UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

     Es una de las obras maestras de la literatura, y sin embargo fue escrita en un tiempo récord. Apenas una semana necesitó Feodor Dostoievski para escribir una novela sobre un asunto del que el escritor sabía mucho.

    En el año 1866, Dostoievski se encontraba al borde del abismo. Dominado por la pasión del juego, había dejado pasar casi todo el plazo que su editor le había concedido para entregarle una obra a la que el escritor se había comprometido. Debía servir dicha novela para compensar, entre otras deudas, el anticipo que Dostoievski había recibido, y el contrato contemplaba una penalización durísima, casi leonina, para el caso de que llegado el vencimiento la obra no hubiera sido entregada: todos los derechos de las anteriores obras del escritor pasarían íntegros a manos del editor.

    Pocos días antes del plazo, fijado para el día uno de noviembre de aquel año, Dostoievski, desesperado, se confió a un amigo. Éste comprendió perfectamente el apuro del escritor. No tenía tiempo material para escribir la novela comprometida. Le aconsejó contratar una secretaria y dictarle la novela. Al día siguiente una jovencísima Anna Grigorievna comenzaba a copiar al dictado de un angustiado Dostoievski las tribulaciones de un jugador en los lugares en los que él mismo había estado: la alemana Wiesbaden, ahora en una ficción mezcla de fantasía y realidad Ruletemburgo, y París; narrando los entresijos de la pasión que dominaba la voluntad del protagonista de su novela, que bien podía ser él mismo.


   El día uno de noviembre Dostoievski se presenta en el despacho de Stellovski, el desaprensivo editor. No lo encuentra. Parece que ausentándose impide que el escritor cumpla su compromiso. Dostoievski acude a la comisaría de policía y deja el original de una novela en depósito, cumpliendo así su parte del contrato. La novela lleva por título “El jugador”.

     Anna se convirtió en su esposa. Una diferencia de veinte años de edad no fue suficiente para separarlos. Anna siempre a su lado, en las constantes recaídas en su vicio, en las persecuciones de los innumerables acreedores, que les acechaban por toda Europa, se mantuvo fiel. Y finalmente llegó el gran premio, el triunfo que todo jugador aún lúcido desea ganar: dejar de serlo. Fiodor Dostoievski lo consiguió. Con una casa propia, libre de los acreedores que le habían perseguido casi toda su vida, murió a sus sesenta años de edad.

    A esa misma edad falleció otro escritor, casi cien años después. Ésta coincidencia y el hecho de que ambos escribieran hablando de otros sobre asuntos que tan bien conocían por ser asuntos que ellos mismos sufrían, se puede decir que fue la única coincidencia.  

   Si Dostoievski precisó de una semana para escribir “El jugador”, Giuseppe Tomasi di Lampedusa se tomó toda una vida para escribir una única novela, El Gatopardo, la novela que, aparte sus aspectos históricos, habla de la decadencia de una clase social, cuyo trasunto es el ocaso de su propio linaje; y lo hizo en los últimos momentos de su vida. De hecho, el autor no llegó a verla publicada.

     Giuseppe Tomasi, nacido duque, también fue príncipe cuando heredó los títulos de la Casa Lampedusa. No tuvo una vida convencional Lampedusa. Se casó en Riga con Alessandra Wolff-Stomersee, una letona, también aristócrata como él, con la que convivió largas temporadas tras estar separados temporadas no menos largas. Ella en Riga, él en Palermo, convencido de su condición de noble, como el personaje de su novela, el príncipe Fabricio Salina, inspirado en un bisabuelo suyo, que ve como los garibaldinos ponen en peligro su estatus, que las cosas están a punto de cambiar, aunque sea para dejarlo todo igual; se dedica a sus estudios disfrutando de su anacrónica vida de aristócrata, seguramente madurando su gran obra, quizá sin saber que algún día la escribiría. Por suerte para nosotros, logró terminarla a tiempo.

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EL CANTO DE LOS ÁNGELES

    En el siglo XVI, el papa Paulo IV, haciendo una interpretación literal de lo dicho por San Pablo en la primera de sus epístolas a los Corintios, prohibió que las mujeres participaran con su voz en los oficios y cantos religiosos; pero las necesidades corales seguían exigiendo voces con tonos altos, y fueron los niños los encargados de tales menesteres, al principio; pero los niños, por naturaleza, se hacían hombres, sus voces cambiaban, se hacían graves, inservibles como coros angelicales. No había pasado medio siglo desde que Paulo IV impidiese oír voces femeninas en los templos cuando otro papa, Clemente VIII, consentía lo prohibido por las leyes canónigas y civiles, justificando la castración “a mayor gloria de Dios”.

