Siendo sus orígenes tan fabulosos
y el signo de su vida la victoria y el éxito, no es raro que Ciro, el persa,
que forjó un imperio que duró doscientos años, haya pasado a la historia con el
apelativo de Grande.
Herodoto en el primero de sus
nueve Libros de la Historia nos habla de sus legendarios orígenes: cuenta que
reinando Astiages en el país de los medos, soñó que en cierta ocasión comenzó a
orinar su hija Mandara. Lo hacía en tan gran cantidad que inundaba toda la
ciudad y aun toda Asia. Inquieto Astiages, pidió a los magos que le desvelaran
el significado del sueño. Después de oírlos tomó la resolución de impedir
cualquier matrimonio de su hija con hombre principal, decidiendo al fin casarla
con Cambises, un persa honrado, pero de condición humilde. Al año de esta boda,
coincidió que Mandara estuviera encinta, con un nuevo sueño del rey. En él, del
vientre de Mandara nacía una parra que se extendía por toda Asia. Otra vez los
magos fueron llamados para interpretar el sueño, y anunciaron al rey que la
prole de Mandara le sustituiría y extendería sus dominios por los que ahora
estaban bajo su autoridad. Entonces Astiages hizo llevar a su hija a la corte
para apoderarse del hijo que le iba a nacer y matarlo. Cuando nació Ciro, hizo
llamar a Hárpago, familiar suyo y fiel servidor, y le pidió que tomase al niño,
lo llevara lejos, a las montañas, y lo abandonara para que fuera devorado por las
fieras. Prometió Hárpago hacerlo así, pero cuando llegó a su casa contó a su
mujer lo que el rey le había ordenado, y le dijo que iba contra su buen sentido
hacer una cosa así; y que, además, si Astiages moría, y era probable que lo
hiciera pronto, pues era viejo ya, y fuese su hija Mandara la futura reina, ¿no
tomaría represalias ésta por haber matado a su hijo? Y sin embargo, tampoco
podía desobedecer al rey. Pensó entonces encargar a otro lo que él no se
atrevía a hacer. Llamó a un pastor llamado Mitradates, que era siervo del rey,
y lo obligó a cumplir por orden de Astiages el encargo. Pero al llegar a su casa
Mitradates, encontró a su mujer, que estaba encinta, llorando porque le había
nacido el niño muerto. Cuando contó el pastor a su mujer el mandato que había
recibido, y el pesar que aquello le producía, ella le propuso enterrar en las
montañas al recién nacido muerto, y quedarse con el que habían entregado a su
marido.
─Nadie lo sabrá ─dijo la mujer de
Mitradates a su esposo─. Lo cuidaremos como si fuera nuestro, y tú podrás decir
a Hárpago que has cumplido.
Hechas así las cosas, pasó el tiempo y Ciro crecía sin mayores contratiempos. Tendría unos diez años, cuando durante unos juegos con muchachos de su edad, simulando la vida de los adultos, decidieron repartirse los papeles. Eligieron a Ciro, que era el más despierto de todos, para el de rey, y se repartieron los demás muchachos el resto de los trabajos que debían representar. Ciro en su papel de rey ordenó a unos que se ocuparan de la guardia, a otros que le construyeran un palacio, y así se divertían. Pero uno de los muchachos, que pertenecía a una familia distinguida, disconforme con la tarea ordenada, se negó a obedecer. Mandó Ciro a sus guardias que lo prendieran y ordenó que lo azotaran en castigo a su rebeldía. Y al conocer Artembares, que así se llamaba el padre del niño flagelado, lo sucedido, se quejó al rey.
Quiso dar satisfacción el rey a su cortesano y llamó a Mitradates, que era pastor a su servicio, para que se presentara ante él con su hijo. Astiages, entonces interrogó al muchacho, preguntándole el porqué de su crueldad sobre su compañero de juegos; pero Ciro, lejos de mostrar flaqueza o arrepentimiento, se mantuvo firme en su convicción.
─Jugábamos los chicos a un juego en el
que yo había sido elegido rey, pues a juzgar por todos yo era el más capaz para
serlo. Todos obedecían mis órdenes y sólo él se mostró desobediente una y otra vez,
no quedando otro remedio que castigarlo por su indisciplina.
Al verlo hablar así, y fijarse mejor en él, el rey pareció reconocer al hijo de Mandara y, aterrado, comenzó a sospechar. Luego, una vez despedido Artembares, al que dio garantías de que la afrenta sobre su hijo quedaría reparada, quedó a solas con el pastor, quien al fin, bajo amenazas dio cuenta a su rey de todo lo sucedido. Llamó también a Hárpago y lo interrogó sobre cómo había cumplido la orden que le había dado diez años atrás. Éste, al ver en el palacio de Astiages al pastor, bien porque naciera de sí la franqueza, bien porque no quisiera ser sorprendido en mentira, contó al rey la verdad, y Astiages, disimulando su enojo ante Hárpago por no haber hecho lo que le ordenó, le pidió trajese a su hijo, de parecida edad a la de Ciro, para que hiciese compañía al recién llegado y a él que acudiera al banquete que iba a dar para celebrar el camino que el destino había dispuesto en todo aquel asunto.
Terminado el banquete, preguntó Astiages
a Hárpago qué le había parecido el convite y los manjares que le habían
servido. Como dijera que eran excelentes, unos sirvientes llevaron ante Hárpago
una canasta que, al abrirla, dejó al descubierto la cabeza, manos y pies de
su hijo. Entonces preguntó el rey a Hárpago si sabía de qué era la carne que
había comido durante el banquete. Sin perturbarse, contestó Hárpago que lo
sabía, que había sido excelente y que todo cuanto el rey, su señor, hacía, lo
daba por bien hecho. Y recogiendo las sobras que quedaban sobre la mesa y la
canasta con la cabeza y extremidades de su hijo, partió de palacio, y dio
sepultura a los restos de su hijo.
Ciro, por consejo de los
magos, fue enviado a Persia con sus padres Mandara y Cambises, a los que contó
lo sucedido. Estos difundieron la historia, pero diciendo que abandonado Ciro
en el monte, una perra ─pues cino significa perra en griego, y Cino se llamaba
la esposa del pastor Artembares─ lo había adoptado y cuidado. Y así los
orígenes de Ciro parecieron más prodigiosos a los ojos de las gentes.