VIVIENDO JUNTOS

   Próximas las festividades navideñas, quiero cumplir con la tradición de felicitar las fiestas a los amigos de este blog con una breve entrada referida a alguno de los elementos y símbolos que caracterizan estas celebraciones: la estrella de Belén y los Magos de Oriente.

   Mucho se ha discurrido sobre si la estrella de Belén, la que guió a los Reyes Magos, podría ser el cometa Halley, algún otro cometa o una estrella nueva; sin embargo, el 17 de diciembre de 1603, Kepler, por entonces astrónomo imperial en la corte de Rodolfo II, ya había observado el cielo, como hacía de costumbre, y comprobado la conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis, lo que producía la extraordinaria luminosidad de una gran estrella. Tomó notas del caso, pero el tiempo dejó estas observaciones en el olvido y siguieron las especulaciones, hasta que en el siglo XIX los astrónomos revisaron los cálculos de Kepler. Hacía falta verificar que en los tiempos del nacimiento del Niño Jesús esa conjunción astral se hubiera producido. Y fue posible. En 1925 fueron descifrados unos escritos cuneiformes descubiertos en Babilonia. Entre las muchas noticias halladas había una relativa a las posiciones de Júpiter y Saturno en la constelación de los Peces. Las observaciones descifradas apuntaban a que en el tiempo del nacimiento de Jesús, durante cinco meses, ambos planetas habían podido ser observados en una posición tan próxima que los hiciera parecer una gran estrella moviéndose sobre el firmamento.



  Por la tradición creemos que esa estrella fue la que guió a los Magos de Oriente hasta el portal de Belén, que al principio no se decía cuántos eran, ni se decía nada sobre su edad o raza. Sólo el Evangelio de San Mateo dice algo de ellos sin precisar detalle alguno. Pero con el paso del tiempo se fueron definiendo las personalidades de los Reyes Magos. Se les dio nombre, se les puso edad y se le asignó la representación de las distintas razas conocidas entonces. Melchor representa la senectud y al continente europeo, Gaspar la juventud y las tierras de Asia y Baltasar la madurez y los reinos de África.

   Y ese espíritu universal que tratan de representar los Reyes Magos queda también reflejado en el sello de correos que ilustra esta felicitación: un ángel proclamando la armonía de vivir juntos, sea cual sea la raza, la religión o las ideas de las distintas sociedades que habitamos en el mundo.
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CANGAS DE ONÍS

   No es Cangas de Onís una localidad grande en población, pero sí en historia y renombre. Los casi trece siglos transcurridos desde que aquel asentamiento en el que los romanos dejaron huella con un puente que unía sobre el río Sella la calzada por ellos construida, entró en la historia por derecho propio, al convertirse durante más de cincuenta años en la corte y capital del incipiente reino cristiano de Asturias, no han hecho olvidar su importancia ni los hechos que en sus alrededores sucedieron. Bien lo supieron los cangueses que en el escudo de la población quisieron inmortalizar la enorme importancia de su pequeña ciudad con la leyenda: “Minima urbium, maxima sedium”.

   El viajero, cuando llega a Cangas de Onís lo primero que ve, aguas arriba, al cruzar el río Sella por la calzada de un moderno y supone que feo puente, es el famosísimo, y este sí hermoso, puente medieval. A él se dirigirá después de dar un paseo por la ciudad tomada por los visitantes que corretean arriba y abajo por una Avenida de Covadonga llena de cafeterías y tiendas de recuerdos.

   Pero como al viajero interesan poco estas cosas, aunque no niega haber comprado algún recuerdo, el viajero deja tan principal avenida y por una de sus bocacalles llega a la Capilla de la Santa Cruz. Está esta pequeña capilla levantada sobre un montículo en el que antes hubo otra más pequeña aún, erigida en tiempos de Favila, rey asturiano hijo de don Pelayo, y aún antes en los tiempos en los que las gentes ni siquiera sabían escribir, un túmulo funerario.


