DOS REINOS

     Muchos personajes de la historia han pasado a formar parte de sus páginas por defender los principios en los que creían, que a veces eran contrarios a los que se les ordenaba seguir.

     Tomás Becket, hecho santo por la iglesia, fue uno de ellos. Había nacido en Londres, pero tenía sangre normanda. Durante su niñez fue educado para servir a Dios, pero también para tratar con los hombres: un prior se ocupó de su espíritu, forjando un carácter austero, y un noble de su cuerpo, hablándole de armas, cetrería y trato con los burgueses y señores.

     Viajó a París donde estudió leyes y de vuelta a Inglaterra logró entrar al servicio del rey Enrique II, un Plantagenet, duque de Normandía, rey de Inglaterra y por el matrimonio que contrajo con Leonor de Aquitania, dueño hasta la frontera con España de toda la franja occidental de Francia. Tomás, aunque clérigo, era ambicioso. No había sido ordenado sacerdote, tan sólo era un diácono al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo, cuando éste lo recomendó al rey. Nada en su conciencia le impedía atender los requerimientos de su monarca: llevar sus cuentas, mantener el orden, dirigir el reino. Había conseguido ser Canciller.

     Tomás logró ganarse la confianza del rey, que lo distinguió con su amistad. Inteligente y bien preparado, Tomás ejerció las funciones de canciller, hasta que… la conciencia le impidió servir a dos amos. Canciller y arzobispo de Canterbury eran cargos incompatibles en la conciencia de Becket, y Tomás inclinó la balanza del lado de Dios.

     Fue el rey quien, a la muerte de Teobaldo, le convenció para que aceptara el cargo de arzobispo. Ordenado sacerdote, fue nombrado prelado de Canterbury. A partir de ese momento las cosas entre Enrique y Tomás discurrirían como dos caminos que casi paralelos hasta entonces, se acercan y alejan, sin llegar nunca a tocarse, hasta que al fin cada uno discurre hacía su destino, alejado del otro. Ya Tomás había advertido al rey:
     ─Me pedirás cosas que no te podré dar.
     Tomás comunicó al rey su renuncia como canciller al tiempo que una cuestión de poca importancia, la recaudación de ciertos impuestos que el rey creía se le escamoteaban, comenzó a agriar las relaciones entre el prelado y el rey. La testarudez de ambos agravó la cuestión. El enfrentamiento fue en aumento. Enrique se negó a poner las disputas, que ya eran muchas y variadas, bajo el arbitrio del papa de Roma. Tomás tuvo que abandonar Inglaterra y se refugió en Francia bajo protección del rey, enemigo del Plantagenet.

     La mediación del papa Alejandro III y los deseos de ambos contendientes en la reconciliación permitieron la vuelta de Tomás a Canterbury, pero las cosas no mejoraron. Tomás no cedía a las pretensiones de Enrique de manejar los asuntos de la Iglesia. Enrique II, con frecuentes abscesos de ira, bramaba en contra de su antiguo canciller. Posiblemente no fuera un mandato expreso, sino una iniciativa cortesana interpretando los deseos del monarca, el caso es que cuatro caballeros entraron armados en la catedral de Canterbury en busca del arzobispo que, sin resistirse, fue asesinado ante el altar de su catedral.

Salamanca. Iglesia de Santo Tomás Cantuariense
La Iglesia de Santo Tomás Cantuariense de Salamanca
fue fundada en 1175 y es tenida por la primera construida
bajo la advocación de Santo Tomás Becket.
    
     Cuando la noticia fue conocida, el papa Alejandro excomulgó al rey, que arrepentido, dicen, hizo penitencia durante dos años por la muerte de su antiguo amigo. En 1173, tres años después del asesinato, Tomás fue canonizado por el mismo papa que en vida le defendió.

     Otro santo, de nombre también Tomás, de apellido Moro, sería ejecutado por otro rey, muy aficionado a separar cabezas de sus cuerpos, también de Inglaterra, de nombre Enrique y de ordinal octavo. Iguales razones, mismos resultados, cuatro siglos después. Pero a esta página de lo sucedido nos asomaremos otro día.
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ASTORGA

    Cuando el viajero llega a Astorga es día de mercado. La localidad está llena de gentes y los vehículos tienen prohibida la circulación por el centro, así que el viajero deja su coche donde puede y caminando llega a la catedral. Tiene ésta el título de apostólica, no por haber sido creada por un apóstol, pero casi, porque parece probado que fue fundada en el siglo II de la era cristiana.

