En el siglo XVI, el papa Paulo IV, haciendo una interpretación literal de lo dicho por San Pablo en la primera de sus epístolas a los Corintios, prohibió que las mujeres participaran con su voz en los oficios y cantos religiosos; pero las necesidades corales seguían exigiendo voces con tonos altos, y fueron los niños los encargados de tales menesteres, al principio; pero los niños, por naturaleza, se hacían hombres, sus voces cambiaban, se hacían graves, inservibles como coros angelicales. No había pasado medio siglo desde que Paulo IV impidiese oír voces femeninas en los templos cuando otro papa, Clemente VIII, consentía lo prohibido por las leyes canónigas y civiles, justificando la castración “a mayor gloria de Dios”.
Al tiempo, con los modos barrocos, la ópera adquirió fama y difusión durante el siglo XVII por toda Europa. Primero en Italia, luego en Alemania, España, Francia. Los castrati eran los sujetos ideales para la interpretación de las piezas destinadas a las sopranos femeninas. Los desgraciados, privados de su hombría, mantenían su fina voz infantil de modo permanente, sus voces eran más potentes, con unos registros incluso superiores a los femeninos y gracias a su mayor capacidad pulmonar, eran capaces de mantener una nota durante más de un minuto sin necesidad de aspirar más aire.
Aunque se conoce algún caso desde el siglo XII, no fue hasta entonces cuando los castrati se hicieron famosos. Solicitados por los mejores teatros, fueron muchos los dedicados al bel canto. Nacía el fenómeno de los castrati, de los que hubo muchísimos, anónimos la mayoría, que fallecieron durante la operación o que, ya mutilados, no alcanzaron las expectativas que otros pusieron en ellos, convirtiéndolos en seres traumatizados. La cantera de voces era inagotable. Los niños enviados por sus padres al cirujano eran generalmente de familias humildes. Esperaban que el sacrificio al que iban a someter a sus hijos sirviera para hacerles ricos. De los que sobrevivían, la mayor parte tenía su destino en el coro de una iglesia; sólo unos pocos lograrían dejar sus nombres escritos en las enciclopedias.
Carlo Broschi fue uno de ellos. Nació en las cercanías de Nápoles. Contrariamente a lo que era corriente, su familia era acomodada, pero la prematura muerte de su padre complicó la situación económica de la familia y posiblemente fuera la causa de que sobre el joven Carlo, aún niño, cayera el filo del cirujano. Educado por el maestro Nicolás Porpora, Carlo resultó un alumno aventajado. Él mismo adoptó el nombre de Farinelli, con el que pasaría a la posteridad. Cantó en Nápoles, Venecia, Viena, Londres…, su fama le precedía. En 1737, con treinta y dos años, en la cima de su fama, Isabel de Farnesio, segunda mujer del enloquecido Felipe V, lo trajo a España. El rey aliviado de su locura por los trinos del cantante no lo dejaría volver a su Italia natal. Farinelli se ganaría su confianza. Polifacético, no sólo cantó. Asesoró a los reyes en muchos asuntos, artísticos y de toda índole: los jardines de Aranjuez serían remodelados por él. Al morir Felipe, su hijo Fernando VI lo retendría en España haciendo las delicias de éste y de doña Bárbara de Braganza, la reina. Tras más de veinte años de servicio a los Borbones, otro rey de esta dinastía, llegado para ocupar el trono de España desde Nápoles, la tierra del cantante, lo despidió diciendo: “Los capones no los quiero más que en la mesa”. Farinelli volvió a Italia, donde retirado vivió los últimos veinte años de su vida, muriendo en Bolonia en 1782.
Carlos III |
El siglo XIX marcó el declive de las interpretaciones operísticas de los castrati. José Bonaparte, prohibió, siendo rey de Nápoles antes que de España, la enseñanza de los estudios musicales a los castrati en los conservatorios napolitanos. La práctica de la castración, siempre prohibida, casi siempre tolerada, se veía como abominable. Los castrati dejaron los teatros. Ya sólo se les podía escuchar en los coros de las iglesias. A finales del siglo XIX, únicamente en la capilla Sixtina, hasta que en 1902 el papa León XIII prohibió también allí la participación del último de los castrati, Alessandro Moreschi, que aún siguió cantando hasta su definitiva retirada en 1913. Moreschi falleció en Roma, su ciudad natal, a los 64 años, olvidado y solo; sin embargo, resistiéndose al olvido quiso que la posteridad le recordara.
Entre 1902 y 1904, Moreschi realizó una serie de grabaciones que han llegado hasta nosotros. En ellas se puede apreciar su peculiar voz. Son el testimonio de un fenómeno que, aunque muy antiguo, tuvo en los siglos XVIII y XIX su máximo esplendor: un oropel cubriendo la miseria humana.
Nota: En el siguiente enlace se puede escuchar, en la voz de Alessandro Moreschi, el Ave María de Bach en una grabación de 1904 que, con independencia de las consideraciones de todo tipo que puedan hacerse, es un histórico documento sonoro de grandísima importancia: http://youtu.be/slhhg8sI6Ds