   Volviendo sobre sus pasos el viajero se acerca a río Sella para cruzarlo por el puente medieval, que de esa época es, aunque lo llamen romano, quizás porque antes del que hoy cruza el viajero hubo otro cuyo empedrado era parte de la calzada que unía Portus Victoriae y Lucus Asturum. Y si famoso es el puente, no lo es menos la Cruz de la Victoria que pende del gran arco central, réplica de la donada en 908 por Alfonso III, que se custodia en la catedral de Oviedo. Se colocó en el puente la reproducción de la cruz para conmemorar el retorno de la Virgen de Covadonga, la Santina, que al final de la guerra civil estuvo en Francia. La imagen había sido sustraída, y casualmente encontrada en el desván de la embajada de España en París, y traída a España, en su propio automóvil, por el embajador don Pedro Abadal, para ser entronizada en su cueva, en olor de multitud.

   Es la cueva y todo su entorno lugar de la máxima importancia en España, aunque cada cual posiblemente entienda esa grandeza por motivos distintos, pues lo aprecian como espacio natural de extraordinaria belleza unos; es lugar de peregrinación y oración ante la Santina, para otros; y, si no para todos, pues alguno habrá que no lo sienta así, para muchos otros, incluidos algunos de los anteriores, cuna de la Nación española. Porque allí donde se estrecha el valle hasta el paredón montañoso en el que en su cueva está hoy la Virgen, estuvo antes un pequeño grupo de astures que mandados por Pelayo hicieron frente a los sarracenos invasores que once años antes había puesto su pie en Europa.

   Era por entonces Anbasa valí de las tierras conquistadas. Había sustituido al anterior gobernador Al-Samah,  muerto en Tolosa, cuando después de tomar Narbona, las fuerzas agarenas trataban de conquistar los territorios francos de la Galia Narbonense.

   No habían considerado los invasores hasta entonces que un pequeño grupo de montañeses con algunos visigodos refugiados, que se negaban a pagar los tributos y se habían retirado a los valles, acosando a las escasas fuerzas de Munuza, el gobernador de aquella región, fuera un peligro; tampoco la administración de Munuza había alcanzado un desarrollo suficiente como para imponerse a los rebeldes refugiados en los valles, pese a perseguir a los insurrectos, que por otro lado, no parecía tuvieran la intención de reverdecer la monarquía visigoda, ni ninguna otra, todavía.  Pero sí tenía ese grupo de sublevados un caudillo: Pelayo, un antiguo espatario del rey don Rodrigo, hombre, sin duda, con carisma; posiblemente con ascendentes en la nobleza goda(1), muy probablemente combatiente en Guadalete, y enemigo de Munuza que había logrado atraer a buen número de astures y godos refugiados en las montañas y presentar batalla a los agarenos en los valles primero y, viéndose perseguido por nuevas fuerzas enviadas por el valí, donde los valles se encajonan entre pétreos muros, hasta formar las más angostas gargantas, después.

   Manda el ejército agareno enviado por Anbasa el general Alqama, que adentrándose por el valle del Sella alcanza la garganta donde está Pelayo con los suyos. Como las fuentes, todas bastantes posteriores a los hechos, tratan, las cristianas de magnificar la victoria de Pelayo y las musulmanas de minimizar su derrota, es difícil saber, salvo que fuentes contemporáneas por descubrir alumbren mayor conocimiento, las dimensiones del enfrentamiento: el número de soldados que con Alqama se adentró en la garganta de Covadonga para reducir a los rebeldes astures y los que con Pelayo defendían la cueva. Aquellos, a la vista del espacio disponible, serían, como mucho, unos pocos miles; éstos, unos pocos cientos que, es de suponer, estarían en la cueva y algunos en las aristas más elevadas de los paredones rocosos. Que unas y otras fuentes arrimen el ascua a su sardina, parece reconocimiento de que hubo lucha y que ésta no fue favorable a los invasores, habida cuenta que Pelayo, nombrado rey estableció su corte en Cangas de Onís.