    Al tiempo, con los modos barrocos, la ópera adquirió fama y difusión durante el siglo XVII por toda Europa. Primero en Italia, luego en Alemania, España, Francia. Los castrati eran los sujetos ideales para la interpretación de las piezas destinadas a las sopranos femeninas. Los desgraciados, privados de su hombría, mantenían su fina voz infantil de modo permanente, sus voces eran más potentes, con unos registros incluso superiores a los femeninos y gracias a su mayor capacidad pulmonar, eran capaces de mantener una nota durante más de un minuto sin necesidad de aspirar más aire.

    Aunque se conoce algún caso desde el siglo XII, no fue hasta entonces cuando los castrati se hicieron famosos. Solicitados por los mejores teatros, fueron muchos los dedicados al bel canto. Nacía el fenómeno de los castrati, de los que hubo muchísimos, anónimos la mayoría, que fallecieron durante la operación o que, ya mutilados, no alcanzaron las expectativas que otros pusieron en ellos, convirtiéndolos en seres traumatizados. La cantera de voces era inagotable. Los niños enviados por sus padres al cirujano eran generalmente de familias humildes. Esperaban que el sacrificio al que iban a someter a sus hijos sirviera para hacerles ricos. De los que sobrevivían, la mayor parte tenía su destino en el coro de una iglesia; sólo unos pocos lograrían dejar sus nombres escritos en las enciclopedias.

    Carlo Broschi fue uno de ellos. Nació en las cercanías de Nápoles. Contrariamente a lo que era corriente, su familia era acomodada, pero la prematura muerte de su padre complicó la situación económica de la familia y posiblemente fuera la causa de que sobre el joven Carlo, aún niño, cayera el filo del cirujano. Educado por el maestro Nicolás Porpora, Carlo resultó un alumno aventajado. Él mismo adoptó el nombre de Farinelli, con el que pasaría a la posteridad. Cantó en Nápoles, Venecia, Viena, Londres…, su fama le precedía. En 1737, con treinta y dos años, en la cima de su fama, Isabel de Farnesio, segunda mujer del enloquecido Felipe V, lo trajo a España. El rey aliviado de su locura por los trinos del cantante no lo dejaría volver a su Italia natal. Farinelli se ganaría su confianza. Polifacético, no sólo cantó. Asesoró a los reyes en muchos asuntos, artísticos y de toda índole: los jardines de Aranjuez serían remodelados por él. Al morir Felipe, su hijo Fernando VI lo retendría en España haciendo las delicias de éste y de doña Bárbara de Braganza, la reina. Tras más de veinte años de servicio a los Borbones, otro rey de esta dinastía, llegado para ocupar el trono de España desde Nápoles, la tierra del cantante, lo despidió diciendo: “Los capones no los quiero más que en la mesa”. Farinelli volvió a Italia, donde retirado vivió los últimos veinte años de su vida, muriendo en Bolonia en 1782.

Carlos III

   El siglo XIX marcó el declive de las interpretaciones operísticas de los castrati. José Bonaparte, prohibió, siendo rey de Nápoles antes que de España, la enseñanza de los estudios musicales a los castrati en los conservatorios napolitanos. La práctica de la castración, siempre prohibida, casi siempre tolerada, se veía como abominable. Los castrati dejaron los teatros. Ya sólo se les podía escuchar en los coros de las iglesias. A finales del siglo XIX, únicamente en la capilla Sixtina, hasta que en 1902 el papa León XIII prohibió también allí la participación del último de los castrati, Alessandro Moreschi, que aún siguió cantando hasta su definitiva retirada en 1913. Moreschi falleció en Roma, su ciudad natal, a los 64 años, olvidado y solo; sin embargo, resistiéndose al olvido quiso que la posteridad le recordara.

    Entre 1902 y 1904, Moreschi realizó una serie de grabaciones que han llegado hasta nosotros. En ellas se puede apreciar su peculiar voz. Son el testimonio de un fenómeno que, aunque muy antiguo, tuvo en los siglos XVIII y XIX su máximo esplendor: un oropel cubriendo la miseria humana. 
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Nota: En el siguiente enlace se puede escuchar, en la voz de Alessandro Moreschi, el Ave María de Bach en una grabación de 1904 que, con independencia de las consideraciones de todo tipo que puedan hacerse, es un histórico documento sonoro de grandísima importancia: http://youtu.be/slhhg8sI6Ds

MÁRTIRES

    En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron las persecuciones, de las que fueron causa el empecinamiento de algunos fieles por mantener sus creencias. La Iglesia reconoció su sacrificio y les otorgó laureles. Los hechos de sus vidas llegan a nosotros en hagiografías y sus figuras en iconos colocados en los altares de los templos con la palma del martirio entre las manos.

