados por la deflagración fueron enormes, las hermosas vidrieras flamencas quedaron hechas añicos, y en la Cámara Santa, la devastación fue absoluta, pese al gran grosor de los muros.  Aunque muchas de las piezas custodiadas quedaron arruinadas, como el Arca Santa, milagrosamente algunas de las más importantes, aunque con desperfectos, fueron recuperadas: el Santo Sudario se pudo salvar y las Cruces enterradas entre los escombros, también. No sería hasta después de la guerra civil, cuando todo, continente y contenido, fue restaurado: la Cámara Santa y la Cripta, con los restos del derrumbe, tras ardua clasificación por el arquitecto don Luis Menéndez Pidal y el escultor don Víctor Hevia.

   Aún una última tribulación para el tesoro catedralicio. En 1977, un ratero, parece que con la intención de robar los cepillos de la catedral, se ocultó cuando cerraban las puertas del templo. Puede que en su deambular por la catedral descubriera la Cámara Santa, y puede que ignorante, a sus 19 años, del embrollo del que no le sería fácil salir, y cegado por el brillo de las joyas asturianas, despojó las Cruces de su oro, esmaltes y piedras preciosas, dejando sus almas de madera desnudas y rotas. Detenido el ladrón, y recuperado parte del ornamento robado, costó años lograr la restauración, que pudo con gran esfuerzo por fin culminarse en 1986.

   El viajero sube por unas calles, baja por otras, ve palacios, conventos, y al fin da con la Plaza del Paraguas. Sabe que es escenario de conciertos, suponiéndola abarrotada de público, pero las veces que la ha visitado, la ha visto vacía o casi, durante la mayor parte del tiempo, aunque no siempre fue así. Allí acudían las lecheras con sus cántaros a vender la leche y para protegerlas de las lluvias tan habituales por estos pagos y del sol en verano, se atreve a pensar el viajero, en 1929 se construyó el paraguas de hormigón que aún perdura. No es esta estructura lo único que llama la atención del viajero. En un rincón de la plaza hay una pequeña placa de azulejos ya descoloridos. Avisan que en esa casa vivió el insigne novelista don Armando Palacio Valdés, entre 1864 y 1870. Y ha sabido el viajero que esa casa era de sus abuelos, y habitó allí el joven Armando durante los años que cursó el bachillerato.


   Queda, y el viajero no quiere dejar de ver antes de abandonar la ciudad, por visitar, a las afueras, las iglesias del arte prerrománico del monte del Naranco, la fuente de Foncalada. Si no por su fama ni por su grandiosidad, el viajero la admira por su antigüedad. Se construyó en el siglo IX, cuando era rey Alfonso III el Magno. El paso de los siglos la ha enterrado casi dos metros bajo el nivel actual del asfalto de la calle, y está tan bien conservada que hasta una porción de la calzada sobre la que se levantó aún es visible.

SOBRE LA SALUD, EL DINERO Y EL AMOR EN LA HISTORIA (II)

    Podría decirse que fue por amor que Isabel II de España perdiera el trono al estallar la “Gloriosa” revolución del 68; aunque más bien se debió a la pasión. Era Isabel una mujer fogosa a la que buscaron marido. Y le encontraron uno, que hizo decir a la reina tras la noche de bodas: “¿Que voy a hacer con un hombre que lleva más puntillas que yo?".

    Ella se desquitó de la frustración con creces. Fue amante de cuantos generales se le pusieron a tiro. También de militares de inferior grado. Así ocurríó en 1868. La reina disfrutaba de los últimos días de su veraneo en San Sebastián con el amante de turno. Éste no era otro que Carlos Marfori, sobrino de Narváez, y ministro en aquellos tiempos. En el séquito real se encontraba el Marqués de Alcañices. Al llegar desde Madrid las noticias del alzamiento, el marqués aconsejó a la reina que retornara rápido a Madrid y que tomara el control de la situación, que el pueblo la aclamaría otorgándole el laurel de la gloria. Isabel le contesto: “Mira, Alcañices, la gloria para los niños que mueren y el laurel para la pepitoria”. Isabel, inconsciente y veleidosa prefirió salir de España con su amante, rumbo a París. Jamás volvió a reinar, aunque sí su hijo Alfonso, que fue el decimosegundo de los que ha tenido España con ese nombre. Y de Alfonso, precisamente, se puede hablar de amor, pero también de salud. Amor suyo fue el de la mujer con la que se casó: María de las Mercedes, la reina que inspiró a su muerte la famosa copla:

                                    ¿Donde vas Alfonso XII?
                                    ¿Donde vas, triste de ti?
                                    Voy en busca de Mercedes
                                    Que ayer tarde no la vi
                                    Tu Mercedes ya se ha muerto
                                    muerta está que yo la vi
                                    Cuatro duques la llevaban
                                    por las calles de Madrid.