   Pero el viajero deja estos avatares de la historia para mejor ocasión y se apresta a disfrutar de los encantos del paraje.


   Del arquitectónico, llama la atención del viajero que fuera Alfonso I quien, para conmemorar la victoria de Pelayo, mandara construir una pequeña capilla junto a la cueva, y que fuera en tiempos de Alfonso XIII, el último de los reyes españoles con ese nombre, cuando se terminara de construir la basílica actual. El viajero observa sus hechuras neomedievales, obra en su diseño del alemán Roberto Frassinelli y en su desarrollo técnico del arquitecto Federico Aparici, y que venía a rellenar el hueco dejado por el antiguo templo tras el incendio que lo consumió en la segunda mitad del siglo XVIII.

   De las maravillas naturales que ofrece la montaña, el viajero fía a la imaginación del lector los bosques frondosos, las pétreas crestas, los arroyos de sonoras aguas y los lagos de fondos oscuros.

(1) La versión más aceptada en la de que Pelayo fuese hijo de Fáfila,  un duque al servicio de Vitiza, que murió a manos del propio rey, lo que hace comprensible que Pelayo perteneciese al partido de Rodrigo.  Que el primogénito de Pelayo fuese llamado Fáfila, como el abuelo, si no es determinante, no hace más que reforzar ese supuesto.
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LAW Y LA BURBUJA DEL PASADO

   El 1 de septiembre de 1715 la luz del Rey Sol se apaga. Es Luis, su bisnieto, a quien corresponde sucederle, con el ordinal decimoquinto, en el trono de Francia, pero por su edad, cinco años, es el duque de Orleans quien se ocupa, al menos al principio, de la regencia del Reino.

   Heredaba el joven rey una nación empobrecida, y el nuevo regente unas finanzas próximas a la bancarrota. A causa de las guerras mantenidas por el Rey Sol, los gastos suntuarios y despilfarros reales, la deuda del Estado, que era como decir la del Rey, había alcanzado cifras insoportables.

   Para tratar de atenuar la desesperada situación, entre otras medidas, se decide devaluar la divisa, retirando todas las monedas de oro para reacuñarlas con el mismo valor facial, pero con un ochenta por ciento del oro contenido en las antiguas. Sin embargo, la situación es tan difícil que nada es suficiente para enderezar el quebranto de la hacienda.

   Fue entonces cuando, como ángel caído del cielo, llegó ante el Duque un antiguo conocido, compañero, a veces, de juegos y juergas. Se llamaba John Law y había nacido en Edimburgo en 1671. Hijo de un orfebre, que ejercía como banquero, el joven Law había estudiado matemáticas y economía, siendo iniciado en el negocio familiar. A sus diecisiete años murió su padre y Law quedó dueño de una fortunita más que considerable. Como era de carácter inquieto, vivo el genio y espíritu aventurero, al poco viajó a Londres. Además de los ejercicios físicos, se aficionó a los juegos de azar y a los galantes. La primera de esas aficiones trajo como consecuencia la pérdida de casi todo su peculio; la segunda, que incluía devaneos amorosos de cierto peligro, la de un duelo que costó la vida a su oponente. La dama causa de aquella calamidad se llamaba Elizabeth Villiers, reconocida amante del rey, que cuando dejó de serlo tiempo después contrajo matrimonio con Lord Hamilton, al que Guillermo III haría conde de Orkney, vizconde de Kirkwall y barón Dechmont, en agradecimiento a los servicios prestados. El caso es que  Elizabeth, catorce años mayor que Law,  siendo aún amante del rey, despertaba vehementes pasiones y comentarios entre sus admiradores. De alguno de estos resultó manchado el buen nombre de la dama, y que un tal Edward Wilson, pretencioso rival de Law en las mesas de juego, y éste, nada dispuesto a consentir afrentas sobre la honra de la dama, vieran enfrentados sus aceros.  Law, joven y buen espadachín, resolvió el lance con presteza, y con un rápido pinchazo dobló a Wilson, que quedó tendido y sin vida en el suelo de la Plaza Bloomsbury de Londres.