     Sus dos torres barrocas, altas como gigantes, dan paso a un templo gótico, con tres naves altísimas. El viajero pasea por el interior. Llama su atención la sillería del coro, extraordinaria filigrana en madera de nogal, y de las muchas capillas que hay en su interior, aparte de la capilla mayor, obra de Gaspar Becerra, una en especial le mantiene con los pies pegados al suelo durante un buen rato. Es poco conocida, no se menciona en libros ni folletos turísticos, no sabe el viajero quien la hizo, y es casi seguro que nunca llegue a saberlo, pero esto no le impide disfrutar viéndola. Está en la nave del evangelio, en el lateral del coro. Es una capillita, más bien un altar con su retablo, y guarda una Virgen que tiene, como todas, al niño Jesús en uno de sus brazos y en el otro, como casi ninguna, un pajarito, bastante grande, quizá algo desproporcionado, puede que no sea muy bonito, pero… que más da, allí está, bajo la protección de la Virgen.

Astorga. Palacio episcopal


     Al salir no tiene que andar mucho para ver el palacio arzobispal, que se llama así, aunque nunca sirvió para eso. Encargó su construcción el obispo Juan Bautista Grau Vallespinós, y el encargo se lo hizo a Gaudí, aunque no fue el arquitecto catalán quien lo terminó de construir sobre el lugar donde estuvo la antigua residencia episcopal, destruida por un incendio. En esta antigua residencia había estado Napoleón Bonaparte cuando se enseñoreaba por media Europa y ponía su bota sobre la piel de toro. Había desalojado al obispo de su residencia para ocuparla él y su séquito, y esto no gusto ni al obispo, como es natural, ni a sus parientes. Se dice que uno de éstos, molesto por el agravio cometido sobre su excelentísimo familiar, penetró en el palacio, armado y con intención de eliminar al dueño de Europa. Naturalmente fracasó en su intento y la invasión de España prosiguió. Un año después, en 1810, el cabo Tiburcio, aunque tal grado militar no está confirmado que lo tuviera, hizo alarde de heroísmo frente al invasor. Sable en mano dio cuenta, junto a las murallas, de muchos franceses antes de ser abatido, según unos; reducido, juzgado sumarísimamente y ejecutado, según otros. Tanto da que sucediera una u otra cosa, el caso es que a Tiburcio Álvarez, que tal es su nombre y apellido, y el viajero lo pone por escrito para mayor homenaje suyo, se le recuerda como héroe de la resistencia ante los franceses. El viajero verá una conmemoración de esa resistencia maragata en forma de león puesto en la plaza de Santocildes, la plaza que lleva el apellido del general español que defendía Astorga aquellos días, al que todo el mundo conoce no sabe si por dar nombre a la plaza o por ser general y no cabo.

     El viajero se asoma a los jardines del palacio arzobispal, contempla los restos de las murallas, restos de su pasado romano y rápido sale a la calle. Debe darse prisa, falta poco para el mediodía y tiene una cita con Juan Zancuda y Colasa en la plaza Mayor.

Juan Zancuda y Colasa


     En la plaza no cabe un alfiler. Es día de mercado. Todos andan ocupados en mirar y remirar entre los puestos. El viajero se acerca como puede, zigzagueando entre los puestos del mercado, hacia el ayuntamiento que preside la plaza. Es un edificio barroco, con dos torres, como la catedral. Está allí desde que en mil seiscientos y pico comenzara su construcción, aunque no fue hasta mediados del siglo dieciocho cuando los autómatas vestidos a la usanza maragata fueron colocados para avisar de las horas a los vecinos. Llega el mediodía y Juan Zancuda y Colasa alternan en los golpes que hacen sonar las campanas del reloj municipal. El viajero entre toque y toque mira a la gente, casi nadie mira a los indolentes autómatas, el mercado absorbe las energías de la gente que trafica en una plaza, amplia, porticada, destinada a esos menesteres mercantiles y también o otros más lúdicos. El viajero desconocía y hace poco, ya lejos de Astorga, ha sabido que también allí se celebra una fiesta típica del otoño: el Magosto, con las castañas y el fuego como protagonistas.

     El viajero pasea un rato por calles y plazas. Astorga es Camino de Santiago por partida doble. En ella coinciden el tradicional Camino Francés y la nacional Vía de la Plata, que a partir de aquí se funden en camino único en busca del sepulcro del apóstol Santiago, el que aparecido a lomos de caballo blanco ayudó a los cristianos en la batalla de Clavijo, pero eso es otra historia.
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¡VAYA SUSTO!

    "Señoras y señores, tengo que anunciarles algo muy grave. Aunque parezca increíble, ante las observaciones científicas y las pruebas que tenemos ante nuestros ojos, resulta inevitable dar por sentado que aquellos seres extraños que aterrizaron esta noche en una granja de New Jersey constituyen la avanzadilla de un ejército invasor proveniente del planeta Marte”.

