“Sire: Votre Majesté a été proclamé Roi
hier soir par l’armée espagnole. Vive le Roi”. Ésta es la anónima nota recibida por el joven don Alfonso durante su estancia en el antiguo palacete Basilewski, rebautizado como
palacio de Castilla, residencia de la exiliada Isabel II, durante la visita que
el futuro rey hacía a su madre para celebrar el fin del año 1874. Tiene don
Alfonso diecisiete años recién cumplidos y culminan así los esfuerzos por
restaurar al joven Borbón en el trono de España.
Si el artífice económico de la Restauración es don José Isidro Osorio y Silva, duque de Sesto y marqués de Alcañices, que ha comprometido su fortuna, hasta verla muy mermada, en el mantenimiento de la corte de Isabel en el exilio, la educación del príncipe y atraer las voluntades a favor del joven Borbón, Don Antonio Cánovas del Castillo es el artífice político. El 31 de diciembre de 1874 don Antonio forma gobierno, que el nuevo rey, nada más llegar a España el 9 de enero siguiente, confirma mediante Real Decreto. Después, una vez en Madrid, don Alfonso emprende viaje al Norte. Aunque resueltos muchos de los conflictos ocurridos durante la República, persiste el problema carlista, pues su ejército se mantiene vigoroso y audaz en sus asaltos. Alfonso XII está dispuesto a cambiar ese estado de cosas, y su presencia en el frente cree Cánovas que contribuirá a cambiar el rumbo del conflicto; pero los resultados no son los esperados. En Lácar, el ejército liberal es vencido y Alfonso XII a punto de ser capturado. Durante aquellas jornadas hasta su vida corre peligro, tal es la cercanía al frente del joven rey. Convive con los soldados, come del mismo rancho que ellos y duerme en las tiendas del frente. Una mañana, al amanecer, sale de su tienda. El comandante Torrijos se acerca a él. Le está presentando la novedad. De pronto una bala alcanza al comandante. Don Alfonso se inclina para atenderle: “Animo, teniente coronel” le dice decretando así, allí mismo, su ascenso.
Y sin embargo, a partir de entonces, durante la campaña de 1875, el ejército carlista fue cediendo terreno. El 27 de febrero del año siguiente, por el paso de Valcarlos, el pretendiente abandona España. Ya nunca volverá. Y Alfonso XII comenzará a ser conocido como el rey pacificador.
Si el artífice económico de la Restauración es don José Isidro Osorio y Silva, duque de Sesto y marqués de Alcañices, que ha comprometido su fortuna, hasta verla muy mermada, en el mantenimiento de la corte de Isabel en el exilio, la educación del príncipe y atraer las voluntades a favor del joven Borbón, Don Antonio Cánovas del Castillo es el artífice político. El 31 de diciembre de 1874 don Antonio forma gobierno, que el nuevo rey, nada más llegar a España el 9 de enero siguiente, confirma mediante Real Decreto. Después, una vez en Madrid, don Alfonso emprende viaje al Norte. Aunque resueltos muchos de los conflictos ocurridos durante la República, persiste el problema carlista, pues su ejército se mantiene vigoroso y audaz en sus asaltos. Alfonso XII está dispuesto a cambiar ese estado de cosas, y su presencia en el frente cree Cánovas que contribuirá a cambiar el rumbo del conflicto; pero los resultados no son los esperados. En Lácar, el ejército liberal es vencido y Alfonso XII a punto de ser capturado. Durante aquellas jornadas hasta su vida corre peligro, tal es la cercanía al frente del joven rey. Convive con los soldados, come del mismo rancho que ellos y duerme en las tiendas del frente. Una mañana, al amanecer, sale de su tienda. El comandante Torrijos se acerca a él. Le está presentando la novedad. De pronto una bala alcanza al comandante. Don Alfonso se inclina para atenderle: “Animo, teniente coronel” le dice decretando así, allí mismo, su ascenso.
Y sin embargo, a partir de entonces, durante la campaña de 1875, el ejército carlista fue cediendo terreno. El 27 de febrero del año siguiente, por el paso de Valcarlos, el pretendiente abandona España. Ya nunca volverá. Y Alfonso XII comenzará a ser conocido como el rey pacificador.
Dominada
la escena política por Cánovas con la
promulgación el 30 de junio de 1876 de una nueva Constitución, son los amores y
amoríos del rey, sus venturas y desgracias, los que mantienen el interés del
pueblo por su monarca: su boda por amor, como
lo hacen los pobres, con María de la Mercedes, hija del duque de Montpensier;
la desgraciada muerte del amor; sus escarceos con la contralto Elena Sanz,
también con otras muchas; su matrimonio, ya sin amor, por razones de Estado,
con María Cristina de Hasburgo, ella sí enamorada.