   Detenido, juzgado y condenado a muerte, con ayuda de amigos y abogados, se recurrió la sentencia y se le conmutó la pena por una multa, mas enterado el hermano de Wilson, apeló éste, y Law permaneció preso. Viendo difícil su absolución, con la discretísima ayuda de importantes personajes logró huir. La fuga de Law provocó la indignación de los Wilson y el 7 de enero de 1695 la Gaceta de Londres publicaba el siguiente aviso: “Capitan John Law, escocés, 26 años; muy alto, moreno, delgado; bien parecido, más de seis pies de estatura, con grandes marcas de viruela en su cara; nariz grande, habla mucho y muy alto. Quien dé información sobre su paradero será recompensado con cincuenta libras esterlinas”.

   En el continente visita varios países. Durante su estancia en Holanda, Francia o Italia estudia y aprende, y juega. No era Law un jugador dominado por la pasión. Como buen conocedor de las ciencias exactas, de la economía y de las prácticas bancarias, con una memoria asombrosa y una inteligencia viva, Law estudiaba las probabilidades de éxito en sus apuestas. Así siguió hasta que hacia 1715 se instala en París, un año antes de la muerte de Luis XIV, donde cultivó importantes amistades, incluida la del duque de Orleans.

La vida aventurera de John Law estuvo marcada
desde su juventud por el juego y la banca.
                                                       
   En París, eclipsada la luz de Luis XIV, Law divulga sus ideas sobre el papel moneda. Cree que con ese sistema el control monetario sería más fácil y las transacciones realizadas con papel más cómodas e igualmente seguras, pues los billetes de papel moneda estarían respaldados por oro, y cualquiera podría canjear sus billetes por el metal correspondiente. Propone la creación de un banco central que desarrolle sus ideas, pero aunque se desecha el proyecto, se le permite la fundación de la Banque Generale, un banco privado, que comenzó a emitir papel moneda con el respaldo de las monedas de oro o plata depositadas. La gente empezó a confiar en el sistema, y comenzaron a realizarse transacciones comerciales con papel moneda. Además, las acciones del Banco, visto la buena marcha del negocio, mantenían su valor firmemente. La bondad del sistema animaba a muchos a querer participar del éxito. Todo eran parabienes. El banco abría nuevas sucursales. También el Estado se rindió ante la evidencia, máxime cuando la confianza en el banco de Law era mayor que en la del propio Estado, pues un acreedor del Estado por un título de Deuda Publica, un billet d’etat, al tratar de cobrarlo podía haber perdido buena parte de su valor y los billetes de papel moneda del banco de Law aseguraban y conseguían mantener su valor en el metal precioso que lo respaldaba.

   En el verano de 1717 Law fue autorizado a constituir una sociedad. La llamó Compañía de Occidente, por estar su ámbito geográfico orientado a las colonias norteamericanas bajo dominio francés. Era esta sociedad heredera, entre otras, de la importante Compañía del Mississippí, y recibió privilegios comerciales tales que prácticamente era un monopolio. El capital de la nueva compañía fue aportado mediante billets d’etat, pero estos valorados por su valor nominal, no por el real, muy inferior, lo que de entrada ya suponía un quebranto para la nueva compañía. Un buen negocio para el Estado francés, que recibía acciones que valían más que lo que entregaba por ellas; y no tan bueno para la nueva compañía, que recibía títulos que valían menos que las acciones que entregaba a cambio. Sin embargo esto no parecía importar. Para eso estaba el Banco de Law, para financiar a la compañía. Mientras el banco de Law fuese sólido, y todo el mundo confiaba en ello, porque creía en sus palabras ─había dicho al fundar su banco que todo banquero debería morir si no era capaz de emitir dinero que no pudiera ser reintegrado en el metal que lo respaldaba─, no había por qué preocuparse. Hasta ahora así estaba siendo, y casi todos querían creer que seguiría siéndolo siempre. Algunos de los que no estaban convencidos del todo, y se opusieron tenazmente, eran miembros del parlamento y trataron de impedir las pretensiones de Law,  pero el Regente, incluso mediante una lit de justice(1), exoneró al duque de Arkansas, título con el que había sido premiado Law.