   De Santa Librada se sabe que es protectora de las embarazadas, que ella y sus ocho hermanas, según la tradición, nacieron de un mismo parto, y que la madre, avergonzada, pues en aquellos tiempos se creía que los partos múltiples eran consecuencia de relaciones promiscuas, ordenó que las niñas fueran arrojadas al río, pero la sirvienta, que debía cumplir el encargo, desobedeció la orden y las recién nacidas acabaron bajo la tutela del obispo de Braga, San Ovidio. Al fin fueron detenidas, pero lograron escapar, dispersándose. Poco a poco serían capturadas y poco a poco muriendo mártires.

     En la catedral de Sigüenza existe una urna, que se asegura contiene los restos de la mártir. El irreverente Camilo José Cela contó lo que le pedían a esta santa las mujeres que acudían a su capilla, donde se le venera, cuando se les acercaba el feliz, pero doloroso momento del parto: “Santa Librada, Santa Librada, que sea tan grata la salida como la entrada”.

   Los tiempos del emperador Diocleciano fueron de gran tribulación para los cristianos, y en España, Daciano, enviado por emperador para dirigir la persecución, fue el guardián de la fe pagana. El prefecto Daciano nada más cruzar los Pirineos fue dejando el rastro de su crueldad sobre quienes profesaban la nueva religión monoteísta, contraria al paganismo del imperio. Era la respuesta de la autoridad romana, en un momento de inestabilidad, ante cuanto se oponía a la figura teocrática del emperador.

     Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona. Sus restos se conservan en una urna depositada en la cripta que hay bajo la capilla mayor de la catedral. Se dice de ella que fue hija de familia acaudalada y que fue educada en la fe cristiana. Bien jovencita, cuando apenas contaba trece años, se presentó ante las autoridades romanas protestando por las injusticias cometidas sobre cristianos que no hacían mal a nadie. Fue detenida y sometida a todo tipo de suplicios hasta morir. Daciano fue el responsable. En recuerdo de los escasos trece años que tuvo de vida hay en el claustro de la catedral de Barcelona trece ocas. Quien visite la Ciudad Condal, y vaya a su catedral, podrá verlas corretear por el jardín o nadar en el estanque del claustro, ajenas al trajín que les rodea y a la curiosidad de sus admiradores, visitantes del templo, que no dejan de fotografiarlas.

Ocas de la catedral de Barcelona

      En la misma época y torturado por el mismo personaje que dio suplicio a la niña Eulalia, San Vicente fue objeto de las mayores torturas imaginables. Vicente había nacido en Huesca. Nombrado diácono, estaba en Zaragoza con el obispo de dicha ciudad, Valero, que también sería santo, cuando llegó a la romana Cesar Augusta el prefecto Daciano. No le faltó tiempo para detener al prelado y a su diácono. Les conminó a renegar de su fe y, viendo fallidos sus intentos, decretó una penosa marcha a pie hasta Valencia de los dos detenidos. Al llegar, con las fuerzas mermadas, prosiguió el castigo. El obispo Valero, tartamudo, pidió a su diácono que usara su voz para manifestar la inquebrantable fe de ambos, y Vicente así lo hizo. Daciano, indignado, desterró a Valero y aplicó toda su crueldad sobre Vicente, que debió soportar penalidades insoportables: azotado, sus carnes desgarradas, descoyuntados sus huesos y confinado en un calabozo con el suelo cubierto de guijarros cortantes, Vicente resistía cuantos castigos se le infligían sin mella en su fe y sin que la vida quisiera abandonarle pese a lo cruento de los suplicios a los que era sometido. Por fin se le introdujo en un horno, y su cuerpo, sin vida, arrojado en un campo para ser devorado por las alimañas; pero el cadáver de Vicente fue defendido por un cuervo. Daciano al conocer lo sucedido ordenó se arrojara el cuerpo de Vicente al mar, atado a una rueda de molino, pero el mar devolvió el cuerpo. En la playa  de Cullera el cuerpo del mártir fue recogido por sus seguidores, que le enterraron y comenzaron a venerarlo(1). Hoy sólo un brazo incorrupto del Santo mártir se conserva. Está en una capilla, en la girola de la catedral de Valencia desde hace unos cuarenta años, por donación del doctor Pietro Zampieri, que lo poseía.

Catedral de Valencia. Brazo incorrupto de San Vicente Mártir.

      Sólo diez años después de los martirios de Eulalia y Vicente, con el edicto de Milán promulgado por  Constantino en 313 daría comienzo  la tolerancia del culto cristiano en el imperio.