Pero
si el pueblo está pendiente de su rey, el rey también está pendiente de su
pueblo. Durante las inundaciones ocurridas en Murcia en el otoño de 1879 el rey
visita los pueblos anegados por las aguas. En un momento dado un hombre de
edad, cubierto de barro se abraza al monarca. Ninguno de los hombres dice
palabra; pero sus ojos vidriosos dicen más que el movimiento de los labios.
Cuando se le recordaba el episodio el rey solía decir: “Ha sido el discurso más hermoso que he oído en mi vida”. Lo mismo
ocurre cuando varios terremotos asuelan extensas zonas de Andalucía, sobre todo
en Granada y Sevilla; y más tarde cuando la muerte acechándole ya, se presenta
en Aranjuez, contra la opinión de médicos y gobierno, para asistir a los
afectados por la epidemia de cólera que diezma la población. Hasta seiscientas
personas fallecen diariamente en España a causa de la enfermedad. Se había
introducido la epidemia por los puertos de Valencia y Murcia durante la
primavera de 1885, pero pronto se extendió por otras regiones, llegando en
verano de aquel año a Madrid. Durante las horas que dura su visita ofrece el
Palacio del Real Sitio para alojar en él, si ello fuera necesario, a los
afectados y después, se dirige al hospital Civil para agradecer en persona la
labor que la madre superiora de las Hermanas de la Caridad, al servicio de
aquel hospital, prestan a los enfermos; propósito que no puede cumplir, pues la
Superiora de la orden, contagiada del mal, se halla al borde de la muerte.
Durante
los casi once años de reinado Alfonso XII gana el título de rey pacificador, apelativo poco
difundido. Los gobiernos de Cánovas y Sagasta, sobre todo los del primero se
emplean en conseguir o conservar la paz. El fin del conflicto carlista al
principio del reinado, la paz de Zanjón, en Cuba, poniendo fin a la Guerra Grande, aquélla
nacida en 1868 con el grito de Yara, paz
efímera, rota por la Guerra Chiquita, a la que el general Polavieja puso fin
con victoria española, fueron algunas de las paces obtenidas para dicho
reconocimiento.
Y aún tiene tiempo Alfonso XII, al final de su
reinado, de ejercer como rey pacificador o al menos, contribuir a la paz. Se
había celebrado en Berlín la conferencia que con el nombre de la capital
alemana a pasado a la historia. Allí se habían repartido los ricos países
europeos el África negra. Eran tiempos de auge colonial, y las naciones con
pretensiones, muchas, y con poder, unas pocas, trataban de consolidar imperios
coloniales. El océano Pacífico, poblado de millares de islas, muchas sin más
dueños que los nativos que las habitaban, eran apetecidas por los voraces
países europeos y los Estados Unidos.
Uno de aquellos archipiélagos es el de las islas Carolinas, descubiertas,
en el siglo XVI, por navegantes españoles y bautizadas así en homenaje al rey
Carlos II. Colonizadas al principio, los misioneros que las habitaron fueron
asesinados por los nativos. La falta de interés y de medios las mantuvo en el
olvido hasta que el ánimo expansionista alemán alerta a España. Ambas naciones
envían buques a fin de izar sus banderas en el archipiélago: España en la
tierra que considera propia y Alemania en la tierra en la que considera no ha
tomado posesión España. El 12 de agosto de 1885 el embajador alemán en España
anuncia al gobierno de España la intención de ocupar Las Carolinas, ante el
abandono español. La creciente tensión en las relaciones entre los dos países
se ve acompañada por muestras de indignación popular que clama contra todo lo
alemán. Alfonso XII escribe una carta al emperador Guillermo, mientras Cánovas
y Bismark acaban aceptando el arbitraje del papa León XIII, quien con
salomónica sabiduría otorga la soberanía a España y ciertos derechos
comerciales al Imperio Alemán.
En
noviembre el estado del monarca es de suma gravedad. Está en el palacio del
Pardo a donde se ha trasladado con la vana esperanza de aliviar los síntomas de
su enfermedad. El día 23 sufre una recaída. Postrado en su lecho, Alfonso XII
agoniza. El día 25, a
las nueve menos cuarto de la mañana, con la reina a su lado, rodeado de su
familia, la corte y el gobierno, el rey fallece.
Al
mismo tiempo, en otro lugar de Madrid, en su domicilio del número 14 de la
calle que lleva su nombre, otro hombre, importante en la historia reciente de España, agoniza
también. Es don Francisco Serrano, duque de la Torre. Admirado unas veces,
criticado otras, fue militar y político, presidente del gobierno, jefe de
Estado, regente, casi rey. Ahora yace
enfermo del corazón. Dicen que en su agonía, animado por una fuerza
desconocida, se incorporó gritando:
─Dadme
la espada. El rey se muere y debo estar a su lado.
El
26 de noviembre, al día siguiente del óbito real, mientras se celebraban las
exequias del rey Alfonso, casi olvidado, ignorado en su postrer momento
entregaba su vida a Dios el último de los espadones del siglo XIX.