   A finales de 1718 Law convence al Regente para que el Estado adquiera la totalidad de su Banca Privada, que cambia su nombre por el de Banco Royal, pero manteniéndole a él como director. Los negocios de la Compañía del Mississippi no iban todo lo bien que Law deseaba y los accionistas esperaban. Además el nuevo Banco Royal ya no tenía impuesta la obligación de mantener en sus reservas el mismo porcentaje de oro para responder del papel moneda emitido que el antiguo banco privado de Law. Éste abandonando toda prudencia, quizás las circunstancias le obligaban a ello, consintió que el banco emitiera más dinero en papel del correspondiente al oro que ingresaba para respaldarlo, y que la Compañía del Mississippi, cambiado su nombre por el de Compañía de Indias realizara varias ampliaciones de capital.  La gente era confiada y codiciosa, la Compañía del Mississippí gozaba del dinero que emitía el Banco Royal, el público otro tanto y la confianza en Law incuestionable. El papel moneda era abundantísimo, las acciones subían como la espuma. Todos querían tenerlas y como había dinero en forma de papel moneda suficiente y en manos de todos, la multitud se concentraba en la calle Quincampoix de París para comprarlas.  Porque allí, ante las oficinas de Law, todos  los días concurren personajes de toda clase y condición para comprar o vender acciones de la Compañía de Indias, o pugnan por suscribir acciones en las ampliaciones de capital. Eufóricos por las ganancias, ebrios de codicia, los ricos se hacen más ricos y ven con desagrado cómo muchos pobres, a los que ven como “parvenus” o advenedizos, dejan de serlo para codearse con ellos. En sólo nueve meses, entre agosto de 1719 y mayo de 1720 las acciones de la compañía habían subido desde las 2.500 libras hasta las más de 10.000. El cochero de Law, que compró acciones se hizo millonario, dejó de ser cochero y ocupó desde entonces como señor la cabina de su propio carruaje.  Una dama, para llamar la atención de Law, hizo que su carruaje volcase delante de él y así conseguir un trato preferente. Daniel Defoe, amigo de Law, que había sido en Londres su padrino en el duelo con Williams, nos habla de un especulador que ganó tal cantidad que quiso comprar la isla de Cerdeña.

   Mientras la burbuja crecía, Law era nombrado Inspector General de Finanzas, hasta que con una inflación galopante y la caída en el precio de las acciones los ojos de algunos se abrieron y comenzaron a reclamar al Banco Royal, en oro, el valor de sus billetes de papel moneda.

   Uno de los primeros fue el príncipe de Conti. Enojado con Law por no poder suscribir las acciones que deseaba, se presentó en el Banco Royal con la intención de cambiar cuatro millones y medio de libras por su correspondiente oro.  El príncipe recesitó tres carretas para llevarse el precioso metal. Otros, alertados por los hechos, siguieron el ejemplo del príncipe, con lo que el problema que como bola de nieve había empujado el príncipe de Conti comenzó a rodar, sin que las maniobras de Law por detenerla lo lograran.

