A veces el viajero tiene suerte. No
siempre es fácil llegar al lugar que desea conocer y encontrarlo vacío de
gentes, como si estuviera siempre así, esperando su llegada, como si fuera él
su descubridor.
Y el Santuario de Nuestra Señora
de la Balma, que es paraje famoso y habitualmente concurrido, en especial en
sus fiestas y celebraciones durante los días de septiembre en los que hay
romería, es lugar que gana mucho en su soledad. Puesto que balma en valenciano
es sinónimo de gruta, de oquedad y abrigo en la montaña, no extraña al viajero
que en ese formidable paredón cortado a cuchillo en el monte de La Tossa,
mirando al río Bergantes, en la ranura donde se abría un refugio, decidieran
hace unos setecientos años construir un templo donde un pastor, manco, hace
falta añadir, encontró la imagen de una Virgen y, por su intercesión, vio como
le crecía el brazo y sanaba.
Con el tiempo el lugar ganó fama,
se habilitó una hospedería, aún vigente, se cerró la balma con un muro,
quedando la capilla, y la Virgen, a cubierto de las inclemencias del tiempo,
que por allí, los Ports de Morella, son en extremo rigurosas, y en el siglo XVII se labró una puerta y
erigió un campanario con aires renacentistas que, como si fuera consciente de
su poder, parece querer servir de puntal a la montaña que lo protege.
En la capilla, a la que se llega
desde la hospedería y a través de una galería, oquedad en la piedra que se asoma
al precipicio, el viajero goza de lo que ya tan pocas veces en la vida moderna
se puede disfrutar: oír el silencio. Allí, las paredes hechas de montaña, el techo
de lo mismo, el viajero ve un púlpito apoyado en la pared, varios pequeños
altares, más viejos que antiguos y, dentro de su cancela, a la Virgen, no la auténtica, de madera policromada, desaparecida,
sino otra hecha a en 1940. Poco más hay, pero suficiente.
También se fue extendiendo la
creencia de ser aquella Virgen sanadora de endemoniados. Alguno de estos y
sobre todo orates eran llevados hasta el santuario para su curación. Y esto
duró hasta hace bien poco. Buena parte del siglo XX aún fue testigo de estas
supersticiones, que hasta la Iglesia tuvo que combatir. Recuerdo de ello,
durante la romería, en el templete que guarda la cruz anuncio de la proximidad
del santuario, se celebra los días de fiesta en honor de la Virgen una
representación, una especie de pequeño auto sacramental de la lucha entre el arcángel
San Miguel y el demonio. Escondido tras las columnas del templete está el demonio que, al llegar el ángel, sale al paso del soldado de Dios, luchando ambos. Huelga decir que la victoria de San Miguel resulta absoluta.
No quiere dejar de decir el viajero de ese templete que es una maravilla a su parecer. En parte porque su buen estado de conservación le permite gozar de sus hechuras. La llamativa cúpula de coloridas tejas de tonos azules se apoya sobre cuatro simples columnas de orden dórico. Y en parte porque es al acercarse cuando el viajero puede admirar las alegorías de las cuatro virtudes cardinales y las tres teologales, y aquí pide el viajero se le perdone la voluntaria redundancia, que con virtuosa inspiración fueron pintadas por Juan Francisco Cruella en 1860.
Sólo para terminar debe decir el viajero que como pasó con la Virgen en el Santuario, la cruz aquí cubierta por este bello templete apenas cumple los cuarenta años, pues a la original ni sus tres siglos de antigüedad sirvieron para obtener el respeto de quienes a mazazos la hicieron añicos.