    
   María Mercedes había enfermado de tifus, probablemente al beber las aguas contaminadas del pozo del sevillano palacio de San Telmo, residencia familiar. El Rey, que murió tuberculoso tampoco disfrutó de buena salud, y además la poca que tenía no la cuidó. Aún así, tuvo tiempo de contraer segundas nupcias y dejar un hijo, que sería póstumo.

    También la salud bucal tiene su apartado aquí. La célebre Josefina Tascher de la Pagerie, amante primero, esposa después de Napoleón Bonaparte fue famosa por su belleza, pero es poco conocido el hecho de que ya casada con el emperador estuviera mellada, algo frecuente en la mayor parte de la población, sin distingos de clase. Regía el destino de España José Bonaparte, mientras la familia real española se encontraba retenida en Francia. Allí Carlos y su esposa María Luisa de Parma, en infame entrega al emperador, recibían atenciones del dueño de Europa. María Luisa, fea, como muestra Goya en sus lienzos, sin embargo, presumía de dos cosas: sus brazos y su dentadura. Al abrir la boca, exhibía una blanca fila de dientes que era admiración y envidia de cuantas cortesanas la trataban. Josefina, interesada, le solicitó información sobre los autores de la artesanía dental que lucía María Luisa. Se trataba de una familia de Medina de Rioseco, que fabricaba los dientes en porcelana y sabía como implantarlos en las mandíbulas, con éxito claro. Les llamaban los Saelices: Antonio y sus cuatro hijos. Josefina se dispuso a realizar el encargo para la compostura de su dentadura; pero llegó tarde. Las tropas de su marido invadían España, y las de uno de sus generales, Lasalle, saqueaban Medina de Rioseco. La matanza fue terrible. Antonio Saelices, su mujer, sus hijos y todos los empleados de su taller resultaron muertos. No fueron los únicos, pero sí los mas importantes para Josefina. La emperatriz, en adelante, lloraría sinceramente su ausencia dos veces al día.

    Si de la fe se dice que mueve montañas, del dinero puede decirse que además cambia de lugar la capital de un reino. Don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia, ya era también duque de Lerma. El rey, Felipe III, había concedido el ducado a su valido, que se ocupaba, ayudado por Rodrigo Calderón, de dirigir los asuntos de España al tiempo que se convertía en el hombre más rico de la nación. Mandó construir un palacio en Lerma, que parecía querer rivalizar con el alcázar de los Austrias, y convenció al rey para el traslado de la capital a Valladolid. Allí se construyeron palacios, conventos, casas. Rodrigo Calderón trasladó allí su vecindad. Se enriqueció igual que su mentor. Por fin la burbuja inmobiliaria estalló. El duque cayó en desgracia. Madrid recuperó la capitalidad. Acusados de corrupción el duque se puso a salvo al ser creado cardenal.

                                     Por no morir ahorcado
                                     el mayor ladrón de España
                                     se vistió de colorado.

    Rodrigo Calderón tuvo peor suerte. Fue ajusticiado tras largo e irregular proceso en la recién construida Plaza Mayor de Madrid.

 
    El ocaso del Duque de Lerma no resolvió los problemas de España. El propio hijo del duque, también duque, pero de Uceda, y el Conde de Olivares, al que el caído, en su omnipotencia había negado la grandeza de España, sustituyeron a los cesados. Ambos, igual que sus antecesores, fueron ganados, uno por la codicia, otro por la "pasión de mandar".     

   Algunas anécdotas mezclan los asuntos del dinero con los del amor. La siguiente es de esas que se cuentan sin conocer los nombres propios de sus protagonistas, quién sabe si para proteger su buen nombre. Sucedió que un célebre actor, con fama de conquistador, fue sorprendido intimando con cierta señora casada en un café de moda, justo en el momento en el que llegaba el esposo de la dama. Molesto, el marido advirtió al actor: “Si vuelve a molestar a la señora, le costará caro”, a lo que el galán, con desparpajo propio de comediante, contestó: “¿Que me costará caro?, pues vaya oficio el de usted”.
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