Aunque
Manuel Fernández y González no ha brillado como un gran literato, en su tiempo,
su figura y sus obras animaron los ocios de las gentes que en el
siglo XIX, si sabían leer, compraban la prensa para solazarse con los folletines
del escritor sevillano.
Escritor
prolífico, Fernández y González abordó temáticas variadas, pero especialmente
fue el género histórico el que más fama y seguidores le procuró, gracias a sus
libros y sobre todo a las entregas que diariamente se publicaban en la prensa y
que el público seguía con verdadera fruición. El éxito de sus folletines le
hicieron rico, pero su vida desordenada y el desapego, por su carácter, de
muchos de sus colegas, le condujeron a un triste final, pobre y abandonado por
todos, que no olvidado, pues sus funerales, en 1888, fueron multitudinarios y
presididos por un ministro. Un periodista, a modo de epitafio, escribió:
En
esta fosa cristiana
reposa el mayor portento
de
inspiración, de talento
y de
vanidad humana.
El
éxito había cambiado su carácter. Durante la publicación en “La Discusión”,
dirigido entonces por don Nicolás María Rivero, del folletín Luisa o el ángel de redención, por
causas de espacio u oportunidad, cierto día no pudo publicarse la entrega
correspondiente. Al enterarse el escritor, furibundo, acudió al periódico hecho
un basilisco, más como se encontrara ausente el director, abandonó el local
mientras despotricaba contra todos y clamaba por lo incalificable del caso.
Su
carácter beligerante le traicionaba con frecuencia: se reunía en el Ateneo de
Madrid con varios contertulios. Hablaban de todo lo que en aquel siglo XIX era
motivo de discusión: política, toros… En un momento dado discutió con uno de
los socios del ateneo. Las cosas llegaron a mayores y el socio ofendido reto a
Fernández a batirse en duelo. El escritor, muy corto de vista, incapaz de
batirse en igualdad de condiciones, se negó a ello como pretendía su
adversario, pero no a la lid. Propuso al rival, que puesto que el estaba medio
ciego, fueran los dos, provistos de sendos cuchillos, encerrados a oscuras en
una habitación y quien viviera pidiera se abriese la puerta y se hiciera la
luz. El sentido común se impuso y el duelo de aceros no se celebró.
Y
es que tertulias y chismes sobre duelos, toros, sin olvidar las funciones
teatrales, en un siglo de arrebatados románticos eran, al margen del afán por la
supervivencia diaria del pueblo, asuntos de mucho entretenimiento en un siglo de
continuos sobresaltos políticos.
Siempre,
pero en aquellos años del siglo XIX más, sin la competencia de nuevos
espectáculos de masa que iban a llegar con el nuevo siglo, el mundo de los
toros tenía una incuestionable presencia en la vida social de la época.
Véase
cómo a finales de 1872, la prensa anunciaba una fabulosa corrida de despedida: “Deseando despedirse dignamente del público
de esta Corte, han convenido de acuerdo con la Empresa, siempre dispuesta a
proporcionar al público todo género de novedades, en lidiar los días 3 y 10 de
noviembre, dos corridas extraordinarias, matando en la del tres los seis toros
Lagartijo, y en la del diez los seis toros Frascuelo, y presenciando la
función, el que no trabaja, desde un palco de la plaza, dispuesto a reemplazar
a su compañero en caso desgraciado.”
Poco imaginaba la empresa organizadora ni el público que en la siguiente temporada
ya no habría rey ni corte, aunque sí toros.
Porque
siempre, pero en estos años quizás más, el mundo taurino tenía gran presencia
en la vida social de la época. No resulta extraño si atendemos a la
personalidad de algunos toreros. Luis Mazzantini Eguía era uno de ellos. Nacido
en Elgoibar en 1856, era hombre instruido, pues era bachiller, que ocupó
importante puesto en las caballerizas reales en los tiempos de don Amadeo de
Saboya; luego fue jefe de estación en varias localidades extremeñas; pero en su
ser estaba marcada la ambición del éxito. Quiso ser cantante, pero carecía de
facultades para el bel canto y, consciente de ello, decidió entregarse al arte
de Cúchares. Frascuelo en Sevilla le dio la alternativa, confirmándolo
Lagartijo en Madrid. Ya resultó imparable su éxito. Cuando no actuaba en el
albero de las plazas, “el señorito loco”,
como era conocido, con su levita acudía al Teatro Real, codeándose con la mejor
sociedad de la época. Cuando se cortó la coleta, se dedicó a la política,
siendo concejal del ayuntamiento de Madrid, y más tarde gobernador civil de
Ávila y Guadalajara. Su fama de gran estoqueador le acompañó siempre. En cierta
ocasión durante un debate en el ayuntamiento, retó a su oponente a duelo. Se
negó el opositor y, cuando irritado, Mazzantini exigió razones de la negativa, su
rival le dijo:
─No, porque si le mato, dirán que don Luis ha
recibido su última cornada, y si me mata usted, dirán que don Luis ha dado su
última estocada. Comprenderá que puesto que en ambos casos los cuernos me toca
llevarlos a mí, no esté dispuesto.