   Y la gente empezó a perder dinero. Los que habían comprado acciones caras quedaban arruinados, los que acudían a cambiar su papel moneda por un oro que ya no existía, quedaban arruinados. La indignación salió a las calles. En mayo una multitud se hizo presente ante el Banco Royal. Su intención era asaltarlo. La anarquía se hizo dueña de París durante tres días. Aunque Law presentó su dimisión, el Regente no la aceptó. Nuevos apaños se intentaron sin éxito. El 17 de julio otra muchedumbre indignada se manifestaba entre irancunda e histérica. El resultado fueron dieciséis muertos y desórdenes que obligaron a Law a refugiarse en palacio. Pero Law tenía sus días contados en Francia pese a la protección que le dispensaba el Regente. En diciembre, después de haber sido el hombre más rico de Francia, la abandonó como un hombre pobre o casi. Deambuló por algunos países de Europa y terminó sus días en Venecia, donde fue marchante de arte y recurrió a sus antiguas habilidades como jugador para sobrevivir. En 1729, Venecia se vio afectada por la pandemia de la influenza de aquel año. Durante los carnavales Law contrajo la gripe, que se complicó, hasta que una neumonía puso fin a su vida.

(1) La lit de justice era una reunión del parlamento en la que se registraba un edicto real.
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DE LOS LIBROS

   Es posible que la siguiente entrada, a quienes hayan seguido habitual o intermitentemente este blog, les resulte extraño que en sentido estricto no se ocupe de la historia, como invariablemente ha sucedido en las más de trescientas entradas publicadas hasta el día de hoy.

   Pero uno de estos días pasados, al comprar un nuevo libro, gracias a que la moda del plástico como envoltorio comienza a resultar políticamente incorrecta, ecológicamente insostenible y económicamente gravosa para el usuario, he llevado mi nuevo libro envuelto en un antiguo y ya casi olvidado papel de estraza, en el que impreso en su lado brillante, además del nombre del establecimiento, con las distintas direcciones donde el propietario desarrolla su actividad de librero, vienen escritas, en una sucesión sin fin, una retahíla de frases de personajes históricos referidas a la bondad de los libros y los beneficios que su lectura nos proporciona.

   De los libros, ya antes otros lo dijeron casi todo, y de qué manera. Son tantas las frases dichas o escritas sobre ellos, desde las más poéticas hasta las más prosaicas, desde las más sublimes a las más mundanas,  que poco importa lo que este habitual comprador de libros, empedernido lector y escribidor ordinario de lo poco que ha aprendido leyendo, pueda decir de bueno sobre ellos.

   D’Amicis, diputado y escritor infantil italiano, dijo que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.  Para quienes no hayan gozado la biblioteca familiar dicha por D’Amicis, cabe el recurso de ser uno mismo quien la forme, pues sus beneficios serán muchos. Así debía pensarlo Benjamín Franklin, el científico e inventor norteamericano, cuando afirmaba que gastar dinero en los libros es una inversión que rinde buen interés.

   Y es que aunque algunos libros, como dijera Goethe, no parecen escritos para que la gente aprenda, sino para que se enteren los demás de que el autor ha aprendido algo, siempre hay uno, así lo pensaba Larra, que por grandes y profundos que sean los conocimientos de un hombre, el día menos pensado encuentra en el libro que menos valga a sus ojos, alguna frase que le enseña algo que ignora.

   También los beneficios que de los libros se obtienen llegan con la práctica habitual de la lectura. Quizás por ello dijo Napoleón que con el hábito de la lectura el intelecto alcanza lo que con la gimnasia se logra en el cuerpo; idea que cien años antes había pensado en voz alta el escritor británico Joseph Addison al decir que la lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo.


   Pero no sólo de saber están llenos los libros. Sus enseñanzas llegan a lo más hondo de alma humana. Sirven para ayudarnos a discernir, porque nos obligan a pensar. Y leer mucho obliga a pensar mucho. Decía don Miguel de Unamuno que cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee, y en la misma línea Santa Teresa de Jesús cuatrocientos años antes avisaba: lee y conducirás, no leas y serás conducido.

   No se olvida quien de estas citas sobre los libros y la literatura escribe de recordar a los disidentes. También los ha habido. Sir Arthur Help, uno de los “Apóstoles de Cambridge” dejó dicho por escrito que la lectura es a veces una estratagema para eludir pensar. Habrá que pensar si el eminente polígrafo inglés tenía razón.

