Apenas
han transcurrido tres meses desde que el rey Amadeo saliera de España y se
constituyera la Asamblea republicana. Se han celebrado elecciones a Cortes
Constituyentes y, como antes, nada más
formadas, las desconfianzas y riñas entre republicanos comienzan a sucederse. Federalistas
de izquierdas: intransigentes unos, moderados otros; radicales, unitarios temerosos
de la desmembración del Estado, todos parecen ser los miembros de una familia
mal avenida.
A
la hora de formar un nuevo gobierno Pi y Margall es el encargado de nombrarlo,
pero las diferencias entre los grupos lo impiden. Es entonces cuando sucede lo
que en términos taurinos conocemos como "espantada". Fracasado el intento de Pi
de formar gobierno, piensa éste que es el dimisionario Figueras, al que se le ofrece
de nuevo la presidencia, quien tiene que ver en su rechazo; pero a don
Estanislao, cansado, contrariado con el comportamiento de don Francisco y muy
afligido por el reciente fallecimiento de su esposa, que se ve de nuevo
presidente del Poder Ejecutivo, se le presenta el requerimiento como res
imposible de lidiar y no tiene mejor ocurrencia que coger los trastos y
retirarse, sin previo aviso, a Francia. La sorpresa de la marcha de Figueras,
tan grande como se podrá suponer, facilita un nuevo intento de Pí y Margall por
formar gobierno que, ahora sí, lo logra. Poco durará su mandato, apenas un mes
y ocho días, tiempo en el que España se convierte, si no lo era ya, en un polvorín. Razones hay para ello.
Si
Pi y Margall no tiene el predicamento de su antecesor Figueras, sus ministros
tampoco contribuyen al prestigio del gabinete. Desconocidos la mayoría, Nicolás
Estévanez, antes Gobernador Civil de Madrid, es de los pocos con cierto renombre.
Ocupa el ministerio de la Guerra, cartera la de este ministerio fundamental en
un país enfrascado en dos: contra los carlistas y contra los rebeldes en Cuba.
Su nombramiento, no obstante, era el anuncio de un fracaso. El mismo Estévanez
cuenta en sus memorias cómo fue votado con tan amplia mayoría en las Cortes,
tras la entrevista que mantuvo con don Emilio Castelar en la biblioteca del
Congreso. Castelar es el primero en hablar y va al grano:
─Las
Cortes ven con buenos ojos su nombramiento como ministro de la Guerra; también
muchos diputados amigos míos, que esperan mi recomendación; pero yo tengo
dudas, no sé qué haría usted en el ministerio si fuese elegido.
─Pues
miré usted ─contesta Estévanez─, nunca he tenido esa ambición, y como nunca he
pretendido ser ministro, nunca he pensado en un programa con el que postularme,
así que lo más probable, si insisten en nombrarme ministro, es que no haga en
el ministerio absolutamente nada.
─Pues
entonces ─dice don Emilio─, cuente con nuestro voto.
Tampoco,
una vez nombrado, tiene Estébanez mucho tiempo para arrepentirse de sus
perezosas inclinaciones. A los trece días de su nombramiento el general Socias,
desde su escaño en las Cortes, acusa al ministro de desertor durante su
estancia en Cuba como capitán. El escándalo es enorme y Estébanez dimite. Pocas
veces un político cumplió su propósito de modo tan escrupuloso ante quienes le
votaron.
No
es sólo la guerra civil, que desde hace más de un año se mantiene con el
pretendiente Carlos María de Borbón, que el 16 de julio entra de nuevo en
España después de su huída el año anterior ante los avances de general
Moriones; son desdicha de la nación española también la anarquía, la
indisciplina del ejército, la depauperada hacienda pública(1), el cantonalismo, que se extiende sin cesar por el
solar español, convirtiéndolo en una jaula de grillos: Andalucía se declara
independiente, Sevilla quiere también ir por su lado, Málaga también se constituye en cantón y Toledo
y Salamanca; Castellón y Valencia
también se pronuncian , y… Cartagena.
La
mayoría fueron de vida efímera, de apenas algunos días; pero en Cartagena la
situación pasó a mayores. Éste y el resto de los problemas que España tiene ya
no serán de Pi y Margall, que dimite el 18 de julio, sino de don Nicolás Salmerón
que hereda tan lamentable estado de cosas. Será por poco tiempo también.
Proclamado
en Cartagena el 12 de julio el Cantón Murciano, los sublevados, a cuyo mando
está Antonio Gálvez, diputado del grupo de los intransigentes, toman el
ayuntamiento y destituyen al gobernador de Murcia. Sin que nadie lo pueda
impedir el general Contreras se presenta en Cartagena. Se pone al mando. Se
toman los fortines y castillos de la plaza, el Arsenal con toda la flota, se forma
un Comité de Salud Pública, cuyo nombre habla a las claras del sesgo del
movimiento. Es éste comité el embrión de un futuro gobierno, que a su tiempo
preside Contreras, que parece así desquitarse de no haber sido nombrado
ministro en Madrid; y en el que Gálvez, asume la cartera de ultramar y se
atribuye el grado superlativo de generalísimo de tierra y mar.