(1) Los restos del Santo no han sido encontrados desde que, enterrados en Valencia, fueron ocultados ante la invasión árabe. Cierta leyenda dice que, en una barca guardada por cuervos, los restos arrojados al mar en Valencia llegaron hasta Lisboa, doblando el cabo que llevaría su nombre. En la Sé lisboeta hay una urna en la que se asegura están los restos del Santo; aunque lo cierto es que se cree que éstos están enterrados en el subsuelo de Valencia. Varios intentos se han realizado para encontrarlos. Todos infructuosos. Es posible que el crecimiento urbano haya destruido el lugar del enterramiento. No sería imposible, incluso, que una de las líneas del “metro de Valencia” que pasa muy cerca del lugar donde siempre se le veneró arrasara el lugar.
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CRIMEN SIN CASTIGO

    Ésta es la historia de un asesinato del que sólo hay una certeza: la identidad del muerto; del resto sólo incertidumbre. No hay seguridad sobre la autoría del crimen ni sobre el móvil, aunque sí muchas sospechas. Don Luís de Góngora lo explicó muy bien con una décima que compuso para, de modo sutil, dejar escrito lo que muchos pensaban sobre el caso:

                                Mentidero de Madrid
                                decidnos, ¿quién mató al conde?
                                Ni se sabe, ni se esconde
                                Sin discurso, discurrid
                                Dicen que fue el Cid,
                                por ser el conde Lozano.
                                ¡Disparate chabacano!
                                La verdad del caso ha sido
                                que el matador fue Bellido
                                y el impulso soberano.

    Don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, fue un personaje de novela. Sus intensos cuarenta años de vida fueron una constante búsqueda de aventuras y peligros. Fue correo mayor del reino, un cargo bien retribuido que le permitió satisfacer su gusto por las obras de arte. Llegó a poseer una estimable colección de cuadros y joyas, especialmente diamantes. También dedicó tiempo a componer poemas, algunos muy críticos con sus enemigos, que le valieron la continua hostilidad de sus destinatarios; otros galantes, que utilizó para sus conquistas amorosas. Cortesano ambicioso, pendenciero, imprudente, lujurioso y a menudo mendaz, al principio ganó la confianza de un jovencísimo Felipe IV al que acompañaba en correrías por los barrios bajos de Madrid. La enemistad del ascendente conde de Olivares (1), que veía en él un peligro, y las osadías de Villamediana en palacio le alejaron del rey. De compañeros en juergas pasaron a ser rivales: por un lado la pugna por doña Francisca de Tabora, amante del rey, y cortejada también por el conde; y por otro el rumor, convertido en clamor, de que el conde cortejaba a la propia reina Isabel, que le correspondía. Algunas anécdotas hablan sobre dicha relación: se cuenta que estando la reina asomada a un balcón del alcázar unas manos, desde atrás, taparon sus ojos:
    ─ ¡Estaos quieto, conde! ─dijo la reina creyendo que aquellas manos eran las de su amante, al tiempo que se daba la vuelta.
    La reina, rápida de reflejos, al ver la cara contrariada del rey por titularlo conde, añadió:
    ─No os extrañéis, acaso ¿no sois conde de Barcelona?


Meninas de Manolo Valdés. Doña Francisca de Tabora pudo ser
causa, entre otras de la rivalidad entre Felipe IV y el conde de Villamediana. 
    
    Si a estas audacias cortesanas se unen ambiciones políticas, las sospechas de Góngora parecen fundadas.

    Y todo en el poema apunta hacia el autor del crimen sin decirlo: Bellido Dolfos fue el asesino del rey de Castilla, Sancho II, durante el sitio de Zamora. Se supone, que el tal Bellido fue inducido a cometer el asesinato por doña Urraca, defensora de Zamora y hermana de Sancho, cuando aquel se ofreció al rey castellano para indicarle los lugares más vulnerables de las murallas zamoranas y, aprovechando un descuido, lo mató de un lanzazo.

    Bellido Dolfos fue el instrumento de la voluntad ajena, y ha quedado como símbolo de la violencia ordenada por tercero, y Góngora lo utilizó para involucrar al rey en el asesinato.

   Al anochecer del 21 de agosto de 1622, Villamediana iba acompañado de don Luis de Haro, amigo suyo, en coche de caballos, de regreso a su casa. De pronto un hombre, se cree que un tal Ignacio Méndez, aupándose al estribo del coche se asomó al interior y clavó una daga en el pecho del conde. La muerte fue casi instantánea. El agresor se dio a la fuga. Parece que hubo quien le ayudó en la huida. Nunca las investigaciones, obstruidas, llegaron a conclusión alguna. A Méndez, años después, Olivares ya conde-duque lo nombró guarda mayor de los reales bosques.

 (1) Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares añadió al título de conde el de duque dos años después del asesinato de Villamediana. Durante muchos años, hasta su caída, locura y muerte en Toro, dirigió los destinos de una España, en la cumbre del arte y las letras, que se desangraba en lo humano y en lo económico, tratando de mantener un imperio, que otros trataban de arrebatarle.

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