   Y decía Cicerón que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Una frase que, pese a ser pronunciada hace más de dos mil años, el tiempo no ha dejado anticuada. ¿Cómo si no se entiende el afán histórico tenido por algunos a quemar libros, o el de otros por confeccionar listas negras de libros prohibidos, o aún el otros más de impulsar tan sólo la lectura de determinadas obras en un intento de conducirnos o suprimir nuestra voluntad.

  En pleno Siglo de Oro español, Lupercio Leonardo de Argensola ya decía que los libros han ganado más batallas que las armas. Creámosle, pues, y leamos, leamos mucho, para que todas las batallas se ganen como el poeta Argensola decía.
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EL PASO HONROSO

    Realizados más como divertimentos y ejercicios de destreza que como forma de desagravio para restituir honores maltrechos se celebraron durante toda la Edad Media innumerables torneos entre caballeros y señores. Eran diversas las pruebas en las que competían los contendientes: el juego del estaferno, en el que el jinete lanza en ristre golpeaba un muñeco giratorio era uno de los más inofensivos; otros suponían un grave riesgo para los participantes.

    Enrique II de Francia participó en un torneo en el que perdió la vida. Con motivo de la boda de su hermana Margarita con Filiberto de Saboya se organizó una gran fiesta con la celebración, en la calle Saint Antoine de París, de un torneo de jinetes. El rey participaba en el concurso. Todo transcurría con normalidad. Por fin se anunció el último lance, con el rey como protagonista. El rey y su rival, el conde de Montgomery comenzaron la cabalgadura a lomos de sus caballos engualdrapados. Sujetaban sus lanzas firmemente para derribar al contrincante cuando se produjo el choque, que fue brutal. Una astilla de la lanza del conde penetró por la visera del casco del rey. La astilla se clavó en la cara del soberano, entre sus cejas. Mal herido, se recurrió a los mejores médicos para tratar de salvarle la vida. Felipe II, envió a Vesalio, el más afamado médico de la época que estaba al servicio del rey de España. Nada pudo hacer por el francés. Tras una agonía que duró varios días Enrique II de Francia falleció.

    En ocasiones los torneos se celebraban como demostración de gallardía y entrega a una dama. Así sucedió en Puente de Órbigo, en el camino de Santiago, junto a un puente, de paso obligado en el camino de los peregrinos, que durante un mes permaneció bloqueado a los caballeros que, para realizar su “paso honroso”, debían enfrentarse al caballero retador: don Suero de Quiñones.

    Era don Suero de Quiñones un caballero leonés con entronque en la familia de los Luna. Ya no eran tiempos galantes los que le tocaron vivir, pero en Puente de Órbigo don Suero quedó prendado de una dama, doña Leonor de Tovar. Don Suero cortejaba a la señora, mas ésta rechazó a su pretendiente. Don Suero, inasequible al desaliento, todos los jueves se colgaba del cuello una argolla en señal de atadura a su amada. Decidido a dar muestras de su devoción por ella solicitó del rey, que se encontraba en Medina del Campo, permiso para la celebración de un torneo. Le fue dado, y don Suero regresó a Puente de Órbigo dispuesto al reto.

Puente de Órbigo

   Anunció que nadie, en el plazo de treinta días, podría cruzar el puente que cruza el río Órbigo y separa la población del Hospital de Órbigo sin batirse con él. Ayudado por nueve caballeros se dispuso todo lo necesario para el festival. También la presencia del personal necesario para el realce del torneo y la del Notario Real don Pedro Rodríguez de Lena. Durante un mes se sucedieron los combates. Nadie logró cruzar el puente, realizar un “paso honroso” entre las dos orillas, hasta que se rompieron 166 lanzas en combates victoriosos de don Suero y los suyos. Alemanes, valencianos, franceses, portugueses y caballeros de otros lugares pretendieron el paso; ninguno lo consiguió. Cuentan las crónicas que sólo un caballero quedó muerto tras un lance. Un catalán al que la lanza rival atravesó un ojo, penetrando en el cerebro, fue la única víctima. Pasado un mes de aquel año Santo Compostelano de 1434, don Suero y sus amigos abrieron el paso, y se dirigieron en peregrinación a Compostela. Allí el caballero leonés depositó ante el apóstol una réplica de la argolla, en realidad una gargantilla, símbolo de su amor por doña Leonor. Un año después don Suero llevaba al altar a su amada, y veinticuatro años más tarde, moría por la mano de uno de los caballeros vencidos en el “paso honroso”.