Ayuntamiento de Cartagena |
Bien armados, con la escuadra bajo su mando, los sublevados no tienen la intención de permanecer inmóviles. El “generalísimo” Gálvez, con la fragata blindada Victoria arriba a Torrevieja y se apodera de los caudales de la aduana; el Gobierno, qué remedio, declara piratas los barcos en poder de los rebeldes; y no sólo eso, autoriza su abordaje y captura, a los buques de las potencias amigas. A la lógica de la disposición, habida cuenta la falta de oposición naval a la escuadra, ahora en poder de los cantonales casi toda, se opone el voto de los intransigentes, Roque Barcia a la cabeza, que favorables al movimiento cantonal, además, consideran indigna la autorización dada a naciones que en seis meses aún no han reconocido la República española. Firmes en su propósito los cantonales, tratan de aparentar lo que no son: se incautan de cuantos objetos de plata pueden y fundida toda, emiten sus propios duros de plata; llevan impresa la leyenda: Revolución Cantonal.
Irreductibles
los cantonalistas, sus barcos prosiguen las escaramuzas. El general Contreras,
ministro de Marina también, mientras Gálvez toma el camino de Orihuela con
intención de saquearla, inicia una loca singladura. Con las fragatas Victoria y
Almansa bombardea Almería y exige el pago de contribuciones antes de continuar
su derrota hacia Málaga; pero pronto se ven acechados por buques alemanes,
franceses e ingleses. Rondan aquellas aguas la fragata prusiana Friederick Karl
y la británica HMS Swiftsure, que mejor gobernadas dan cuenta del vapor Vigilante. Más
tarde también de la Victoria y la Almansa, que son llevadas a Gibraltar,
dejando libre al general Contreras.
Pese
al éxito de los generales Pavía y Martínez Campos, llamados a escribir muy
pronto sonoras páginas de la historia, reduciendo los cantones de Sevilla y
Valencia, la indisciplina en el ejército sigue siendo asunto preocupante. A Salmerón,
hombre cultísimo y de gran prestigio, la objeción de su conciencia le impide
firmar unas condenas a muerte a las que habían sido sentenciados unos
desertores del ejército, y antes de confirmarlas lo que firma es su propia
dimisión como presidente de Poder Ejecutivo. Es el 7 de septiembre. Como Pi y
Margall antes que él, tampoco ha logrado mantener su gobierno ni dos meses.
Tras varios intentos negociadores fallidos, el
gobierno, ahora bajo la presidencia de Castellar, envía a Cartagena los pocos barcos
que quedaron en su poder más los incautados a los rebeldes. Aunque la
oficialidad es buena, la mayor parte de los barcos a cuyo mando se ponen son
pocos, de madera y muy antiguos. En
realidad poco más que unos corchos flotando en el mar que poca resistencia
pueden oponer a la flota rebelde, por mal mandada que pueda estar. Presentes
los barcos del gobierno frente a las aguas de Cartagena, la flota cantonalista se
hace a la mar con intención de romper del bloqueo. Se intercambian disparos y
al fin la batalla queda en tablas: los rebeldes vuelven a Cartagena y los
leales a Gibraltar. Reducida Murcia, sólo la plaza de Cartagena resiste. En
condiciones cada vez más precarias, pero fortificados y realizando algunas
escaramuzas navales sobre puertos en los que conseguir suministros y vituallas,
iría el Cantón entre bombardeo y bombardeo languideciendo hasta su rendición
final.
El 8 de septiembre el nuevo presidente de
Poder Ejecutivo nombra sus ministros. Ha vencido en las votaciones a Pi y
Margall, el federalista que, como en anteriores ocasiones, incluso en la que
siguió a su propia dimisión, ha luchado por la presidencia. Muy criticado por
sus fracasos al frente de los ministerios o la presidencia puestos a su cargo,
Pi es un idealista carente de pragmatismo. España, si algo queda de ella, con
un dueño al Norte, varios al Sur y al Este, sin recursos, necesita un hombre de
Estado y los diputados, ya los intransigentes muy reducidos, ve en don Emilio
Castelar el único camino que seguir. Carente del sectarismo del que hicieron
gala sus antecesores, trata de restablecer el orden con autoridad, imponer la
disciplina en el ejército, contener los afanes separatistas, los avances
carlistas, cesar en la política antirreligiosa y, en resumen, pacificar los campos
y ciudades de España. La Republica cambia de signo, pero sigue viva. Pero para
llevar a cabo su plan hacen faltas dos cosas: más poderes y más dinero.
(1) Las necesidades de
financiación eran perentorias. Se pone la esperanza en la obtención de un
empréstito de los Estados Unidos de 1.500 millones de pesetas, ofreciendo las
rentas de Cuba de los siguientes veinte años entre otras concesiones, pero
finalmente el negocio no se formalizará.