    Así decía el locutor que aterrorizó América la noche del 31 de octubre de 1938, la noche de Halloween. Se trataba de una función de teatro radiofónico de la compañía Mercury Theatre on the Air retransmitida desde los estudios de la Columbia Broadcasting Company, en Nueva York, pero lo que se contaba en ella, una ficción, era contado como si de un boletín de noticias se tratara, como si realmente sucediera, como si se estuviera produciendo una invasión marciana. Y la gente, contagiada de una histeria colectiva, presa del pánico, salió a la calle pidiendo ayuda, huyendo sin saber adonde ir. Las ambulancias acudían en auxilio de quien no lo necesitaba. La policía veía colapsados sus teléfonos. La gente huía sin destino determinado. Cualquier lugar era bueno siempre que estuviera lejos de los lugares en los que los marcianos habían aterrizado.

    Todo esto sucedía como consecuencia de la transmisión de un guión ideado por un joven de veintitrés años llamado Orson Welles, basado en una novela escrita cuarenta años antes por H.G. Wells titulada La Guerra de los Mundos. Welles avisado de los efectos que la transmisión producía la interrumpió varias veces. Anunció que se trataba de una fantasía, que el mundo no corría peligro. Era demasiado tarde. El pánico, extendido, había hecho presa en la gente: algunos decían haber visto seres que rociaban con veneno los campos, otros, precavidos, solicitaban máscaras antigás para sobrevivir al envenenamiento del aire. Muchos se desmayaban, otros, resignados, oraban en las iglesias.

    Y es que el miedo es uno de los sentimientos del que rara vez logramos escapar. Podemos sentirlo por lo conocido o por lo ignorado, individualmente o de forma colectiva, ser un temor insuperable, convertirse en pánico o terror que atenacen la voluntad de sus víctimas o dominarlo, imponiéndonos a él con temple, aunque no sin consecuencias, como le sucedió a un coronel del ejército durante una campaña en las colonias. Fue el rey Alfonso XII el que con su curiosidad permitió se conociera la historia.

Alfonso XII. Museo de la Ciudad. Valencia

    El caso fue que el rey Alfonso pasaba revista militar a un grupo de soldados. De pronto llamó su atención un coronel que pese a su juventud exhibía una blanca cabellera impropia de su edad. Preguntó el rey por tan prematura anomalía y el coronel, solicito, le contó que durante una campaña en ultramar se vio obligado a vadear un río. En ello estaba –dijo el coronel– cuando note que algo hacía presa sobre una de mis piernas. Era un caimán que tiraba de mí con más fuerza de la que yo disponía para llegar a la orilla; pero el pánico en lugar de vencerme me dio bríos, saqué fuerzas de flaqueza y logré desembarazarme del reptil y alcanzar la orilla. El precio de aquel sobrehumano esfuerzo se concentró en mi pelo que se volvió, como por arte de birlibirloque, todo él, blanco como la cal.
Don Alfonso felicitó al militar por el feliz final de su aventura y lo despidió.

    Tiempo después volvieron a coincidir, cuando el militar, por indicación de una dama que se lo aconsejó, había teñido su cabello de negro con el fin de recuperar el aspecto juvenil que por su edad aún le correspondía. El rey que disponía de buena memoria, al ver un nuevo cambio en el color de su cabello se dispuso a saludarlo y le preguntó: “Coronel: ¿otra aventura con un caimán?”
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EL ARBOLILLO

     Hubo una vez un arbolillo, un pequeño e insignificante árbol. Un árbol sin nombre propio, sin frutos deseados. Otros árboles tuvieron nombre propio. Él no. Ésta es su historia.

