Aunque
la Constitución
de 1812, en su artículo 361, dejaba claro que “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma
que fuere llamado por la ley”, pronto se vio cómo el interés de algunos no
estaba conforme ni siquiera con la primera palabra del precepto. Poco a poco,
primero en la ley de quintas de 1823, que autorizaba el establecimiento de la
sustitución para la prestación del servicio militar; y luego, ya sin reparos,
en la Ordenanza
de 1837, la redención por dinero, las clases más pudientes encontraron el cauce
legal para eludir el envío de sus hijos al servicio de armas.
No
es de extrañar que así sucediera. España durante casi todo el siglo XIX anduvo
enfrascada en continuos conflictos civiles y coloniales. Especialmente las
guerras en Cuba y Filipinas fueron devastadoras para unas tropas mal
pertrechadas, más por las durísimas condiciones de las selvas en las que se
enfrentaban al enemigo que por la propia lucha en los frentes.
Tal
situación de injusticia consentida por la ley tuvo respuesta por los afectados,
los hijos de las clases bajas. En muchos casos la solución fue la de abandonar
sus domicilios e instalarse en el extranjero antes de ser llamado a quintas, de
manera que su falta de incorporación a filas se justificase con su ausencia.
Pero los mozos que así actuaban, sin serlo del todo, parecían prófugos. Los
gobiernos tomaron medidas limitando la concesión de permisos para emigrar y se
implantaron fianzas con las que en caso de no volver al ser llamados, el propio
gobierno las usase para la sustitución del mozo ausente por otro.
También
el ingenio y la trampa tuvieron su papel a la hora de dar esquinazo al
alistamiento por medio de la sustitución: impedidos, enanos y todo tipo de deficientes
se ofrecían o eran ofrecidos, por módicas cantidades, para sustituir a los
mozos. Estos quedaban liberados, y aquellos siempre exentos, por inútiles,
de prestar el servicio; otras veces quienes
se ofrecían, también a buen precio, eran holgazanes o gentes de mal vivir, que
resultaban finalmente caros a los sustituidos, pues nada más ponerse el
uniforme desertaban y volvían a su transeúnte vida, dejando al mozo sustituido
en difícil situación, que solía resolverse con su propia incorporación a filas.
Pero
es en la redención por dinero donde la injusticia se hacía más patente y cuando
las diferencias entre clases sociales se manifestaban en toda su crudeza. Si
resultaba penoso para los padres de las clases más pobres ver como sus hijos partían
camino de guerras que poco les importaban, mucho más angustioso era recibir los
partes de las bajas en las que figuraban sus hijos, mientras veían pasear por
las calles a los de sus vecinos ricos liberados del servicio y de una muerte
casi segura.
Para
impedirlo las familias trataban por todos los medios de alcanzar los recursos necesarios
para evitar a sus hijos un futuro tan poco halagüeño. El precio para conseguir la
sustitución y la redención a metálico fue muy variable a lo largos del siglo
XIX. A finales del siglo, próximos los desastres del 98, eludir el servicio
militar en la península suponía pagar 1.500 pesetas y 2.000 pesetas en
ultramar, cantidades muy considerables para la época y difícilmente asequibles
a las clases más bajas que, pese a todo, intentaban por todos los medios
posibles liberar a sus hijos de tan infausto destino.
Comenzaron
a proliferar las casas de seguros especializadas en la liberación de mozos. Y
así los padres, desde el nacimiento de sus
hijos varones, comenzaban a pagar unas primas que asegurasen el capital
suficiente para liberar a sus hijos del servicio militar. No era ésta la única
forma ni la menos gravosa, aún suponiendo un exigente sacrificio para aquellas
pobres familias; los prestamistas, bien organizados en cajas de crédito,
ofrecían a un interés usurario el importe necesario para la redención de los
mozos. Estas Cajas se extendieron por toda España exigiendo a los
prestatarios, generalmente campesinos, avales sobre sus cosechas y ganado. Los
abusos de estas compañías obligó al Estado a intervenir, constituyendo en 1859
el Fondo de Retenciones y Sustituciones, con lo que el Estado se convirtió en
el principal gestor de las sustituciones del servicio militar por dinero.