España
y Portugal, unas veces por la fuerza, otras de grado, han coincidido en un
destino único durante algunos periodos de la historia. Primero como parte de las provincias romanas,
luego con las invasiones bárbaras de alanos, suevos y visigodos, que camparon
por unas y otras tierras, sustituyendo a la mayoría hispanorromana. También
siglos después, hasta que en el siglo XII buena parte de Portugal había sido ya
reconquistada para la cristiandad y gobernada por condes, en realidad delegados
de los reyes astur-leoneses.
Fue
entonces cuando Enrique de Borgoña contrajo matrimonio con Teresa León, hija de
Alfonso VI de Castilla, y el rey castellano, en recompensa por las conquistas
logradas por Enrique, entregó al matrimonio el gobierno del condado de
Portucal. La independencia llegó tras la muerte de Alfonso VI, pues Enrique se había
declarado conde independiente, a cuya muerte fue Teresa León quien se hizo cargo
del gobierno durante la minoría de edad de Alfonso Henriquez, quien sería el
primer rey portugués.
Desde
entonces, fue Portugal casi siempre independiente; y así seguiría siendo, bien
con la casa de Borgoña al principio, bien con la dinastía Avis, a partir de
1385, cuando el 15 de agosto de ese año, en Aljubarrota, las tropas de Juan I,
vencieron, pese a su inferioridad numérica, que no táctica, a las del
castellano Juan II, dando el espaldarazo definitivo a la soberanía portuguesa.
De tanta importancia fue aquella victoria para Portugal que Juan I fundó, para
recuerdo, el monasterio que los portugueses llaman de Batalha, aunque su nombre
sea el de Santa María da Vitoria. Y es que en Portugal hablar de batalla, así,
a secas, y de Aljubarrota es decir una misma cosa; y por eso el sustantivo ha
ganado allí el derecho de escribirse con mayúscula.
Así
siguieron las cosas para Portugal, hasta que el rey Sebastián, en plena
expansión lusa, en lucha con el rey de Fez, perdió la vida, o eso se dijo, y
así lo creyeron muchos, no todos, en la batalla de Alcazarquivir, en 1578. El
rey murió en Marruecos sin dejar descendencia; y fue entonces cuando los
caminos de España y Portugal volvieron a unirse. Felipe II, uno de los nietos
del rey Manuel defiende sus derechos y Portugal y España, si bien por la
fuerza, vuelven a ser uno. Apenas sesenta años dura esta situación. En 1640
comienza una época de turbulencias para la monarquía hispánica. La política
llevada a cabo por el conde-duque de Olivares enciende fuegos en Cataluña,
Aragón, Andalucía, Sicilia, Vizcaya y Portugal. Francia e Inglaterra, como no,
avivan el fuego en lo que pueden, que es mucho, y la situación se vuelve
crítica. Muchos frentes para una monarquía en constantes luchas en el exterior.
En Portugal, en diciembre de 1640, nobles portugueses nombran al duque de
Braganza rey. Varias batallas se sucedieron, hasta que en 1668 por el Tratado
de Lisboa, siendo ya rey portugués Pedro II, fue reconocida la independencia lusa.
Al
llegar el siglo XIX, sobre todo por parte de republicanos y federalistas,
parece renacer un impulso reunificador. Llegan tiempos de nacionalismos
integradores: Italia, Alemania se afanan en ello. En España, con esa misma
pretensión, se alternan las uniones dinásticas con las ideas federalistas como
las planteadas por Pi y Margall.
Tras
la revolución del 1868, cuando España busca rey, el gobierno piensa en un
candidato portugués. Pone los ojos en Fernando de Coburgo, el rey viudo de
María II. En España hay quien piensa, una vez más,
en una posible unidad ibérica, muy improbable, pues allí reina Luis, el
hijo tenido por Fernando y María, pese a lo cual la prensa española inicia una
campaña unionista. De poco servirá, aún más, servirá para todo lo contrario.
Fernando rechaza la oferta. Tiene otros planes. Seduce más al rey viudo cierta
cantante de ópera que la corona de España(1).
El
sentir amistoso de las dos naciones y las dificultades para su integración, tan
perseguida a veces, como buscada su separación cuando unidas estuvieron, se
puede entender recordando una famosa anécdota protagonizada en tiempos no muy
lejanos, a mediados del siglo XX, por el marqués de Lozoya, Director General de
Bellas Artes y su homólogo portugués don Antonio Ferro, ambos además buenos
amigos: trataban, los dos, asuntos propios de su competencia, proponiéndose
programas de colaboración en materias artísticas. La confianza con la que se
relacionaban les permitía hablar sobre deseos más audaces. El marqués en uno de
sus encuentros opinó sobre cuán interesante y provechoso sería para Portugal y
España la fusión de las dos naciones peninsulares. Ferro casi siempre de acuerdo
con el español asintió dándole la razón al marqués sobre los beneficios que la
amistad entre los dos países podría traer para ambas naciones, al tiempo que preguntaba
al marqués si conocía la poesía provenzal trovadoresca. Dijo el marqués que sí,
pero que no entendía bien por qué le preguntaba sobre ello, si nada tenía que
ver con el asunto del que estaban hablando. Ferro le habló entonces sobre cómo
los trovadores dedicaban a las damas objeto de su pasión los más bellos
poemas, manifestando siempre su más fervoroso amor, pero sin pensar jamás en el
matrimonio con ellas.
(1) Fernando de Coburgo rechazó
de forma descortés el ofrecimiento hecho por los enviados del general Prim,
anunciando su próximo matrimonio con la cantante Elisa Hendler.