     Los primeros árboles de los que tenemos noticia son los mencionados por Moisés en el Génesis: el árbol de la Vida y el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, aquél del que Adán y Eva tenían prohibido tomar sus frutos si querían mantenerse felices en el Edén; pero comer aquellos frutos prohibidos, ofrecidos tentadoramente por la serpiente a la mujer, y por ésta al hombre les abrió los ojos a dos conceptos opuestos: el bien y el mal, argumentos de cuantas teorías dualistas han sido. Milton en su “Paraíso perdido” nos habló de luchas entre ángeles y demonios; don Juan Manuel en su “Conde Lucanor”, por boca de Patronio, nos habla de la lucha entre el bien, siempre victorioso, y el mal, cuando ambos acordaron convivir: el Mal astuto y pragmático convenció al Bien de que sería conveniente para ambos procurarse algún ganado con el que alimentarse, y propuso criar unas ovejas. Cuando estas dieron corderillos, el Mal propuso repartir los frutos de su negocio y eligiendo primero tomó la lana y la leche de las ovejas, dejando los corderos para el Bien; luego comenzaron a criar cerdos. Cuando estos parieron procedieron al reparto de los frutos y dijo el Mal: “Puesto que antes te quedaste con los corderos, seré yo quien me quede ahora con los lechoncillos y tú te quedarás con la leche y pelo de las cerdas; el Bien aceptó con candidez. Más tarde decidieron que sería bueno tener algunas hortalizas y plantaron nabos. Cuando crecieron el Mal engaño de nuevo al Bien, diciéndole que tomara las hojas, que él tomaría lo que estaba oculto bajo tierra, aún a riesgo de no obtener nada. También plantaron coles y el Mal dijo: “Como fui yo quien me quede con la parte subterránea de los nabos, será justo que tome ahora la parte que se ve de las coles y tú quedes con lo que hay bajo tierra”. El Bien sin rechistar aceptó. Estaban así las cosas cuando decidieron tomar una mujer para que les ayudara. El Mal dejó que el Bien tomara la mujer de cintura para arriba, mientras él tomó para sí a la mujer de la cintura para abajo. La mujer trabajaba durante el día con sus manos y hacía las labores que beneficiaban al Bien y al Mal, pero por la noche era con el Mal con quien convivía maritalmente. Por fin la mujer quedó encinta y le nació un niño. Fue entonces cuando el Bien prohibió que el niño engendrado por el Mal tomara la leche de los pechos de la mujer: “La leche está en la parte de arriba, que me pertenece, y no permito que la tome” dijo el Bien. El Mal desesperado, viendo segura la muerte de su hijo, suplicó al Bien que le permitiera tomar la leche tan necesaria para su hijo, y el Bien le dijo: “Siempre me he dado cuenta de cómo me engañabas, mas nunca dije nada. Ahora te darás cuenta de que siempre el bien prevalece sobre el mal, porque gracias a un bien, dejando que tu hijo mame de los pechos de la mujer, el Bien vence al Mal, pero deberás proclamarlo en alta voz a todo el mundo, para que todos sepan que el Bien vence al Mal con una buena acción.

     Otro árbol famoso por sus frutos es el manzano del jardín de las Hespérides. Sus manzanas eran de oro y obtenerlas fue el penúltimo de los trabajos que Hércules necesitaba cumplir para alcanzar la inmortalidad. Para conseguirlas necesitó engañar a Atlas, que era padre de las Hespérides. Éstas eran enormemente seductoras. Entrar en su jardín suponía caer atrapado bajo el hechizo de sus cantos y no poder abandonar su jardín nunca más, pero de esta tentación estaba a salvo el padre de las ninfas. Además el árbol estaba protegido por un terrible dragón, que se hallaba enroscado a su tronco. El titán Atlas cumplía el castigo que los dioses le habían impuesto de mantener el firmamento sobre sus espaldas, no podía abandonar su misión, que le resultaba excesivamente penosa. Hércules acordó con el titán que le liberaría de tan pesada carga durante el tiempo que necesitara para tomas las manzanas de oro. Atlas aceptó, pero le dijo que él era inmune a los cantos de sus hijas, pero no al dragón que custodiaba las manzanas de oro, que sólo iría si le allanaba el camino matando al dragón. Hércules lo hizo y cuando volvió relevó al titán, dispuesto a soportar el peso del mundo colocando sobre sus hombros la bóveda celeste.

     Cuando Atlas volvió llevaba las manzanas de oro que Hércules debía presentar a la diosa Hera, y se ofreció a Hércules para ser él mismo quien las llevara y así liberarse durante más tiempo de su penosa faena de sostener el firmamento; pero Hércules logró engañarlo, colocó de nuevo el cielo sobre el titán y huyó con las manzanas de oro.

Carlos III

     Pero volvamos a nuestro humilde arbolillo anónimo, que no tuvo nombre, que dio frutos que nadie quiso, pero que tuvo la suerte de tener un amigo que resulto ser un rey: Carlos III. De él dijeron que fue el mejor alcalde de Madrid. Y sabido es que este rey realizó numerosas obras que engrandecieron la capital del reino. No se trata de hacer un inventario de todo lo hecho, pero sí de recordar el respeto que este rey tuvo por la naturaleza.

     En el camino de la Capital a El Pardo se iniciaron unas obras, y el mismo rey requirió a los constructores que evitaran la tala de cuantas encinas fuera posible, sacrificando sólo las indispensables. Manos a la obra, así se procedía, y al llegar a una plaza que se abría, se decidió dejar en su centro un solitario árbol a modo de recuerdo, una especie de monumento natural. El rey, al verlo, entre satisfecho y triste, dijo: "Pobrecillo ¿quién te defenderá cuando yo muera?".

