Dicen que la primera impresión es
la que cuenta, y Santander impresiona ya antes de ver algo de lo mucho que
tiene que enseñar. Sin ser una gran ciudad, lo parece. Paseos llenos de gentes variopintas, grandes avenidas, mucho
comercio, magníficos edificios y el pintoresquismo que le da la bahía hacen de Santander
una ciudad aparentemente cosmopolita en época veraniega, de la que se puede
disfrutar incluso en pleno mes de agosto
por su agradable temperatura(1). Pero el viajero que ve edificios, monumentos y
avenidas, mira también a las gentes y enseguida observa como en el paseo de
Pereda es observado por quienes parece han tomado la avenida como observatorio.
Y el viajero, que empieza a estar curtido en visitas a algunos lugares, no da
importancia al escrutinio al que le someten las miradas locales, es más, ese
provincianismo enmascarado por la curiosidad le hace gracia, aunque sólo sea
porque el paseo de las miradas, el más concurrido de Santander, lleva por
nombre el de un insigne novelista cántabro, José María Pereda, en cuyo número
cuatro vivió. Fueron muchos los años que vivió en esa casa, allí escribió
Sotileza y otras novelas de corte costumbrista, para lo que sin duda el
escritor debió acentuar sus dotes de observación. Hay enfrente, en los jardines
abiertos a la bahía, dedicados al mismo autor, monumento en su honor. Fue don
Marcelino Menéndez Pelayo el encargado, por delegación del rey Alfonso XIII, de
inaugurar el monumento en 1911. Y precisamente de don Marcelino, el gran
erudito español, es de quien es obligado hablar.
Isla de Mouro, guardiana de la bahía de Santander |
Al morir dejó su biblioteca de
más de cuarenta mil volúmenes a la ciudad de Santander, que se vio en la
necesidad de construir un edificio para albergarla. Se le hizo el encargo a
Leonardo Rucabado, que construyó la nueva biblioteca sobre el solar en el había
estado la casa en la que don Marcelino tuvo sus libros. De la importancia y
mucha consideración que por don Marcelino ha tenido la toda la comunidad hispana
no hay mas que ver, en el jardincillo que
da acceso a la biblioteca pública de Santander, la gran cantidad de bustos del
sabio encargados por la mayor parte de los países americanos o asociaciones
culturales de todo tipo, en reconocimiento suyo.
Su figura abarca mucho en esta
ciudad, pues cerca del mar, junto al barrio de los pescadores está la catedral
y en ella reposan sus restos en un formidable sepulcro obra de Victorio Macho,
cerca de los relicarios con las cabezas de los santos patronos de Santander:
San Emeterio y San Celedonio, aquellos mártires muertos en Calahorra, donde fueron decapitados, y en
cuya catedral se conservan sus cuerpos descabezados. De la catedral, a la que los santanderinos
llaman también la iglesia de arriba no dirá mucho más el viajero, salvo que
está en terrenos en los que hubo abadía primero y colegiata después, y que se
apoya en buena parte en la iglesia de abajo, en realidad casi una cripta con su
bóveda corta de altura y que, gracias al espesor de sus muros y sus gruesas
columnas, sirve de sostén al templo superior.
Y si ha dicho el viajero que don
Marcelino Menéndez y Pelayo abarca mucho, no lo ha dicho por capricho, porque
en el otro extremo de la ciudad, asomándose al Cantábrico está la península de la Magdalena , hoy un
parque, en cuyo palacio, antes residencia veraniega de Alfonso XIII, está la sede de la
Universidad de verano Menéndez Pelayo, que bien merecida
tiene don Marcelino esa dignidad. El palacio fue costeado por suscripción
popular y regalado al rey Alfonso. Si tuvo algo que ver la reina Victoria
Eugenia en el diseño realizado por Javier Gonzáles Riancho y Gonzalo Bringas Vega
es cosa que el viajero no sabe, pero sí que muy pocos años después, se
construyeron las caballerizas reales, y que ahí sí que tuvo la reina voz y
hasta voto. Y no es de extrañar, pues por el estilo en el que fueron construidas,
verlas y sentirse en un pabellón inglés de la época antes que en una antigua
provincia de Castilla, cuesta bien poco.
Palacio de la Magdalena |
Y un poco más allá, El Sardinero,
con sus playas, su casino, levantado en 1919, sus palacetes de finales del XIX
y principios del XX. El viajero da un rápido paseo por este modernizado lugar,
heredero de lo que fue esplendoroso hace cien años.
Y de vuelta al centro el viajero toma asiento frente a la bahía, en
los jardines de Pereda y ve atracado uno de los ferrys que une Santander con Plymouth y Portsmouth, en el muelle de Maliaño, el mismo en
el que, en 1892, hizo explosión el buque “Cabo de Machichaco” que cargaba
dinamita y chatarra, alcanzando la catedral, muy próxima, causando importantes
destrozos. Esto le recuerda al viajero un episodio bastante reciente, un suceso
ocurrido en los años cuarenta del siglo XX, causa de que el viajero vea buena parte del centro como hoy es.
En la noche del 15 de febrero de
1941, se dijo que a causa de un cortocircuito en una casa de la calle Cádiz, se
produjo un incendio que el fuerte viento del sur se encargó de avivar e hizo
que se propagara rápidamente. El fuego alcanzó la catedral, que quedó
seriamente dañada, y manzana tras manzana acabó, imparable, por devastar casi
un tercio de la ciudad. La ayuda tuvo que ser solicitada por radio, por la de
los buques atracados en el puerto, ya que el edificio de la radio fue uno de
los primeros afectados por las llamas y los cables telegráficos también habían
sido inutilizados. El petrolero Plutón prestó este servicio radiofónico y así
pudieron ponerse en marcha las ayudas. Primero bomberos, que llegaron de las
provincias limítrofes y Madrid; luego alimentos, mantas y todo lo necesario para
atender las necesidades de los damnificados.
Hoy el viajero ve lo que de
aquellas cenizas surgió, nuevos edificios, calles, plazas, como la porticada,
escenario actual de actividades culturales, una ciudad moderna que, como dice
el bolero, sigue siendo novia del mar y difícil de olvidar.
(1)
Quizá el verano sea la mejor época del año para
visitarla, no en vano los reyes la eligieron como lugar de descanso hasta el
verano de 1930.