    Tratando de defender la honra de una mujer, cuatrocientos años después, se produjo un combate sorprendente, casi increíble. No fue un duelo. Se trató de una simple pelea, pero fue una de las luchas más novelescas, por la forma en la que se desarrolló, de las sucedidas durante el siglo XIX. Sucedió en la antecámara de los dormitorios de la reina Isabel II de España.

    Como se sabe, Isabel había contraído matrimonio con el poco varonil Francisco de Asís de Borbón. Isabel, que le llamaba Paquita, dijo de él que en la noche de bodas se presentó en el tálamo provisto de más puntillas que ella misma, lo que desganó a la reina, la única en aquella noche de bodas con algún apetito carnal. Naturalmente, la reina, muy joven y fogosa, como lo han sido los Borbones de uno y otro género siempre, precisaba aplacar su necesidad de cariño. También necesitaba engendrar hijos que garantizaran la continuidad de la corona. Varios fueron los amantes que a lo largo de su vida tuvo, y al que le cupo la suerte de darle un varón, el futuro Alfonso XII, fue Enrique Puigmoltó Mayans. Capitán del ejército, había sido introducido en la corte por la camarilla del rey. Había logrado enamorar a Isabel y dejarla encinta. Ya en estado de buena esperanza compartían una velada en los dormitorios de la reina, cuando Francisco de Asís acompañado del Ministro de la Guerra, el general Urbiztondo, se presentó en los aposentos de la reina, con el propósito de descubrir su infidelidad y promover un escándalo. Los alabarderos de palacio, que guardaban los aposentos, negaron la entrada a los recién llegados, pero ante la insistencia del rey y del ministro se mostraron indecisos. Al fin y al cabo era el rey quien quería ver a su esposa. Al escuchar la discusión el general Narváez, a la sazón Presidente del Gobierno, que estaba en palacio en otras dependencias con su asistente, se personó en la antecámara de la reina. Francisco de Asís exigió se le permitiese el paso. Narváez se propuso impedirlo:
    -Es imposible acceder al dormitorio de la reina sin su permiso.
    - Absurdo. Soy el rey, dijo Francisco de Asís.
   El general Urbiztondo, que secundaba a Francisco de Asís, insistió.
    - Esto es un atropello. El rey tiene derecho…
    El asistente de Narváez, al tiempo que colocaba su mano sobre la empuñadura de su espada, demostrando su determinación, dio un paso al frente.
    Ante el reto, Urbiztondo desenfundó su espada y atravesó el pecho de Osorio. Narváez, desenfundó su estoque al momento y se inició un combate entre los dos miembros del gobierno. Francisco de Asís, conmocionado por la muerte que había presenciado estaba pálido, horrorizado. El duelo era feroz. Se hirieron ambos rivales, pero continuaron su pendencia. Al fin, el general Narváez asestó el pinchazo definitivo. El ministro cayó fulminado y la intimidad de la reina a salvo(1). La corte y el gobierno trataron de ocultar lo sucedido. Se informó de dos muertes accidentales ocurridas en Palacio, restándoles importancia, y se dejó pasar el tiempo hasta que el asunto fue olvidado.

(1) Se dice de Narváez, el espadón de Loja, que antes de morir recibió el sacramento de la confesión. Una larga confesión en la que manifestó no tener enemigos por haberlos fusilado a todos.
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