Nota: Los temores del rey estaban bien justificados. Unos años después, durante la invasión francesa, el arbolillo fue talado.

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UNA FRANCESA DE CARABANCHEL

     Teresa Cabarrús vivió en la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII. Conoció el “Gran Miedo” y bajo “el Terror” de Robespierre tuvo que huir de París. Personaje que debería brillar con enorme luz, pero a la que Francia por ser española, y España por considerarla francesa mantienen en injusta sombra. Había nacido en Carabanchel. Hija de un acaudalado comerciante español, que fue director del Banco de San Carlos y ministro del rey ilustrado Carlos III, fue enviada, muy niña, a París para recibir la exclusiva educación, al estilo francés, que la condición familiar requería. En París entró en la aristocracia al contraer matrimonio con el marqués de Fontenay. Tenía dieciséis años. Cuando estalló la revolución, el matrimonio huyó de París, lugar muy inseguro para los aristócratas.

    En Burdeos los marqueses se divorcian. El marqués es mujeriego y, cobarde, pone tierra de por medio, y sobre todo agua, hasta llegar a la isla Martinica. Teresa queda en Francia, sola. Pero Burdeos es un buen lugar, de momento. Los girondinos, cultos, moderados, dominan la región. El Comité de Salud Pública envía a un tal Jean Lambert Tallien a Burdeos. Tallien odia a los aristócratas. Los odia, pero le gusta como viven. Él es hijo bastardo de uno de ellos, pero no se admite su sangre noble, porque un subalterno del palacio en el que nació le reconoce como hijo suyo.

Burdeos. Monumentos a los girondinos
Burdeos. Monumento a los girondinos

     París acusa a los girondinos de federalistas, de querer dividir Francia. Teresa, aristócrata, está en peligro. En Francia tener un título es el mejor pasaporte para acabar poniendo el cuello en el cepo de la guillotina, pero Teresa es culta, lista y además hermosa y, está divorciada. Encandila a Tallien y se convierte en su amante. Está a salvo, y quiere que los demás lo estén también. Poco a poco lo consigue. Tallien, por amor, se modera. La guillotina en Burdeos se oxida por falta de uso. A Teresa, en Burdeos, la llaman “Nuestra señora del Buen Socorro”. Maximiliano Robespierre, el tirano, al que llaman “el incorruptible”, que aterroriza Francia, que ya se ha deshecho de antiguos compañeros, ordena detener a Teresa y hace llamar a Tallien. Las cosas pintan mal para la española. Tallien trata de protegerla, pero actúa con temerosa precaución. Él mismo está en una situación delicada.

     Robespierre va perdiendo apoyos pero es temido. Se va tramando una conspiración, pero toda precaución es poca; mientras, la situación de Teresa es desesperada. Una noche sueña que Robespierre ya no existía, que las cárceles eran abiertas y los detenidos liberados.

     Los carceleros de Teresa le anuncian que pronto caerá el filo de la cuchilla sobre su blanco cuello: otra hermosa cabeza separada del cuerpo. Teresa, al límite, escribe a su amante, le avisa de su próximo final, le cuenta el sueño que ha tenido y añade: “Gracias a tu insigne cobardía, no habrá pronto en Francia alguien capaz de realizar mi sueño”. La carta es la chispa que prende la mecha. La suerte está echada. Los acontecimientos se precipitan. Tallien, por interés, pero también por amor, está en ello, también Fouché, otro jacobino harto de tanta sangre y temeroso de ver correr la suya. Dos días después, el nueve Thermidor(1), los diputados de la Convención se reúnen. Allí, Robespierre va a caer; pero eso será otra historia.

     Teresa Cabarrús, a la que en Burdeos llamaban “Nuestra señora del Buen Socorro”, ahora en el París de 1794, también será conocida como "Notre-Dame de Thermidor”. Se casará con Tallien el 26 de diciembre de ese mismo año. El matrimonio durará lo suficiente para que Teresa tenga cuatro hijos antes de convertirse en amante de Barras, el jefe del Directorio, el mandamás de Francia en aquellos momentos. Tampoco durará mucho esta aventura ni las siguientes, hasta que contraiga su último matrimonio con el príncipe de Chimay. En su castillo vivirá los siguientes treinta años y en él morirá a sus sesenta y dos años.

(1) El 9 thermidor del calendario revolucionario corresponde con el 27 de julio del calendario gregoriano. 
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