El viajero ha entrado en Portugal por la frontera de Salamanca. Antes ha hecho parada en Ciudad Rodrigo. Sabía el viajero, antes de llegar a este pueblo con nombre de ciudad y apellido de caballero, que sería buena una visita(1). Está amurallada y rematada por castillo, pero es la plaza mayor, con su ayuntamiento plateresco a la cabeza, es decir en un extremo de la plaza y con los palacios de antiguos nobles a los lados, lo que da vida a la ciudad. De la plaza, bulliciosa, nace el camino que conduce a la catedral; que Ciudad Rodrigo es sede episcopal y tiene catedral, con coro de mucho mérito y otras cosas que no debe dejar de ver el viajero. Sobre el coro, a uno y otro lado dos órganos, uno grande y otro chico, distintos en tamaño, parejos en hermosura. El coro es una filigrana de motivos florales. El viajero se fija. En el asiento del obispo, sobre su respaldo, una talla de San Pedro dominando todo. En un asiento lateral, en la parte inferior de uno de sus brazos, discreta, un pequeña figura de un hombre en posición poco decorosa, que el viajero evitará describir, parece puesta allí como si quien la talló se burlara de quien encargó decorar la obra.
El viajero una vez en Portugal ya no se detiene hasta llegar a Oporto, que es ciudad antigua, con edificios ennegrecidos por el paso de los años. Antes, para llegar a ella, en la ribera norte del río Duero, el viajero ha cruzado Vila Nova de Gaia. Hay allí modernos hoteles, centros comerciales, y en la ladera que desciende hasta la ribera sur del río las bodegas del famoso vino. Amarrados, los rabelos recuerdan como tiempo atrás eran traídos hasta las bodegas los racimos de uvas que Duero arriba se vendimian para confeccionar los caldos, que son variados: tintos, retintos, rubíes, blancos, Unos dulces, otros secos. Imitaciones de estos barcos rabelos, de recientes botaduras, sirven hoy para dar paseos a turistas bajo los arcos de los siete puentes que unen ambas márgenes del río. El viajero se mezcla y confunde con los turistas. Realiza el recorrido. Pasa bajo los modernos puentes; y sobre los antiguos: el de Luis I, construido por Teofilo Seyrig fue inaugurado en 1886, el de María Pía, una de las primeras grandes obras de Gustavo Eiffel, fue terminado en 1877. El viajero mira y decide adonde irá después con sus propios motores: en Vila Nova al monasterio de la Sierra del Pilar. Sabe que la UNESCO lo distinguió como patrimonio de la humanidad. Procurará subir al mediodía, con el Sol al sur. En Porto, a la Sé , con el palacio episcopal asomado al Duero.
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Monasterio de la Sierra del Pilar. |
El rabelo atraca y el viajero se aplica a la búsqueda de un restaurante. Recorre la Ribeira y en una calle trasera, en los bajos de la antigua muralla fernandina, encuentra uno: aseado, coqueto y casi lleno de portugueses de buen aspecto. El viajero contento toma asiento en la única mesa libre. Una camarera, prototipo de lo que el viajero piensa es la raza lusitana, morena, bajita, regordeta y algo bigotuda, le atiende muy sonriente. El viajero pide bacalao y sardinas assadas, platos típicos que cree podrá comer al estilo local, y espera. Y vaya si espera. Una vuelta completa de la manilla grande del reloj tarda en tener la comida sobre la mesa. El viajero que ha protestado varias veces por la demora ha perdido el apetito, el tiempo y el humor. Pese a todo come: El bacalao esta bueno. Las sardinas, no. Enteras, sin limpiar, con las vísceras y la sangre dentro, casi crudas. No volverá a probarlas, aunque sí las volverá a ver así en platos ajenos.
El viajero tiene poca digestión que hacer. Se dirige a la Catedral. Entra en ella, recorre sus dos naves laterales de arriba abajo y entra en el claustro. Es gótico y, como casi todo en Porto, tiene adornados sus muros con azulejos. El viajero verá muchos de estos retablos cerámicos en las iglesias de la ciudad. San Ildefonso, Santa Catalina, la Iglesia do Carmo forran con ellos sus muros exteriores. Identifican los terrenales templos con las alturas celestiales; y al viajero, descendiendo a latitudes más prosaicas, se le antoja que sirvan para impermeabilizar los edificios, donde, muy a menudo, la humedad atlántica cae del cielo cuando éste se torna gris. El viajero descubre después que muchos de estos azulejos son más recientes de lo que pudiera pensarse. Jorge Colaço fue uno de los artistas dedicados a estas decoraciones. Los azulejos de la céntrica Iglesia de Congregados y los paneles que decoran el vestíbulo de la estación de San Bento fueron obra suya. También los de la fachada de la iglesia de San Ildefonso, que en número de once mil, fueron pintados a mano por Colaço y colocados en 1932.
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Iglesia de San Ildefonso. |
Al día siguiente, desde el terreiro da Sé el viajero, en un derroche de facultades, se deja caer por las escalinatas que como un dédalo descienden hacia la Ribeira. Sin querer, se aproxima a la base del puente de Luis I. Ve pobreza, casas humildes, todas tienen en su puerta una pila fregadero portátil. El viajero ve poca gente. Es pronto. Los gatos parecen ser los únicos despiertos a estas horas. El viajero asciende por otras escalinatas y llega al tablero superior del puente. Se dirige al centro de la ciudad, que esta cerca. Allí, el trasiego es grande. Ve la estación de San Bento, la Iglesia de los Congregados y desde la Plaza de la Libertad , la Avenida de Aliados con el ayuntamiento a su final; y la calle dos Clérigos con iglesia y torre del mismo nombre. Esta torre barroca, la hizo Nicolau Nasoni, el artísta italiano que en los años mil setecientos llegó a Oporto, y se quedó en él hasta el final de sus días, llenando la ciudad de buen hacer. Ya vio el viajero el atrio de la Sé , y ahora admira la Torre dos Clérigos, que fue el edificio mas alto de Porto durante mucho tiempo, y el viajero diría que sigue siéndolo si no fuera porque ha leído lo contrario.
El viajero parte ya de Oporto. Es temprano. Se despide de la ciudad, pero a diferencia de otras ciudades parece ser contestado. Son las gaviotas, omnipresentes, que en esas nacientes horas del día parece, con sus gritos, devolverle el adiós.
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Gaviota sobre la muralla Fernandina. La muralla recibe este nombre en recuerdo del monarca, Fernando I el hermoso, en cuyo reinado concluyeron las obras. |
(1) El caballero que dio nombre a la ciudad se llamaba Rodrigo Girón. Ayudó al rey Alfonso VI a subir a su caballo tras una caída. Al auparlo rasgó las ropas del monarca arrancándole un jirón, que añadió a su nombre.
Nota: Más fotografías de Oporto en Galería Fotográfica.